La fuente última del acompañamiento

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Sari: Diálogos #7
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David pide ser hecho un hombre de nuevo; que es muy distinto de la misericordia en el sentido que solemos darle. Por eso el permisivismo de los pecados, la tendencia a no darles importancia es un error. El pecado es muy importante para el cristiano, si no, negamos el sentido de la Cruz de Jesucristo; nos ha encerrado a todos en el pecado para tener con todos misericordia, recrearnos. Tan maravillosamente hizo la creación y más maravillosamente aun la ha recreado en su Hijo para que el hombre experimente la resurrección y la Vida Eterna, aquí en el Amor y la comunión.39

Tras un breve desarrollo doctrinal, irrumpe la gran intuición de Carmen. En el fondo, se trata de cambiar de órbita. De girar en torno a uno mismo mirándose en el espejo narcisista de la pureza o de la intachabilidad para pasar a poner el centro, en un giro copernicano, en la resurrección de Cristo. Se trata de entrar en el sepulcro, en la verdad de la muerte que causa el pecado, para salir con Él resucitados: «La Conversión es entrar en la órbita de la Resurrección del Señor, entrar en la vida de la Resurrección, poder participar de algo grandioso como es vivir y vivir eternamente».40

El problema es que hemos hecho un uso perverso del lenguaje teológico. Hemos reducido la palabra conversión a nuestras categorías, y la conversión es algo muy distinto. Carmen recurre innumerables veces al Midrás para explicar sutilezas teológicas:

Dios iba a crear el mundo, hizo un proyecto sobre el Universo, y quedó satisfecho; pero al ver el diseño, de golpe dijo: «Esto no tiene estabilidad. Para que esto pueda tener estabilidad, antes de crear el mundo creó la conversión». S. Pablo dirá que Jesucristo es el Primogénito de toda criatura, que es el principio de toda la Creación, antes de que todo existiera existe Él, y el mundo ha sido creado en orden a Él. Él es el principio y fin de todas las cosas. Él es el equilibrio universal y cósmico de toda la creación. Si la conversión es vida y vida eterna, no se puede ir atrás. La conversión no es que tú vuelves, que has pecado y luego te lavas y vuelves a como antes de pecar, tú no puedes volver en la vida hacia atrás, ni mucho menos, la vida no se puede detener. El Universo está en permanente expansión, a velocidades impresionantes, todo en movimiento, todo en vida, esplendente, de realización universal; por eso la conversión tiene un poder cósmico universal, para el mundo hebreo y para el cristianismo. El kerigma de San Pedro, hablará de Jesucristo glorificado y dirá que está todo a la espera de la restauración universal.41

La mirada misericordiosa de Dios es un acto creador. No es una actitud benevolente, un sentir empático, un ponderar con templanza los defectos del acompañado. Es un acto escatológico: introduce al mirado en el cielo. Lo saca de la muerte y lo introduce en la vida nueva.

La conversión, aquello para lo que el hombre ha sido creado y a lo que está llamado desde el origen, que ha sido concebida por Dios antes de la creación del mundo, es la posibilidad del ser humano de realizarse en la libertad. Es la plenitud grandiosa a que está llamado el universo y en la que el hombre participa de modo especial, a diferencia del universo. El ser humano tiene la posibilidad de conectar con el amor, que es el corazón de la vida, el amor y la libertad.

Así pues, el hombre tiene que convertirse. Ser acompañado implica cambio del modo de vida. La conversión es la prueba que testifica que uno se ha encontrado con el amor de Dios, que es lo que cambia verdaderamente la vida. Después viene creer. Eso es lo que magníficamente nos dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium y que recoge de manera increíblemente inspirada Cantalamessa, el predicador pontificio. Es clave la diferencia que nos quiere hacer ver entre lo que significa la conversión en el Antiguo Testamento y el Nuevo, porque cambia toda la teología a partir de este radical cambio de mirada antropológica:

Convertirse significaba siempre «volver atrás» (como indica el mismo término usado en hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la Alianza violada, mediante una renovada observancia de la Ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: «convertíos a mi […], volved de vuestro camino perverso» (Zac 1:3-4; cfr. también Jr 8:4-5). Convertirse tiene por lo tanto un significado principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación llegará a vosotros. Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3:4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos en el inicio de la predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse no significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada «decisión del momento» delante de la realización de las promesas de Dios. «Convertíos y creed» no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea, creed; ¡convertíos creyendo y creed convirtiéndoos! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: «Prima conversio fit per fidem», la primera conversión consiste en creer (santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 113, a, 4). Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más: pecado-conversión-salvación («Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros»), sino más bien: pecado-salvación-conversión. («Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros»). Los hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4:4).42

Y por eso añade otra revolución antropológica traída por el Evangelio, sutil pero definitiva, que es una fuente de motivación para el acompañamiento única. «Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”» (Jn 3:16).43

4. LA ALEGRÍA, HORIZONTE DE LA PROMESA DE UNA TIERRA NUEVA, DEL REINO

El fin de la lógica del don que permea todo anuncio del Evangelio, y que es la esencia del kerigma, es la alegría, nos dicen Pérez Soba y Livio Melina citando a san Agustín: «La alegría completa es la que se contiene en la misma comunión, la misma caridad, la misma amistad».44

En términos de acompañamiento, la frase que todo el mundo recuerda del Evangelio es: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16:24). Esta frase los convence de que el Evangelio es sinónimo de sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría por seguirlo. En un primer momento es cierto, porque Cristo no aliena ni engaña a ninguno que pretenda seguirlo: su camino va hacia Jerusalén, al calvario, a la muerte de cruz. Pero en el Evangelio esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. «Me siga», a través de la cruz, a la resurrección, a la vida, ¡a la alegría sin fin!, que no es otra cosa que la comunión con el Hijo de Dios.

Es sintomático que las tres exhortaciones apostólicas que ha hecho el papa Francisco desde que empezó su pontificado contengan el término alegría: Evangelii gaudium, Gaudete et exsultate, Amoris laetitia.

Por tanto, lo primero en el acompañamiento evangélico es compartir la buena noticia con el pecador de que sus pecados no lo van a llevar a la muerte definitiva porque la resurrección de Cristo le ha traído la salvación. Esa alegría que se deriva de la recepción de la buena noticia y el agradecimiento consiguiente de sentirse perdonado, recreado, es lo que hará que el pecador anhele la conversión y el cambio de vida. Solo desde el agradecimiento sale la necesidad de buscar la virtud.

Este es el objetivo del acompañamiento: llevar al hombre al descubrimiento de que está constituido antropológicamente para la alegría sin fin. Lo cual no quiere decir alienarse y mirar a la muerte, al dolor o al pecado con desprecio o arrogancia, sino que es una invitación a mirar a aquel que lo venció y que nos llena de esperanza en todas esas situaciones. El único obstáculo a esta forma de vida es mirarse a sí mismo, como nos muestra el pasaje de Pedro en el mar de Tiberíades. Excelente imagen de lo que es el acompañamiento: ir caminando por encima de las aguas —caminando por encima de los acontecimientos de muerte que nos cercan— con los ojos fijos en Jesús, que inicia y lleva a la perfección nuestra fe (Hb 12:2). El que acompaña dice al acompañado: «No te mires ni te escandalices de lo que haces ni de lo que crees que eres; no me mires tampoco a mí, mira a Aquel —mucho más grande que yo— a quien yo miro». Es también la misión de Juan Bautista: «Detrás de mí viene uno mucho más grande que yo… Helo ahí, miradlo: es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29).

