La conquista de la identidad

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primera parte

La conquista de México en el arte de la monarquía católica

Alejandro Salafranca Vázquez

i

introducción

Los libros de Historia, los cementerios, las bibliotecas y algunas obstinadas memorias están ahítas de patrias, naciones, estados, países, repúblicas, confederaciones y reinos, todos ellos extintos. Patrias por las que muchos pelearon, otros murieron por defenderlas, destruirlas o someterlas. Otros las amaron, las odiaron, las gozaron o las pa­decieron. Todas tanto en contenido como en continente, en res o en verba, languidecen perdidas en el torbellino del tiempo y en la volatilidad de todo lo humano […]. Entre esta interminable lista de mundos difuntos destaca la monarquía católica y su hija predilecta: el virreinato de Nueva España. Patrias fenecidas, cuyos huérfanos no han derramado una sola lágrima, pues los vástagos de ambas surgieron de la extermi­nación de su memoria, la primera en Cádiz y la segunda en Apatzingán.1

A raíz de la magna exposición presentada en 2017 en la Ciudad de México en la que se indagaba sobre la búsqueda de identidad de la megalópolis a través del arte desde la época pre-mexica hasta el siglo xxi, escribí en el catálogo esta reflexión sobre la inmensa dificultad de aproximarnos y entender la civilización de los entes políticos, sociales y culturales que precedieron a las actuales naciones española y mexicana, es decir, la monarquía católica, el reino de Castilla y el reino de Nueva España. Esos entes del antiguo régimen murieron en la convulsión de la modernidad del siglo xix. De ellos heredamos mucho de lo que somos, pero nuestro presente ferozmente moderno y nuestras estructuras culturales e intelectuales, profundamente nacionalistas de raigambre decimonónica, nos entorpecen y nos velan la comprensión sobre cómo aquella civilización que nos antecedió se quiso ver a sí misma, y cómo sintió, rezó, luchó, gozó, vivió y murió. En puridad, nuestra realidad mental y nuestra idea del mundo es tan lejana a la de aquellos siglos, que preñamos constantemente nuestra mirada al pasado con una necedad presentista que satura lo pretérito de presente nublándonos la comprensión de aquello que ni de lejos logramos comprender aunque seamos sus más directos descendientes. En realidad, ni Nueva España ni la monarquía católica en su complejidad multinacional tienen herederos en los países contemporáneos que pudieran sentirse descendientes de ellas. Ambas naciones, como escribí en 2017, nacieron de sepultar aquellos reinos y vaciarlos de una esencia comprehensiva. En estas páginas vamos a adentrarnos en ciertos segmentos identitarios expresados en la mentalidad de aquellos mundos perdidos, a través de una selección significativa de sus expresiones artísticas. Recorreremos la historia de las mentalidades y de las ideas imperantes en el centro de la monarquía y en su reino más próspero, persiguiendo el prolongado rastro de lo que en aquellas sociedades representó el recuerdo de la conquista de México acontecida en 1521. Trescientos años de recorrido siguiendo el profundo impacto en las conciencias colectivas a ambos lados del Atlántico, sobre lo que significó la incorporación de toda Mesoamérica a la Corona de Castilla y a la postre a la monarquía hispánica. Aquel hecho impactó profundamente la narrativa histórica de castellanos, mesoamericanos, chichimecas, criollos y castas, mexicanos y españoles. Esta es la historia de esa construcción identitaria de los confundidos herederos de aquellos lacerantes y trascendentes hechos y su manifestación a través de sus más significantes expresiones artísticas.2

1 Salafranca Vázquez, Alejandro (2017): “Ciudad de México, emporio de las artes, faro de la monarquía católica (1521-1705)”, p. 43, en Espinasa, José María y Salafranca Vázquez, Alejandro (coords.), La Ciudad de México en el arte. Travesía de ocho siglos, México, Museo de la Ciudad de México.

2 Para un recorrido generalista por la mirada hacia el pasado de las culturas que habitaron lo que hoy llamamos México desde la antigüedad hasta la Independencia, véase Florescano, Enrique (1994): Memoria Mexicana, México, FCE.

ii

Las salas de batallas de la monarquía y su vacío indiano

el palacio del buen retiro

El Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro en Madrid es un espacio inmejorable para iniciar este ensayo1 en el que se pretende demostrar que la conquista de México nunca tuvo relevancia ni representatividad en la pintura de Estado de la monarquía católica, ni en la propaganda bélica general del imperio español y que, a contrario sensu, su representación profusa en el arte novohispano resultó medular para la construcción del relato histórico e identitario del reino de Nueva España.

Esta palpable contradicción entre la manera en que la corona invisibilizó por razones políticas, jurídicas y filosóficas las conquistas americanas de sus “espejos de hazañas”, y la forma en que los novohispanos hicieron lo contrario al construir mediante obras de arte de profunda originalidad “espacios de Estado” que sublimaban el hecho fundacional bélico de su reino, es la razón de ser estas páginas.

Con estas premisas como señeras, retornemos nuestra mirada al palacio madrileño. Este edificio de los Austrias era un constructo fabuloso de propaganda política española, un espacio consagrado al acrecentamiento del prestigio de la monarquía y un auténtico templo para mostrar la musculatura bélica del trono hispánico. Situémonos en el palacio matritense en cualquier año de la etapa madura del reinado de Felipe IV, concretamente en esa sala escenográfica y teatral que desplegaba una simbología cuidada hasta el más mínimo detalle para lograr el deslumbramiento de los embajadores y visitantes que precisaban tratar al “rey Planeta”.2

Imaginemos el arribo de los invitados al Buen Retiro procedentes del alcázar o de cualquier rincón de la villa con todo el ritual cortesano de la década de los treinta del siglo xvii, sea el embajador del sultán de Fez, un príncipe de Gales en busca de una infanta de España, un caballero exiliado irlandés, quizá algún virrey en cesantía de las Indias Occidentales, un dux italiano o algún elector tudesco, un pilli (noble) nahua pleiteando en Madrid, un general genovés en busca de un Tercio de infantería que mandar, un poeta o dramaturgo con obra fresca que ofrecer, un asegurador de flotas balleneras vascas del consulado burgalés con muchos caudales que apalancar, mineros novohispanos en busca de prosapia nobiliaria, armadores guipuzcoanos, canarios y andaluces aspirando a obtener patentes de corso, representantes de cabildos levantinos, cronistas de Indias, intelectuales peruanos, emisarios de repúblicas de indios mesoamericanas disputando en el Consejo de Indias derechos de tierra y abolengos de conquista, pintores flamencos de batallas en busca de encargos. Carruajes, caballerías, chupas elegantes, alabarderos, guardias reales, guardainfantes enormes, bufones más influyentes que un capitán general, secretarios de algún consejo del reino, en fin, cualquiera con ambición de medrar en la corte a la sazón capital de la monarquía más influyente y poderosa de aquel mundo convulso del siglo xvii.

¿Cómo se transformó en tan poderoso aquel monarca austrocastellano?, ¿de dónde tanto boato?, ¿de dónde tanta plata, general de banda y pluma, tercios viejos, galeras y galeones, flotas y convoyes?, ¿de dónde? Seguramente, dirían algunos, que de las entrañas de la pródiga Castilla, sí, buenas rentas las de aquellas tierras ricas y fértiles todavía en el xvii. ¿Quizá de la rica Italia?, rica sí, pero demandante de un esfuerzo bélico y financiero tenaz para sostenerla. ¿De dónde entonces? Sin duda, los Austrias se pavoneaban por el mundo por mor de las riquezas de los nuevos reinos indianos occidentales, de Nueva España y de Perú, de Zacatecas y Potosí, de Acapulco y Manila, de las Indias, en suma. De su comercio y de sus metales, de ellos y del valor de la maquinaria militar y diplomática que con ellos se sustentaba y que gracias a ese ingente flujo de metal y de numerario lograba Madrid engrasar con asiduidad el violento aleteo del águila bicéfala; con ellos maniobraban a la perfección los cuadros firmes, disciplinados y feroces de los tercios italianos, tudescos y españoles en toda Europa, por esa riqueza las flotas hispánicas surcaban con aplomo y éxito el Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico, y gracias al comercio de la primera globalización económica panhispánica se vinculaban mercancías, compradores y vendedores de Milán con Flandes, de Nápoles con Barcelona, de Manila y Acapulco con Amberes, de Santiago de Chile con Cartagena de Indias y esta con Sevilla, Burgos o Bruselas3. Felipe IV creyó reinar, seguramente con sinceridad, por designio de Dios, pero sin duda lo logró con el apoyo más terrenal del mineral potosino y novohispano; gobernó gracias al sudor y los méritos de los castellanos y de sus aliados indígenas de ultramar que un siglo atrás, antes que nadie, dieron más tierra a la corona que mil cruzadas, que mil encamisadas y contraminas en Flandes, que cien victorias pírricas en Italia o que un puñado de batallas navales contra la Sublime Puerta. Por sabido se calla, el poder de la monarquía residía en las rentas de América por mor de su conquista e incorporación a Castilla.

