El Conde de Montecristo

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Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.

En efecto, sus guardias, que lo sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, lo obligaron a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.

Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar.

En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró a su alrededor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; se oía a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.

Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.

—¿Dónde está el preso? —preguntó una voz.

—Aquí —respondieron los gendarmes.

—Que venga conmigo, voy a llevarlo a su departamento.

—Vaya —dijeron los gendarmes a Dantés.

Siguió el preso a su guía, que, en efecto, lo condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.

—He aquí su cuarto para esta noche —le dijo—. Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, quizá lo cambien de domicilio. Mientras tanto, aquí tiene pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches.

Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.

Por consiguiente, se encontró solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente.

Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarlo en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, se le notaba una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.

Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.

Se le acercó el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no lo veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que lo hizo estremecer.

—¿Ha dormido? —le preguntó el carcelero.

—No lo sé —respondió Dantés.

El carcelero lo miró sorprendido.

—¿Tiene hambre? —prosiguió.

—No lo sé —respondió de nuevo Dantés.

—¿Quiere algo?

—Quisiera ver al gobernador.

El carcelero se encogió de hombros y se marchó.

Le siguió Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero esta se cerró de repente.

Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; se puso de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.

Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.

Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo e inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.

A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.

—¿Será ya más razonable? —le preguntó.

Dantés no le respondía.

—Vamos, valor —prosiguió aquel—. ¿Desea algo que yo pueda proporcionarle? Dígalo.

—Deseo ver al gobernador.

—¡Vamos!, ya le dije que es imposible —repuso el carcelero con impaciencia.

—¿Por qué?

—Porque el reglamento no lo permite a los presos.

—¿Qué es lo que les permite, entonces?

—Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.

—Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor, solo quiero ver al gobernador.

—Si me fastidia repitiéndome lo mismo —prosiguió el carcelero—, no le traeré de comer.

—Pues me moriré de hambre, no me importa —dijo Dantés.

El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en tono más dulce:

—Escuche: ese deseo es imposible; olvídelo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si se porta cuerdamente se le concederá pasear, con lo que tal vez algún día vea al gobernador, y entonces podrá hablar con él.

—Pero ¿cuánto tiempo —dijo Edmundo— tendré que esperar a que se presente esa ocasión?

—¡Diablos! —respondió el carcelero—: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.

—Eso es mucho —exclamó Dantés—. Quiero verlo en seguida.

—No sea terco; no se empeñe en ese imposible, o antes de quince días se habrá vuelto loco.

—¿Lo cree así? —dijo Dantés.

—Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que llegara usted ocupaba este calabozo.

—¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?

—Dos años.

—¿En libertad?

—No, se le ha trasladado al subterráneo.

—Escucha —dijo Dantés—; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio; voy a hacerte una proposición.

—¿Cuál?

—No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, si el primer día que vayas a Marsella haces llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes... ¿Qué digo carta? Cuatro letras.

—Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?

—Pues oye, y tenlo presente —dijo Edmundo—. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.

—¡Amenazas a mí! —exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia—. Por lo visto se le trastorna el juicio. Como usted empezó el abate: dentro de tres días estará como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en el castillo de If.

Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.

—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el carcelero—; usted lo ha querido. Voy a prevenir al gobernador.

—¡Enhorabuena! —respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.

Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo.

—Por orden del gobernador —les dijo—, lleven a este hombre a los calabozos del piso bajo.

—¿Al subterráneo? —preguntó el cabo.

—Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.

Los cuatro soldados cogieron a Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia.

 

Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:

—Tienen razón: los locos, con los locos.

La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos.

El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.

Capítulo nueve: La noche de bodas

Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del Grand Cours, y de la casa de la marquesa de Saint Meran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres.

Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue una exclamación general.

—¡Hola, señor cortacabezas, columna del Estado, moderno Bruto realista! —exclamó uno de los presentes—; ¿qué hay de nuevo?

—¿Nos amenaza quizás otro régimen del Terror? —preguntó otro.

—¿Ha salido de su caverna el ogro de Córcega? —añadió un tercero.

