Tres cruces

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[El color negro de las moscas]

La sede del grupo de Alcohólicos Anónimos al que asiste Estela se encuentra en una casa antigua de la colonia Ozumba. Por las mañanas funciona como la guardería municipal y por las noches, se les permite a los adictos tener sus sesiones diarias.

Estela camina hacia la tribuna, se acomoda frente al podio, se soba el cuello con la mano y comienza a hablar.

—Les quiero contar de nuevo algo que ya compartí aquí muchísimas veces antes, pero hoy quiero decirles la verdad de las cosas, la verdad completa, pues. Porque antes no me atreví.

Siempre que Estela habla en la tribuna evita la mirada de sus compañeros, centra su vista en un Tribilín mal dibujado, que alguien pintó en una de las paredes del fondo. Cualquiera que conozca al personaje puede intuir su identidad por ciertos rasgos que lo distinguen: el largo y delgado sombrero verde, las orejas negras, los escasos dientes. Pero las deficiencias de la representación también son irrebatibles: la cabeza es grande en exceso; en vez del gesto desconcertado y torpe del personaje, la reproducción tiene una mirada recia, que lo hace ver como un ser iracundo; el cuerpo no es esbelto, sino achatado y con sobrepeso; sobre la pupila de uno de los ojos alguien aplastó una mosca, y nadie se ha tomado la molestia de limpiar los restos.

Mientras cuenta la historia, Estela mira con desdén a la caricatura contrahecha.

—Ese día me desperté borracha. Igual que el día anterior. Igual que el otro. Igual que todos los días. Esa mañana recé un padre nuestro con olor y sabor a vómito, me desayuné una galleta de avena y leí en el periódico un dato que me dio escalofríos: las moscas pueden vivir y seguir volando por horas, aunque hayan perdido la cabeza. Y esas fueron las últimas acciones reales de mi vida. A partir de entonces todo se volvió una ensoñación y lo sigue siendo hasta ahorita.

Estela se aclara la garganta.

—Vomité la galleta de avena y caminé al coche para sacar el Añejo en la guantera. No estaba ahí. Fui por el que tenía en mi cuarto y descubrí que me lo había chingado en algún momento. Me dio mucho miedo. No tenía ni un centavo y mi cuerpo era una piltrafa, apenas me permitía caminar. Además, cuando cerré los ojos, apareció en mi mente la imagen de una mosca descabezada que volaba hacia mí. Siguió apareciendo cada vez que parpadeaba. Me asusté. Sabía que el insecto no dejaría de avanzar hasta que yo lograra dar un nuevo sorbo de ron.

Estela no le cuenta a su audiencia que la mosca de sus visiones era de un tamaño diez veces mayor al de una mosca real.

—Aunque no tenía ni un quinto decidí ir a la tienda. Me sentía de la chingada: incluso el esfuerzo de girar la llave del Tsuru me resultó engorroso. Las manos me temblaban. Me temblaban los párpados. Iba dando enfrenones pues sentía que en cualquier momento me iba a salir de la carretera.

Estela no les cuenta a sus compañeros que dos botellas vacías de Herradura rodaban por debajo del asiento del copiloto y cada vez que frenaba hacían un estruendo provocándole una sensación de miseria.

—El coche tenía un ligero olor a mierda, me dio miedo que la peste viniera de mí. Sí era yo quien apestaba. Giré la perilla tiesa de la radio, de un lado al otro. Los dedos me dolían por el esfuerzo de moverla.

Estela no les aclara a sus compañeros que los cacharros de plástico rojo que indican la estación sintonizada en las radios antiguas le resultaban fascinantes. Siempre movía aquellas agujas rojas de plástico de un extremo al otro, buscando en el cuadrante una canción que no conociera. En cuanto hallaba una, detenía el trayecto del artefacto.

—Le rogué al de la tienda para que me fiara dos botellas, creo que hasta le chillé. Sí me dio los rones. Di los primeros tragos todavía adentro de la tienda.

La mujer no cuenta que obtuvo los Añejos a cambio de masturbar al jovencito que atendía el local de abarrotes. Cerraron la cortina de metal, la mujer se ensalivó la mano y frotó el sexo del adolescente con enfado.

—Mientras manejaba de regreso a mi casa, ahora sí: en friega y con descuido, escuché en el asiento de atrás el golpe de una botella contra el cinturón. Era la pinche botella que según yo estaba en la guantera, no sé ni cómo terminó en el asiento trasero.

No les cuenta a los otros alcohólicos, aunque quizá se sobreentienda, aunque quizá muchos de los oyentes también son capaces de hacerlo, que ella podía distinguir a la perfección el golpe de una botella vacía, una medio llena, o una sin destapar, contra cualquier objeto.