Sigamos imaginando en esta ucronía pedagógica que les propongo, que los invitados más perspicaces compartían silentemente estas reflexiones mientras todos ellos pasaban al Salón de Reinos, en realidad una auténtica “sala de batallas”. Quizá se cruzaron y mezclaron con Velázquez, Sánchez Coello o Maíno, quizá con el Conde-Duque, con alguna monja dramaturga o con el purpurado héroe de Nördlingen, verdugo de los suecos y pesadilla de los franceses, el brillante Cardenal Infante.

 

Sigamos en este ejercicio y reconstruyamos la imaginada escena cortesana con los ojos de un par de inveterados enemigos de la monarquía, por ejemplo, los del embajador de su Alteza Serenísima en Madrid y los del embajador de la corte parisina, y a su vez, por la mirada de unos fieles aliados del rey católico, por ejemplo, los de una comitiva de nobles tlaxcaltecas, huejotzincas, texcocanos o quauhquecholtecas de visita en la Corte. Ambos grupos de hombres procedentes de dos universos distintos, uno europeo, mediterráneo, orientalizante, comercial, marítimo y profundamente hostil al trono madrileño; el otro de tierra adentro, quizá bragado en la pacificación y colonización de Nueva Vizcaya, orgullosos descendientes de los que derrotaron a los mexicas-tenochcas y a los mexicas-tlatelolcas, y herederos directos de las naciones mesoamericanas que más riqueza le dieron a la corona en una alianza de lealtad bélica y política que llevó las rapaces de doble testa y las aspas borgoñonas desde los volcanes nicaragüenses hasta los bosques de la alta California.

Veamos a todos ellos, a los pipiltin (nobles) novohispanos y a los nobles caballeros venecianos y franceses, acceder al salón real de batallas. Sus curiosas miradas serán testigos de la mayor operación de propaganda del poder militar de una monarquía a la que unos espían con ansias de defenderse de ella o debilitarla, y otros con la aspiración de ver reflejados los privilegios de los que se sienten acreedores por ser aliados y descendientes de los conquistadores que ganaron las tierras que permitían al rey Felipe ser señor del mundo.

Sus visiones opuestas se van a topar con cuatro temáticas, cuatro mensajes, cuatro discursos políticos que lanza a bocajarro la sala al visitante. El primero, el territorial, desplegando veinticuatro escudos de otros tantos territorios de la corona; sigue el mitológico, con diez grandes lienzos de Hércules, fundador mitológico de la monarquía hispánica pintados por Zurbarán; continúa el dinástico, articulado en cinco retratos ecuestres de la familia real del monarca vigente, todos ellos salidos de la mano de Velázquez, y finalmente, el que nos interesa en este ensayo, el bélico, la propaganda militarista del poder del trono expresada en nada menos que doce cuadros de batallas, mayor número que los dedicados a la mitología o al culto a la personalidad de la familia de Felipe IV.

De estos cuadros afortunadamente han llegado a nosotros once. Son en su mayoría retratos de generales teniendo de fondo las batallas que ganaron. Los protagonistas de estas magníficas obras de propaganda son los jerarcas militares representados en su papel de aliados del rey, y no la batalla librada ni el enemigo derrotado, ambos –batallas y enemigos– conforman únicamente el telón de fondo. Estos retratos de generales invictos al servicio de la monarquía muestran campos de batalla en los que o se invisibiliza, minimiza y ubica al enemigo en un segundo plano, o se es magnánimo con él poniéndolo en posiciones honorables de rendición. Todos muestran una auténtica autocelebración castrense de la corte española y una exaltación de los valores que la monarquía hispánica quería representar. Por ello, los lugares de las batallas representadas, el tipo de enemigo vencido y los valores desplegados para con los derrotados, son fundamentales para exaltar y enaltecer esta singular semiótica de perpetuación del poder. En estos retratos de ambiente bélico no hay por lo general ni lenguaje alegórico ni epigrafía, en ellos se despliega un aparente realismo con ausencia de temática religiosa.

El rey recurrió a sus pinceles favoritos y así encargó a Maíno, Velázquez o Zurbarán que retratasen a estos hombres siempre vencedores exhibiendo los valores de la monarquía, magnanimidad y providencialismo enseñoreándose ambos en aquellas campañas militares en las que Felipe IV se sentía partícipe y protagonista. No son batallas de sus antepasados, son sus triunfos y los de sus hombres, siempre condescendientes con un enemigo derrotado con la ayuda de Dios: ¡sigue la autocelebración! Velázquez, inspirado para su Rendición de Breda en una comedia de Calderón, sitúa al general Spínola con una amabilidad y una cortesía exquisitas aceptando la capitulación de un Nassau tratado con una benevolencia digna de la grandeza del “rey Planeta” quien es señor natural de los derrotados y no un monarca extranjero invasor. Maíno pasa al frente Atlántico y, basado en El Brasil restituido de Lope de Vega, retrata la expulsión y derrota de los rebeldes de las Provincias Unidas en Salvador de Bahía, y lo hace otorgándole el mérito al mismísimo monarca que aparece simbólicamente en el escenario bélico, a quien el general vencedor en el campo de batalla, don Fadrique de Toledo, le pregunta si debe dar cuartel a los invasores holandeses ahora defenestrados por las armas reales, petición a lo que accede un rey católico piadoso en su papel de señor natural de los derrotados. Este cuadro es único [Fig. 2] y sin duda resulta el más importante de toda la serie; solo en él aparece el rey en persona otorgando el perdón, además, se representa la caridad mediante la imagen de una mujer cariñosa con unos niños, y a la clemencia a través de otra fémina atendiendo afanosamente a los heridos. En todas estas obras se le concede cuartel al enemigo al que no se humilla ni en el trato ni en el retrato. Al ejército derrotado se le representa difusamente sin signo alguno de humillación.

Aquí se resume toda la teoría política de una monarquía que incluso cuando vence no lo quiere representar ofensivamente; en última instancia, las armas hispánicas están derrotando a vasallos rebeldes de los que el rey es su señor natural, y este aspira, en unos casos a la restitución de la lealtad perdida, y en otros a la recuperación de la soberanía sobre territorios legítimos de Castilla en las Indias arrebatados a esta fundamentalmente por holandeses. No son guerras de conquista u ofensivas contra los enemigos del trono, son el restablecimiento del orden natural de las cosas y, en el mejor de los casos, representan la defensa del territorio propio contra fuerzas extranjeras ilegítimas; nunca el óleo inmortaliza invasiones a territorios de otros señores, o agresiones a otros reinos. En esta tesitura reaparece en la misma sala Zurbarán, esta vez inmortalizando la exitosa defensa de Cádiz contra los ingleses; asimismo desfilan La rendición de Juliers y El socorro de Brisach, ambas pintadas por Jusepe Leonardo; sigue Victoria de Fleurus, La expugnación de Rheinfelden y El socorro de la plaza de Constanza en la guerra de Flandes, todas de Vicente Carducho; el acertado rompimiento del cerco de Génova por el marqués de Santa Cruz del pintor Antonio de Pereda, o en el frente del Caribe a Vicente Cajés pintando tanto la expulsión de los holandeses de la isla de San Martín (única obra que no ha llegado a nuestros días), como La recuperación de San Juan de Puerto Rico, y finalmente, de la mano del artista Félix Casteló, La recuperación de la isla de San Cristóbal.

Las Indias Occidentales están muy presentes en esta sala de batallas. Puerto Rico y Salvador de Bahía son escenarios medulares y, como hemos dicho, el cuadro más importante de la serie es la restauración de la soberanía de la monarquía católica sobre el principal puerto de Brasil. Pero es claro que al no haber ningún cuadro que represente hechos anteriores al reinado de Felipe IV, no aparece, en consecuencia, ninguna referencia a la conquista de Tenochtitlan o del Tanhuantisuyo. En realidad la conquista de las Indias es invisible e inexistente por pretérita, una suerte de historia demodé e innecesaria de alardear, no apta para insuflar el valor castrense de la monarquía por ser aquellos territorios, según se desprende del discurso oficial, posesiones legítimas por bula papal en favor de la corona de Castilla.

