La conquista de la identidad

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Este es el tamaño del cataclismo bélico/cultural acontecido en las Indias en menos de cien años por mor del impulso incontenible de una España expansiva en mortífera alianza con los pueblos imperialistas y belicistas de la Mesoamérica central. Alianza de una virulencia inaudita que doblegó con mayor o menor esfuerzo a una inmensidad de pueblos, culturas y naciones en todo el orbe indiano septentrional. Imaginemos entonces la segura incredulidad de los descendientes de estas naciones vencedoras de la gran guerra mesoamericana del siglo xvi al observar el silencio en los espacios de poder de la capital de la monarquía sobre la conquista de las Indias y constatar la ausencia de memoria y reconocimiento oficial sobre su destacado papel en la construcción del imperio. ¿Cómo explicarlo? ¿Por la lejanía cronológica de los hechos?

la corte nómada de carlos i

Seamos entonces exhaustivos e indaguemos en las querencias militares más cercanas a los acontecimientos bélicos americanos. Busquemos entonces en el reinado de Carlos I, quien como rey y emperador fue testigo y protagonista de las jornadas de Pizarro, Cortés y de tantos otros. Fue bajo su reinado, marcado por sus constantes viajes y por el nomadeo de la Corte, que la corona de Castilla se extendió a expensas de Cem Anáhuac y del Tahuantinsuyo por un orbe ignoto e inmenso; en su reinado su cetro se adornó con el dominio sobre las Indias y con los tesoros que de ellas llegaban gracias a las empresas de hombres extremeños de la baja nobleza, hidalgos sencillos que a sus costillas, con el apoyo de miles de mesoamericanos aliados, y con una lealtad sólida, habían engrandecido a su patria y a su señor de una manera inimaginable. En esta tesitura, ¿qué hechos de armas ennoblecedores del reino retrató el emperador en sus propios “espacios de perpetuación de la memoria”? En aquellos años en los que llegaban a Castilla, Flandes y Austria desde las Indias continentales noticias asombrosas de conquistas de grandes reinos y ciudades, ¿celebraría el rey flamenco con orgullo las victorias de los extremeños y los tlaxcaltecas contra los te­nochcas?

Antes de respondernos hagamos un pequeño alto en la minoría de edad de Carlos. Situémonos en la regencia del viejo franciscano, el cardenal Cisneros. En aquellos años, poco antes de la caída de Tenochtitlan, la catedral toledana se transformó también en un singular “salón de batallas”, en el que, en congruencia con el hábito silenciador de lo americano que se desarrollará en un futuro, no se relató en absoluto las tomas de la Española o de la Fernandina acontecidas veinte años atrás en el recién descubierto Caribe. Por el contrario, Rodrigo Alemán pintó allí la toma de Granada, símbolo por excelencia del triunfo del cristianismo sobre la fe mahometana. Más tarde, en 1514, en la capilla mozárabe del templo, Juan de Borgoña exaltó magistralmente al regente mendicante en su exitosa campaña anfibia contra Orán. Es decir, ambas obras reflejaban las guerras contra el infiel en cumplimiento de los deseos de Isabel de Trastámara. Podríamos esgrimir que las guerras americanas están ausentes de las pinturas de la seu castellana por haberse encargado antes de tenerse noticias de las hazañas en Anáhuac, pero tras conocerse estas ¿qué escenas de guerra para exaltación de la monarquía encargó Carlos en su calidad de monarca beneficiario del sometimiento a su soberanía de las civilizaciones mesoamericanas? Veamos.

En el marco de la apropiación simbólica cristiana de la Alhambra, se erigió el inmueble opresivo y brillante del Palacio de Carlos V. Allí el artista Juan de Orea realizó un bajorrelieve sobre la batalla de Pavía, el gran éxito militar de Carlos sobre Francia, acción de gran repercusión en la que se capturó prisionero al mismísimo rey galo. Pavía, junto con la campaña de Túnez, no tuvo competencia en el imaginario bélico de Carlos. Ambas jornadas estuvieron a la misma altura en su representación propagandística que su victoria norteña en Mülberg a la que hizo inmortalizar con tanto talento a Tiziano. También, y en torno a la representación triunfalista de la gran victoria de Pavía, destaca por su calidad el tapiz encargado a Bernard van Orley manufacturado en Bruselas y hoy exhibido en Capodimonte. Asimismo, en el palacio nazarí ya cristianizado, en el espacio conocido como “Peinador de la Reina”, se encargó decorar al fresco dos salas. En una de ellas se recreó la toma de Túnez por el rey/emperador. Esta jornada en Berbería sería tema preferido de Carlos para exaltar sus éxitos en el frente meridional, el más castellano de todos. Se mandaron confeccionar con este tema doce tapices, de los que hoy sobreviven diez, los cuales relatan con detalle la conquista de Túnez, y lo hacen con la maestría de su autor, Mervellen. Se cree que su destino era el mismo Alcázar toledano. Nueve metros de ancho para dar pábulo al éxito cristiano sobre la expansión magrebí del sultán otomano. El prestigio de estos tapices y su temática bélico-religiosa fue asombrosa. Se transformaron por siglos en una suerte de “sala de batallas portátil” y se exhibieron en la boda de Ana de Austria con Luis XIII, en el bautizo de la Infanta Margarita, en el nombramiento de Santa Teresa como patrona del reino o durante las procesiones del Corpus, celebración de un alto simbolismo contrarreformista y antiluterano, en las que se colocaban en la misma fachada del Alcázar de Madrid. El Corpus y los tapices tunecinos fungieron como talismanes aliados del emperador en hermanada lucha contra ismaelitas y herejes. Finalmente los tapices pasaron al Salón Dorado o de Comedias del Alcázar, y hoy encontramos uno de ellos colgado en la Armería Real del Palacio de Oriente exhibiendo en su magnificencia la revista de las tropas por el emperador previa al embarque del ejército en las galeras atracadas en Barcelona para iniciar la ofensiva en Berbería.

Debemos considerar, para ir interiorizando las razones de este vacío indiano en la memoria histórico-bélica de la corona, que los naturales de las Indias antes de la conquista no eran infieles, eran gentiles, y el papa Alejandro VI, antiguo purpurado valenciano, mediante las inter caeteras refrendó la posesión de aquel continente para Castilla y León a cambio de su evangelización, por ende, la monarquía católica entendió y fue en ello de una congruencia a prueba de siglos, que no debía fomentar ni presumir ni propalar la conquista como una empresa militar urbi et orbi. No es que se negara la relevancia militar del hecho cortesiano, esta había quedado plasmada en las múltiples, y muchas de ellas brillantes, crónicas de Indias, tanto las oficiales como las particulares, y también en las obras de los escritores del Siglo de Oro5 que dramatizaron empática y ampliamente esta hazaña, Lope de Vega, por ejemplo, con especial talento. Pasaba en realidad que no convenía a los intereses de la monarquía fincar su legitimidad en América en la fuerza de las armas sino en los designios de Dios. Además no fueron campañas del rey, sino campañas privadas bajo banderas leales al rey; nunca el monarca estuvo en ellas, y en consecuencia este las quiso interpretar y rememorar como instrumentos de una misión evan­gélica, y no como un sometimiento manu militari de mexicas, caxcanes, incas y demás naciones, y también, cabe resaltarlo, los monarcas hispánicos tuvieron en esta actitud la abierta intención de restar poder e influencia a la nueva aristocracia militar naciente en América a la que se quería domeñar, no exaltar. De ahí el consistente silencio secular de parte del aparato propagandístico de la corona sobre estas conquistas.

las salas de batalla de la nobleza castellana

No es difícil adivinar que si el rey no mostró las hazañas indianas en sus “salas de batallas”, la alta nobleza castellana que no fue protagonista de ellas, tampoco lo hizo. La Casa de Alba, por ejemplo, presumía en la estancia principal de su palacio en Alba de Tormes la captura como prisionero del Elector de Sajonia y su entrega como botín de guerra al emperador; asimismo, encargó años más tarde a Tiziano el retrato muy castrense del duque como gobernador de los Países Bajos. Nada de América.

Lo mismo ocurre en el Palacio de Oriz en Pamplona o en el de Cabo de Armería de la familia Cruzat, próceres de Navarra, o con los cuadros navales de las victorias marítimas de Oquendo. Todo son victorias contra luteranos, franceses o sarracenos, nada más. Por su parte los Duques del Infantado se autocelebraban en Guadalajara recordando las hazañas medievales de su raigambre nobiliaria. El marqués de Santa Cruz por su lado, en su residencia del Viso del Marqués, además de escenas mitológicas, atesoraba una larga colección de representaciones de batallas que van desde el socorro altomedieval a Sancho Abarca, rey de Navarra, hasta sus modernas hazañas renacentistas. Los condes de Fernán Núñez en ocho cuadros exaltaron ampliamente la participación de su familia en la Reconquista. Ni rastro de las Indias. Ni siquiera los Moctezuma cacereños –descendientes directos del tlatoani Xocoyotzin–, en su palacio cercano a la muralla, representaron en obra alguna ni la conquista de México ni mucho menos las victorias de los tlatoanis precortesianos, únicamente decoraron sus muros con los retratos de todos los reyes mexicas desde Acamapixtli hasta Moctezuma Xocoyotzin.

La nobleza peninsular tampoco se dio por aludida por la gesta cortesiana, no le competía y no le incentivaba celebrar unas guerras, las del Nuevo Mundo, en las que no participó. Se configuraba así otro espacio más –además del cortesano– de silencio intencional sobre el hecho fundacional de los reinos más grandes de la monarquía católica.

Ya sea en palacios reales o nobiliarios, en catedrales o en iglesias, en todos los salones de batallas españoles se recreó y se reforzó la memoria de la monarquía católica y de sus aliados, y se mostraron las batallas que dieron rostro a quien las encargó, en este caso el monarca, la iglesia o la nobleza. La ausencia de exaltación bélica americana de la nobleza castellana es obvia por no haber participado de estos hechos históricos, la de la Iglesia es igualmente lógica pues solo exaltó batallas contra infieles o herejes, y en América no hubo en su conquista ni lo uno ni lo otro; pero desconcierta en principio la ausencia indiana en la retórica bélica de la monarquía, pues fue la principal beneficiaria de estas guerras.6 Los motivos que llevaron a esta total invisibilización militar de las jornadas novohispanas y peruanas van quedando claros.

 

nueva dinastía, nueva memoria histórica: perseverancia del olvido

El final de la Guerra de Sucesión española trajo como consecuencia que el imperio hispánico heredado por el nuevo rey Borbón fuese medularmente peninsular e indiano. En esta guerra mundial por la corona hispánica, el nuevo titular de esta no heredó los seculares territorios europeos de los Austrias y de los Trastámara, muchos de ellos de procedencia aragonesa en Italia o borgoñona en la Europa central y norteña. La monarquía católica se circunscribía ahora más que nunca al Aragón continental ibérico y a una Castilla desdoblada en sus dos orillas atlánticas. La constricción de las fronteras del reino al universo panhispánico coincidió, y no es baladí para el tema que aquí indagamos, con el advenimiento de nuevas ideas sobre la monarquía y su imbricación con los reinos y pueblos a los que gobernaba. Trajeron los nuevos aires una nueva forma de hacer Historia, es decir, de mirar el pasado para ahormar y cimbrar el presente.

El nuevo siglo, la nueva dinastía, el Absolutismo y la incipiente Ilustración fueron configurando las ideas embrionarias de los futuros Estados-nación. Eso significó, y en España de manera destacada, un cambio en las temáticas de las obras de propaganda del nuevo régimen que se fueron alejando de la alegoría para acercarse al historicismo, y con este, y de manera natural, se difuminaron las temáticas universalistas o panoccidentales para fincarse una tradición que se sustanció con el nacimiento de la pintura histórica de corte nacional y lógicamente antiuniversalista.7 Esta pulsión por mirar al pasado para construir con él un acontecer pretérito vertebrador de una mirada colectiva, y no solo como una mirada dinástica, se irá configurando paulatinamente en abierto contraste con los siglos anteriores. Se impondrá la idea de que la monarquía se identificaba y mimetizaba más con la comunidad gobernada que con la historia, tradiciones y herencias de la dinastía reinante. El trono iba mutando hacia su transformación en un alter ego de la nación española. En términos de lo abordado en este ensayo, esto significa que la monarquía católica, lejos ya de las consideraciones imperiales paneuropeas y abandonadas por necesidad las caudas territoriales dinásticas que obligaron por dos siglos a los reinos españoles a desangrarse en Europa, se centró más que nunca, o quizá sería más preciso decir que se concentró por primera vez desde los últimos Trastámaras, en la Península ibérica y en sus reinos, trocándolos en sujetos protagónicos de la constitución de la monarquía.