—A pesar de tener una botella en la mano, mi ambición de borracha, la sed que no se agota, la pinche compulsión o lo que sea, me hizo quitarme el cinto y estirarme hacia atrás para agarrar el Bacardí. En cuanto lo tuve en la mano, escuché el golpe y frené.

Estela duda si debe continuar.

Se contrae.

Retoma la historia:

—Había atropellado a alguien. Se me entumió todito el cuerpo, el cerebro. Tenía que decidir cómo enfrentar mi tarugada. Sólo tardé un segundo en elegir, solo ocupé un segundo para saber que era yo una mierda. Decidí huir. A pesar de abrirme lo más posible para pasar a un lado del cuerpo, sentí cuando el coche le pasó por encima. Se me desbarató el alma. Comprendí la magnitud, la importancia de un cuerpo, cualquier cuerpo, frente a la irrelevancia de un coche que pesa una tonelada. Yo preferí huir en mi chatarra en vez de intentar salvar a la carne y a las vísceras. Escogí mal. Me detuve un segundo, casi me convierto en una persona valiente, pero aceleré de inmediato y no miré siquiera por el retrovisor. Nunca antes había comenzado a llorar sin darme cuenta, pero cuando reparé en mi cara, ya tenía los cachetes empapados, pensé que ese sería el peor momento de mi vida, no tenía ni idea de que unas horas más tarde vendría de verdad el peor.

La mujer siente la vista nublársele. Un escalofrío le recorre el cuerpo. Toma un sorbo de agua del vaso colocado sobre el podio. Reanuda su relato:

—Llegué a mi casa, pero no me pude bajar del coche, ni siquiera pude apagar las luces, el estupor me tumbó, me quedé dormida. Entre sueños escuchaba el sonido de las intermitentes, fueron buenos sueños, los últimos buenos que tuve. Me despertó un ruido terrible, el zumbido de un montón de moscas. Bajé del auto para ver de dónde venía el estruendo. Vi que manchas grotescas, conformadas por montones de moscas, afeaban la parte delantera del coche, me asomé por debajo del chasis y vi que allí también había manchas compuestas por los bichos. Eran como agujeros hechos de insectos, como marcas vivas que se empezaban a tragar la realidad. Tuve pánico. Las moscas chupaban y se engolosinaban con la sangre y las viscosidades que había dejado la persona que atropellé. No tenía por qué haber tantas alimañas, he leído que no debían aparecer tan pronto, pero ahí estaban. El color negro de las moscas es uno de los más feos, y la vida estaba pintando de ese color las evidencias de mi acto reprobable, como para hacerlas resaltar, como para dejar claro que mis pecados estaban ahí. El zumbido de los bichos también es uno de los sonidos más horribles, y la vida había decidido que la sangre y las tripas de mi vergüenza sonaran justo así. Golpeé el cofre, un montón de moscas volaron asustadas, con la mano quité la sangre, muchos bichos se pararon sobre mis dedos, agité la mano con desesperación para espantarlas. Se me revolvió el estómago, vomité sobre la acera y varias alimañas se abalanzaron sobre la porquería. Era una pesadilla. Agarré la manguera y les aventé agua, luego lancé un chorro por debajo del coche. Una ola de sangre, vómito, agua y bichos muertos llenó la entrada de mi casa. Tuve miedo de que Lúa saliera al patio y se encontrara con la marea de podredumbre. Limpiar el desastre fue una tarea que me llevó demasiado tiempo. Me senté de nuevo en el asiento del conductor y apagué por fin las intermitentes. Tuve miedo de haber recibido una maldición, solita me había condenado, pensé que toda mi sangre se había convertido en moscas, y la próxima vez que me hiriera o menstruara, un chorro de insectos repugnantes saldría volando de mi interior. Siendo honesta, muchas veces me he preguntado si esas moscas eran reales o sólo me las imaginé. Si eran nomás visiones, eso sería mil veces peor.

Estela suspira, se talla la cara con las manos. Continúa:

—Mi teléfono sonó; en esos días, igual que ahora, era raro que alguien me buscara. Un tipo, hasta la fecha no sé quién fue, me dijo que mi hija había muerto, la habían atropellado cerca de la salida a la carretera. De inmediato entendí que la persona a la que arrollé era ella, mi hija. Supe ahí cómo la mala suerte también puede expandirse, enmarañarse, tumbarnos, hacernos pedazos. Caí de rodillas. Deseé que cientos de moscas me cubrieran y se tragaran mi forma como a una mancha de vísceras, como a un montón de mierda. Espero que vengan y me traguen.

Estela aprieta los párpados.

—Y esa es toda la verdad, ya no tengo más que contarles, ya les dije todo. Hasta les dije de más.