Consecuentemente, se retrata y representa en las obras pictóricas la defensa contemporánea de los puertos indianos ante potencias invasoras, pero no se representan nunca conquistas pretéritas –las del siglo xvi en época de Carlos I en detrimento de los estados imperiales de Atahualpa o Moctezuma–, a las que además no se les quiso dar relevancia militar por no abonar a los valores católicos y piadosos en los que insistentemente se quiso hacer recaer el peso del prestigio del trono. Se aspiraba por un lado a que tanto este silencio sobre las conquistas americanas como el exacerbamiento y la exaltación permanente de la magnanimidad y la misericordia infinitas hispánicas sirvieran de antídoto contra la propaganda antiespañola de las monarquías enemigas en Europa que iban constituyendo y perfilando la “leyenda negra” de la obra ibérica en las Indias Occidentales.

En consecuencia, nuestros buenos pilpiltin nahuas de paso por la corte no verán ni encontrarán en el Salón de Reinos las hazañas de sus antepasados quienes hombro con hombro con extremeños y castellanos crearon a sangre y fuego Nueva España. Por su parte los espías y diplomáticos venecianos y franceses tendrán que informar al Doge uno y al rey borbón el otro, que Felipe IV ha inaugurado un palacio de recreo para exaltación absoluta de sus valores y de sus éxitos presentes, olvidando en esta celebración que la grandeza española más que en los méritos fantasiosos del mítico Hércules, reside en los méritos castrenses de los predecesores del rey Habsburgo a los que se olvida absolutamente en el plan iconográfico del Buen Retiro.

Lo observado en el palacio no es una excepción, la conquista indiana, y la novohispana en particular, están también ausentes en general de la pintura oficial bélica hispánica de todo el siglo xvii, más allá incluso de los gustos egocéntricos del monarca.

En los inventarios del Alcázar, hoy depositados en El Prado, se encuentran los cuadros bélicos encargados al singular Snayers por el archiduque Leopoldo Guillermo, primo del rey Felipe IV y a la sazón gobernador de los Países Bajos españoles. En estos lienzos, que no por desconocidos del gran público demerita la magnificencia de su factura, vuelve a ser Flandes, ¡siempre Flandes!, la protagonista de estas obras mezcla de cartografía militar, costumbrismo, intrahistoria castrense y propaganda política de primer orden. Destaca en la serie el cuadro dedicado a la visita al campo de Breda tras la victoria de Spínola, de la Infanta Gobernadora Isabel Clara Eugenia, tema tratado también por Callot en destacados aguafuertes sobre papel, también custodiados en la pinacoteca matritense.

Pero por mucho que busquemos en la pintura de la Corte y en la de sus más destacados miembros, no encontraremos más que obras referidas a los éxitos del monarca y de sus parientes. Encontraremos cuadros magníficos del Cardenal Infante, hermano del rey, como vencedor de los suecos en Nördlingen, o soberbios retratos del famoso héroe de Ostende y Breda, Ambrosio de Spínola, representado de manera soberbia, todos ellos salidos del pincel de Rubens. Todo en aquellos óleos de un talento sin discusión es actualidad bélica y exaltación del reinado presente, nada del pasado, nada de la historia militar de Castilla, en consecuencia, nada de las Indias Occidentales, nada de Nueva España, nada de España en suma. Es en puridad la propaganda del rey, de la casa de Austria, y a lo sumo de los españoles a su servicio, pero no de Castilla, y no de sus conquistas americanas que son en definitiva obra de Castilla y de los aliados mesoamericanos de esta.

el escorial

Hemos demostrado que en torno a 1635 la propaganda militar oficial del rey había decidido no celebrar y no recordar las conquistas indianas de principios del siglo xvi; busquemos entonces en otro tiempo, indaguemos en otro reinado. Sigamos nuestro ejercicio imaginario y situemos ahora a nuestros personajes en la corte de Felipe II, cuando la conquista de Perú y Nueva España estaban todavía frescas en la memoria. Vayamos a través de los ojos de venecianos, franceses, tlaxcaltecas y texcocanos al Escorial y a su “salón de batallas”, y veamos si por fin los caciques nahuas verán reflejadas en los muros del convento-palacio las hazañas guerreras de sus padres, y si el veneciano y el francés constatarán contrariados a través de la contemplación de grandes frescos el orgullo del segundo de los Felipes por saberse heredero del monarca que derrotó a Atahualpa y a Cuauhtémoc, cuyos ricos imperios, al ser incorporados a la corona hispánica, debilitaron irreparablemente tanto a Venecia, al restarle importancia al comercio con Asia por la ruta otomana, como a Francia por haber puesto en jaque la pretendida hegemonía gala en Italia y Borgoña por culpa del caudal infinito de numerario llegado de las Indias a favor de los Austrias.

