Kara y Yara en la tormenta de la historia

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3. KOMBRIG MEDVED

A finales del verano de 1941, mientras el carro de fuego de la Wehrmacht arrasaba desbocado la gran estepa rusa, en las cálidas aguas de la bahía de Varna asomó el periscopio de un submarino soviético. La costa estaba oscura, y la noche, sin luna. El submarino negro afloró silenciosamente en la superficie. Se abrió una compuerta y una docena de siluetas agachadas cruzaron la cubierta en fila india. Poco después, del cuerpo del submarino se separó un bote de goma que se dirigió a la costa. Los hombres remaban en completo silencio, hundiendo los remos con cuidado para no hacer más ruido del necesario. El submarino se sumergió tal y como había aparecido —desapercibido—, dejando tan solo una franja de espuma de mar.

En el bote, junto con otros doce camaradas de confianza, estaba Spartak Gálev, alias Pies Ligeros, más tarde conocido como kombrig4 Medved. Eran parte de un grupo de exiliados políticos que la dirección del Partido Comunista Búlgaro en Moscú había enviado para reforzar las filas de la organización en aquel momento crítico. El Gobierno búlgaro se había negado a mandar tropas al frente oriental, aunque ofrecía apoyo logístico al Tercer Reich. Era preciso desplegar una lucha partisana en la retaguardia del enemigo, pero los combatientes disponibles no solo eran insuficientes, sino que también estaban muy poco preparados. La operación estaba dirigida por el oficial del Ejército Rojo Tsvyatko Radóynov. Parte del grupo —los así llamados «submarinistas»— fue trasladado a Bulgaria por mar; otros se lanzaron en paracaídas. Todos ellos habían pasado por el duro entrenamiento del contraespionaje soviético, donde habían adquirido valiosas habilidades, necesarias para todo tipo de actividad subversiva. El Partido había depositado grandes esperanzas en estos hombres entrenados que debían liderar la resistencia armada. Pero nada más pisar el suelo patrio, la policía dio con su rastro y logró capturar a la mayoría. Medved fue uno de los pocos que se salvaron, lo que le confería una autoridad adicional.

Spartak Gálev había emigrado a la URSS nada menos que dieciocho años antes. Después de la derrota del Levantamiento de Septiembre de 19235 estuvo deambulando por montes y campos con distintos destacamentos hasta que el Partido abandonó oficialmente la política de lucha armada. Esto ocurrió después del atentado en la iglesia Sveti Kral,6 en el que fallecieron ciento cincuenta personas. La corriente de la izquierda sectaria fue condenada y se disolvieron las formaciones de combate. El grupo de Gálev, cuyos miembros esperaban en su mayoría penas de muerte, cruzó la frontera con Grecia y se entregó a las autoridades locales. Los internaron en la isla de Heraclea, en el mar Egeo, donde pasaron algunos meses. Sus camaradas del Partido Comunista Griego los ayudaron a subir en secreto a un barco soviético que los llevó a la tierra prometida del socialismo.

Nadie sabía cómo había vivido exactamente Spartak Gálev en la URSS. Tampoco nadie se atrevía a hacer conjeturas al respecto. El propio Spartak era muy parco en detalles. Parecía obvio que no se había titulado en ninguna universidad. Daba a entender que había estado sirviendo en el Ejército y que había participado en la campaña de Finlandia, pero no quedaba claro cómo ni con qué rango. Se comportaba como si estuviera acostumbrado a estar al mando de grandes masas de gente. Durante su ausencia sus padres habían fallecido, parte de sus compañeros habían sido asesinados y otros habían acabado en la cárcel. Los pocos que quedaban no eran capaces de reconocerlo. Pero, como era bien sabido que la vida soviética cambiaba a la gente hasta el punto de hacerla irreconocible, nadie se sorprendió. En tiempos Spartak Gálev era como un palillo: delgado, ágil y rápido. Decían que esquivaba las balas antes de que salieran del cañón; de ahí su apodo Pies Ligeros. Provenía de los pueblos de alrededor de Sofía y le gustaba reírse del poder con el típico sentido del humor mordaz de los shopis.7 Pero de la URSS regresó hecho un ladrillo: robusto y corto, como si hubiera pasado todos aquellos años metido en una caja. Solía estar quieto, con una cara malhumorada y rugosa de tez cetrina que no cambiaba con el sol ni con el viento. De su sentido del humor no había quedado ni rastro. Hablaba de forma concisa y con precaución, salpicando su discurso de palabras rusas. Ya nada lo podía asustar excepto el nombre de Stalin. «Partió siendo una liebre y volvió hecho un oso», dijo alguien. Desde aquel momento todos empezaron a llamarlo Medved.8