Sus compañeros permanecen en silencio.

Luego de un minuto, uno de ellos la acompaña a su asiento mientras le soba la espalda. Varios le hacen gestos de empatía. Otros prefieren no verla a los ojos.

Estela sabe que, a partir de entonces, los demás adictos del grupo no la verán igual, ella será la mujer deforme del lugar, como el Tribilín dibujado en el muro. A partir de ese instante se convertirá en una reproducción, hecha con descuido, de sí misma, los demás la reconocerán sólo por ciertos rasgos evidentes: el gesto de angustia, los cabellos maltratados, los puños siempre contraídos y que tiemblan a cada instante, los vestidos viejos, pero muy limpios. Será sólo un dibujo que tendrá una mosca aplastada sobre uno de los ojos.

 

Algo que Estela no les dijo a sus compañeros, y nunca lo hará, es que luego de recibir la llamada donde le avisaron sobre la muerte de su hija, entró a la casa y se dirigió a tu pieza, Lúa. Cerró los ojos y te anunció:

—Tu madre murió… y yo junto con ella.

Enseguida Estela cayó desmayada. Lúa, tú en cambio, corriste por la casa llorando, gritando.

Y así vivieron ambas la desdicha: Estela a través de la inmovilidad; tú mediante la imposibilidad de permanecer en un sólo sitio.

Y así se han mantenido ambas hasta hoy.

[Naxtarfí]

Lúa, abres la alacena. Te sientes cansada, no dormiste bien pensando en qué deberías ofrendarle a tu madre para que no sufra en el más allá.

Nada de lo que ves en la alacena se te antoja demasiado. Sin embargo, como todos los días, lames decenas de veces la enorme barra de piloncillo que tu abuela guarda en una bolsa de plástico. La bolsa se halla junto a una botella de Ron Bacardí Añejo, que lleva ahí al menos cinco años.

Sales de la casa y caminas a la carretera.

Te picas la nariz con avidez para sacar los mocos resecos al fondo de una de las cavidades nasales. Te causa desesperación no alcanzarlos y te aventuras a hundir el dedo lo más que puedes. Entonces sientes el dedo envuelto por la espesura y el calor de la sangre. Sacas el índice de la nariz y lo limpias con tu vestido. Haces la cabeza hacia atrás para detener el flujo, pero es tarde, varias gotas han caído en tus zapatos, en la tierra. Tomas de tu bolsa un pañuelo de papel, formas una tira con los dedos y te la insertas para detener la hemorragia.

Miras las gotas de sangre incrustadas en la arena, acercas tu cara para observarlas mejor. Algunos restos del líquido se esparcieron hasta aplanarse, otras gotas aún permanecen orondas. Diminutas partículas de polvo forman una costra alrededor de las gotas. Te parece que esa combinación de sangre y tierra seca la has visto muchas veces antes, demasiadas incluso: cuando te sangraron las rodillas, cuando balearon a un hombre afuera de la escuela, cuando alguna de las chivas del vecino está en celo.

Te preguntas por qué tu sendero de pronto se ve invadido por unas gotas de tu propia sangre. En unos días averiguarás la razón.

La combinación de sangre y tierra te resulta hermosa.

Determinas que aquel conjunto de elementos debería tener un nombre.

Te emocionas al pensar que tal vez te corresponde el privilegio de nombrar la combinación de materiales.

Sólo reflexionas un segundo, antes de pronunciar en voz alta la palabra que te parece perfecta para denominar a la fusión de tierra y sangre:

—Naxtarfí.

Y no te equivocas, es el término justo.

[Lumbre viviente]

Estela se pinta los labios frente al espejo.

Le parece una actividad engorrosa.

Tampoco tiene habilidad para hacerlo, termina siempre pintando fuera de la comisura de sus labios.

Hasta el olor del labial la hace fruncir el ceño.

Luego de sonreír forzadamente y mirar uno de sus dientes manchados, arroja el labial al piso. Mientras se agacha para ver dónde quedó el tubo, Estela recuerda la mañana cuando entró al cuarto de su hija –de tu madre, Lúa– y la vio maquillada por primera vez:

La jovencita lucía encantadora. Canturreaba y no paraba de bailar sobre su propio eje. Estela pensó que su hija era hermosa, como el fuego. Y también determinó que al igual que las llamas, no importaba cuánto se moviera la muchacha, cuánto cambiara o cuan impredecible resultara su agitación, nunca perdía su hermosura. Estela se acercó a la joven y sintió que incluso generaba calor, concluyó que, en efecto, era lumbre viviente. La mujer tuvo el impulso de calentar sus manos acercándolas al cuerpo de su hija.