—Señora marquesa —dijo Villefort acercándose a su futura suegra—, vengo a suplicarle que me perdone. La necesidad me obliga a dejarla. ¿Tendré el honor, señor marqués, de hablarle un instante en secreto?

—¿Tan grave es el asunto...? —murmuró la marquesa al notar la nube que ensombrecía el rostro de Villefort.

—Tan grave que me obliga a despedirme de usted para una corta ausencia. ¡Mire si será grave! —añadió volviéndose a Renata.

—¿Va a partir? —exclamó Renata, sin poder ocultar la emoción que le causaba esta noticia inesperada.

—¡Ay, señorita!, es necesario —respondió Villefort.

—¿Adónde va? —preguntó la marquesa.

—Es un secreto, señora; sin embargo, si alguno de estos señores tiene algo que mandar para París, sepa que un amigo mío, que está a sus órdenes, partirá esta misma noche.

Todos se miraron unos a otros.

—¿No me ha pedido una entrevista? —preguntó el marqués.

—Sí, pasemos, si le place, a su gabinete.

El marqués cogió del brazo a Villefort y salió con él.

—Vamos, hable, ¿qué es lo que ocurre? —exclamó el marqués cuando llegaron al gabinete.

—Cosas que creo de alta importancia, y que exigen que me traslade a París inmediatamente. Ante todo, marqués, y perdóneme lo indiscreto de la pregunta que le hago, ¿tiene papel del Estado?

—Tengo en papel toda mi fortuna. Unos seiscientos o setecientos mil francos.

—Pues véndalo, véndalo en seguida, o de lo contrario se va a ver arruinado.

—¿Cómo quiere que desde aquí lo venda?

—¿Verdad que tiene un corresponsal banquero?

—Sí.

—Deme una carta para él, encargándole que venda esos créditos sin perder tiempo. Quizá llegaré tarde.

—¡Diablos! —exclamó el marqués—; entonces no perdamos ni un minuto.

Y sentándose a la mesa se puso a escribir a su banquero una carta, encargándole que vendiera a cualquier precio.

—Ahora que tengo esta carta —dijo Villefort guardándola cuidadosamente en su cartera—, necesito otra.

—¿Para quién?

—Para el rey.

—¿Para el rey?

—Sí.

—Pero yo no me atrevo a escribir directamente a Su Majestad.

—Tampoco se la pido a usted, sino que le encargo que se la pida al señor de Salvieux. Es necesario que me dé una carta que me ayude a llegar hasta el rey sin las formalidades y etiquetas que me harían perder un tiempo precioso.

—Pero ¿no podría servirte el guardasellos de intermediario? Tiene entrada en las Tullerías a todas horas.

—Sí, mas no quiero compartir con otro el mérito de la nueva de que soy portador. ¿Comprende? El guardasellos se lo apropiaría todo, hasta mi parte en los beneficios. Baste, marqués, con esto que digo. Mi fortuna está asegurada si llego antes que nadie a las Tullerías, porque voy a prestar al rey un servicio que jamás podrá olvidar.

—En ese caso, amigo mío, vaya a hacer sus preparativos, mientras hago yo que Salvieux escriba esa carta.

—No pierda tiempo. Dentro de un cuarto de hora tengo que estar en la silla de postas.

—Haga parar el carruaje en la puerta.

—Me disculpará, ¿no es verdad?, con la señora marquesa y con Renata, a quien dejo en ocasión tan grata con el más profundo sentimiento.

—En mi gabinete las encontrará a la hora de su partida.

—Gracias mil veces. No olvide la carta.

El marqués llamó y poco después se presentó un lacayo.

—Diga al conde de Salvieux que lo espero aquí. Ya puede irse —continuó el marqués dirigiéndose a Villefort.

—Bueno; al instante estoy de vuelta.

Y Villefort salió de la estancia apresuradamente; pero se le ocurrió al llegar a la calle que un sustituto del procurador del rey podría ocasionar la alarma de un pueblo con que se le viese andar muy de prisa. Volvió, pues, a su paso ordinario, que era en verdad, digno de un juez.

Junto a la puerta de su casa le pareció distinguir una cosa como un fantasma blanco que le esperaba inmóvil.

Era la linda catalana, que al no tener noticias de Edmundo, iba a enterarse por sí misma de la causa del arresto de su amante.

