El Conde de Montecristo

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Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, se apagó el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no veían.

Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo e invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos e inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, la ocultó con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, se sintió Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que esta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

—Vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro —decía uno—. ¡Buen viaje!

—Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja —añadía otro.

—¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras —respondía un tercero.

—Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él —dijo uno de los primeros interlocutores.

—Este irá al saco.

Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo e inmóvil.

Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

—Lo siento mucho —dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico—, lo siento mucho, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.

—¡Oh! —repuso el carcelero—, aunque no lo hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

—No obstante —indicó el gobernador—, creo que sería oportuno, a pesar de su declaración, y no porque yo dude de su ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda vez.

—Puede estar tranquilo —dijo al gobernador—. Está bien muerto, respondo por ello.

—Ya sabe, caballero —repuso el gobernador con insistencia—, que en estos casos no nos contentamos con un simple examen, así que dejando a un lado las apariencias, sírvase cumplir las formalidades prescritas por la ley.

—Que calienten los hierros —ordenó el doctor—, aunque es en verdad una precaución inútil.

Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.

Se oyeron pasos precipitados, el rechinar de la puerta, idas y venidas, y después entró un mozo diciendo:

—Aquí tiene el brasero con un hierro.

Hubo otro instante de silencio, se oyó después un chirrido como de carne quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.

—Bien ve, caballero, que está muerto efectivamente —dijo el doctor—, esta quemadura en el talón es la última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.

—¿No se llamaba Faria? —inquirió uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.

—Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.

—Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad —observó el médico.

—¿No ha tenido nunca queja de él? —preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la comida al abate.

—Nunca, señor gobernador —respondió el carcelero—. Al contrario, muchas veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.

—¡Vaya, vaya! ¡Y yo que ignoraba que tenía aquí un colega! —dijo el médico—. Espero, señor gobernador —añadió sonriendo—, que lo tratará como a tal.

—Sí, sí, desde luego. Lo meteremos decentemente en el saco más nuevo que se encuentre. ¿Está contento?

—¿Tenemos que cumplir esa formalidad en su presencia? —le preguntó el mozo.

—Sin duda alguna, pero dese prisa, que no pienso estar aquí todo el día.

Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después el roce como de una tela, giró la cama sobre sus goznes, y un pie pesado, como de un hombre que levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a Dantés. Luego volvió a rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.

—Esta noche... —dijo el gobernador.

—¿Se le dirá misa? —preguntó uno de los oficiales.

—¡Imposible! —respondió el gobernador—. Precisamente ayer me pidió el capellán del castillo permiso para ir a Hyeres por ocho días, y se lo concedí respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se hubiera dado menos prisa, no se hubiera quedado sin su réquiem.

—Bah, bah —dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión—, es sacerdote y Dios se lo tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de enviarle un sacerdote.

Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían amortajando al abate.

—Esta noche... —dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.

—¿A qué hora? —le preguntó el mozo.

—A eso de las diez o las once.

—¿Y se ha de velar al muerto?

—¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.

Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la cerradura de la puerta y sus pesados cerrojos, y un silencio más medroso que el de la soledad, el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el alma petrificada del joven. Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada investigadora por el calabozo. Estaba desierto.

Edmundo salió de la galería.

Capítulo veinte: El cementerio del castillo de If

Sobre la cama, tendido a lo largo e iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes pliegues dibujaban los contornos de un cuerpo humano: aquel era el sudario del abate, aquel era el sudario que, según decían los carceleros, costaba tan poco. Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su anciano amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como para mirar más allá de la muerte, ni podría estrechar aquella mano instructora que descorriera el velo a tantos misterios para que él los penetrase. Faria, su útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado de una triste y lúgubre melancolía.

¡Solo! ¡Había vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y a la nada!

¡Solo! ¡Sin compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!

¿No sería mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el abate Faria, aun pasando por tantos dolores como él?

La idea del suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a colocarse como un fantasma al lado del cadáver de este.

—Si pudiera morir iría adonde él va —dijo—, y volvería a encontrarlo seguramente. Pero ¿cómo morir? Bien fácil es —añadió sonriendo—. Me quedo aquí, me abalanzo al primero que entre, lo ahogo y me guillotinan.