 

Pongámonos en situación y reconstruyamos el recorrido en un frío día de esos tan escurialenses en los que el aguanieve te cala hasta los huesos. Envueltos en capas y tilmas veamos transitar a los visitantes por los compactos pasillos y elegantes galerías en las que el hijo de Carlos I, nieto de Juana de Castilla y bisnieto de Fernando e Isabel, ha decidido plasmar los orígenes del éxito militar de su inmenso imperio.

En principio, el soberbio monasterio-palacio es en sí mismo un homenaje a una victoria militar, en esta ocasión contra la sempiterna enemiga, Francia, a la que Felipe II había derrotado abrumadoramente en San Quintín. Este homenaje a San Lorenzo y a su caluroso martirio es entonces una autocelebración filipina por haber aplacado a Francia en sus ambiciones italianas. El enorme pasillo devenido en “salón de batallas” escurialense contiene una diversidad temática destacable, es un auténtico “espacio de Estado”. ¿Qué celebra y qué rememora en él el monarca hispánico?

A diferencia de lo que en un futuro hará Felipe IV, Felipe II sí le otorgó, en principio, un papel clave a Castilla en este espacio de propaganda, lo que se vio reflejado en la obra de gran envergadura titulada La batalla de la Higueruela, representación de una batalla del siglo xv contra el islam andalusí y antecedente inmediato del debilitamiento definitivo de los nazaríes granadinos, principio del fin de la secular presencia musulmana en el oriente andaluz. Poco le durará la exaltación castellana al rey. No tardarán nuestros invitados en percatarse de que el plan pictórico monárquico abandonará la senda castellana para remitirse inexorablemente al presentismo y a la laudación orquestada de las mieles castrenses del propio rey. Este se autocelebrará en continente con el monasterio, y en contenido con un enorme cuadro sobre la batalla de San Quintín ganada por él mismo, en la que, por cierto, se hizo acompañar de uno de los hijos de Hernán Cortés. A partir de aquí ya no se moverán las series pictóricas de la celebración de sí mismo y de su reinado. Esta enorme sala se completa con la recreación de la gran victoria del genio naval Álvaro de Bazán en la Isla Tercera (Azores) entre 1582 y 1583 contra la escuadra y el ejército luso-francés; batalla tras la cual se consumó la unión de las coronas castellana y portuguesa en la cabeza del rey hispánico. Si seguimos buscando en los muros y lienzos de los palacios del hijo del emperador Carlos, encontraremos a Tiziano pintando al rey y a su hijo agradeciendo –el primero– a los poderes divinos la victoria sobre los otomanos en Lepanto –el otro gran éxito militar de Felipe II y de sus aliados papistas, genoveses y venecianos–, o el magnífico retrato hoy en Austria de los comandantes cristianos, Marco Antonio Colonna al mando de la escuadra pontificia y de Sebastiano Vernier dirigiendo la flota veneciana, encabezados ambos por el hermano bastardo del rey Felipe, el excelente militar español don Juan de Austria al mando de las naves hispánicas y de la flota en general. De nuevo nada de Cortés, nada de Tlaxcala, nada de Otumba, ni rastro del sitio de Tenochtitlan, silencio ante la admirable resistencia de Tlatelolco, nada de la lucha naval en el lago de Texcoco entre bergantines y canoas o de la durísima batalla de Nochixtlán. Otra vez, e igual que aconteciera en el futuro con Felipe IV y por razones muy parecidas, la exaltación militar se desarrollará contra franceses por frenarlos en su expansión, contra los infieles de la Sublime Puerta, contra los rebeldes portugueses del Prior de Crato que cuestionan su legitimidad a la corona lusa, y a lo sumo, con alguna referencia añeja a los éxitos castellanos sobre las taifas andalusíes como origen de la grandeza castellana y de su misión de campeona de la fe. Pero nada de las Indias Occidentales a las que se asume que se tiene derecho y posesión por gracia de la bula papal, y que a los ojos de la propaganda militar e imperial, se accedió, pacificó, explotó y pobló sin batalla ni esfuerzo bélico alguno. De nuevo imaginemos por un instante la incredulidad ante este olvido de lo indiano premeditado e inexplicable por parte del rey, en el alma de nuestros nobles indios novohispanos, y el descreimiento sostenido de los diplomáticos venecianos y franceses ante la palmaria ausencia de América en la retórica belicista española.