Al acercarse Villefort le salió al paso, destacándose de la pared en que se apoyaba. Como Dantés le había hablado ya de su novia, nada tuvo que hacer Mercedes para que la reconociera. Villefort, sorprendido de la belleza y dignidad de aquella mujer, y cuando le preguntó el paradero de su amado, le pareció que él era el acusado y ella el juez.

—El hombre de quien habla —dijo Villefort— es un gran criminal, y en nada puedo favorecerle, señorita.

Mercedes lanzó un gemido, y detuvo a Villefort al ver que este intentaba proseguir su camino.

—Pero dígame al menos dónde está, para que pueda siquiera informarme de si vive aún o ha muerto.

—Ni lo sé, ni eso me atañe a mí —respondió Villefort.

Y molestado por aquellos ojos penetrantes y aquel ademán de súplica, rechazó Villefort a Mercedes, y entró en su casa cerrando apresuradamente la puerta y dejando a la joven entregada al dolor y a la desesperación.

Pero el dolor no se deja rechazar tan fácilmente. Parecido a la flecha mortal de que habla Virgilio, el hombre herido por él lo lleva siempre consigo.

Aunque había cerrado la puerta, al llegar Villefort a su gabinete sintió que sus piernas flaqueaban, y lanzando, más que un suspiro, un sollozo, se dejó caer en un sillón.

Entonces brotó en el fondo de aquel pecho enfermo el primer germen de una úlcera mortal. Aquel hombre sacrificado a su ambición, aquel inocente que pagaba culpas de su propio padre, se le apareció pálido y amenazador, acompañado de su novia, pálida como él, y seguido del remordimiento, no del remordimiento que hace enloquecer al que lo sufre como en los antiguos sistemas fatalistas, sino de ese sordo y doloroso golpear sobre el corazón, que a veces nos hiere como el recuerdo de un crimen casi olvidado, herida cuyos dolores ahondan la llaga que nos conduce a la muerte.

El alma de Villefort todavía vaciló un instante. Había pronunciado muchas sentencias de muerte sin otra emoción que la de la lucha moral del juez con los reos; y aquellos reos ajusticiados gracias a su terrible elocuencia, que convenció al jurado y a los jueces, no puso en su frente una sola arruga, porque aquellos hombres eran criminales, por lo menos en la opinión del sustituto. Mas ahora variaba la cuestión; acababa de aplicar la reclusión perpetua a un inocente que iba a ser feliz, arrebatándole la felicidad y además la libertad; ya no era juez, era verdugo. Y al pensar en esto empezaba a sentir ese sordo golpear que hemos descrito, desconocido de él hasta entonces; oído en el fondo de su corazón, llenando su mente de quimeras. De este modo un dolor instintivo y violento notifica a los que sufren que no deben sin temblar poner el dedo en sus llagas antes que se cicatricen.

Pero la de Villefort era de esas que no se cicatrizan nunca, o que se cierran aparentemente para volver a abrirse más enconadas y dolorosas.

Si en esta situación la dulce voz de Renata le hubiera recomendado clemencia; si entrara la bella Mercedes a decirle: “En nombre de Dios que nos ve y nos juzga, devuélvame a mi prometido”. ¡Oh!, sí, aquella voluntad doblegada al cálculo hubiese cedido, y sin duda con sus manos frías, a riesgo de perderlo todo, hubiera firmado inmediatamente la orden de poner a Dantés en libertad; sin embargo, ninguna voz le habló al oído, ni se abrió la puerta sino para el criado que vino a anunciarle que los caballos estaban ya enganchados a la silla de posta.

El sustituto se levantó, o mejor dicho, saltó de la silla como aquel que triunfa en una lucha secreta, y corriendo a su bufete puso en sus bolsillos todo el oro que encerraban sus cajones. Luego dio por la estancia dos o tres vueltas con las manos en la frente, articulando palabras sin sentido, hasta que los pasos del ayuda de cámara que venía a ponerle la capa, le sacaron de su éxtasis, y lanzándose al carruaje ordenó lacónicamente que parara en la calle de Grand Cours, en casa del marqués de Saint Meran.