Sin embargo, como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes tempestades, que damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés la idea de esta muerte infamante, y de súbito pasó de esta desesperación a una sed ardiente de libertad.

 

—¡Morir! ¡Oh!, no —exclamó—, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para morir así. Ahora sería verdaderamente conspirar en favor de mi destino miserable. No, quiero vivir, quiero luchar hasta el fin, quiero recobrar la dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que tengo verdugos que castigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora van a olvidarme, y no saldré ya de aquí sino como el abate Faria.

Al pronunciar estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora. De pronto se incorporó, se llevó la mano a la frente como si le diera un vértigo, dio dos o tres vueltas por la habitación, y fue a detenerse delante de la cama.

—¡Oh!, ¡oh! —murmuró—. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Es usted, Dios mío? Pues que solo los muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.

Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución desesperada, se inclinó sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faria había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda, se metió en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por dentro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.

Le había sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el cadáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:

Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una fosa, se dejaba cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.

Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.

No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.

El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al llevarle su comida a las siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y la sopa y se iba sin hablarle.

Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le respondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.

Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el sudor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndosele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo se notase ningún movimiento por lo que comprendió que se había librado del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor, conteniendo su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su corazón.

Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sospecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al poner en el suelo las parihuelas.

Se abrió la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.

—Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante —dijo uno de ellos levantando la cabeza de Dantés.

—He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra todos los años —contestó el otro asiéndole por los pies.

—¿Has hecho el nudo? —preguntó el primero.

—Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.

—Tienes razón. Vamos.

“¿Para qué será ese nudo?”, se preguntaba Dantés.

Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Le pusieron, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.

De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fue a la vez angustiosa y dulcísima.

A unos veinte pasos se detuvieron los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.

“¿Dónde estoy?”, se preguntó.

—¿Sabes que no pesa poco? —dijo el que había permanecido junto a Dantés, sentándose al borde de las angarillas.

La primera idea de Dantés fue escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.

—Alúmbrame, animal —dijo el que se había separado—, alúmbrame o no podré encontrar lo que busco.

El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada de cortés.

“¿Qué buscará? —dijo para sí Dantés—, sin duda un azadón”.

Una exclamación dio a entender que el enterrador había encontrado al fin lo que buscaba.

—Menudo trabajo ha costado —dijo el otro.

—Sí, pero nada se ha perdido por esperar —contestó el primero.

Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.

—¿Está ya hecho el nudo? —preguntó el enterrador que no se había movido de allí.

—Y bien hecho —respondió el otro.

—Pues en marcha.

Y volviendo a coger las angarillas siguieron su camino.

A los cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y volvieron a proseguir su camino.

El rumor de las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba llegando más distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.

—¡Mal tiempo hace! —dijo uno de los hombres—. No está el mar para bromas esta noche.

—El abate corre peligro de fondear.

Y ambos soltaron una carcajada.

Aunque Dantés no los comprendió, sus cabellos se erizaron.

—Bien. Ya hemos llegado —dijo el primero.

—Más allá, más allá —repuso el otro—. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino, destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?

Subiendo constantemente, dieron cuatro o cinco pasos más, luego sintió Edmundo que le cogían por los pies y por la cabeza y que le balanceaban.

—¡A la una! —dijeron los enterradores.

—¡A las dos!

—¡A las tres!

Dantés se sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hendiendo los aires como un pájaro herido de muerte, y bajando, bajando a una velocidad que le helaba el corazón. Aunque le atraía hacia abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido vuelo, le pareció como si aquella caída durase un siglo, hasta que, por último, con un ruido espantable, se hundió en un agua helada que le hizo exhalar un grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado al mar con una bala de treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar.

Capítulo veintiuno: La isla de Tiboulen

Aunque aturdido y sofocado, tuvo Dantés sin embargo suficiente presencia de ánimo para contener su respiración, y como llevaba de antemano preparada a todo evento su mano derecha, según dijimos, y empuñado el cuchillo, rasgó de un solo corte el saco, con lo cual pudo sacar el brazo y la cabeza, pero a pesar de todos sus esfuerzos para levantar la bala, se sintió más y más agarrotado. Entonces se agachó hasta la cuerda que ataba sus piernas, y con un esfuerzo supremo pudo cortarla cuando ya le iba faltando la respiración. Hizo en seguida un hincapié vigoroso, y subió desembarazado a la superficie del mar, mientras la bala hundía en sus profundos abismos aquella tela grosera que, a poco más, se convierte en su mortaja.