Él no tenía ningún inconveniente.

La primera y más importante tarea era la de protegerlo. Debido a su fuerte acento ruso, resultó más complicado de lo previsto, puesto que no era capaz siquiera de comprar tabaco sin delatarse. En aquellos tiempos en Bulgaria se oía poco ruso y enseguida llamaba la atención. No podía, o bien no quería, renunciar a este acento porque, al fin y al cabo, era una cuestión de prestigio. Durante todo el otoño y el invierno lo estuvieron escondiendo en diferentes buhardillas y sótanos de Sofía, bajo distintos nombres, hasta que en la primavera de 1942 terminaron convenciéndolo de que asumiera el mando de una unidad de partisanos en proceso de formación que operaba en el extremo oeste de los montes Balcanes: el destacamento Patarinska. El problema radicaba en que Medved venía de la URSS habituado a manejar escalas completamente diferentes, preparado para liderar al menos una brigada o una división, algo que aún no existía en Bulgaria. No era menos problemático que los destacamentos de la Primera Zona Operativa Militar ya tuvieran sus propios comandantes, gente local que no podía ser sustituida así como así, sin provocar un importante malestar y discrepancias. Por otro lado, estaba más que claro que un líder de la magnitud de Medved no aceptaría ningún cargo de segundo orden como comisario político o instructor. Ni siquiera intentaron ofrecérselo: ¡tal era el respeto que le tenían en aquellos días! Medved había venido para estar al mando y debía estarlo. Y, además, no de cualquier cosa. Entonces los camaradas de la comandancia central emplearon una pequeña artimaña…

La unidad militar en cuestión, de cuya composición y armamento solo se podían hacer conjeturas, rápidamente fue elevada al rango de «batallón de la comandancia central». A Medved le explicaron que este era el corazón de la futura división de partisanos que llevaría el impactante nombre de «Primera División de Guardia de Stara Planina».9 Debía reconquistar territorio independiente en la parte occidental del país, asumir el control del desfiladero del río Ískar y con el tiempo tomar la capital. ¡Sonaba irresistible! Dos semanas más tarde, cuando apareció entre los soldados del destacamento Patarinska equipado con todo lo necesario para las actividades militares en un frente amplio, incluido el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique),10 Medved se dio cuenta del engaño, pero ya era demasiado tarde…

En aquellos primeros años de lucha, el destacamento Patarinska —nadie supo por qué se llamaba así— contaba con cerca de diecinueve partisanos. Decimos «cerca de» porque algunos de ellos bien volvían a sus pueblos cuando los empapaba la lluvia o empezaban a echar de menos a sus mujeres, bien volvían al monte cuando estaban hasta las narices de dichas mujeres. Estos movimientos eran aceptados con compasión y comprensión por parte de sus camaradas. Todos sin excepción calzaban alpargatas. La mayoría llevaban gorros de pelo; había también un par de boinas y una gorra de guardabosques. Muchos de ellos vestían los tradicionales pantalones fondones de lana; uno se había fugado con su traje de bodas y otro lo había hecho con su uniforme militar. Su armamento sumaba cuatro carabinas, una escopeta de caza de dos cañones y un fusil de chispa. La munición ascendía a un total de 44 cartuchos, 13 de los cuales eran para el sistema Mannlicher, aunque todavía no disponían del propio fusil Mannlicher. El fusil de chispa tenía sobre todo un valor simbólico; se creía que en tiempos había pertenecido al mismísimo voivoda Valyo y era el talismán del destacamento. Contaban además con cinco revólveres y una Parabellum, tomada al enemigo en una acción independiente del miembro de más edad del grupo, el conocido por el peculiar nombre de «Enterrador del Capitalismo». También tenían seis bombas de la Primera Guerra Mundial con mangos de madera. Las tapas de dos de ellas se habían perdido y no quedaba claro si iban a explotar ni, aún más importante, cuándo lo harían.