Se reconstruyó a lo largo del siglo xviii la narrativa del pasado del reino entretejiendo y conduciendo desde los poderes del Estado un relato más castellanista, más nacional, más colectivo y más centrado en la imbricación de un pasado elegido y escogido como el más celebrable por ser este el poseedor de los nuevos valores del reino y de los sujetos que lo conformaban, además de ser poseedor de la representación lejana pero trazable de las características idiosincráticas presentes de los españoles y de la monarquía que los regía8. De tal suerte que los protagonistas históricos durante los reinados de ademanes universalistas de los Austrias se van modificando lentamente, y junto a la celebración dinástica y la exaltación de la familia real, irrumpen con fuerza los temas históricos donde ya no son las victorias militares del rey en turno las protagonistas del relato (recordemos las series pictóricas autocelebratorias de Felipe II o de Felipe IV), sino, y he aquí la novedad, lo serán una serie de episodios y victorias militares colectivas acontecidas desde los lejanos tiempos de la resistencia de los nativos hispanos contra los invasores cartagineses y romanos dos milenios atrás, hasta la caída de Granada en el siglo xv. No son ahora victorias ni de una familia real ni de prodigiosos mitos de la Hélade, son victorias de un pueblo que se quiere ver reflejado en el pasado y encontrar allí los valores eternos que desea reconocer en su carácter presente. Es una suerte de prefiguración, mediante una relatoría cuidadosamente comisariada, de una unión de destino diacrónica de los españoles del presente dieciochesco con los “españoles” del pasado, españolizando para ello de manera forzada y eficaz al lusitano Viriato, a los tercos numantinos, a los sofisticados emperadores béticos o al contradictorio sidi de Vivar. Estamos en lo que parece configurarse como la construcción de la memoria colectiva de la embrionaria nación española en la que se espejea la nueva monarquía. En esta construcción del discurso histórico del reino se aleja la mitología y se acerca la Historia, se alejan las hazañas de los reyes cada vez menos comandantes militares y más orquestadores de gobernanza, y se acercan las luchas heroicas de una larga lista de comandantes, príncipes, reyes, ciudades, pueblos y soldados que en el transcurso de cientos de años conformaron el espíritu, el rostro reconocible y el carácter de lo que ya por entonces se comenzaba a definir como lo canónicamente español: castellanista, caballeroso, belicoso y cristiano. En este contexto, y siendo las Indias occidentales parte consustancial de Castilla y en aquel entonces única e inmensa posesión ultramarina de la monarquía, se antoja colegir como obvio que la temática de las viejas hazañas de la conquista tendrían por primera vez un lugar destacado en la construcción de la nueva memoria histórica española en clara divergencia con su absoluta ausencia en los pinceles austracistas.

Los primeros indicios que tenemos de ello parecieran indicar que nuestra hipótesis de que las guerras de conquista indianas podrían irrumpir por sus propios fueros en la narrativa histórica y fundacional del reino pudiera cobrar corporeidad. Veámoslo.

el nuevo palacio real

La desaparición –pasto de las llamas– del viejo Alcázar de Madrid dio pie en el segundo cuarto del siglo ilustrado a la construcción de un nuevo palacio real que movería incesantemente los recursos ideológicos, económicos, creativos y artísticos de la España peninsular de entonces. Un nuevo espacio para una nueva época y una gran oportunidad para mostrar en él, sin pudor y con cierto desparpajo, la nueva narrativa de una nueva España/Monarquía. En este sentido, lo que se pretendía definir como la esencia de España y sus orígenes se va a fijar y a exhibir en el mayor palacio de su tiempo. El programa iconográfico que lentamente se irá concretando en esta mole albea no dejará lugar a dudas acerca del mensaje que se pretendió transmitir.

