Vida campesina en el Magdalena Grande

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Por su parte, la zona Centro del Magdalena se caracteriza por sus paisajes de llanuras y montañas (El Difícil) y por la influencia del río Magdalena (Plato, donde la ausencia de precipitaciones y tierra polvorienta es una constante). Por ello, el acercamiento al campesino estuvo mediado por las constantes referencias al trabajo ganadero, el cual posee diferencias sustanciales en la economía, territorio, cultura y política, que permiten resaltar las dificultades y la escasa población que se dedica a trabajar la tierra. Al recorrer esta región encontramos zonas rurales distantes de las cabeceras municipales en las que fue necesario brindar explicaciones y usar la identidad de estudiante universitario para poder acceder, pues existían personas en motocicletas que manifestaban brindar seguridad en los territorios.

En el capítulo siete se realizó una aproximación a las realidades de las comunidades campesinas que viven en los alrededores de la Ciénaga Grande de Santa Marta. Los recorridos fueron realizados por el investigador principal y un asistente. En promedio, debido a las distancias a recorrer y los medios de transporte disponibles en esta subregión en particular (mototaxi, lancha, carromoto, ferry, etc.), además de la dificultad de desplazamiento en un sistema cenagoso, cada recorrido se completaba en cuatro días con sus noches. Se realizaron en total cuatro salidas de campo. La primera, del 21 al 24 de diciembre de 2016, en la que se recorrieron los municipios de Sitionuevo, Remolino, Salamina, Piñón y Pivijay; la segunda, del 6 al 9 de enero de 2017, en la que se recorrieron los caseríos Varela, Orihueca y Prado Sevilla, en los municipios de Ciénaga y Zona Bananera; la tercera, del 3 al 6 de febrero de 2017, en la que se visitaron los caseríos de Sevillano, La Mira y Candelaria, en los municipios de Ciénaga y Zona Bananera; y la cuarta, del 24 a 26 de marzo de 2017, en la que se recorrieron los municipios de Aracataca y Zona Bananera.

Se llevaron dos diarios de campo, uno por cada microrregión, y se realizaron en total 30 entrevistas, cada una de las cuales fue conducida por el investigador, mientras que el asistente sistematizaba de acuerdo a las dimensiones establecidas. Durante todos los recorridos se llevó registro fotográfico de los diferentes aspectos de la cotidianidad campesina y se recopiló material audiovisual producido por las comunidades. A partir de los insumos recogidos, se organizó la estructura del documento de tal manera que correspondiera a las dimensiones de la vida campesina —que se habían usado en la recolección de información primaria— y a los principales hallazgos.

En el capítulo ocho nos trasladamos a las veredas Puerto Mosquito y Don Jaca, pertenecientes al área rural del distrito de Santa Marta, Magdalena. Nos propusimos conocer y describir el pasado reciente del poblamiento campesino, los conflictos sociales y ambientales, la economía familiar y los rasgos identitarios de la cultura en veredas tan cercanas a la jurisdicción urbana.

Los recorridos fueron realizados en jornadas de mañana y tarde, visitando a cada familia campesina para entrevistarla sobre las diferentes transformaciones del territorio. Por medio de los relatos reconocimos la importancia de localizar las primeras familias que habían llegado a las veredas como portadoras vitales de la memoria, los cambios y las nuevas relaciones campesinas. Nos fue crucial ubicar aquellos lugares más importantes para visitar y describir (donde estaba situada la memoria) para cada familia que visitamos, así como preguntar sobre otras familias que pudieran enriquecer los relatos fundacionales del pueblo y la historia de sus vidas. Los relatos evidencian los testigos y hechos violentos en las veredas, la llegada de nuevos campesinos desplazados de otras regiones y la conformación de una región diversa con habitantes procedentes de municipios golpeados por el conflicto armado interno que consiguieron opciones de trabajo en áreas periféricas de la ciudad.