El resto eran palos y cuchillos.

En comparación con ellos Medved parecía un arsenal andante: un subfusil automático Shpaguin, una pistola Tulskiy Tókarev y siete granadas de mano: cuatro de asalto y tres de defensa. Por no mencionar el resto de maravillas que escondía su mochila… Todo lo que llevaba era de cuero: desde la gorra y la cazadora hasta la funda de la pistola y las botas altas. Sus pantalones estaban hechos de un material nunca visto, totalmente impermeable.

Los miembros del destacamento lo observaban con muda admiración, como si fuera una deidad que hubiera descendido de la brillante cumbre del comunismo para llevarlos por caminos ignotos pero, sin duda, gloriosos. Sin embargo, Medved no sentía lo mismo. Miró con escepticismo a los hombres que lo rodeaban, se sentó en un tocón, sacó su último cigarrillo Belomorkanal,11 sacudió la boquilla en el tacón de la bota y profirió pensativo:

 

Ну, таак…12

4 Kombrig (ruso: комбриг), contracción de командир бригады (‘comandante de brigada’). Fue una graduación militar del Ejército Rojo entre los años 1935 y 1940, que en parte tiene la equivalencia de general de brigada en los ejércitos modernos.

5 El Levantamiento de Septiembre estalló el 23 de este mes del año 1923 y se produjo como respuesta al golpe militar perpetrado en junio de aquel mismo año en Bulgaria. Los dos acontecimientos sentaron el inicio de conflictos que algunos historiadores definen como una guerra civil.

6 El atentado en la iglesia Sveti Kral (hoy conocida como Santa Nedelia) es el mayor acto terrorista en la historia de Bulgaria, perpetrado el 16 de abril de 1925, el Jueves Santo, por un grupo de la extrema izquierda de la organización militar del Partido Comunista Búlgaro que dinamitó el techo del templo durante el funeral del general Konstantín Gueorguíev, asesinado dos días antes por otros miembros del Partido Comunista. Al desplomarse la cúpula sobre la concurrencia, provocó la muerte de cerca de ciento treinta personas y causó unos quinientos heridos, parte de los cuales murieron más tarde en el hospital. Entre las víctimas se encontraban numerosos políticos y oficiales del Ejército búlgaro.

Entre las consecuencias del atentado estuvo la imposición inmediata de la ley marcial y la aplicación de duras medidas represivas por parte del Gobierno. Poco después el Comité Central del Partido Comunista Búlgaro condenó el atentado como un acto nefasto para el movimiento antifascista y acusó a sus responsables de sectarismo.

7 Los shopis son un grupo etnográfico de la actual Bulgaria occidental, el este de Serbia y el noreste de Macedonia del Norte. Muestran una conciencia nacional búlgara, serbia o macedonia.

8 En ruso, ‘oso’.

9 Los montes Balcanes, Stara Planina o el Balcán, como se denomina con frecuencia en Bulgaria, es la cordillera que da nombre a la península balcánica. Empieza en Serbia y atraviesa Bulgaria de oeste a este.

10 Nombre oficial del PCUS entre 1925 y 1952.

11 Famosa marca de cigarrillos soviéticos, sin filtro y con una boquilla larga de cartón.

12 En ruso: «Pues vaya…».

4. LAS REGLAS DE LA CONSPIRACIÓN

El Enterrador se agachó, cogió dos piedras del suelo y las hizo chocar tres veces. Esperó unos diez segundos y volvió a hacerlas sonar. Le respondieron cuatro golpes idénticos. Un poco más adelante, como si hubiera brotado de la tierra, apareció un centinela con gorro de soldado y fusil con bayoneta. Lenin lo llamó Valyo.

Al ver a las dos chicas se le iluminó la cara.

—Nuevas incorporaciones, ¿eh?

—Gabriela y Mónica. —Las chicas extendieron sus manos.

—¡Camaradas! —las regañó Lenin—. ¡Observad las reglas de la conspiración!

—¡Son nuestros nombres clandestinos! —respondió una de ellas—. Siempre hemos querido llamarnos Gabriela y Mónica. Ella es Mónica.

—No, ella es Mónica y yo Gabriela. ¿No teníamos un acuerdo? —intervino la otra.

—Quedamos en que una semana tú serías Gabriela y la siguiente sería yo. Esta semana me toca a mí.

Valyo se rascó la cabeza:

—¿Acaso es malo ser Mónica?

—¿Pero qué son esos nombres? —se enfadó Lenin—. ¿Os creéis que esto es un baile de sociedad?

Las muchachas arquearon las cejas de la manera ya conocida que señalaba un importante proceso reflexivo. Después de dar unos diez pasos, una de ellas dijo con aparente indiferencia:

—Yo no sé de bailes que no sean de sociedad. El camarada probablemente quería decir «vienés»…

—¡Oye, Lenin! —se echó a reír el Enterrador—. A mí me enterraron, pero a ti directamente te hundieron.

—Ya veremos, ya veremos, listillas —respondió Lenin sin detenerse.

***

Desde el fondo de la pradera llegó un alboroto confuso que rápidamente se propagó por todo el campamento como fuego por pajar y alcanzó la tienda de Medved. El comandante levantó la cabeza y frunció el ceño. En ese momento estaba ocupado apuntando algo en su cuadernillo. La lona de la entrada se apartó y en la abertura asomó la cara redonda de su ordenanza, Stoycho:

—Camarada kombrig, ¡permítame reportar!

—¿Qué?

—Acaban de llegar los nuevos partisanos.

—¿¡Qué!? —repitió Medved, que se incorporó pesadamente.

No lo habían informado de la incorporación de nuevos partisanos. Solo sabía que debía llegar un militante de la Unión de las Juventudes Obreras, familiar de Lenin, porque en su grupo se había producido un fallo operativo. El bullicio en la pradera iba en aumento. No le gustó. Se echó por los hombros el chaleco de lana y salió.

El destacamento —ahora ya batallón de la comandancia central— no recordaba semejante excitación desde que Medved apareciera ante los partisanos con su equipo de combate completo. Ahora el destacamento contaba con cuarenta y cuatro personas, ni una más ni una menos. El abandono se consideraba deserción y se castigaba con mano firme. La única mujer del grupo era la comisaria política Extra Nina, pero por varias razones sus camaradas la consideraban una igual. También había un pope, Tijón, enclaustrado en el monasterio de Cherepish por pecado dogmático y que más tarde había huido al monte. Era un hombre enorme, con una sotana andrajosa bajo la que no había nada más que espeso vello. Iba armado con un palo y un revólver Nagant antediluviano, aunque su arma más temible era su risa atronadora. Así, todas estas criaturas peludas y mugrientas, que anhelaban una caricia o al menos una mirada, habían salido a la pradera y rodeado a las gemelas. Las devoraban con los ojos, se embriagaban con su presencia. A la vista de sus rizos rubios muchos estallaron en carcajadas infantiles, como si les hicieran cosquillas en los talones. Otros musitaban cosas incomprensibles. También los hubo que comentaron algo en voz alta, intentando ocultar su timidez. Desde hacía una semana en su menú predominaban la cebolla y el ajo, que hacían su aliento más mortífero que el fuego que escupe un dragón de tres cabezas.

Las chicas miraban asustadas mientras el círculo a su alrededor se estrechaba. De su anterior confianza no quedaba ni rastro. Lenin y el Enterrador sonreían con malicia a su lado. Lozán intentaba explicar algo en vano. Nadie le hacía caso.

—¡Ay, mis cabritillas! —farfullaba Tijón, que agitaba su sotana andrajosa como si intentara sacudirle las pulgas.

—¿Qué ocurre? —preguntó una voz alta y ligeramente chillona.