El infortunado Dantés estaba condenado.

Como le había prometido el señor de Saint Meran, Renata y la marquesa estaban en su gabinete. Al ver a la joven tembló el sustituto: porque pensaba que le pediría de nuevo la libertad del preso; pero, ¡ay!, que es forzoso decirlo para afrenta de nuestro egoísmo, la linda joven solo pensaba en una cosa: en el viaje que Villefort iba a emprender.

Lo amaba, y Villefort iba a partir en el mismo instante en que habían de enlazarse para siempre, y sin anunciar cuándo volvería. En vez de compadecer a Edmundo, Renata maldijo al hombre que con su crimen la separaba de su amado.

¿Qué era entretanto de Mercedes?

La pobre había encontrado a Fernando en la esquina de la calle de la Logia, que había seguido sus huellas, y volviendo a los Catalanes se arrojó en su lecho moribunda y desesperada. De rodillas y acariciando una de sus heladas manos, que Mercedes no pensaba en retirar, Fernando la cubría de ardientes besos, ni siquiera sentidos de ella.

Así transcurrió la noche. Cuando no tuvo aceite se apagó la lámpara; pero Mercedes no advirtió la oscuridad, como no había advertido la luz. Hasta la aurora vino sin que ella la advirtiese.

El dolor había puesto en sus ojos una venda que no la dejaba ver más que a Edmundo.

—¡Ah! ¿Está aquí? —exclamó al fin volviéndose a Fernando.

—Desde ayer no la he abandonado un momento —respondió este lanzando un suspiro.

El señor Morrel, por su parte, no se había desanimado: supo que Dantés, después de su interrogatorio, fue conducido a una prisión, y entonces corrió a casa de todos sus amigos, y con todas aquellas personas de Marsella que gozaban de alguna influencia; pero ya corría el rumor de que Dantés había sido detenido por agente bonapartista, y como en esa época hasta los visionarios tenían por insensatez cualquier tentativa de Napoleón para recobrar su trono, el buen Morrel, acogido con frialdad de todos, regresó a su casa desesperado, aunque confesando que el lance era crítico, y que nadie podría disminuir su gravedad.

Caderousse también se había inquietado mucho por su parte. En lugar de revolver el mundo como Morrel, en vez de hacer algo por Edmundo, se encerró con dos botellas en su cuarto, e intentó ahogar su inquietud por medio de la embriaguez.

Pero en la situación moral en que se hallaba era poco dos botellas para hacerle perder el juicio. Lo perdió, sin embargo, lo suficiente para impedirle que fuese a buscar más vino, y demasiado poco para borrar sus recuerdos; con lo que, puesta la cabeza entre las manos sobre la mesa coja, y al lado de sus dos botellas, se quedó como si dijéramos entre dos luces, viendo danzar a la de su candil aquellos espectros de que ha henchido Hoffman sus libros empapados en ron.

Danglars era el único que no estaba inquieto ni atormentado, sino más bien alegre, por haberse vengado de un enemigo, asegurando en El Faraón su empleo que temía perder. Danglars era uno de esos hombres calculistas que nacen con una pluma detrás de la oreja y un tintero por corazón. Para él todas las cosas del mundo eran sumas o restas, y un número de más importancia que un hombre, cuando el número podía aumentar la suma que el hombre podía disminuir.

Danglars se había acostado a la hora de costumbre y durmió tranquilamente.

Después de recibir Villefort la carta del señor Salvieux, y besado a Renata en las dos mejillas y en la mano a la marquesa de Saint Meran, y de despedirse del marqués con un apretón de manos, corría la posta por el camino de Aix.

 

El padre de Dantés se moría de dolor y de inquietud.

En cuanto a Edmundo, ya sabemos cuál era su suerte.

Capítulo diez: El gabinete de las Tullerías

Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe.

Sentado a una mesa, que procedía de Hartwell, y que por una de esas manías comunes a los altos personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta o cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro.

Sin dejar de escucharlo iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de la edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces observaciones filosóficas del rey.

—¿Decía, pues, caballero...? —murmuró el rey.

—Que estoy muy inquieto, señor.

—¿De veras? ¿Ha visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas?