 

A esta alegría del Reino, que cumplimenta las promesas hechas a nuestros antiguos padres, solo se llega a través de un encuentro. No es el fruto de una conquista personal, ni la recompensa por méritos, ni el cumplimiento de unos objetivos. Todo descansa sobre la última de las claves antropoteológicas bíblicas, que es la mirada misericordiosa de Dios. El concepto de misericordia está muy manido. Semánticamente ha sido desvirtuado por un uso excesivo cargado de sentimentalismo. Debe ser recargado semánticamente y restaurado retornando a su significado originario. Se trata, por tanto, de no usar mal el concepto misericordia, como una especie de táctica reparadora, compasiva, de hablar de la mirada meliflua de un Dios emotivista, sino de engendrar una nueva criatura. La palabra misericordia es un helenismo mal traducido al latín. Hay que mirar al original hebreo, que tiene que ver con la matriz. La misericordia no es benevolencia, ni empatía, ni mirada desde el corazón enternecido ante la miseria de otro. No es que Dios mire para otro lado o no les dé importancia a las desviaciones del hombre del plan de Dios. No es eso. Porque esas desviaciones son causantes de la muerte del ser, de la muerte óntica de la que habla san Pablo. Esta visión de Dios es paternalista. La palabra misericordia, rahamin («Hen, hesed, rahamim»45 es como empieza el salmo 50, llamado Miserere por ello), en hebreo significa ‘matriz’. Eso es lo que pide David: ser introducido de nuevo en la matriz, o sea, regenerado, porque, indefenso como un feto, queda desprotegido y expuesto a la intemperie de la impiedad. Se accede a vivir en fiesta, a entrar en el banquete, a disfrutar del Reino siendo recreado. Todos los pasajes evangélicos que hablan de curaciones o de diálogos sobre la luz o el agua están codificados en términos de recreación: el barro del ciego de nacimiento es el memento de la creación del Génesis, la saliva en la boca del sordomudo, el diálogo en el pozo de Jacob con la samaritana, el diálogo en la noche con Nicodemo…

SEGUNDA PARTE

Los acompañados en el Antiguo Testamento

4. Abraham, el primer acompañado

1. ABRAHAM, PADRE DE LA FE

La mejor manera de ahondar en la fe bíblica es precisamente acudir a las Escrituras, donde, entre tantos personajes y acontecimientos, hay una figura a la que es inexcusable mirar en busca de lo nuclear de la experiencia de fe: Abraham. Cuando las Sagradas Escrituras se animan a dar una definición explícita de la fe (Hb 11:1) recurren a sí mismas para aportar ejemplos que la ilustren y, entre todos estos, descuella Abraham (Hb 11:8-19). Miremos, pues, a Abraham, nuestro padre en la fe (Ro 4:11), para aprender qué es la fe.

Abraham es una figura, como todas las de la Escritura, sumamente existencial, con la que —si evitamos reducirlo a protagonista de una historieta piadosa— es fácil conectar e identificarse. Es alguien con una inquietud en su corazón, con un profundo anhelo. No es un hombre a quien materialmente le vayan muy mal las cosas, porque es rico, tiene muchos ganados, posesiones y sirvientes. Sin embargo, Abraham, probablemente, es una persona insatisfecha. Tal vez Abraham, en medio de todas aquellas civilizaciones politeístas, habrá albergado en algún momento la esperanza de que alguna de tantas deidades le concediera lo que para él y su anciana mujer se ha convertido ya en un sueño irrealizable y fuente de profunda frustración: tener un hijo.

Pero lo importante es que, de pronto, cuando ya Abraham está sumido no sabemos si en la desesperación o en la resignación, un Dios que él no conocía le sale al encuentro y le hace una promesa: te daré ese hijo y, a través de él, una enorme descendencia. Solo hace falta una cosa, sal de tu tierra y de tu seguridad y ponte en camino. Quizá porque, como dice el piloto de El Principito, «cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer», Abraham obedece a esa llamada, acoge la promesa, se fía y emprende un largo camino en el que no faltarán errores, devaneos y dificultades, pero en el que, por encima de todo, irá comprobando a través de los acontecimientos que Dios lo acompaña y ayuda. Verá que cumple su promesa dándoles en Isaac el hijo anhelado. Y, cuando Dios le pida a su hijo, Abraham, en un acto supremo de confianza, no se lo negará.