Demos ahora en nuestra indagatoria un salto en el tiempo aunque sin movernos de El Escorial y situémonos a finales del siglo xvii. Carlos II en el ocaso de la centuria decimoséptima seguirá colmando los muros del viejo palacio serrano con pinturas de guerra, esta vez no de sus propias campañas, sino que ahora lloverá sobre mojado. El rey mandará pintar la celebérrima victoria sobre Francia de Felipe II. Lo hará decorando la bóveda de la escalera principal de El Escorial empleando la superficie arquitectónica a manera de lienzo. El encargo recaló en el mismísimo Lucas Jordán para que por enésima vez actualizase la recreación de la batalla fundacional del monasterio jerónimo.

En conclusión, en los estertores de los Austrias, cuando la mirada bélica al pasado se configura y se enfoca lo hace para seguir regodeándose en el pulso eterno con Francia, y no en autoconmemorarse con las entrañas castrenses pretéritas de Castilla y de sus reinos de ultramar.

Cerremos nuestra teatral pero sincera ucronía poniéndonos por última vez en los huaraches de nuestros aristócratas novohispanos. Estos señores de Tlaxcala, Texcoco o Huejotzingo representaban a un variopinto conjunto de naciones (altepeme) que habían aceptado en el siglo xvi –de mejor o peor gana, por la fuerza o por la persuasión– la autoridad del emperador, se habían convertido al cristianismo y, para hallar un lugar digno en la nueva era tras el cataclismo del hundimiento de su civilización milenaria, habían construido una alianza militar con el monarca para expandir las fronteras de la nueva cristiandad por todo el territorio de la América central y del norte. Con sus ejércitos, con su experiencia, con su valor y con miles de almas armadas hasta los dientes, habían guiado a los pocos soldados y capitanes castellanos en una aventura bélica, militar y cultural de una dimensión épica que hizo crecer Nueva España desde las fronteras originales del imperio de Moctezuma hasta invadir todos los territorios chichimecas desde Querétaro hasta San Francisco y desde Ixmiquilpan hasta el norte de Texas, y por el sur, tras la pacificación de las regiones mixteca y zapoteca, llevaron el náhuatl y el castellano por todo el mayab desde Yucatán y los altos de Chiapas hasta el norte del Darién. Una empresa que fijaría por tres siglos los inmensos límites del virreinato novohispano, fronteras heredadas mayoritariamente por el futuro Estado mexicano.

Esta alianza bélica entre las naciones nahuas, otomíes o purépechas con Castilla debemos aquilatarla y justipreciarla en su calado y dimensión solo si la comparamos, por ejemplo, con las campañas de los árabes en los siglos vii y viii. Los árabes, mientras conquistaban pueblos de diversa raigambre cultural en la luna fértil siriaca o el norte de África, una vez pacificados e islamizados los movilizaban de inmediato para seguir su avance imparable hacia el gran magreb. Una campaña que en menos de un siglo los llevó de Damasco al Ebro, siendo los árabes minoría en estos ejércitos y los pueblos recién islamizados, mayoría.4 Historia muy similar a la de Castilla en Mesoamérica que conquistó, partiendo de la orilla del lago de Texcoco, todo el territorio comprendido entre Cem Anáhuac (territorio bajo dominio mexica) y el norte de California, Arizona o Texas, y por el sur el comprendido entre Cholula y Nicaragua, todo ello mediante los ejércitos aliados aportados por los pueblos recién cristianizados. No olvidemos que entre Damasco y Zaragoza, dos puntos distantes de la expansión militar árabe, hay algo menos de cinco mil kilómetros, y que entre San Francisco en California y Managua en Nicaragua, dos puntos distantes dentro del territorio de la expansión militar novohispana, hay algo menos de seis mil. No perdamos de vista entonces la envergadura de la expansión militar a la que nos estamos refiriendo.