Entendimos que para etnografiar la vida campesina se debían tener en cuenta las otras formas económicas que se implementan en las veredas y que impactan directamente en la agricultura familiar. En la vereda el Mosquito fue importante observar las relaciones que se construían con estaderos, billares, balnearios turísticos y reservas naturales en las márgenes del río Gaira; mototaxistas y taxistas que transitaban constantemente por la carretera principal; miembros ette-ennaka del resguardo Naara Kajmanta, y operarios de la planta de tratamiento de agua de Gaira, dueños de galpones de pollo y hornos artesanales de carbón. Tales sectores económicos y poblacionales mantienen una relación diferente con la tierra, presentando tensiones en la ecología, propiedad, vocación del suelo e inseguridad, así como poco interés en la producción de alimentos y en la transmisión de saberes que le permita producir la tierra a las siguientes generaciones campesinas.

En Don Jaca fue importante observar los periodos en los que la población se siente identificada con la parte alta de la montaña y sobre la parte baja cerca al mar Caribe. En el primer periodo se desempeña la vocación campesina en la producción de alimentos como el plátano, la ahuyama, el ají, el repollo, la col, el cilantro, el cebollín, el tomate, la naranja, la yuca, la malanga, la papaya y el café, así como en la cría de gallinas y cerdo; este periodo es diferente a los momentos de vocación pesquera con relación cercana a la navegación y pesca a mar abierto, la venta de comida en restaurantes y la prestación de servicios turísticos para los huéspedes de los hoteles cercanos a la zona marítima. Tanto a la parte alta como a la parte baja les afecta el puerto carbonífero Drumond Ltda., ejerciendo un impacto ambiental sobre la tierra y el mar, y acumulando restos del polvillo del carbón. También se presentan difíciles condiciones para el abastecimiento de agua, a pesar de contar con la quebrada Don Jaca, motivo por el cual los campesinos no siempre mantienen los cultivos temporales con los aspersores necesarios para la producción.

En definitiva, la experiencia etnográfica de documentar los acontecimientos y las autoconcepciones de las personas sobre la vida colectiva e individual nos ubicó en la vida rural de la ciudad, haciéndonos conscientes de la falta de estimulación de la tierra y la venta de alimentos locales en las plazas de mercado de Santa Marta. Aún se desconoce la agricultura familiar en las montañas que rodean la ciudad y sus habitantes continúan sin tener los medios óptimos para producir y comercializar los productos, sin el respaldo suficiente para competir con los precios que se imponen desde la ciudad. En ese sentido, cada uno de los relatos campesinos nos dejó ver el potencial productivo a lo largo de la historia y cómo fue desplazado por cultivos de uso ilícito, hidroeléctricas, extracción de carbón, conflicto armado, turismo y balnearios de fin de semana; todo esto, dejando atrás el potencial para producir alimentos, generar mercados locales y desarrollo rural.

Características del campesinado del Magdalena Grande

Al hablar del Magdalena Grande debemos tener claro que este nombre hace referencia a los territorios comprendidos por los actuales departamentos del Cesar, Magdalena y La Guajira, y que fue definido de esta forma a partir de 1886, cuando el Magdalena fue reconocido como departamento. Este amplio territorio, que comprende montañas, sabanas, llanuras, ciénagas y ríos, ha sido escenario de confluencia para muchos grupos de indígenas, campesinos, afros y pescadores que van y vienen por estos paisajes motivados por la esperanza de una mejor vida y huyendo de los múltiples conflictos que han afectado sus territorios y que han convertido el Caribe en la mayor diáspora campesina del país.