De Abraham podemos entresacar al menos tres aspectos esenciales acerca de la naturaleza de la fe.

La fe es un encuentro. «No se comienza a ser cristiano —declaró Benedicto XVI de forma programática en las primeras líneas de su primera encíclica— por una gran idea, ni por una decisión ética, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus est caritas, 1). Cualquier reducción ideológica o moralista del cristianismo es, pues, una deformación imperdonable de la fe, que es la vivencia de una relación, de un acontecimiento que irrumpe en la vida y le da un vuelco radical, y no la simple adhesión de la mente a unos contenidos ni el esfuerzo de la voluntad para auparse hasta un elevado listón ético.

La fe es histórica, experiencial. Así como no es, de modo primario, la mera adhesión a unas ideas más o menos articuladas que dan respuesta a la necesidad humana de tener una cosmovisión con la que entender la realidad y entenderse a uno mismo —aunque el cristianismo además proporciona eso—, ni un refinado programa ético superador de todas las morales habidas y por haber —aunque el cristianismo ciertamente lleva a las personas a cambiar sus criterios de valoración de las cosas y toda su vida, su forma de relacionarse con los demás, con el dinero, con el trabajo, la sociedad…—, así como no es ninguna de esas dos cosas, tampoco es un sentimiento. Claro que la fe se da en medio de sentimientos variados e intensos, algunos de los cuales pertenecen por definición a la esfera religiosa, como sabe cualquiera que haya leído, entre otros, a Otto. Pero esos sentimientos no son la fe, que puede darse incluso contrariando los sentimientos o en la seca ausencia de estos. Tener fe es atesorar la experiencia, constatada en la propia historia, de que hay una promesa que se cumple. Para darnos razón de su fe, un Abraham no recurriría a complicados discursos teológicos o teóricos. Si le preguntáramos quién es Dios para él, qué es para él tener fe, nos explicaría quiénes eran él mismo y su esposa Sara y cómo la vida les había negado definitivamente el cumplimiento de su anhelo más auténtico —esto es, nos contaría una historia, que es lo que encontramos en la Escritura, una historia de salvación entretejida con cientos de historias como la de Abraham—; después, llamaría a su hijo Isaac, lo pondría ante nosotros y diría «he aquí mi fe».

Y la fe es un camino. Por supuesto, la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él, pero hay que entenderla no como una realidad concluida y empaquetada que se recibe y se posee, sino incoada como un germen que ha de desarrollarse o desplegarse; es una realidad dinámica y viva, por lo que concebirla de modo cósico y estático es desfigurarla. «Algo vivo, pues, que ha de echar raíces, desarrollarse y dar fruto. Lo que viene de Dios no es algo acabado, sino un comienzo. […] Las cosas de Dios no vienen como resultados conclusos, sino como comienzos vivos».46 Y, por eso, metáforas como la de la semilla o el camino —que tanto ponderaba monseñor Bergoglio— ayudan a entrar en la naturaleza dinámica y procesual de la fe. También para Rupnik la palabra camino tiene importantes resonancias: «El Señor […] quiere llevar a Abraham a un nivel de existencia diferente. Este camino [el que va de Ur a Canaán] no es tan solo el trayecto hacia un trozo de tierra, sino un itinerario hacia una nueva existencia […], una nueva existencia donde el fundamento de todo es la relación, una existencia personal».47 Tal es el camino de la fe; ir entrando y ahondando en una existencia relacional, en una relación personal con Dios en la cual se restaura el resto de nuestras relaciones: con uno mismo, con los demás, con todas las cosas. Es un ir siendo gradualmente insertados en una forma de existencia nueva, donada, que es lo que Romano Guardini llama interioridad cristiana:48 una forma de relación tan íntima con Jesucristo que es llegar a vivir en él y dejar que él viva en nosotros (cf. Ga 2:20). También podría caracterizarse diciendo que, de la misma manera que en la matriz estéril de Sara fue concebido asombrosamente y se desarrolló Isaac, en el interior del cristiano vaya siendo gestado y crezca hasta la estatura adulta Jesucristo.