Ese día fueron al zoológico de la ciudad vecina. Los hombres, en lugar de ver a los hipopótamos, a los venados, a los cocodrilos, miraban a la adolescente, como quien mira el crepitar de una fogata y desea su calor. El rugido de uno de los leones apareció justo cuando Estela ofendía a uno de los “viejos cochinos” que miraba a la jovencita. El gruñido felino dotó al insulto humano de una animalidad insólita.

Mientras madre e hija veían a los simios haciendo nada, la muchacha se puso de nuevo a bailar sobre su propio eje. Su belleza incendió al zoológico, carbonizó a los animales, dejó una tibieza reconfortante en el aire.

Estela sintió ganas de inmolarse en su hija-lumbre para evitar la aflicción que se avecinaba, para no vivir nunca las consecuencias del crecimiento de la muchacha.

Cuando Estela recoge el lápiz labial, se embarra los dedos con el rojo cremoso. Maldice en voz alta.

[Quimérico]

Desde hace varios días, Lúa, te das cuenta de que tu abuela te trata con mayor desdén, con ira. Te sientes infeliz por nunca haber estado al lado de tu padre, detestas el hecho de que tu madre haya muerto. Al llegar a la orilla de la carretera, Lúa, observas que uno de los chivos del vecino fue atropellado y se ha estado pudriendo durante horas. Te agachas para verlo de cerca, descubres que se trata de Lino, un chivo que a cada rato cruzaba la autopista para llegar a tu casa y ser acariciado por ti. Las vísceras apachurradas en la parte media del animal se han desperdigado. Te preguntas por qué tu sendero de pronto se ve invadido por unas vísceras aplastadas, pronto entenderás las razones.

Miras con detenimiento la revoltura, entonces tienes una ocurrencia. Te diriges a la cocina, buscas en los cajones y tomas unos cerillos con cabezas de colores.

Entusiasmada te aproximas de vuelta al cuerpo del chivo, enciendes uno de los fósforos y lo arrojas a las entrañas. Los restos de aceite que las ruedas han ido dejando sobre la viscosidad hacen que las tripas se enciendan levemente. Lúa, crees que ello comprueba tu teoría: aquel animal era una quimera. Mas no una quimera como las míticas, como la de tu libro. Ésta era una quimera interior; es decir: los órganos internos de aquel ser pertenecían a diferentes especies de animales y criaturas. Piensas que el estómago aplastado de aquella bestia ardió en llamas porque no era el de un chivo, sino el de un dragón. Imaginas que los dragones pueden lanzar fuego justo porque sus ácidos estomacales son inflamables.

Miras entonces la plasta que alguna vez fue un corazón y concluyes se trata del órgano vital de un león. Por ello el chivo siempre tuvo valor para alejarse de sus hermanos, para buscar comida muy cerca de la carretera, por ello tuvo siempre la osadía de cruzar corriendo el camino, aunque su intrepidez le costara la vida.

Miras en la boca del animal la lengua hecha una plasta y crees reconocer que las glándulas salivales de Lino eran las de una serpiente. Seguro por esa razón, cuando el chivo mordió a uno de los cerdos del vecino, el chancho murió al día siguiente.

Por último, imaginas que las tiras de pringue oscurecido que salen de la garganta del chivo son las cuerdas vocales de un murciélago, cuerdas que la criatura hacía vibrar para emitir sonidos y reconocer su entorno, para avanzar por todos lados, incluso en la penumbra de la noche. Concluyes que aquel animal era capaz de usar la geolocalización y así evitó ser atropellado varias veces.

Sonríes con soberbia pues eres la única persona en el mundo que se ha topado con una quimera interior, poco importa que esté muerta.

De pronto reparas en lo obvio, te encuentras frente a un cadáver, uno especial y mítico, pero un muerto a final de cuentas. Debes ofrendarle algo, hacerle un regalo para que no sufra en donde quiera que se encuentre. Recuerdas: a las quimeras les gusta comerse a otros animales. Decides entonces regalarle comida.

Caminas hacia los árboles.

Buscas en los troncos alguna lagartija.

Cuando encuentras una, la miras con cautela y calculas el momento preciso. Estás entrenada para hacerlo, siempre te gustó molestar a los reptiles que viven cerca de tu casa. Con un movimiento certero, logras atrapar a una. Sacas varios pañuelos desechables y envuelves al animal. Pones el paquete en el piso. Entonces le das tres pisotones.

Sin sacarlo de los pañuelos, le ofrendas la lagartija a la quimera interior. Sonríes hasta reparar en que la lagartija también es un muerto y tendrás que darle algo para evitar sus zozobras en el más allá…

Has comenzado un ciclo que no parará. Intuyes que este encuentro con la muerte no es sino un augurio del futuro.

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