No estuvo en la superficie más que el tiempo necesario, pues volvió a zambullirse acto continuo, porque la primera precaución que debía de tomar era que no lo viesen.

Cuando apareció sobre el agua la segunda vez, se hallaba por lo menos a cincuenta pasos del sitio en que había caído. Sobre su cabeza veía un cielo tempestuoso y negro, en el que el aire hacía rodar nubes ligeras, descubriendo tal vez un pedazo azul en que brillaba una estrella. Ante sus ojos se extendía el mar sombrío y rugiente, cuyas olas comenzaban a hervir como al principio de una tempestad, y a su espalda, más negro que el cielo y que el mar, se destacaba como un fantasma amenazador el gigante de granito cuya lúgubre cúpula parecía un brazo extendido para recobrar su presa. En la roca más alta se veía brillar un farol alumbrando a dos sombras.

A Edmundo le pareció que estas dos sombras se inclinaban hacia el mar, examinándolo con inquietud. En efecto, aquellos enterradores de nueva especie debieron de oír el grito que exhaló al atravesar el espacio. Se zambulló Dantés de nuevo, y nadando entre dos aguas anduvo bastante trecho. Esta maniobra le había sido muy familiar en otro tiempo, y atraía a su alrededor en la ensenada del Faro a muchos admiradores que le proclamaban el más hábil nadador de Marsella. Cuando volvió a salir a flor de agua, la linterna había desaparecido.

Lo que importaba entonces era orientarse. De todas las islas que rodean el castillo de If, Pomegue y Ratonneau son las más cercanas, pero Pomegue y Ratonneau están habitadas, así como la islilla de Daume. Las que ofrecían más seguridades a Edmundo eran la isla de Tiboulen o la de Lemaire. Ambas están a una legua del castillo de If.

Dantés decidió dirigirse a una de las primeras islas, pero ¿cómo encontrarla en medio de la oscuridad que le rodeaba? En aquel momento vio brillar como una estrella el faro de Planier. Dirigiéndose en derechura al faro, dejaba un tanto a la izquierda la isla de Tiboulen, y torciendo aún más hacia aquel lado, debía de hallar a Tiboulen en su camino.

Pero ya hemos advertido que desde el castillo de If a esta isla hay una legua por lo menos. Faria solía repetir al joven en su prisión:

—Dantés, no se entregue de ese modo a la molicie. Si no ejercita las fuerzas, se ahogará el día que quiera escaparse.

Estas palabras zumbaron en los oídos de Dantés, cuando cortaba por el fondo las saladas olas, y se dio prisa a salir a flor de agua para convencerse de que no había perdido sus fuerzas. Efectivamente, lleno de júbilo vio que su forzosa inacción nada le había quitado de vigor ni de agilidad, y que era todavía señor del elemento con que había jugado siendo niño.

El miedo, por otra parte, ese rápido perseguidor, doblaba sus bríos; agazapado en la cúspide de las olas, se ponía a escuchar por si llegaba a sus oídos algún rumor. Cada vez que en brazos de una ola se levantaba a los cielos, con una mirada rápida abarcaba todo el horizonte visible, tratando de penetrar en las densas tinieblas. Cada ola que fuese un poco más elevada que las demás le parecía un barco que le perseguía, y redoblaba sus esfuerzos, que aunque le alejasen sin duda del castillo iban a agotar muy pronto sus fuerzas.

Seguía, pues, nadando, y ya el terrible castillo se quedaba confundido entre los vapores nocturnos. No lo distinguía ya, pero lo sentía.

 

De este modo transcurrió una hora, hora en que Dantés, exaltado por el sentimiento de libertad que tan completa y vertiginosamente le dominaba, siguió hendiendo las olas en la dirección que se trazara.