Es una idea muy clara y persistente en Guardini: «Dios ha depositado en nuestra vida natural —en el hombre viejo— una nueva vida. Esta es como un germen que debe desarrollarse».49 La vida de fe es el proceso a través del cual ese germen va creciendo, desplegándose y madurando. La fe, en este sentido, es algo que debe irse aprendiendo y profundizándose de la misma forma que Abraham aprendió, caminando, a creer, o sea, a confiar, a poner su vida en manos de Dios, hasta el punto de subir al Moria dispuesto a sacrificar a su hijo.

Y, como veíamos al presentar al hombre como un ser en perenne status viae, en esto de la fe se está también siempre en camino.

¡Ay de mí si digo: «Creo» y me siento seguro en esa fe! Entonces estoy en peligro de caer (1 Cor 10:12). […] Yo no soy cristiano, sino que, si Dios me lo concede, estoy en camino de serlo. No en la forma de una propiedad o de una posición desde la que juzgar a los otros, sino en un movimiento. […] Nada se me ha dado a modo de seguridad; sino que todo se me ha dado solo a modo de punto de partida, de camino, de desarrollo, de confianza, de esperanza y de súplica.50

Abraham nos muestra cómo el acompañamiento divino solo reclama del hombre una actitud de salida, de confianza ante la promesa de YHWH. La promesa consiste en que él será el encargado de ir por delante en todos los acontecimientos que le esperan al hombre. El método de acompañamiento será el encuentro y la experiencia enmarcados en una alianza. «Yahveh dijo a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. 2. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición”» (Gn 12:1).

La llamada de Abraham implica salir de su zona de comodidad y ponerse en camino. El relato de Abraham quiere ser un paradigma de una alianza entre Dios y los hombres en cualquier lugar o momento de la historia. Cada uno de los hombres llamados a vivir una relación con Dios han de aceptar el nomadismo —inaugurar un itinerario sin saber por dónde ir ni a dónde llegar— y partir de su propia Ur de Caldea. No hay garantías de nada, solo una promesa. Cuando Dios llama al hombre lo hace contando con su condición politeísta: todos somos adoradores de ídolos, de imágenes falsas de la realidad que tomamos por verdaderas. Aprender a distinguir qué es un ídolo de quién es Dios es la tarea que embarga la vida de un hombre. No hay libro de instrucciones, no hay caminos hollados, hay que aprender a fiarse, porque hay Alguien que ve más de lo que yo veo. Abraham es llamado el padre de la fe. La palabra émounah significa precisamente eso: aprender a apoyarse en lo sólido. La historia es lo sólido, los hechos concretos. Las palabras se las lleva el viento: el émounah que va adquiriendo Abraham —que solemos traducir por ‘fe’, ‘creencia’—se basa en acontecimientos incuestionables: un patriarca sin tierra y su mujer estéril adquirirán la fe (la experiencia sólida) si se cumple la promesa de una tierra y un hijo. YVHVH les regala un hijo: Isaac. «Va adquiriendo» significa que la fe, la confianza en la existencia de Dios, no se obtiene de manera automática (aunque algunos disfruten de ese don y, sin embargo, no estén exentos de tener que afianzarla, dotarla de razones de peso, y vivirla cada día de manera renovada). Tampoco se trata de un adherirse a una idea o tener convicciones fijadas para siempre. No se trata tampoco de la magia de los hechos sobrenaturales lo que sostiene la fe. Está más bien en relación con un camino vital que recorrer, siempre novedoso, siempre desconocido. El nomadismo entraña el riesgo de escoger caminos equivocados. YHWH no impone más condición que salir —imperativo: sal—, ponerse en camino, escuchar y seguir. Una vez que el hombre acepta ponerse en camino, la relación con Dios es a través de mediadores y acontecimientos que hay que aprender a interpretar.