—No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con un rey tan previsor como Su Majestad no se deben de temer.

—Pues ¿qué otros cuidados le apenan, mi querido Blacas?

—Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del Mediodía.

—Y bien, mi querido conde —respondió Luis XVIII—; le creo mal informado, y sé positivamente que hace muy buen tiempo allá abajo.

Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse.

—Señor —dijo el señor de Blacas—, aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría Su Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fieles que informaran sobre la situación política de aquellas tres provincias.

—Canimus surdis —respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio.

—Señor —repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta de Venusa—; señor, Su Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada.

—¿De quién?

—De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios.

—Mi querido Blacas —dijo el rey—, sus temores no me dejan trabajar.

—Y usted, señor, con vivir tan tranquilo, me quita el sueño.

—Espere, espere. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya continuará luego.

Hubo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose con la satisfacción del que se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro:

—Prosiga, querido conde, prosiga.

—Señor —dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor—, obligado me veo a decirle que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: “El rey está amenazado por un gran peligro”. Por eso he venido a advertirle, señor.

—Mala ducis avi domum —continuó anotando Luis XVIII.

—¿Me ordena Su Majestad que no insista en eso otra vez?

—No, mi querido conde, pero alargue la mano.

—¿Cuál?

—La que quiera..., ahí a la izquierda...

—¿Aquí, señor?

—Le digo que a la izquierda y busca a la derecha... quise decir a mi izquierda. Hallará ahí un informe del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré... ¿No ha dicho que era el señor Dandré? —exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa de anunciar al ministro de la policía.

—Sí, señor, el barón de Dandré —repuso el ujier.

—Justamente —repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa—. Entre, barón, entre, y diga al duque lo que sepa más reciente del señor de Bonaparte. No disimule la gravedad de la situación, si la tiene, sea lo que fuere... Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas de la guerra: bella, horrida bella?

El señor Dandré se pavoneó con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:

—¿Se ha dignado Su Majestad a pasar los ojos por mi informe de ayer?

—Sí, sí, pero dígaselo al conde, dígale lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explíquele lo que hace el usurpador en su isla.

—Señor —dijo el barón al conde—, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte...

Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.

—Bonaparte —continuó el barón— se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los mineros de Porto-Longonne.

—Y se rasca para distraerse —añadió el monarca.

—¿Se rasca? —preguntó el conde—; ¿qué quiere decir Su Majestad?

—¿Olvide, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea que le consume?

—Y hay más, señor conde —continuó el ministro de policía—: estamos casi seguros de que dentro de poco tiempo estará loco.

—¿Loco?

—De remate; su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho como si hubiera ganado otro Marengo, o un nuevo Austerlitz. No me negará que estos son síntomas de locura.

—O de sobrado juicio, señor barón —dijo Luis XVIII riendo—; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban los grandes capitanes del tiempo antiguo. Lea si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.

A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo el valor de su secreto.

—Vamos, vamos, Dandré —dijo Luis XVIII—, Blacas aún no está convencido. Cuéntele la conversión del usurpador.

El ministro de policía se inclinó.

—¿Conversión del usurpador? —murmuró el conde mirando al rey y a Dandré—. ¿El usurpador se ha convertido?

—Del todo, querido conde.

—Pero ¿a qué?

—A los buenos principios. Vamos, explíqueselo, barón.

—Escuche, pues... —dijo el ministro con mucha gravedad—. Hace unos días, ha pasado Napoleón una revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor conde, lo sé de buena tinta.

—Y ahora, Blacas, ¿qué dirá usted? —exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que tenía abierto delante de él.

—Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; pero como es imposible que el equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Su Majestad, es más probable que yo lo sea. No obstante, señor, yo en su lugar interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte insistiré en que siga Su Majestad este consejo.

—Enhorabuena, conde. Preséntemelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro, ¿tiene algún parte de fecha más moderna que este, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?

—No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que haya llegado durante mi ausencia.

—Vaya, pues, a la prefectura, y si no ha llegado..., ejem..., ejem... —dijo riendo Luis XVIII—, invente uno. ¿Sería la primera vez...? ¿Eh?