El rey Fernando VI puso mucha atención en la decoración de las sobrepuertas del corredor principal del Palacio Real.9 Quiso fijar en ellas la nueva manera de expresar abiertamente los hechos fundamentales y los valores primordiales en los que se fincaba, no su reinado ni sus impulsos ni su familia, sino los de los reinos que gobernaba. De manera inédita las temáticas van a reflejar los valores que impulsaban, inspiraban y enorgullecían al reino, y será precisamente este y la comunidad que lo integra los protagonistas de esta serie de relieves. El padre Sarmiento resultó el ideólogo y el encargado de proyectar la serie ornamental de relieves o medallas en la galería principal de palacio: once para los lados oriente, poniente y norte, y trece para el mediodía. Las temáticas elegidas dejan entrever las nuevas formas de mirar y mirarse de quien las encarga y diseña. Al poniente la temática son las ciencias, al norte escenas religiosas con protagonistas de la iglesia hispánica y no de la universal, al sur las virtudes políticas, y finalmente al oriente hallaremos lo que estamos buscando, la primera “sala de batallas” de este reinado, once relieves de once batallas que configuran la memoria bélica de los Borbones proyectada sobre su idea del pasado del reino. En claro contraste con el pasado, por primera vez aparecen representados en un espacio de Estado la conquista de México y de Cuzco en igualdad simbólica con la batalla de Covadonga, las Navas de Tolosa, Clavijo, la toma de Toledo, la victoria del Salado, la toma de Sevilla, la caída de Granada, la destrucción de Numancia, o la derrota cartaginesa a manos “españolas” en Sagunto.

Esta sala de batallas, que empezó a proyectarse en 1747, tuvo la desventura de llegar inconclusa al año 1760 cuando se detuvo su instalación y factura a raíz del arribo a Madrid del nuevo monarca recién desembarcado desde el trono de Nápoles. Carlos III mandó parar el proyecto, desmontó los relieves ya colocados, y todas las obras se dispersaron y estas perdieron, por ende, su valor simbólico e iconográfico de conjunto, pasando a ser meros adornos sin contexto distribuidos entre estudios de artistas, la Academia de San Fernando y, más recientemente, en espacios subalternos del propio Museo del Prado. Más allá del secundario final de este programa iconográfico, lo que aquí nos interesa es la intencionalidad del rey y de Sarmiento al renovar hasta los cimientos mediante estos medallones y relieves la mirada histórica reflejada en el edificio más importante de la Corte, y por tanto en el aparato de propaganda y creación de imaginario colectivo más imponente de su tiempo: el Palacio de Oriente. Cambió el sujeto de la mirada, ya no es la casa Borbón, ni la de Austria, no son representaciones de las victorias de los hombres del rey. En ninguna de ellas aparece quien las encarga, lo que es una tremenda novedad como ya vimos respecto a espacios similares construidos por los Austrias. Cambia el espacio representado, se elimina la geografía bélica europea, flamenca, alemana e incluso panmediterránea, desaparece la estela del recuerdo de la dinastía anterior y sus ambiciones universalistas a las que se hace desaparecer de cuadros y esculturas. Ahora todos los temas acontecerán en los reinos conformadores de España, se traslada a la Península el teatro de operaciones bélico e histórico, mejor dicho, se trasladan a Aragón y medularmente a Castilla. Por eso ya no veremos nombres como Fleurus, Mülberg o Breda, sino Navas de Tolosa, Sevilla, Toledo, el Salado, Numancia, Sagunto y, como no podía ser de otra manera, Cuzco y México, ambas cortes virreinales, jurídicamente constituyentes de la corona castellana, dependientes de este reino y parte legítima del mismo según la legislación castellana. Por eso y por primera vez Cuzco y Tenochtitlan se sitúan a la altura simbólica de la recuperación para la cristiandad hispánica de Toledo, la vieja capital goda, de la derrota de los almohades magrebíes en las Navas de Tolosa o de la culminación de la recuperación del viejo suelo hispánico con la caída de los nazaríes granadinos. La toma para su cristianización y castellanización de la capital de los incas y la de los mexica-tenochcas no son la celebración de un botín de guerra, son episodios de la historia local del reino que se erigen en memoria colectiva, en vértebras articuladoras del ser histórico de España. Que se terminaran estas obras o no, no resta novedad y originalidad a esta pretendida nueva mirada tremendamente innovadora por “nacionalista”.