Los hombres se apartaron. Medved pasó entre ellos empujando a unos cuantos empeñados en no moverse. Su mirada se posó por un instante en el estudiante y luego se deslizó hacia las chicas. Se quedó boquiabierto y una preocupación que rayaba el pánico contrajo su rostro. Pero esto solo demostraba que el comandante era humano como los demás. Aunque por poco tiempo…

Medved carraspeó y dijo en voz más baja:

—¡Camaradas! ¿Puedo saber dónde están vuestras armas?

Los partisanos empezaron a mirar a su alrededor sobresaltados. Sus miradas se dirigieron a las fogatas donde hasta hacía poco se alzaban las pilas de armas. Ya no estaban. Alguien se puso a cantar alegremente desde el otro extremo de la pradera:

—¡El partisano se prepara para el combaaate!

Stoycho estaba sentado debajo de un árbol, sobre un montón de armamento variopinto.

—¡Se os entregarán las armas por orden de lista! ¡En marcha! —ordenó Medved.

Cabizbajos y avergonzados, los hombres hicieron cola. Medved hizo una seña al estudiante para que esperara junto a Lenin y al Enterrador. Las chicas poco a poco volvían en sí. Les lanzó una mirada hosca y preguntó con aspereza:

—¿Por qué habéis venido?

—¿Perdón?

—¿Por qué habéis venido aquí? —repitió Medved nervioso.

—Hubo un problema en el instituto —informó una de ellas—. Nuestro grupo llevó a cabo un acto subversivo con motivo del Primero de Mayo. Resultó fenomenal; tuvo una amplia repercusión política entre los alumnos y los profesores. Vino la policía a investigar. Pero la camarada Silva, Letizia Pirónkova, nos falló. Supimos que había ido a la dirección a delatarnos. El camarada Lozán nos ayudó a pasar a la clandestinidad y después nos trajo al destacamento.

—¿Qué acto subversivo? —preguntó Medved entornando los ojos.

—Pintarrajeamos el retrato del zar que está colgado en la escalera principal —dijo la otra, que puntualizó—: ¡con pintura roja!

—¡Por el amor del Partido! —exclamó Medved, e hizo un gesto a Lenin y al Enterrador, que seguían la conversación con interés, aunque su contenido se les escapaba—. ¡Estas niñas tienen que volver inmediatamente!

—Ya os decía yo —masculló el Enterrador.

—¿Qué decías? ¡No dijiste nada! —estalló Lenin.

—¡Camarada Medved! Si vuelven, esos desgraciados las arrestarán y las torturarán. ¿Es eso lo que quiere? —gritó Lozán.

—¡Imbécil! —graznó Medved—. Nadie las arrestaría por esa broma. Como mucho las echarán del instituto.

—Pero nosotras pensábamos también dinamitar el Ministerio del Interior, está justo al lado de nuestro instituto —repuso una de las chicas—. Hay un viejo canal por el que se puede llegar. Aquella chivata seguramente se lo ha dicho…

—¡Caramba! —El comandante apretó el puño—. Pero no lo habéis dinamitado, ¿verdad? Pueden tomarlo como una… fantasía pueril.

—Dejemos este asunto para mañana, ¿qué os parece, camaradas? —propuso Lenin mirando al cielo—. Ya se ha hecho tarde.

—Parece que no te enteras, ¿o es que te estás haciendo el loco? Cuanto más tiempo pasen aquí, más difícil será hacerlas volver.

—Así es —intervino una voz ronca—. Tenemos que tomar la decisión ahora.

La voz era de una mujer delgada y fibrosa con el pelo liso, completamente blanco, recortado en forma de bol. Tenía el tórax ligeramente hundido y en la comisura de sus labios humeaba un cigarrillo liado a mano. Había llegado al destacamento siendo Nina, pero pronto habían empezado a llamarla Extra Nina por su puntería. Además de ser una excelente tiradora, era la que más sabía de política. Los camaradas compartían muchas veces con ella sus preocupaciones ideológicas. Era capaz de llegar a la esencia del problema y arrancaba sus dudas pequeñoburguesas como muelas podridas. A Extra Nina no le gustaba hablar de su pasado. Parecía mayor de lo que era en realidad. Se sabía que había sido maestra en la región de Vratsa antes de tomar la senda de la revolución profesional. Corrían rumores de que su pelo se había vuelto blanco por las torturas de la policía.

