VIH y Terapia de Aceptación y Compromiso: adherencia, protocolos de intervención y casos clínicos

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No obstante, a día de hoy, la infección por VIH es considerada incurable con antirretrovirales porque, a pesar de que sea posible frenar completamente la replicación del virus durante largos periodos, si se suspende el tratamiento se reinicia la replicación a expensas de un reservorio de células latentemente infectadas (Delgado, 2011). Así mismo, a pesar de la efectividad de los ARV en el control del VIH, la respuesta al tratamiento se pierde en un gran número de pacientes con el transcurso del tiempo, lo que causa falla virológica (aumento de la carga viral plasmática), falla inmunológica (disminución del recuento de CD4 en la sangre) o falla clínica (afecciones clínicas indicadoras de progresión de la infección), por lo que es fundamental la adherencia del paciente al TAR y de esta forma evitar y retrasar la ocurrencia de estas fallas (Fondo Nacional de Recursos, 2019).

En los países industrializados (Marrazzo & Holmes, 2018), el miedo a la infección por VIH desde los años 80 hasta mediados de la década de 2000, unido a la extensión de las intervenciones conductuales y la mejora de la organización de los sistemas de cuidados de las enfermedades curables de transmisión sexual, contribuyeron inicialmente a frenar la transmisión de estas enfermedades. Sin embargo, la disponibilidad de terapias antirretrovirales altamente efectivas y bien toleradas, ha llevado a que el VIH se haya convertido para muchas personas en una enfermedad crónica asociada con una vida normal y una elevada calidad de vida, lo que podría estar vinculado con el bajo índice de uso del preservativo entre los jóvenes (Centro Reina Sofía sobre adolescencia y juventud, 2019) coincidente con la tendencia creciente de las infecciones de transmisión sexual como la gonorrea, clamidia o sífilis (Rowley et al., 2019; Instituto de Salud Carlos III, 2019). Para la prevención y el control de las infecciones de transmisión sexual se recomienda la reducción de la exposición a estas infecciones mediante la reducción del número de parejas sexuales, la promoción de prácticas de sexo más seguro como el uso del preservativo, la vacunación frente a las infecciones HBV (virus de la hepatitis B) y HPV (virus del papiloma humano), la circuncisión masculina, así como la detección temprana y el inicio precoz del tratamiento de los pacientes y sus parejas sexuales. (Marrazzo & Holmes, 2018).

1.2. Impacto emocional del VIH

El VIH, además de las consecuencias físicas, implica desajustes psicológicos, complicaciones neurológicas (que se presentan de acuerdo con la fase de la enfermedad), efectos secundarios de medicación y sentimientos de culpa de la persona diagnosticada. Así mismo, factores psicosociales como la ansiedad, depresión, apoyo social, calidad de vida, adherencia al tratamiento, afrontamiento del diagnóstico y conductas sexuales de riesgo, pueden incidir en que la enfermedad avance con mayor rapidez, y, por ende, en la vida de las personas seropositivas (Rodríguez et al., 2007).

Las repercusiones emocionales del diagnóstico han ido evolucionando a medida que se han generado los avances diagnósticos y terapéuticos y se ha modificado la respuesta social frente al VIH. En los primeros años de la historia de la infección, el diagnóstico y la manifestación de síntomas de la enfermedad estaban asociados con niveles elevados de ansiedad, depresión e, incluso, con un elevado riesgo de suicidio, aunque el impacto empezó a aplacarse con la difusión de información, el counselling antes y después de la comunicación de los resultados de las pruebas, el acceso a los tratamientos médicos y el cambio en las expectativas de vida (Chesney & Folkman, 1994). Para algunos autores, el sida en sus inicios se convirtió en una especie de “muerte social anterior a la muerte física” en virtud del significado social asociado con el diagnóstico (Sontag, 1989).

El diagnóstico inicial de seropositividad puede convertirse en una crisis vital que altera los patrones adaptativos habituales del individuo puesto que produce estrés, sentimientos de preocupación por la amenaza que, para su vida, representa la infección por VIH, ansiedad derivada de un futuro incierto por el hecho probable de no disponer claramente de los recursos necesarios para hacer frente a su situación actual, abatimiento y posible depresión ante la eventualidad de una muerte temprana para sí mismo o para personas con las que tiene fuertes vínculos afectivos, por lo que afectan la percepción del paciente sobre su estado de salud/enfermedad, su calidad de vida e inciden en la progresión de la enfermedad (Arranz, Bayés & Viladrich, 2001).

En la actualidad, nuestra experiencia clínica ha revelado que, gracias a la implementación de la terapia antirretroviral de gran actividad, la percepción social del VIH se ha modificado sustancialmente y la infección se suele vivir como una enfermedad crónica con escasa repercusión en la calidad de vida. No obstante, el proceso de asimilación, aceptación y afrontamiento del diagnóstico está marcado por el estigma social que mantiene asociado, si bien de manera más soterrada y menos visible que hace años. Aunque en España continúan detectándose actitudes discriminatorias hacia las personas con VIH (Ministerio de Sanidad, 2013), también se ha identificado una tendencia descendente en el rechazo hacia las personas con VIH en el ámbito escolar, laboral y comercial (Ministerio de Sanidad, 2014). Sin embargo, en Colombia persisten actitudes de estigma y la discriminación hacia las personas con VIH, lo que continúa siendo una barrera para la prevención y la atención integral en salud (Bermúdez-Román, Bran-Piedrahíta, Palacios-Moya & Posada-Zapata, 2015; Simbaqueba, Pantoja, Castiblanco & Ávila, 2011; Tamayo-Zuluaga, Macías-Gil, Cabrera-Orrego, Henao-Peláez & Cardona-Arias, 2014).

Es muy característico que las personas diagnosticadas mantengan en silencio su condición de seropositivas, por miedo al rechazo y a las repercusiones sociales, familiares o laborales. El impacto inicial en el estado de ánimo y las preocupaciones en torno a la salud y el futuro, con frecuencia, se mantienen en secreto, lo que limita las posibilidades de que el entorno social proporcione el apoyo necesario en los ámbitos emocional y práctico. La persona afectada tendrá que enfrentarse pronto a una toma de decisiones en torno a la revelación del diagnóstico y necesitará valorar con qué personas cercanas y en qué momento comparte la información sobre su condición de seropositivo y su estado de salud. Esta toma de decisiones que, en muchos casos, se inclina hacia la revelación de esta información a un número limitado o muy limitado de allegados, supone un estrés añadido al diagnóstico.

Las posibles reacciones adversas de algunas personas del entorno y las experiencias de discriminación pueden complicar el afrontamiento. No obstante, el estigma estaría muy presente, incluso, aunque no se haya experimentado el rechazo en primera persona. De este modo, a la experiencia de pérdida de la salud se sumará el probable sentimiento de soledad y la preocupación o el miedo en torno a que alguien pueda descubrir el diagnóstico. Además, el diagnóstico de una enfermedad crónica transmisible y asintomática supone para muchos pacientes un cuestionamiento del propio futuro y del proyecto de vida (Edo & Ballester, 2006).

También se ha señalado cómo los pacientes seropositivos, con frecuencia, manifiestan somatización, comportamientos obsesivo-compulsivos e hipocondría (Ballester, 2005), en relación con la preocupación a padecer síntomas de la enfermedad. Las secuelas psicológicas más citadas en la literatura en el ámbito del VIH son la ansiedad y la depresión. El nivel de ansiedad y depresión en VIH llega a superar al de los pacientes oncológicos, así como su preocupación por la salud y la interferencia de su salud en sus vidas, mientras que es menor su percepción de apoyo social y su autoestima (Edo & Ballester, 2006).

Entre las repercusiones psicosociales de la infección por VIH, la depresión se ha citado como un predictor de resultados negativos en los pacientes, en concreto menor adherencia a la medicación, peor calidad de vida y funcionalidad, peores resultados del tratamiento y la eventualidad de empeoramiento de la progresión de la enfermedad y mayor riesgo de mortalidad, así como mayor riesgo de transmisión del virus (Nanni, Caruso, Mitchel, Meggiolaro & Grassi, 2015). El ánimo depresivo parece ser uno de los factores con más peso sobre la salud mental, influido a su vez por el estrés que ocasiona el VIH y la autonomía personal (Ballester, Gómez, Fumaz, González, Remor & Fuster, 2016).

La depresión es el trastorno mental más frecuente en pacientes con VIH porque su incidencia asciende al doble o el cuádruple que entre la población general (Salazar, 2018). La presencia de depresión está asociada con peor calidad de vida y baja adherencia, lo que afectaría la evolución de la infección, medida a través del deterioro del sistema inmune y mayor riesgo de progresión a sida y de mortalidad (Trépanier, Rourke, Bayoumi, Halman, Krzyzanowski & Power, 2005; Jin et al., 2006; Nanni, Caruso, Mitchell, Meggiolaro & Grassi, 2015; Gonzalez, Batchelder, Psaro & Safren, 2011). Así mismo, la depresión en mujeres con VIH está asociada con mayor riesgo de mortalidad no sólo como resultado de la progresión a sida, sino debido a mayor probabilidad de otros riesgos añadidos como accidentes, violencia y sobredosis de alcohol y drogas (Treisman & Angelino, 2007).

Entre los factores de riesgo de depresión en pacientes VIH se han mencionado el género femenino (Richards, 2011), y una edad superior a 50 años (quizás debido al mayor riesgo de comorbilidades y daño cognitivo en pacientes de mayor edad) (Watkins & Treisman, 2012; McArthur, Steiner, Sacktor & Nath, 2010). También se han señalado como factores de riesgo condiciones psicosociales como desempleo, bajo nivel de ingresos, bajo apoyo social, consumo de drogas o baja autoeficacia (Springer, Chen & Altice, 2009; Omiya, Yamazaki, Shimada & Ikeda, 2014). Así mismo, se ha relacionado la depresión en VIH con el autojuicio (Eller et al., 2014). Otros factores que predicen mayor riesgo de depresión son el impacto de eventos vitales negativos y la discapacidad (Olley, Seedat, Nei & Stein, 2004).

 

La depresión en personas que viven con el VIH parece estar relacionada con el peso asociado a sufrir una enfermedad crónica que supone una amenaza para la vida (Clarke & Currie, 2009), el impacto en la vida diaria y las relaciones interpersonales, la conciencia de que la enfermedad puede ser controlada pero no curada, el estigma relacionado con los estilos de vida, la necesidad de una adherencia estricta a los antirretrovirales, y la ocurrencia de complicaciones y comorbilidades (Nanni et al., 2015). También se ha identificado la influencia significativa que juega la pérdida experimentada por los pacientes en la percepción de síntomas y la depresión, cuando son controladas otras variables (Golub, Gamarel & Rendina, 2014). Además, numerosos estudios avalan que el estigma y la falta de apoyo social parecen estar fuertemente asociados con la depresión en pacientes con VIH (Logie & Gadalla, 2009; Nachega et al. 2012; Agrawal, Srivastava, Goyal & Chaudhury, 2012; Stutterheim et al., 2009; Breet, Kagee & Seedat, 2014).

Reacciones y trastornos asociados con ansiedad también son frecuentes en VIH. Entre las respuestas emocionales más habituales se encuentra la inseguridad en torno al futuro y el miedo a la enfermedad (Salazar, 2018). También, se ha reportado como barreras psicosociales que disminuyen la motivación para asistir a las citas de control y tomar los medicamentos, la presencia de angustia, falta de propósito en la vida, negación de la necesidad de dedicarse atención a sí mismo, confianza insuficiente en la eficacia de la atención o del sistema de salud, muerte de seres queridos que conlleva un duelo o pérdida de apoyo social y la participación en comportamientos específicos de evitación como el consumo de drogas y alcohol (Georgia et al., 2018).

1.3. Estigma y VIH

El estigma es un proceso mediante el cual se atribuye a una persona o grupo, una característica que desprestigia a ojos de los demás (Goffman, 2009), y hace referencia a identificar y etiquetar determinadas diferencias en el ser humano, lo que implica relacionar a las personas etiquetadas con estereotipos negativos, como si se tratara de una categorización que facilita la discriminación y la desigualdad (Link & Phelan, 2001). El estigma implica identificar y reprobar a personas que se apartan de la norma social, lo que incrementa la ansiedad y los sentimientos de amenaza en la población, que se protege a través del estigma y el rechazo para aumentar su sensación de control y reducir su ansiedad (Goffman, 2009).

El estigma es experimentado a través de 3 mecanismos: estigma declarado (grado en que la persona ha experimentado prejuicios y discriminación de otras personas de su comunidad), anticipado (grado en que espera experimentar prejuicios y discriminación en el futuro) e internalizado (grado en que las creencias y sentimientos negativos asociados con el VIH son interiorizados) (Earnshaw & Chaudoir, 2009). Se ha constatado que la internalización del estigma es en sí misma una fuente de estigma (Tsutsumi & Izutsu, 2010; Fuster & Molero, 2011).

Se han reportado diferentes consecuencias que presentan las personas estigmatizadas, tales como mayores síntomas de hipertensión arterial, menor esperanza de vida, amenaza a la identidad y presencia de malestar psicológico y emocional (Major & O´Brien, 2005), de modo que podría afectar al sistema inmunológico en tanto se incrementa la vulnerabilidad a padecer más infecciones, desembocando en una más rápida progresión de la enfermedad. En el contexto social, el estigma proporciona una identidad negativa a los individuos pertenecientes a los grupos estigmatizados puesto que se forman un autoconcepto negativo y propicia su exclusión, de tal forma que desencadena eventuales violaciones en sus derechos e imposibilita su pleno desarrollo personal (Fuster & Molero, 2011).

El estigma relacionado con el VIH se ha asociado con resultados perjudiciales para las personas que viven con VIH/sida (Earnshaw & Chaudoir, 2009; Skinta et al., 2014), lo que reduce significativamente su bienestar, afecta la adherencia a la medicación y el contacto con los proveedores médicos. Por otra parte, por este miedo a la estigmatización y al juicio, muchas personas evitan hablar de su diagnóstico y reprimen los pensamientos asociados con vivir con el VIH. Esta supresión conduciría a exacerbar los síntomas y disminuir los niveles de salud mental y física, es decir, se limita la apertura de muchos pacientes con respecto a su enfermedad y su gestión (Moitra et al., 2011).

El estigma asociado con el VIH y la resultante discriminación en muchos países provoca mayores efectos negativos que la infección misma. Según ONUSIDA (2008), consecuencias como el abandono por parte de la pareja o la familia, el aislamiento social, la pérdida de trabajo o bienes, la expulsión del sistema educativo, la negación de servicios médicos, la violencia y el temor a sufrir estos efectos, hace menos probable que las personas recurran a pruebas diagnósticas de VIH, adopten comportamientos preventivos en relación con el VIH que niegan la existencia de riesgo, revelen su estado serológico y que accedan a tratamiento, cuidado y apoyo. El estigma supone la disminución de la auto-eficacia percibida e interfiere con el uso de estrategias de afrontamiento aumentando las estrategias de evitación y el afecto negativo por la pertenencia al grupo (Fuster & Molero, 2011). Además, el estigma está relacionado con angustia, vergüenza, depresión, disminución de la autoestima, peor ajuste psicológico, estrés asociado con la revelación del diagnóstico (González, Solomon, Zvolensky & Miller, 2006), miedo al rechazo y riesgo de aislamiento (Visser, Neufeld, De Villiers, Makin & Forsyth, 2008; Black & Miles, 2002), bajo apoyo social, peor salud física y mental (Logie & Gadalla, 2009) y una peor calidad de vida (Cebolla, 2017).

El estigma puede darse en lo físico, lo social, lo verbal y lo institucional (Ogden & Nyblade, 2005). En lo atinente a lo físico se expresa en violencia física, aislamiento como separación de dormitorios, utensilios de comida, lavado de ropa, así como no permitir que la persona con VIH coma junto a su familia, que no colaborare en actividades domésticas y rechazo en espacios públicos. En lo social se identifica en la reducción de interacciones diarias con la familia, la comunidad y pérdida de redes sociales, también en la disminución de roles al categorizárseles como miembros no productivos de la sociedad, mermando poder, respeto y estatus social. El estigma verbal se evidencia en forma directa o indirecta, consistente en especulaciones, rumores, comentarios, burlas insultos, amenazas, reproches, culpabilización y expresiones de vergüenza. Sobre lo institucional el estigma toma forma de pérdida de empleo, dificultades de acceso a la educación, trato discriminatorio en lo sanitario y mensajes en los medios de comunicación que alimentan una imagen negativa de las personas que viven con VIH.

El estigma por el VIH/sida afecta a cualquier individuo sin distinción e involucra a las personas que, se sabe, han contraído el virus, a las personas que se presume que lo han contraído o que son vulnerables al virus, como los profesionales del sexo y los hombres que tienen relaciones sexuales con hombres, a las familias de los enfermos y a quienes los cuidan. Por lo tanto, se deben desplegar acciones no solamente de atención al VIH, sino que es necesario incluir en la atención integral, perspectivas como el enfoque de género, interculturalidad, de derechos humanos y ampliar el campo de acción en los ámbitos social, institucional y legal que frene la estigmatización, exclusión y discriminación, valiéndose de la educación y eliminación de barreras para acceder a información científica y clara sobre el VIH y prevención de otras infecciones (Organización Panamericana de la Salud, 2003; Santamaría & Tapia, 2020).

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