Los orígenes del campesinado del Magdalena Grande parecen tener diferentes vertientes: por un lado, entre los años de 1948 y 1964 una gran cantidad de colonos llegó del interior del país huyendo de la violencia y refugiándose en las zonas montañosas de los departamentos de Magdalena, Cesar y La Guajira. Por otro lado, una minoría es proveniente de un proceso de mestizaje entre los arrochelados o libres que se refugiaron en los palenques y que pudieron mantener pequeñas propiedades o posesiones precarias aledañas a las grandes haciendas ganaderas que se expandieron desde mediados del siglo XX —mantenidos como reservas de mano de obra para dichas haciendas ganaderas—, pero sin mezclarse con los indígenas, como sí sucedió en el caso de la margen occidental del Bajo Magdalena en lo que hoy son los departamentos de Atlántico, Bolívar, Sucre, Córdoba y parte del Urabá chocoano y antioqueño. En el Magdalena Grande los indígenas que perdieron sus tierras bajas (a excepción de los chimilas, que se mantuvieron hasta la segunda mitad del siglo XX) fueron desplazados y tuvieron que refugiarse en las partes medias y altas de las montañas, especialmente en la Sierra Nevada y la Serranía de Perijá, hacia donde fueron empujados por los procesos de colonización que se dieron a raíz de las diferentes bonanzas económicas que se desarrollaron en estos territorios. Queda un grupo más reducido de pequeños agricultores y pescadores que vive aún a orillas de las grandes ciénagas de la margen derecha del río Magdalena; sin ninguna propiedad de las tierras, solo las utilizan en verano cuando no están inundadas, aunque también buscan ser utilizadas por los ganaderos cuando no hay pastos en las sabanas y deben llevar el ganado a donde hay agua. Estas tierras son disputadas por los agricultores no solo por su fertilidad, sino porque aún sin tener títulos (pues están inundadas más de seis meses al año y legalmente son tierras de la nación) permiten un manejo adecuado del pulso de inundación, para luego, durante la bajada de las aguas, sembrar cultivos de secano como el arroz, la yuca y el maíz. Sin embargo, actualmente, con el avance de la mecanización, los grandes ganaderos han hecho diques inmensos en sus fincas y en los linderos de los parques nacionales (Semana, 2015) con el fin de desecar amplias zonas para solicitar su adjudicación como baldío, aunque estos sean espacios protegidos por convenciones internacionales como la Convención Ramsar.

 

En resumen, los campesinos del Magdalena Grande, a título de hipótesis, se pueden caracterizar como el resultado de procesos sociales en tres grandes grupos:

La colonización rocera en las zonas montañosas, proveniente del interior del país hacia la mitad del siglo XX (la llamada “colonización cachaca”).

Los pequeños asentamientos de grupos de afrodescendientes en los lugares de los antiguos palenques y rochelas, muchos de ellos propietarios de sus parcelas en las zonas planas (“el campesinado negro y mestizo”, que se declara mayoritariamente como afrocolombiano en el Censo de Población de 2005, caso Chiriguaná, el Paso, Pailitas).

Los pescadores y agricultores tradicionales de los bordes de los ríos y de las áreas de inundación de más de seis meses al año (de ascendencia indígena predominantemente, en muchas partes mezclados con grupos negros, pero que no se declaran mayoritariamente como afrocolombianos, caso Ciénaga Grande de Santa Marta, por ejemplo).

Es evidente que estos grupos son solo un tipo ideal que no puede existir en su estado puro, pues hay toda clase de mezclas posibles, lo que aumentaría la tipología del campesinado hasta hacerla prácticamente incomprensible. Sin embargo, una característica constante en cada comunidad es la falta de claridad frente a la tenencia de la tierra, pues según Reyes (2009) no están inscritos en los catastros rurales o estos catastros están completamente desactualizados. Por ello, solo tienen compraventas avaladas por notarios e inspectores de policía rurales, como predios adquiridos de “buena fe”, pero que no están registrados, por lo cual no son papeles suficientes para probar la “buena fe” a la hora de un litigio. No obstante, aunque la posesión en “propiedad” predomina en los Censos Agropecuarios de 1960, 1970, 1971 y 2014, no ha sido suficiente para evitar que más de 20 mil campesinos hayan sido desplazados en la Costa Caribe durante el período comprendido entre 1996 y 2005 (Defensoría del Pueblo, 2016).