 

El paralelismo de Abraham con cada hombre es evidente; por eso se puede hablar de él como el amigo de Dios, como el primer hombre acompañado, el paradigma de la fe. Es verdad que el género midrásico nos habla de un Adán que era esperado por Dios todas las tardes en el ocaso para charlar amigablemente en el jardín del Edén, pero no tenemos un relato suficientemente explícito para ahondar en esta relación amical. Sin embargo, Abraham está presente en toda la Escritura de manera inequívoca como el gran interlocutor de Dios.

El Génesis nos muestra, a través de esta figura emblemática, que, cuando Dios aparece en la historia, lo hace llamando a hombres con nombres concretos a los que les propone seguirlo en un itinerario vital que embargará toda su vida. El Génesis aporta una curiosidad notable: cuando Abraham se encuentra con el Dios que lo llama, no lo hace directamente con él, sino con personas concretas, ángeles, mediadores. No se le ha escapado a la tradición milenaria de la Iglesia esta curiosa teofanía: Dios son tres personas. Abraham se encuentra con tres personas. La iconografía, desde Rublev, ha visto al Dios trinitario revelándose en su esencia: la comunión. «Apareciósele Yahveh en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. 2. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra» (Gn 18).

El capítulo empieza diciendo que es YHWH el que le sale al encuentro, pero luego, sin solución de continuidad, empieza a hablar con tres hombres que estaban de pie ante él. Tres personas que están dispuestas a hacer con Abraham una alianza de parte de YHWH. Esta escena es el comienzo de un acompañamiento en toda regla. Eso significa que nosotros vemos a Dios a través de esa máscara (prosopon ‘persona’) detrás de la que se esconde, pero que paradójicamente se manifiesta. Dios está cuando vamos a encontrarnos con alguien. El otro es epifanía del rostro del Dios trinitario. Hacer una alianza, que es el primer paso del acompañamiento (en el fondo el coaching, el mentoring, etc., se inspiran en el acompañamiento bíblico), significa que vamos a estar, a lo largo de un itinerario que embarga la vida entera, caminando al lado de un hombre que ha sido llamado por un Dios que promete, a través de hombres concretos e imperfectos, llevarnos a un encuentro personal con Él. Y que este pacto o alianza es entre dos seres libres que cualquiera de los dos puede romper en cualquier momento.

2. EL FRACASO, PUNTO DE ENCUENTRO CON DIOS

Todo empezó en el Génesis 12: para llegar a ser un hombre feliz, el anhelo del corazón debe ser satisfecho. La promesa de felicidad consiste en que se le conceda aquello que ansía su corazón. En un principio existe una desconfianza respecto a la promesa de que el fruto de ese acompañamiento será obtener aquello que desea su corazón. Una tierra y un hijo a un patriarca nómada, viejo y con una mujer estéril son condiciones que exigen una intervención milagrosa.

Para todo hombre de cualquier época existe este punto de partida en el acompañamiento. Las carencias de Abraham son equivalentes a lo que en cada hombre podemos llamar anhelos no satisfechos o, como dice san Pablo, un sufrimiento de cruz. Los pasos son una alianza, aprender a escuchar la historia, los acontecimientos, y confiar en el que se nos presenta como acompañante como alguien que viene de parte de Dios a proponernos un camino.

No tener un hijo o no tener tierra, lacras para un patriarca, signos de que no es dueño y señor de su historia, le muestran su impotencia, aquella incapacidad para darse a sí mismo la vida o la felicidad. La Cruz es el lugar en el que Dios ha querido encontrarse con cada a hombre y mujer para usar con ellos de misericordia. Todo hombre tiene una profunda insatisfacción en algún aspecto de su vida, puede que incluso oscuro, que necesita ser iluminado. Todo acompañamiento ha de empezar por sincerar esta cruz. Si uno se pone en camino es porque donde está no tiene reposo ni garantías de realizar sus deseos más íntimos. Dios se muestra como aquel que quiere cumplirlos, pero lo hará cuando el hombre no pueda creer que ha sido Él mismo el que se los ha colmado.