—Vamos —se dijo—, pronto hará una hora que estoy nadando, pero como el viento me es contrario, he debido adelantar una cuarta parte menos. Sin embargo, si no me equivoqué en mis cálculos, no debo de estar ahora muy lejos de Tiboulen. Pero ¡si me equivocase!

Un súbito temblor conmovió todo el cuerpo del nadador. Procuró sostenerse de espaldas sobre el agua para descansar un poco, pero el mar cada vez se iba poniendo más alborotado, y comprendió que le era imposible.

—Sea, pues —dijo—. Seguiré nadando hasta que mis brazos se cansen, y los calambres me acometan, y entonces... me iré al fondo.

Y continuó nadando con la fuerza y el brío de la desesperación. De repente le pareció que el firmamento, ya oscuro, se ennegrecía más y más y que una nube espesa y compacta bajaba hasta él. Al mismo tiempo sintió en la rodilla un dolor vivísimo. Con su rapidez incomparable le hizo creer la imaginación que aquello era la herida de una bala y que en seguida oiría la explosión del tiro, pero la detonación no sonó. Dantés alargó la mano y halló un cuerpo resistente, encogió la otra pierna y tocó el suelo, y reconoció entonces qué cosa era lo que se había figurado una nube.

A veinte pasos se elevaba una mole de peñascos, de extraña forma, que parecía un cráter inmenso petrificado en el momento de su mayor combustión. Era la isla de Tiboulen. Se levantó Dantés, dio algunos pasos adelante, y alabando a Dios, se tendió sobre aquellos guijarros, que entonces le parecieron más blandos que los colchones del lecho más mullido.

Después, a pesar del viento y de la borrasca, y de la lluvia que empezaba a caer, rendido como estaba de fatiga, se quedó dormido, con ese delicioso sueño que embarga al hombre cuya materia se aletarga, pero cuya alma permanece despierta con la idea de una felicidad inesperada.

Al cabo de una hora, le despertó el espantoso ruido de un trueno. La tempestad se había desencadenado y batía el aire con furia. De vez en cuando caía, como una serpiente de fuego, un rayo del cielo, iluminando las olas y las nubes, que se perseguían las unas a las otras como en inmenso caos.

La vista perspicaz de marino no había engañado a Dantés, aquella era, en efecto, la primera de las dos islas, la de Tiboulen. Sabía que no ofrecía el menor asilo, pero cuando la tempestad cesase pensaba volverse a echar al mar en dirección a la isla de Lemaire, que aunque no menos árida, era más grande, y por consiguiente más hospitalaria.

Una peña cóncava prestó a Dantés abrigo momentáneo; casi al mismo tiempo estalló la tempestad. Edmundo sentía temblar bajo la peña en que se había guarecido, las olas, que azotando la base de aquella pirámide gigantesca, saltaban hasta él. Aunque estaba en paraje seguro, con aquel ruido atronador, y aquellas ráfagas sulfúreas, experimentó una especie de vértigo. Creyó que la isla temblaba debajo de sus pies, y que de un momento a otro iba, como un navío anclado, a perder sus cables y a sepultarse en aquel inmenso torbellino. Entonces recordó que hacía veinticuatro horas que no probaba bocado, tenía hambre y sed. Extendió las manos y la cabeza, y bebió el agua de la tempestad recogida en el hueco de la roca.

Cuando se incorporaba, un relámpago que parecía rasgase el cielo hasta el trono del Altísimo iluminó el espacio, mostrándole con su resplandor, entre la isla de Lemaire y el cabo de Croisille, a un cuarto de legua de distancia, como un espectro que resbala al abismo desde la cima de una ola, un pequeño barco pescador arrebatado a la vez por el viento y por el mar. Un minuto después volvió a aparecer el fantasma encima de otra ola, acercándose con horrible rapidez. Quiso el joven gritarles, y aun buscó algún trapo que tremolar para hacerles ver que estaban perdidos, pero bien lo conocían ellos. A la luz de otro relámpago, Edmundo pudo vislumbrar a cuatro hombres agarrados a los palos y a los estayes, mientras otro sujetaba el mástil del tronchado timón. Sin duda, hubieron de verle también aquellos hombres, como él los veía, porque llegaron a sus oídos gritos lastimeros en alas del vendaval que silbaba furiosamente. En la punta del palo mayor hecho trizas azotaban el aire los jirones de una vela, que de pronto se acabó de romper y desapareció en los abismos tenebrosos del espacio, semejante a uno de esos enormes pájaros blancos que se dibujaban sobre las nubes negras. Al mismo tiempo, sonó un ruido espantoso, mezclado con gritos de angustia que llegaron hasta Dantés. Asido como una esfinge de las rocas, abarcaba con sus ojos todo el abismo, y a la luz de otro relámpago pudo ver al barco irse a pique, y flotar entre sus restos cabezas de expresión desesperada y brazos levantados hacia el cielo.