Además, todas las comunidades fueron sometidas a procesos de dominación paramilitar y guerrillera en los últimos años del siglo XX y, en algunos sitios, persiste la presencia de bandas criminales derivadas, desde el 2005, del proceso de Justicia y Paz con los paramilitares (caso Zona Bananera, Alta y Baja Guajira), así como la guerrilla del ELN que, actualmente, hace presencia en algunas zonas de la Sierra Nevada de Santa Marta y de la Serranía del Perijá.

La colonización rocera

“Roza” es el proceso de deforestar pequeños parches de bosque primario o secundario con el fin de sembrar cultivos de pancoger —es decir, de subsistencia, como el maíz, el fríjol, la yuca— para entregarlos en pastos a los dueños de la tierra cuando la tierra es “prestada” (en arriendo o aparcería, principalmente; esto es, cuando hay un propietario que la entrega informalmente al campesino para desarrollar su roza). También puede ser “apropiada” cuando la “roza” es hecha por colonos sobre tierras baldías; es decir, pertenecientes al Estado y que podrían ser reclamadas como propias después de un proceso de reclamación ante las autoridades competentes, demasiado dispendioso para un campesino pobre. La principal característica económica es que la roza no da para que el campesino viva. Solo sobrevive endeudado con el tendero o el prestamista que le da el dinero para comprar los productos que el rocero no produce (ropas, herramientas, medicamentos, etc.). Como por lo regular el producto de la roza (lo que logra vender en los lejanos mercados) no le permite pagar las deudas al rocero, este está obligado a seguir a otras tierras esperando encontrar una mejor producción después de dos cosechas como máximo. Sin embargo, la tierra rápidamente se agota y el rocero debe convertirla en pastizales: así la puede vender o entregarla como parte de las deudas a sus acreedores y seguir a otra roza hasta que, al fin, se da cuenta de que no queda más selva que tumbar y sigue a otro sitio más distante de colonización. Estas secuencias están ampliamente documentadas en los principales procesos de colonización de baldíos en la Costa Caribe de Colombia, como los descritos por Fals Borda (1976; 1986), Rodríguez Navarro (1990), Molano (1988), Reyes Posada (1976; 2009) y Zambrano (2002).

Este proceso de la “colonización rocera” se inició, al parecer, en los municipios del Sur del Cesar a mediados del siglo XX, especialmente en lo que hoy son los municipios de González y la Gloria, Pailitas, Río de Oro, que en el Censo Agropecuario de 1970-71 fueron los lugares en los que más tierras estaban ocupadas en la forma de colonato y aparcería (esto es, a título precario), por lo que se puede inferir que son las tierras de los pequeños colonos roceros que, desde mediados del siglo pasado, ascendían hacia el norte por la Serranía de Perijá. También está Valledupar con una amplia población campesina con títulos precarios (aparcería y colonato) y, en menor medida, campesinos con pequeñas fincas de menos de cinco hectáreas. En el mismo período se da una intensa colonización de la Sierra Nevada en su vertiente suroriental, especialmente en las tierras bajas de los indígenas arhuacos y kankuamos que se creían protegidos por las espesas selvas del piso cálido. Sin embargo, en muy poco tiempo se ocupó toda la parte de Pueblo Bello y de Atanquez, la mayoría de las tierras en ganadería luego de haber acabado con la selva o monte alto. Solo se detuvo esta colonización con la expedición, por parte del entonces Ministerio de Gobierno, de la resolución 02 de 1973, por medio de la cual “se demarca la Línea Negra o zona teológica de las comunidades indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta” (Ministerio del Interior, 1973, p. 35).

Esta colonización estuvo alimentada también por trabajadores rurales que venían a recoger algodón de los cultivos mecanizados que, por esa época, se desarrollaron ampliamente en el valle del río Cesar; estos trabajadores vieron la oportunidad de dedicarse a la rocería tanto en la Sierra Nevada de Santa Marta como en Perijá.

Desde un poco antes de mediados del siglo XX se tiene noticia de la colonización de la vertiente occidental de la Sierra Nevada en las regiones de San Luis y el Mico, pero solo es hacia 1960 cuando empieza el auge del café como cultivo principal en la hacienda California, fundada con capitales nacionales sobre las tierras de los indígenas y San Pedro de la Sierra, que luego se amplió hacia Palmor, desalojando completamente a los indígenas de esta parte de la Sierra Nevada (Krogzemis, 1967).

Otra de las colonizaciones más prósperas por la misma época fue la de los ríos Manzanares y Gaira, buscando tierras cafeteras en donde se fundaron fincas de más de 50 hectáreas de café (como Cincinatti y Jirocasaca) con relativo éxito. Otra colonización rocera de comienzos del siglo XX se da en la vertiente norte de la Sierra Nevada de Santa Marta, en inmediaciones de Río Ancho y Don Diego hacia las tierras de los indígenas Kággaba; esta solo logró ocupar las tierras bajas por parte de grupos de afrodescendientes de Dibulla y La Punta. También hay que anotar que, si bien se trató de una colonización rocera, no inicia con esta intención pues lo que se buscaba era fundar plantaciones como las de las demás islas del Caribe insular (Barbados, Jamaica, Martinica, Guadalupe, etc.). Al menos en tres ocasiones inmigrantes franceses, bajo la dirección del geógrafo francés Elisé Reclus, en 1855, Jean Elie Gaguet, en 1873, y, posteriormente, el antropólogo Joseph de Brettes, en 1890, se intentaron instalar sin ningún éxito (Krogzemis, 1967).

Pero el área de la Sierra Nevada de Santa Marta de más reciente colonización rocera se encuentra también en la vertiente norte, entre el río Piedras y el río Palomino, impulsada por la construcción, en 1972, de la vía que comunica a Santa Marta con Riohacha. Sin embargo, amplias zonas empezaron a ser ocupadas por campesinos, especialmente en las cercanías de Santa Marta, en el Parque Tayrona y hacia los ríos Guachaca, Buritaca, Mendiguaca, Palomino y Río Ancho, en La Guajira actual. Esta colonización de campesinos venidos del interior —especialmente santandereanos, tolimenses y algunos antioqueños— ocupó muy rápido la vertiente norte en la parte baja, logrando algunos campesinos ascender y pasar las tierras ya delimitadas como “línea negra” en territorio Kággaba. Estos campesinos se instalaron y su apoyo a los grupos paramilitares para luchar contra la guerrilla, que limitaba sus avances para las siembras de marihuana y coca, los llevó a conformar una de las ramas mejor organizadas del paramilitarismo en Colombia, hasta el punto de que se enfrentó a los comandos centrales de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Finalmente, se acogieron a los términos del proceso de Justicia y Paz en 2006; sin embargo, estos campesinos siguen manteniendo un control sobre la vertiente de la Sierra Nevada de Santa Marta.

También es necesario anotar que este proceso de colonización rocera en el Magdalena Grande se detuvo brutalmente desde el enfrentamiento entre guerrilla y paramilitares con población campesina interpuesta, hacia el año de 1990, ya que la mayor parte de los muertos los pusieron los campesinos y no los grupos en contienda. Mediante masacres y acciones de retaliación de parte y parte de los combatientes la mayoría de los colonos que quedaron vivos fueron desplazados.

Hoy se puede decir que el campesino rocero no existe en el Magdalena Grande y que se extinguió porque la frontera —es decir, las selvas de los baldíos nacionales— fue apropiada a la fuerza por los “señores de la guerra” de todas las facciones (Duncan, 2006), lo que no se podría llamar la clásica descomposición del campesinado, sino su violenta desaparición física.