Abraham desconfía y confía a la vez, porque es patente su impotencia, pero también su anhelo. Esta ambigüedad preside la vida de los hombres. Esa desconfianza también la expresa su mujer (al final van a ser obedientes y van a aceptar el trato), que se ríe de la promesa y por lo que luego tendrá que llamar a su hijo Isaac (‘el hijo de la risa’).

El pacto se realiza al modo semita. Abraham tiene que preparar unos animales para el sacrificio y partirlos por la mitad, pero la parte que corresponde a Abraham, que el fuego debía abrasar, queda intacta. Solo la parte correspondiente a YHWH quedó quemada.51

La Alianza tiene una estructura semítica, pero pretende ser el paradigma universal de la relación de Dios con el hombre: Dios es el que únicamente se compromete a llevar adelante la historia, a cumplir la promesa. El hombre solo tiene que aprender que Dios va por delante abriéndole los caminos que parecen inhóspitos e insuperables por puro amor gratuito. Dios solo reclama del acompañado cierta dosis de docilidad, de aceptar la incertidumbre y de humildad.

Es importante resaltar este asunto, porque significa que el compromiso es de Dios; del hombre se espera solo que se deje llevar, cooperación, dejarse amar. Es cierto que es una tarea complicada, porque superar el obstáculo que supone no amarse uno a sí mismo en sus fracasos hace difícil dejarse amar por otro. Además de que los parapetos que utilizamos, como costras o valvas de protección para ocultar aquello que no nos gusta de nosotros mismos, dificultan el acceso al ser verdadero que queremos que sea amado. Solo mostramos las máscaras en nuestros encuentros con el rostro del otro, que ya hemos probado que nos funcionan para relaciones superficiales. No creemos en que la verdad que somos sea susceptible de ser amada. El gran obstáculo que se nos interpone siempre en las relaciones humanas es aceptar que Dios pueda amar a aquel que nosotros odiamos o juzgamos. Ni siquiera el soberbio y el engreído, que parecen amarse a sí mismos en exceso, se lo creen. En el fondo, su soberbia es el parapeto de este obstáculo que esconden y por el que no se aman a sí mismos. Detrás de un patriarca prepotente, politeísta, lleno de bienes, en apariencia satisfecho de sí mismo, se encuentra un hombre frustrado porque no tiene hijos y es estéril. La docilidad a la voluntad de Dios implica cierta dosis de incertidumbre y, por supuesto, de humildad. La humildad de saber que, por mucho poder que tenga en el clan, no se puede dar hijos a sí mismo ni una tierra donde reposar sus huesos. Pero es suficiente porque es YHWH el que lleva la historia. Es decir, si Abraham acaba queriendo hacer la voluntad de Dios no es por un acto moralista de compromiso ético derivado del contrato-alianza, sino porque devuelve gratis lo que gratis ha recibido. El agradecimiento al Dios que cumple su parte del pacto, que le otorga lo que anhela su corazón, es lo que lo convierte en el padre de los creyentes. Pero ese cumplimento tiene un punto desasosegante, porque no se cumple a gusto del que lo desea, sino cuando Dios quiere. Esperó contra toda esperanza que aquel que le prometía un hijo y una tierra cumpliría lo prometido.

Se pone en camino y va a ir descubriendo su infidelidad, su anticipación, su poca paciencia, su desconfianza respecto a los mensajeros y continuamente estará a punto de defraudar la Alianza a la que se comprometió o, mejor, la Alianza de la que él fue un mero interlocutor pasivo. Hay momentos de duda, de desviarse del plan de Dios, pero son momentos aprovechados por YHWH para la corrección. Cuando baja a Egipto, Abraham es capaz de prostituir a su mujer para salvar su propia vida y la de su clan de la hambruna de Canaán.