La primera representación artística de la conquista de la capital mexica había esperado en vano más de dos siglos para poder exhibirse en un espacio de Estado en la Corte. Tendrá que esperar a que más de medio siglo más tarde el virreinato novohispano se separe de la monarquía católica, para que en algunos muros de los edificios públicos de España se dejase ver algún óleo decimonono representando, desde la mirada de la nueva nación desprendida del viejo imperio, el gran drama mesoamericano de 1521.

La tradición de exaltar el “pacto de lealtad y de transmisión voluntaria de soberanía” al emperador Carlos por parte de Atahualpa y Moctezuma, y a su vez minimizar en el discurso iconográfico oficial las guerras de conquista como medio de incorporación de las Indias a Castilla, pudo más que el nuevo discurso historicista. Nunca se exhibirá la invasión castellana a mexicas e incas en la sede del trono. El relieve peruano se perdió y el mexicano nunca se terminó, quedó a medio devastar y fue tasado en dos mil quinientos reales lo que nos indica su incipiente estado de factura cuando fue abandonado, ya que una pieza similar terminada se cotizaba en quince mil. En su tosca e inconclusa hechura se adivina altanera, escoltando a la clásica melé de cabezas, cascos, brazos y caballos, que lo mismo representa a Tlatelolco que al Salado, una imposible palmera frondosa inexistente en Tenochtitlan que refleja en el fondo lo alejada y exótica de la mirada del artista al que se le encargó esta representación, el italiano Giovanni Doménico Olivieri. Pero algo fundamental había logrado cambiar la original idea del padre benedictino Sarmiento apoyada por Fernando VI. Se impondría la historia local sobre la historia global y multinacional de las dinastías previas. Pese a lo afrancesado en lo político de la nueva dinastía, desde el punto de vista de construcción de memoria histórica, ciertamente los Borbones fueron los más españoles de todos los monarcas desde Juana de Castilla.

 

El nervio de la idea de Sarmiento no se perderá a pesar de la supresión de su plan iconográfico. Se producirá lo que vengo en llamar una transferencia simbólica mediante una transfusión de iconografía entre la galería desnaturalizada y vaciada del palacio y el nuevo espacio de pedagogía histórica en que se transformaron las cornisas del mismo. Se perdieron los medallones de batallas fundadoras de la identidad del reino, pero se elevaron para contemplación pública las estatuas que representan a los reyes de las tradiciones y dinastías que se escogieron como constituyentes de los afluentes dinásticos que conformaban el río de la monarquía católica hispánica. Misma intención, misma transformación nacional historicista, pero con una metodología más tradicional al trocar la representación de actos colectivos por representaciones particulares al concretarse la sustitución de las batallas por la representación de los monarcas. Esto es, se elimina la toma de Toledo pero se erigen la estatua del rey castellano que encabezó su toma, y en lo que nos importa, se eliminan las conquistas de Cuzco y Tenochtitlan, para poner en su lugar las figuras no de quienes las tomaron en nombre de Castilla, sino, y paradójicamente, de los emperadores que en teoría las perdieron pero que, en el relato hispánico, en realidad cedieron sus imperios, se cristianizaron y por ende, fueron los protagonistas y facilitadores legítimos y quizá involuntarios, de la entrada de sus señoríos naturales a la cristiandad a través de su incorporación a Castilla. De ahí que los vencedores simbólicos de la conquista en el discurso iconográfico matritense no fueran Cortés ni Pizarro sino Atahualpa y Moctezuma, a los que se reconoce como legítimos señores naturales de sus reinos, y se reconoce también a la corona castellana como legítima heredera de sus señoríos. Por ende, Atahualpa y Moctezuma se elevan a las cornisas de la Corte con el mismo abolengo que las dinastías quintaesencialmente españolas.

En definitiva, el magno programa escultórico pretendía representar a todos los reyes, tradiciones, familias y linajes reales que conformaban, según el criterio de la época, la esencia de la Monarquía española. En ella están todos los reyes considerados como españoles. Desfilarán en las cornisas blanquecinas madrileñas emperadores romanos, reyes godos, monarcas de los reinos cristianos medievales peninsulares, Trastámaras y Austrias, quedando excluidos los monarcas considerados como exógenos a la tradición monárquica española. En este orden de cosas, ningún sultán andalusí ni rey de taifa alguno aparecerá en el horizonte palaciego que delinea el discurso histórico borbónico.