—Señoritas… —se dirigió a las chicas.

—¡Somos camaradas! —la interrumpieron ellas al unísono.

—Vale, camaradas. Esto no cambia el hecho de que habéis actuado de manera muy poco prudente. La vida de los partisanos no es para cualquiera. Desde la perspectiva de la ciudad puede que parezca muy romántica, pero dudo que la realidad os guste. Aparte de Lozán, ¿quién más sabe que estáis aquí?

—Nuestros padres… —dijo bajando la cabeza la chica que insistía en ser Gabriela.

—Les dejamos una nota para que no se preocuparan —añadió Mónica, que no quería ser Mónica—. No pusimos nada en concreto. Solo que nos vamos al monte y que volveremos tras la victoria. Y que si morimos, que no lloren.

—¡Caramba! Seguro que ya las están buscando con la policía.

—¡Eso me temía! —exclamó Extra Nina—. Han pasado por toda la cadena. Si las arrinconan, lo cantarán todo. Empezarán los arrestos, los bloqueos…

—¡No nos chivaremos! —dijeron las chicas ofendidas.

 

—Oh, ¿en serio? —Extra Nina esbozó una sonrisa dolorosa—. ¿Y si os torturan? Y lo harán, os lo garantizo. Desembucharéis con solo ver los instrumentos… Tienen métodos elaborados que funcionan a la perfección. ¿Qué te parecería si… —dio una calada brusca a su cigarrillo y agitó su extremo candente frente a la cara de Mónica— apagase esto en tu tierno cuello?

Las chicas dieron un brinco hacia atrás.

—¡Es tu culpa! —increpó Medved a Lenin—. ¿Cómo pudiste traerlas aquí sin permiso? ¡Hacerle caso a un mocoso! ¿Dónde está tu cautela revolucionaria? ¡Te mereces que te castigue con horas en cuclillas con la mochila llena junto al fuego!

—¡Atrévete! —Lenin ladeó desafiante su gorra.

—¡Camaradas! ¡No os peleéis! ¡Discutamos el tema en una reunión de partido a puerta cerrada! —propuso Extra Nina.

Medved tan solo rechinó los dientes, se dio la vuelta y se dirigió hacia su tienda.

No podía castigar a Lenin por una razón muy evidente: su nombre. La vida soviética le había enseñado a ser prudente. Todo acto tenía un sentido simbólico de consecuencias inesperadas. Incluso aquí, en el bosque, no podía librarse de la sensación de que alguien constantemente estaba siguiéndolo, analizándolo e informando de sus actos. ¡Castigar a Lenin! Humillarlo tendenciosamente para humillar también su obra… Si castigara hoy a Lenin, mañana podría llegar a castigar a Stalin, etcétera. ¿Quién sería ese «alguien»? ¿Extra Nina? ¿El Enterrador? Podría ser cualquiera… Menos mal que en el destacamento no había ningún Stalin. No es que faltasen candidatos para investirse con este nombre glorioso, pero Medved no lo permitía. Era categórico al respecto. Los nombres de los líderes no podían circular por ahí expuestos a ser profanados o insultados. Stalin asesinado. Stalin no resiste y se va de la lengua. O incluso peor: Stalin es un agente provocador. ¿Qué pensaría la gente? Lo de Lenin venía de antes. Era uno de los fundadores del destacamento Patarinska, el primer partisano de su tierra, miembro del Partido con contactos y autoridad. «Lenin no merece su nombre, es astuto, autocomplaciente y descuida sus obligaciones. Padece de complejo de líder, aunque no dispone de la aptitud para ello», había apuntado Medved en la libreta donde anotaba las características resumidas de sus camaradas. «Ideológicamente ignorante, propenso al faccionalismo», añadió cuando regresó a su tienda.