El Conde de Montecristo

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

—Confieso que sí.

—Pues se engaña. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

—Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 o 12 llegará a Lyon, y el 20 o 25, a París.

—Los pueblos van a sublevarse en masa.

—En su favor.

—Solo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.

—Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que es usted un niño todavía, pues se cree bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: “El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignora lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de sus noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.

—Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

—Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Créame: estamos tan bien informados como ustedes, y nuestra policía vale tanto como la suya... ¿Quiere que se lo pruebe? Intentaba ocultarme su llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero dio las señas de su casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando se iba a sentar a la mesa. A propósito, pida otro cubierto y almorzaremos juntos.

—En efecto —respondió Villefort mirando a su padre con asombro—; en efecto está bien informado.

—Es muy natural. Ustedes están en el poder, no disponen de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

—¿La adhesión? —repuso riendo Villefort.

—Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.

Y diciendo esto Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero este le detuvo, diciéndole:

—Espere, padre mío, escuche una palabra.

—Dígala.

—A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

—¿Cuál?

—La descripción del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que desapareció.

—¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuál es su descripción?

—Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco.

—¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? —dijo Noirtier—. ¿Y por qué no le ha echado el guante?

—Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.

—¡Cuando yo le digo que es estúpida la policía!

—Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.

—Sí, si no estuviese sobre aviso —dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma—; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.

Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme se quitó aquellas patillas negras que tanto le comprometían.

Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.

Cortadas las patillas, se peinó Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le sentaría bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.

—¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? —preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.

—No, señor —balbució el sustituto—. Por lo menos, así lo espero.

—Encomiendo a la prudencia —prosiguió Noirtier— estos trastos que dejo aquí.

—¡Oh! Vaya tranquilo, padre mío —respondió Villefort.

—Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.

Villefort inclinó la cabeza.

—Creo que se engaña, padre mío.

—¿Volverás a ver al rey?

—¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?

—Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.

—Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.

—¿Y qué he de decir al rey?

—“Señor, le engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. Al que en París llaman el ogro de Córcega, al que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyon Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Se lo imagina fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creen muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, se multiplican como los copos de nieve en torno del alud que cae. Parta, señor, abandone Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; parta, señor, y no porque esté en peligro, que él es bastante poderoso para no tocarle el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz”. Dile esto, Gerardo..., o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Ve, ve, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si quieres, con atender a los consejos de un amigo, te sostendremos en tu destino. Así podrás —añadió Noirtier sonriendo—, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política te vuelve a levantar y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagas, ven a parar en mi casa.

Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde lo pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante.

Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que este ansiaba hacer; le pagó la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyon supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla.

Capítulo trece: Los cien días

El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir, probablemente.

Luis XVIII no trató de parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad.

Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había prometido.

Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.

El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó Napoleón en las Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde aquel gabinete que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su seno las chispas de la guerra civil, nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.

 

Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que criticaban su moderación, se halló, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una reclamación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.

Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta, se había aplazado para mejores tiempos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su padre buscaría y ajustaría; pero como una segunda restauración devolviese Francia al rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de Saint Meran, y la suya propia, con lo que llegara a ser la proyectada unión más ventajosa que nunca.

El sustituto del procurador del rey era el primer magistrado de Marsella, cuando una mañana se abrió la puerta de su despacho y le anunciaron al señor Morrel.

Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita; pero el sustituto era un hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel en la antecámara, tal como había hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino porque es costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después de un cuarto de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores políticos, no dio orden de que entrase el naviero, que esperaba encontrar a Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme, grave, y con esa ceremoniosa política que es la más alta de todas las barreras que separan al hombre vulgar del hombre encumbrado.

Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado iba a temblar a su vista, y como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso y conmovido ante aquel personaje interrogador, que le esperaba con el codo apoyado en la mesa y la barba en la palma de la mano.

El señor Morrel se detuvo a la puerta. Le miró Villefort como si le costase trabajo reconocerle, y después de una larga pausa, durante la cual no hacía el digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su sombrero entre las manos, el sustituto dijo:

—Si no me engaño..., usted es... el señor Morrel.

—Sí, señor; el mismo —respondió Morrel.

—Acérquese, pues —prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo protector—; acérquese y dígame a qué debo el honor de esta visita.

—¿No lo sospecha, caballero? —le preguntó el señor Morrel.

—No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a servirle en cuanto de mí dependa.

—Todo depende de usted —repuso el naviero.

—Explíquese, pues.

—Señor —prosiguió Morrel animándose a medida que iba hablando y conociendo así lo fuerte de su posición, como la justicia de su causa—; señor, ya recordará que pocos días antes de saberse el desembarco de Su Majestad el emperador, vine a recomendar a su indulgencia a un desdichado joven, segundo de mi barco, a quien se acusaba, como seguramente recordará, se acusaba de mantener relaciones en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces criminales, son hoy títulos de favor. Entonces usted servía a Luis XVIII y le castigó, caballero..., fue su deber. Hoy sirve a Napoleón, debe protegerle, porque también es su deber. Vengo a preguntarle qué ha sido de aquel joven.

Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:

—¿Cuál es su nombre? Tenga la bondad de decírmelo.

—Edmundo Dantés.

De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronunciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.

“Con esto —dijo para sí—, nadie me podrá acusar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de ese hombre”.

—¿Dantés? —repitió—: ¿Dice Edmundo Dantés?

—Sí, señor.

Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:

—¿Está bien seguro de no equivocarse?

Si Morrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le hubiera chocado que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo a su jurisdicción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento.

Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescendiente. El sustituto lo había comprendido.

—No, caballero, no me equivoco —respondió Morrel—. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no se acuerda?, vine a rogarle que fuera con él clemente, así como hoy vengo a rogarle que sea justo. ¡Harto mal me recibió entonces, y aún me contestó peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los bonapartistas!

—¡Caballero! —respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría—, yo era entonces realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos me prueban que me engañaba. El genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.

—Enhorabuena —exclamó Morrel con su natural franqueza—; me gusta oírle hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.

—Aguarde —repuso Villefort hojeando otro registro—: ya caigo..., ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí..., sí..., ya recuerdo. Era un asunto muy grave.

—¿Cómo?

—¿No sabe que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?

—Sí; ¿y bien?

—Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé..., ¿qué quiere? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo.

—¿Se lo arrebataron? —exclamó Morrel—; ¿y qué han hecho con él?

—¡Oh, tranquilícese! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita..., lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le verá volver a tomar el mando de su buque.

—Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Me parece que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista.

—Mi querido señor Morrel, esa es una acusación temeraria —respondió Villefort—. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerlo en libertad.

Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.

—Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia.

—No ha sido sentencia.

—Pues que lo borren del registro general de cárceles.

—En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que lo buscara.

—Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora...

—En todos los tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.

Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte.

—Pero, en fin, señor de Villefort —le dijo—, ¿qué le parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés?

—Una sola cosa, haga una solicitud al ministro de Justicia.

—¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro.

—Sí —respondió Villefort—, pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.

—¿De modo que se encargará de que llegue a sus manos esa solicitud?

—Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.

Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio lo perdería.

—¿Cómo se escribe al ministro?

—Siéntese ahí, señor Morrel —dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento—. Voy a dictarle.

—¿Usted tendría tanta bondad?

—Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.

—Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.

Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que lo maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.

—Dicte —dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.

Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón. Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.

Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.

—Así está bien —dijo—. Ahora confíe en mí.

—¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?

—Hoy mismo.

—¿Recomendada por usted?

—La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto dice en la solicitud.

Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.

—Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? —le preguntó el armador.

—Esperar —repuso Villefort— yo me encargo de todo.

Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.

En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, en caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración.

Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.

Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.

Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.

Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.

Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de Saint Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.

Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios por lo menos.

Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.

Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a finales de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.

 

Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.

Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.

¿Qué le había sucedido?

No trató de averiguarlo; solo con el respiro que le dejaba su ausencia se las ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también mensajero de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.

Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.

En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador. Fernando fue de estos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.

—Hermano mío —le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto— hermano mío, mi único amigo, no se deje matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.

Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.

Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, se la veía de continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda e inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.

Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y estaba casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien solo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.

Capítulo catorce: El preso furioso y el preso loco

Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de cárceles efectuó una visita a las del reino.

Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.

En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?

El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:

—No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?

—Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.

—Vamos —dijo el inspector con aire de aburrimiento—. Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos a los subterráneos.

—Aguarde por lo menos a que vayan a buscar dos hombres —respondió el gobernador— que los presos, sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podría ser víctima de alguno.

—Tome, pues, precauciones —dijo el inspector.

En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.

—¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? —dijo el inspector a la mitad del camino.

—Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de cualquier cosa.

—¿Está solo?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo hace?

—Un año, con corta diferencia.

—¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?

—No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.

—¿Ha querido matar al llavero?

—Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? —le preguntó el gobernador.

—Como lo oye, señor —respondió el llavero.

—¿Está loco este hombre?

—Peor que loco, es el diablo.

—¿Quiere que demos cuenta a la superioridad? —preguntó el inspector al gobernador.

—Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.

—Mejor para él —dijo el inspector—, pues sufrirá menos.

Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.

—Tiene razón, caballero —repuso el gobernador— y su reflexión da a entender que ha estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de este unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Quiere verle antes que a este? Su locura es divertida y le aseguro que no le entristecerá.

—A uno y otro veré —respondió el inspector—. Hagamos las cosas como se deben hacer.

Era esta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí.