Envejecer en el siglo XXI

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En la alta Edad Media, sin lugar a duda, imperó la ley del más fuerte y la única sentencia fue la de la espada; el arte se dedicó a la fabricación de armas y alhajas. Para el pensamiento de la época, para la Iglesia y para los autores cristianos, los viejos no constituyeron un problema específico. Tampoco existió conciencia de lo que significaba concretamente la vejez; solo hasta el siglo v se empezó a observar el empeño de los monasterios en la manutención de los débiles y desvalidos con la misión de prepararlos para la vida eterna. Tiempo después, las reglas monásticas basadas en los preceptos de san Benito de Nursia incluyeron la instrucción de desplazar a los viejos a labores de portería o de pequeños trabajos manuales como ejemplo de humildad para el abad. Según las estimaciones de Minois (1987), basadas en registros históricos de ese periodo, la expectativa de vida era de 44 años para los hombres, y de 33,7, para las mujeres.

En concordancia con el rechazo a toda la representación de la vejez, Isidoro de Sevilla, considerado el padre de la Iglesia de Occidente, definió las siete edades del hombre en el libro Etimologías, pronunciándose en los siguientes términos a la última etapa de la vida, después de la juventud:

[…] viene la vejez que, según unos, dura hasta los setenta años y según otros no termina hasta la muerte. Vejez, es así llamada porque las gentes que en ella se encuentran están ansiosas ya que los viejos no tienen tanta sensatez como han tenido y dicen tonterías en su vejez […] La última etapa de la vejez es la senies […] El anciano está lleno de tos y de esputos y de inmundicia hasta el momento en que vuelva a las cenizas y al polvo de donde ha salido. (Minois, 1987, p. 214)

Hacia 1280, el filósofo y teólogo inglés, Roger Bacon, publica El cuidado de la vejez y la preservación de la juventud, a decir de los críticos, una producción motivada por el interés personal de alguien que se percataba de su propia vejez al designar los signos universales del envejecimiento como accidentes y al atribuir a cada uno causales reconocidas hoy en día como extravagantes, así: “a las canas, la flema pútrida proveniente del cerebro y del estómago, a las arrugas la fatiga de la piel, a la debilidad general a una humedad extraña y no natural que reblandece los nervios” (Minois, 1987, p. 237). Sin embargo, el germen del conocimiento científico se vislumbra en esta obra, al considerar que la vida humana se prolongaría mediante la conservación de una buena salud bajo preceptos saludables, tanto en la comida y la bebida como en el sueño y la vigila, el movimiento y el reposo, la eliminación y la asimilación, el aire y las pasiones del espíritu. Caracteriza, así mismo, la longevidad como un patrón trasmitido de padres a hijos, y limita la duración de la vida humana a ochenta años, no exenta de dolor y de sufrimiento:

De la misma manera que envejece el mundo, los hombres envejecen también, no por causa del mundo, sino a causa del aumento de criaturas vivas, que infectan el aire que nos rodea, y por causa de nuestra negligencia en organizar nuestra vida, así como también por la ignorancia de cuanto conduce a la salud […] Un factor importante de deterioro es la contaminación atmosférica, provocada por la proliferación de seres vivos. (Minois, 1987, p. 236)

Desde su perspectiva de historiador del arte, el profesor alemán Kurt Walter Forster anota que el Renacimiento europeo se presentó como una edad para la excelencia que abarcó tanto la pintura religiosa como el culto idolátrico; un resurgir del arte antiguo. En su introducción al libro de Aby Warburg, El Renacimiento del paganismo, destacó que el punto de partida para esa época crucial en la historia de la civilización fue el de recuperar el carácter, la fuerza comunicativa, las figuras y sus movimientos expresivos mediante la reutilización de los prototipos de la antigüedad, los gestos pretéritos de expresión juvenil y victorioso heroísmo (Forster, 1999, citado en Warburg, 2005), sin lugar para la vejez y el envejecimiento.

Una extrañeza a esta observación fueron las edades avanzadas que alcanzó un grupo destacadísimo de artistas del Renacimiento italiano de fines del siglo xv y la primera mitad del xvi, una época en la cual el promedio de vida alcanzaba los 46 años. Los historiadores del arte resaltan esa particularidad, así: Luca della Robbia, Donatello y Luca Signorelli, 82 años; Giovanni Bellini, 86 años; Andrea Mantegna, 75 años; Miguel Ángel Buonarroti, 89 años; Tiziano Vecellio, 99 años; Jacopo Tintoretto, 76 años, y Sofonisba Anguissola, 93 años (Minois, 1987, p. 321).

Leonardo da Vinci vivió “apenas” hasta los 67 años, pero su obra monumental a la que ninguna disciplina le fue ajena lo caracteriza, sin duda alguna, como el hombre del Renacimiento. Sería el primero en considerar la anatomía de manera independiente de la perspectiva pictórica y elaboró preparaciones anatómicas que luego plasmó en dibujos, de los cuales se conservan más de 750 en el Tesoro Real de Windsor.

El interés de Leonardo en dilucidar los interrogantes sobre el envejecimiento lo llevó a seguir con gran solicitud la evolución de un hombre centenario sobreviviente de la peste, de las guerras y, como si fuera poco, de la esperanza de vida de su tiempo. Al examinar su cadáver en la mesa de disecciones, a pesar de la prohibición expresa del Santo Tribunal de la Inquisición, el artista asimiló el cuerpo humano con la estructura de las plantas, que, según él, poseían un sistema circulatorio interno que con el tiempo alcanzaba mayores áreas en las hojas y en las ramas que fortalecían al árbol. En los humanos, por el contrario, el envejecimiento y la muerte se debían, según Da Vinci, a la atrofia del sistema circulatorio, con obstrucción y alteración de la presión a lo largo de su vida, lo que conducía al colapso final. El médico y escritor francés Henry Cazalis concluyó casi cuatro siglos después que “el hombre tenía la edad de sus arterias, en alusión a la arteriosclerosis como factor determinante del envejecimiento” (Beauvoir, 1970, p. 29):

La vejez se produce por venas que, al aumentar el grosor de sus paredes, restringen el paso de la sangre y, con la consiguiente falta de nutrición, destruyen la vida de los ancianos sin que sufran fiebre, extinguiéndose las personas poco a poco, en una muerte lenta. (Leonardo da Vinci, c.1500, citado en González, 2004, pp. 642-645)

No muy lejos de allí, en la ciudad de Bolonia, el médico y profesor de lógica y anatomía, el veronés Gabriele Zerbi, publicaba en 1498 su obra Gerontocomia: opus quod de senectute agit (El arte de cuidar a los viejos), reconocido como el primer tratado médico completo sobre la vejez, en el cual incluyó aspectos como la dieta, situaciones de vida óptima, medicamentos beneficiosos y cómo asegurar el bienestar físico de los ancianos.

Las denominaciones de los 57 capítulos enseñan con claridad el pensamiento de su momento histórico: causas del envejecimiento; causas extrínsecas e intrínsecas de la rigidez y enlentecimiento en la vejez: de ciertos accidentes que acompañan la vejez como las canas, las arrugas y la calvicie; longevidad; los estados de la vida; la incierta terminación de la vejez; cuidadores; procesos de recuperación en la gente anciana; las condiciones ambientales para retardar los efectos nocivos de la vejez, entre otros. De muchas maneras, la visión del médico veronés marca el inicio de la disciplina que cuatro siglos más tarde se denomina geriatría.

En otra de sus publicaciones, De cautelis medicorum, Zerbi presentó su concepción de la ética que un médico debería seguir en lo referente a la prudencia, a su apariencia, a sus hábitos higiénicos e, incluso, a las creencias espirituales preferidas. Al profundizar en sus escritos, se hace palpable su desvelo por la labor médica en un código que incluye varias reglas a seguir, como el curso de los estudios y la perfección del médico, y su actitud hacia la familia del paciente y otras personas involucradas con la curación del enfermo.

Pero no todo el pensamiento renacentista sobre la vejez siguió la senda de la evolución científica. También el pesimismo filosófico alzó su voz para sentar su posición a partir de las páginas del moralista y humanista francés Michel de Montaigne. Su agudo pensamiento crítico de la cultura, la ciencia y la religión de su época, al finalizar el siglo xvi, también le permitió ocuparse de su propia vejez, al escribir: “Es posible que en quienes emplean bien el tiempo, la ciencia y la experiencia crezcan con la vida; pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza y otras partes mucho más nuestras, más importantes y esenciales se marchitan y languidecen” (Beauvoir, 1970, p. 190).

En el tercer libro de sus Ensayos, escrito durante su ancianidad, asume sin ambages que desde la juventud ya se consideraba viejo y la vida se presentaba a modo de cuenta regresiva: una disminución sin posibilidad de regreso. Sin rodeos anotaba su repulsión a ese “accidental arrepentimiento que la edad trae consigo”:

Me daría vergüenza y envidia que la miseria e infortunio de mi decrepitud fueran preferidos a mis buenos años, sanos, despiertos, vigorosos; y que hubiera que estimarme no por lo que he sido sino por lo que he dejado de ser […] Análogamente, mi sabiduría puede ser de la misma magnitud en uno y otro tiempo; pero tenía mayor mérito y mejor gracia, rozagante, alegre, ingenua, que ahora: rebajada, gruñona, laboriosa. (Beauvoir, 1970, p. 190)

La modernidad, entre la sátira y el comienzo de la gerontología

En 1636 se publica el libro History of Life and Death, del filósofo, político y científico inglés Francis Bacon, con observaciones naturales y experimentales para prolongar la vida. En su trabajo, recurre al método de la indagación en todos los temas que presenta, como: búsqueda de la extensión y la brevedad de la vida de los hombres de acuerdo con su comida, dieta, forma de vida, ejercicio y similares; las condiciones del aire en el que viven y moran; sobre los supuestos medicamentos que prolongan la vida; inspección de los signos y pronósticos de una vida larga, no en aquellos que consideran que la muerte está cerca (porque pertenecen a la historia de la medicina); examen cuidadoso en las diferencias del estado y las facultades del cuerpo en la juventud y la vejez, y ver si hay algo que permanece intemporal en la vejez. Finalmente, Bacon plantea una idea precursora que se cumplió tres siglos después, al afirmar que la vida humana se prolongaría en el momento en el que la higiene y otras condiciones sociales y médicas mejoraran.

 

Unos años antes, en 1623, desde la perspectiva de la comedia, William Shakespeare presentaba en su obra As you Like it, una contemplación satírica sobre la vejez en la Inglaterra isabelina. En la escena vii del acto ii, Jaime, el melancólico asistente del duque Federico compara en su monólogo la vida con una obra de teatro, acudiendo a la figura de siete actos:

El mundo es un gran teatro, y los hombres y mujeres son actores.

Todos hacen sus entradas y sus mutis y diversos papeles en su vida.

Los actos, siete edades […]

La sexta edad nos trae al viejo enflaquecido en zapatillas,

lentes en las napias y bolsa al costado;

con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas para tan huesudas zancas;

y su gran voz varonil, que vuelve a sonar aniñada, le pita y silba al hablar.

La escena final de tan singular y variada historia es la segunda niñez y el olvido total,

sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.

La revolución industrial del siglo xix institucionaliza los sistemas de seguridad social e inaugura el concepto de recompensa a los trabajadores mayores de 50 años, a manera de gratificación benevolente al derecho adquirido. Para tener en cuenta, a comienzos de la centuria, la esperanza de vida era de vida era de 48 años. En 1844, se aprueba en los Países Bajos la jubilación para militares y funcionarios públicos, un término derivado del latín jubilare, equivalente a lanzar gritos de júbilo.

En 1849, el médico galés, George Edward Day, columnista de las más importantes publicaciones científicas de su época, como The Medical Times and Gazette, The Lancet, Nature, entre otras, escribe el libro A Practical Treatise of the Domestic Management and most Important Diseases of Advance Life, con un apéndice que contenía una serie de casos ilustrativos acerca del modo exitoso de tratar el lumbago y otras formas de reumatismo crónico, ciática y otras afecciones neurológicas y ciertas formas de parálisis.

Otro de los médicos más influyentes en la historia de la medicina, profesor de la Facultad de Medicina de París, Jean-Martin Charcot, reconocido como el padre de la neurología, publicó en 1881, Clinical Lectures on the Diseases of Old Age. En sus capítulos incluyó, entre otras, temáticas como la neumonía senil, el catarro crónico senil de los bronquios, el ateroma y el corazón graso, el reblandecimiento cerebral, el catarro gástrico crónico, la constipación senil y la hipertrofia senil de la glándula prostática. Sus conferencias sobre la vejez en la Salpétriére, el hospicio más importante de Europa en su momento, fueron publicadas en 1886, y su repercusión en aspectos de higiene y prevención fue notable hasta mediados del siglo xx (Beauvoir, 1970, p. 28).

En la consolidación de la gerontología como disciplina científica para el estudio de la vejez fue necesaria la intervención de numerosos estudiosos que le aportaron su amplia perspectiva integradora. Entre ellos se destaca el matemático, sociólogo y naturalista belga Adolphe Jacques Quetelet, quien aplicó el método estadístico al estudio de la sociología. En su libro de 1835, L’homme et le développement de ses facultés, ou Essai de physique sociale, expresa por primera vez la importancia del establecimiento de los principios que rigen el proceso a través del cual el ser humano nace, crece y muere.

La influencia de su trabajo se reflejó claramente en la obra del antropólogo, estadístico y psicólogo inglés Francis Galton, de quien se afirma fue más allá de la medición para explicar los fenómenos que observaba. Entre estos, propuso una teoría de las gamas de sonido y la audición por medio de la recopilación de datos antropométricos de más de 9000 personas. Descubrió, adicionalmente, que el oído humano pierde durante el envejecimiento la percepción de las ondas de alta frecuencia o tonos agudos. Sus estudios acerca de las capacidades humanas lo condujeron a la creación de la psicología diferencial y a la formulación de las primeras pruebas mentales.

Poco antes de finalizar el siglo xix, el microbiólogo ucraniano Iliá Méchnikov manifestó que el envejecimiento obedecía a un estado de atrofia senil desencadenado por fagocitosis tisular. En ese contexto, definió la vejez como el resultado de una intoxicación crónica por la presencia de microbios en el intestino y proclamó sin ambages que “Considerar a la vejez como un fenómeno fisiológico, es ciertamente un error” (citado en Manzano Muñoz, 1956, p. 746). Consecuentemente, recomendaba cambios en la dieta y en el estilo de vida para prevenir esta alteración. En desarrollo de sus investigaciones estudió la flora intestinal y los tejidos que más envejecen a lo largo de la vida. En 1907, publicó el resultado de sus trabajos en el libro Étude sur la vieillesse. La longéevit´ dans la série animale, y propuso la gerontología como la ciencia encargada del envejecimiento y de la vejez, ya que, según él, traería grandes modificaciones para el curso de este último periodo de la vida. Un año después, le fue otorgado el Premio Nobel de Fisiología y Medicina, distinción compartida con Paul Ehrlich, cuyos trabajos fueron decisivos para elaborar la doctrina de la inmunidad.

Las condiciones socioeconómicas y sanitarias de la Europa que cabalgaba entre el final del siglo xix y principios del xx condujeron a una transición demográfica en la cual la población mayor de 65 años alcanzaba una proporción no vista antes, del 10 %. Un cambio observado, sobre todo en Inglaterra y otros países del norte del continente. La mirada a la vejez empezaba a separarse paulatinamente del concepto de enfermedad natural, como siempre se había considerado; no obstante, un 30 % de todas las muertes correspondía aún a enfermedades infecciosas y la esperanza de vida era de 50 años.

A este lado del Atlántico, Granville Stanley Hall, psicólogo y pedagogo estadounidense, se destacaba por introducir en Norteamérica la moderna psicología experimental. En 1922, publicó el libro Senescente, the Last Half of Life, en cuyas páginas contribuyó a la comprensión de la naturaleza y la fisiología de la senescencia, con lo cual acreditaba el establecimiento de la ciencia de la gerontología. Uno de sus mayores logros fue el descubrimiento de las diferencias individuales en la vejez, significativamente mayores que las observadas en otras edades de la vida:

A los sesenta años […] somos propensos a exagerar nuestro relato de energía y nos enfrentamos al peligro de colapso si no se honra nuestro sobregiro. Por lo tanto, algunos cruzan la fecha límite convencional de setenta años en un estado de agotamiento que la naturaleza nunca puede hacer del todo bien. A todo esto se suma la lucha, nunca tan intensa como para los hombres de la octava década para parecer más jóvenes, para ser y seguir siendo necesarios, y tal vez para eludir las posibilidades inminentes de ser desplazados por los más jóvenes. Así es, que los hombres a menudo acortan sus vidas y, lo que es mucho más importante, deterioran la calidad de su vejez. (Hall, 2006, p. 1160)

La generación de la geriatría

Una década antes, el médico Ignatz Leo Nascher, vienés de nacimiento y nacionalizado en Estados Unidos, se basó en el sistema austriaco de atención a los ancianos para desarrollar en su patria adoptiva la especialidad médica dedicada al cuidado de la población más vieja, para lo cual introdujo el término geriatría. Un vocablo derivado de los términos griegos gerás, personificación de la vejez, y de iatros, relacionado con el ejercicio médico. Asumió, además que así como la pediatría comprendía la medicina de la infancia, la geriatría sería la encargada de responder a los requerimientos de la senilidad y de sus enfermedades, asignándole un lugar separado en la medicina, según el artículo titulado “Geriatrics” en el New York Medical Journal (Nascher, 1909, pp. 358 y 359).

La filósofa y pensadora francesa Simone de Beauvoir, al cumplir 62 años, publicó La vejez, en sus palabras “para quebrar la conspiración del silencio” en contra de los ancianos. En uno de los capítulos destacó, de manera anecdótica, el momento en el cual Nascher, por entonces estudiante de Medicina en Nueva York, en desarrollo de una visita a un asilo con sus compañeros, oyó que una mujer anciana se quejaba al profesor de diversos trastornos. Este explicó que su enfermedad era su avanzada edad. “¿Qué se puede hacer? Preguntó Nascher. ¡Nada!, respondió el docente” (Beauvoir, 1970, p. 29). El joven quedó tan sorprendido de esa respuesta que a partir de ese momento se dedicó al estudio de la senescencia.

La propuesta de Nascher se fundamentó en los procesos fisiológicos del envejecimiento y la vejez, claramente opuesto al modelo patológico sostenido por varios investigadores, incluido Iliá Métchnikoff, que atribuía, tal como se anotó, a una reacción de fagocitosis tisular y a la “autointoxicación”. En 1914, publicó en 517 páginas su libro Geriatrics: The Diseases of Old Age and Their Treatment, compuesto por tres secciones principales: la vejez fisiológica, la vejez patológica y la higiene y las relaciones médico-legales. Un año más tarde, fundó la New York Geriatrics Society. Su interés, además de la motivación científica, siempre estuvo acompañado de un profundo sentido de humanismo al denunciar una antipatía fundamental en la sociedad hacia esa población: “La idea de la inutilidad económica infunde un espíritu de irritabilidad contra la impotencia de los ancianos” (Pathy, 2006, p. 1923).

De nuevo en Europa, la historia destaca muy especialmente a la médica inglesa Marjorie Warren, quien publicó en 1943 y 1946, sendos artículos en el British Medical Journal, en los cuales favorecía, entre otros, la creación de la especialidad médica en geriatría; la necesidad de un enfoque integral en el manejo de los pacientes ancianos; el manejo médico de pacientes hospitalizados con requerimientos de espacios adecuados para rehabilitación y socialización; el manejo ambulatorio y reintegración hospitalaria con instauración de rutinas diarias, y la creación de un grupo interdisciplinario entrenado para el manejo integral del anciano. Basado en estos argumentos, el Ministerio de Salud británico se involucró en este campo emergente, y en la década de 1950, la geriatría fue reconocida como especialidad médica por el Servicio Nacional de Salud.

La doctora Warren fue pionera en la prevención de los eventos ocurridos durante la atención hospitalaria de los más viejos, al detectar los riesgos de los pacientes con cuadros de delírium y demencia que requerían camas con barandas; de los pacientes con incontinencias graves, de los enfermos con posibilidades de recuperación previamente desahuciados por su condición de viejos. Desarrolló, además, un sistema de clasificación basado en la respuesta de rehabilitación y, por lo tanto, capaces de regresar a sus hogares, y también, a aquellos que requerirían atención domiciliaria con posibilidades de recuperación, con énfasis en los pacientes con secuelas de eventos cerebrovasculares.

Marjorie Warren promovió la importancia de la atención multidisciplinaria, la movilización temprana y la participación muy activa del anciano en sus actividades diarias. Hizo hincapié en el enfoque del individuo afectado por problemas sociales y funcionales, además de sus problemas médicos:

Las necesidades de los ancianos con frecuencia caen inmersas entre dos extremos: el individuo no está lo suficientemente enfermo como para justificar el ingreso al hospital y, sin embargo, está demasiado discapacitado o frágil para permanecer en un hogar. (Warren, 1946, p. 841)

Así mismo, publicó objetivos para la atención médica del paciente de edad avanzada, que son la base de los principios de la medicina geriátrica: 1) prevenir enfermedades siempre que sea posible, 2) reducir la discapacidad médica al mínimo, 3) obtener y mantener la máxima independencia y 4) enseñar al paciente a adaptarse inteligentemente a su discapacidad residual (Warren, 1951, pp. 108-112).

 

Su compromiso con la atención al paciente anciano no estuvo libre de conflictos, ya que muchos de sus colegas no entendían el valor de prestar atención a un grupo de pacientes eternamente descuidado, y como mujer, a menudo luchaba para lograr imponer sus puntos de vista. Los geriatras fueron referidos como miembros de “una especialidad de segunda clase, cuidando a pacientes de tercera clase en instalaciones de cuarta clase” (St. John y Hogan, 2014), recibidos a menudo con resistencia por los médicos generales. En respuesta a ese ambiente de desconocimiento y rechazo, promovió la vinculación de la enfermería geriátrica como factor fundamental en la atención integral de los ancianos con problemas de salud. Después, a medida que aumentaba el envejecimiento de la población, el modelo de atención propuesto por ella se convirtió en un objetivo cada vez más pretendido; un cambio de paradigma en el manejo de estos pacientes previamente dejados a su suerte. Años más tarde, la doctora Warren se desempeñó como secretaria internacional de la Asociación Internacional de Gerontología, al tiempo que recibió toda clase de distinciones por su labor monumental en defensa de los ancianos.

Una vez finalizó la Segunda Guerra Mundial, se desarrollaron la mayor parte de asociaciones de gerontología, comenzando por la estadounidense (Gerontological Society), en 1945. La Sociedad Española de Geriatría y Gerontología fue creada en 1948, y por esas mismas fechas surgieron otras asociaciones europeas y latinoamericanas, entre las cuales se destaca la Asociación Internacional de Gerontología, fundada en Lieja ese mismo año. De forma simultánea, empiezan a publicarse trabajos científicos regularmente en The Journal of Gerontology & Geriatrics, una de las revistas de mayor reconocimiento e impacto desde 1946. La Asociación Colombiana de Gerontología y Geriatría se creó en 1973.

El servicio postal colombiano llamó la atención de los demógrafos y de los investigadores del envejecimiento en general, al emitir, en 1956, una estampilla en homenaje a quien muchos consideraban “El hombre más viejo del mundo”, un indígena de la etnia zenú, habitante de la costa atlántica en condiciones de mendicidad y conocido en los alrededores como el “Viejo Javié”, quien decía haber nacido en 1789, lo cual lo destacaba como el individuo de mayor longevidad de todos los tiempos. Tal exaltación condujo al personaje a una serie de distinciones en diferentes ciudades del continente, incluidas Caracas y Nueva York. Pocos meses después, el hombre murió, supuestamente, a la edad de 167 años. Su retrato fue incluido en el sello postal en una serie de dos valores: el sello de 5 centavos de color azul, y el de 20 centavos, carmín. De cada uno de ellos se emitieron dos millones de ejemplares (Cortázar y Eraso, 2019, p. 27).

Por su parte, la geriatría clínica se inició en Colombia, tanto en el ámbito académico como en el hospitalario, de la mano del médico Jaime Márquez Arango, quien después de terminar su posgrado en Medicina Interna ingresó en el Reino Unido al programa de especialización en Geriatría de Southampton, donde desarrolló su enorme capacidad de investigación. De esa época figuran sus tratados estadísticos sobre la circulación cerebral en ancianos, osteoporosis y fracturas óseas y sobre la epidemiología de la hipertensión arterial en el adulto mayor. A partir de 1986, estructuró la primera especialización médica en Geriatría Clínica en Colombia, en la Universidad de Caldas, de Manizales, y perfeccionó sus estudios sobre las terapias preventivas en osteoporosis. Sus enseñanzas y publicaciones, Guía para la valoración del anciano (1981) y La geriatría en la consulta diaria (2000), constituyen un testimonio del reto asumido por el doctor Márquez en una sociedad que cambió la perspectiva de la vejez y la noción del cuidado de los ancianos (González, 2005b, p. 218):

El ser humano, desde los tiempos más remotos, parece buscar la inmortalidad o la eterna juventud. No me refiero a la inmortalidad que se adquiere por los grandes logros o por la producción intelectual sino a la presencia física, en la tierra, por siempre jamás. Ha inventado, incluso, algunos seres privilegiados, como Matusalén, Elías y otros que subieron al cielo, en cuerpo y alma, después de vivir largos años sobre la tierra. Por más que estas sean fábulas, denotan el sentimiento real del hombre aunque, como de costumbre, tengamos que acudir a los mitos, a los artistas, los poetas y los escritores para poder desentrañarlas. (Márquez, 1996, p. 7)

En este aparte del relato, parecería que la historia de la vejez, signada principalmente por la negación y el rechazo, pudo modificarse por las acciones de muchas personas a lo largo de los últimos dos siglos y desde cada una de sus respectivas disciplinas; pero no ha sido así. En 1969, el psiquiatra y gerontólogo estadounidense Robert Neil Butler acuñó el término ageismo, aprovechando la efectividad y el éxito de expresiones, como racismo y sexismo, que contribuyeron a identificar y promover cambios de actitud, principalmente, en la sociedad estadounidense. El vocablo, traducido al español como edadismo, senilismo, viejismo o ancianismo, se refiere a estigmatizar socialmente a las personas mayores. ¡Un fenómeno inherente a la condición humana de fanatismo y prejuicio! (Butler, 1969, pp. 243-246).

De manera general, el doctor Butler identificó varios elementos que configuraban, entonces como ahora, la discriminación al creer que los ancianos constituyen una carga para la sociedad, al tomar decisiones por ellos y al restringir el acceso a determinados tratamientos. Un aislamiento que afecta con mayor violencia a las personas de edad avanzada con escasez de recursos económicos y culturales, de sexo femenino y de etnias tradicionalmente segregadas, que actúan como amplificadoras de los estereotipos:

Mitos sobresalientes según los cuales la mente ineludiblemente se deteriora con la vejez se han traducido en diferentes grados de discriminación en todas las facetas de la vida. Al mismo tiempo que se les dice que “se comporten según su edad” de adultos mayores, muchas veces se espera que actúen más como niños y que renuncien a una parte de la responsabilidad y del control sobre sus propias vidas. Por ejemplo, las personas que equiparan los problemas de audición con la falta de comprensión pueden recurrir a “hablarles como a un bebé” o a excluirlos de las tertulias y actividades sociales convencionales. También es común que los jóvenes asuman que los mayores no oyen bien y les griten automáticamente. (Golub et al., 2002, p. 19)

Expresiones tantas veces oídas en los servicios médicos acerca de la salud de los ancianos constituyen, ciertamente, muestras de discriminación y configuran el perfil de “viejismo”: “Las molestias descritas son producidas por la vejez”, “No se preocupe por la visión que ya usted vio todo lo que tenía que ver”, “Lo normal durante la vejez es la depresión” o “La pérdida de la memoria nos puede pasar a todos”, independiente de lo anecdótico que parezcan, conforman un arsenal de respuestas que evidencian ignorancia y prejuicio.

El suponer que los viejos, por el solo hecho de ser viejos, no son merecedores de procedimientos médicos o quirúrgicos, al invocar causales sanitarias, económicas o simplemente de sobrevida, es indigno y es reflejo de deshumanización. Empero, la distanasia, más conocida con los términos de obstinación o “encarnizamiento” terapéuticos, ilustra el otro extremo del prejuicio y, por qué no, de la arrogancia que desconoce las voluntades anticipadas, al procurar por todos los medios disponibles la prolongación fútil de la vida biológica, los cuales, en la mayoría de las ocasiones, empeoran la calidad de vida aún más que la propia enfermedad (González, 2012, p. 119).