Luego todo volvió a quedar sumergido en la oscuridad más completa. Aquel terrible drama había durado lo que un relámpago. Corriendo el peligro de caer al mar, se lanzó Dantés a la pendiente resbaladiza de las rocas a mirar y a escuchar, pero nada vio y nada oyó. Ni gritos ni cosas humanas, solamente la tempestad seguía azotando los vientos y las olas. Poco a poco fue calmándose el viento y rodaron a Occidente las preñadas nubes rojas, que parecían detenidas por la mano de la tempestad. Volvieron a centellear las estrellas en el cielo con su luz vivísima. Luego por el Este una ráfaga azulada, algo negruzca, coloreó el horizonte, y saltaron las ondas tranquilamente, trocando su espumosa superficie en crines de oro. Era el alba.

Edmundo se quedó inmóvil ante aquel gran espectáculo, como si lo viese por primera vez. Lo había olvidado en efecto, desde su entrada en el calabozo. Se volvió hacia el castillo, escudriñando con una penetrante mirada la tierra y el mar. El sombrío edificio se recostaba entre las olas con esa imponente majestad de las cosas inmóviles, que parece que tengan ojos para vigilar y acento para ordenar.

Serían ya las cinco de la mañana y el mar continuaba calmándose.

“Dentro de dos o tres horas —se dijo Edmundo—, el carcelero irá a mi cuarto, hallará el cadáver de mi desdichado amigo, lo reconocerá, me buscará en vano, y dará el grito de alarma. Descubrirán el subterráneo y la galería, preguntarán a los que me arrojaron al mar, que han debido oír mi grito, saldrán en seguida mil barcas llenas de soldados en persecución del fugitivo, que saben que no puede estar muy lejos, el cañón anunciará a toda la costa que nadie dé asilo a un hombre desnudo y hambriento que andará errante, y saldrán de Marsella los alguaciles y los espías a perseguirme por tierra, mientras el gobernador me persigue por mar. ¿Qué será entonces de mí? Tengo hambre, tengo frío, e incluso he perdido el cuchillo salvador, que me estorbaba para nadar. Estoy a merced del primero que quiera ganarse veinte francos entregándome. Ya no me quedan ni fuerzas, ni resolución, ni ideas. ¡Oh, Dios mío! Mire si he sufrido bastante, y si puede hacer por mí más de lo que yo puedo”.

Cuando Edmundo, en una especie de delirio, ocasionado por su abatimiento y el vacío de su inteligencia, pronunciaba tan ardiente plegaria, vuelto con ansiedad a Marsella, vio aparecer en la punta de la isla de Pomegue, dibujando en el horizonte su vela latina, semejante a una gaviota que vuela rozando la superficie de las aguas, un barquichuelo en el que solo el ojo de un marino podía reconocer una tartana genovesa, estando como estaba el mar todavía un tanto nebuloso. Salía del puerto de Marsella, y entraba en alta mar cortando las espumas con su aguda proa, que abría a sus costados redondos un camino más fácil.

“¡Oh! —exclamó Edmundo—. ¡Pensar que si no temiese que me reconocieran por fugitivo y me llevasen a Marsella, podría yo alcanzar aquel barco dentro de media hora! ¿Qué he de hacer? ¿Qué he de decir? ¿Qué fábula inventaré para engañarlos? Esas gentes, que son contrabandistas y casi piratas, y que con pretexto del comercio de cabotaje merodean por las costas, preferirán venderme a hacer una buena acción que no les produzca nada.