Sin embargo, y contrario sensu a lo acontecido con el recuerdo de los monarcas musulmanes “españoles” excluidos todos ellos por foráneos, infieles e intrusos a lo ibérico, se ubicaron en lugar destacado como algo propio, legítimo y constitutivo de la Monarquía hispánica al tlatoani Moctezuma señor de Cem Anáhuac [Fig. 3], origen de la legitimidad hispánica sobre Nueva España, y al inca Atahualpa señor del Tahuantisuyo, origen de la legitimidad histórica hispánica sobre Nueva Castilla, cuyas esbeltas representaciones escultóricas se situaron tanto física como simbólicamente junto a las del visigodo Wamba, a Isabel I de Castilla, Jaume I el Conquistador, a Fernando III el Santo, etcétera.

El programa iconográfico del nuevo Palacio Real de Madrid vino a significar el corolario de la asimilación mítica, histórica y política indiana como territorio legítimo e indisolublemente castellano e hispánico, y por ende alejado totalmente de la retórica belicista.

Queda entonces desvelada la interrogante del porqué nunca cupo esperar retórica belicista u orgullo guerrero en el nacimiento del reino novohispano ya que pertinaz y consistentemente se le quiso ver como parte constitutiva y legítima de la Monarquía hispánica.

la real academia de san fernando

Nos resta por analizar aquí la institución más importante de la España borbónica dieciochesca encargada, a través de las artes, de construir la nueva memoria histórica del reino, la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando. El Palacio Real fue, como hemos visto, un buen espejo y un excelente espacio para representar este nuevo discurso, pero fue sin duda la Real Academia de las Artes de San Fernando la institución que más empeño puso por encargo Real en homogenizar y construir mediante sus concursos de escogida temática histórica, el nuevo relato del pasado que aquí hemos explicado en extenso. ¿Estarán entonces las Indias y su conquista presentes en los pinceles y cinceles de los académicos?

La respuesta es sencilla: en absoluto. Las intenciones integracionistas de lo indiano con lo castellano de Sarmiento no traspasa­ron el espacio palaciego. En San Fernando las Indias no aparecen ni para integrarlas ni para denigrarlas ni para colonizarlas, simplemente desaparecen, dejando el impulso sarmientista sin solución de continuidad. La Academia repitió el historicismo castellanista, antiuniversalista y antiaustracista de la iconografía del Palacio Real con una sola excepción: ni la conquista ni en general las Indias existen en absoluto en la construcción del relato histórico canónico sanfernandino. Solo encontramos como artistas vinculados a la Academia a los ilustradores de la edición madrileña de Historia de la conquista de México de Solís de 1783, cuyos originales, hoy resguardados en el Museo de América [Fig. 4], resultan poco reseñables por constituirse en meros adornos del relato de Solís empleando en ello una estética europeísta alejadísima de la realidad novohispana. Paupérrimo balance el de la mirada academicista sobre la conquista de México.

No quiero dejar de destacar finalmente que el único cuadro del siglo xviii atesorado hoy en la Academia de tema americano sea la Defensa del Castillo del Morro en La Habana ejecutado por el pintor José Rufo. No es que México y su conquista desaparezcan de la mirada académica, es que mientras los Borbones revolucionan la administración imperial sobre las Indias, crean virreinatos, audiencias e intendencias, cambian el statu quo fiscal, renuevan la Real Armada con un ambicioso plan de construcción naval en los astilleros habaneros con las maderas preciosas de Alquízar, Güira de Melena o del Hato de Ariguanabo, peninsularizan parte de la burocracia americana, expulsan a los jesuitas, refuerzan las fortificaciones costeras en todo el continente, crean por primera vez unidades fijas de los reales ejércitos conformadas por locales, apoyan militar y económicamente a la insurgencia de las colonias norteamericanas; por otro lado, y en abierto contraste con todo ello, no acompañaron esta intensísima y frenética política sobre las Indias –que por otro lado estaba trastocando dos siglos y medios de lealtad pactista y de autogobierno virreinal– con ninguna operación solvente de construcción de un relato histórico común.