La fuente última del acompañamiento

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Sari: Diálogos #7
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Jacob se ha vencido a sí mismo antes que a Dios, ha vencido su orgullo atreviéndose heroicamente a confesarse a sí mismo que hay un otro siempre más fuerte que uno y que todos. Y que, aunque es un rival nada celoso de su imagen, más allá de toda competencia, lo dignifica soportando la tensión de un combate que estaba ganado ya antes de empezar. YHWH actúa no con el cinismo del padre que sujeta con un solo brazo a su hijo, cuando rabioso quiera patalear contra todo lo que se ponga delante, sino con la ternura del que impide a otro golpearse a sí mismo evitando que se haga daño al darse con algo más sólido que sus puños o su cabeza. Jacob ha comprendido que el agresor es Dios a la vez que ha tomado conciencia de que el dolor consiste en percatarse de que él es el suplantador, el trapacero. La confesión de una falta deja siempre huellas, heridas, señales identificativas de lo que hubo, pero a partir de ese momento son luminarias de lo acontecido. «Toma tu camilla y anda» o «el sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo» (Gn 32:32).

4. EL ACOMPAÑADO EMPIEZA A SER UN HOMBRE NUEVO

Ser un hombre nuevo le ha costado una cojera, pero le ha merecido la pena: será capaz de enfrentarse cara a cara y soportar la mirada de su hermano viendo en su rostro el de Dios, el suyo, el de cualquier hombre. Porque ha sido perdonado por Dios sabe que su hermano tiene razón, que él es un ladrón y que su hermano está en el derecho de exigirle su humillación, cuando menos. Con esta actitud, implora el perdón de su hermano. La única garantía es que ha perdido el miedo a la muerte que le provoca el rostro del otro, su libertad y su capacidad —abierta por Caín— para matar. Si ya no tiene miedo de Dios, que puede dar la muerte con su solo rostro, la reconciliación tiene que ser viendo el rostro; si la lucha es como un acoplamiento fetal, la reconciliación tiene que respetar esa simetría con el abrazo recíproco, la fusión de los cuerpos, como Jacob hará con Esaú, como el padre de la parábola del hijo pródigo hará con su hijo abrazándolo y saliéndole al encuentro y levantándolo de su prosternación, como Dios ha hecho con Jacob. «Luego Jacob levantó los ojos y vio llegar a Esaú» (Gn 33:1).

Levantó los ojos como alguien inferior tiene que hacer para contemplar a un superior y reconoce que está por debajo del otro (como debió hacer el hijo pródigo para ver acercarse a su padre desde lo alto del monte). Lo vio de frente y se adelantó a la comitiva de regalos que pretendían ablandar el corazón del otro: ya no hay objetos en disputa, la primogenitura pasa a un segundo plano, ya no hay bienes ni herencia, objeto de un deseo que aboque a la rivalidad, al antagonismo, ya no sirven las estrategias, todo es del otro, ya se puede mirar sin mediadores, directamente. La sorpresa es que el otro huele esa actitud, se anticipa a ella, disipa las nubes del pánico: «Pero Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y lloró» (Gn 33:4).

El acompañamiento de YHWH ha consistido en elegir a un hombre desde el seno de su madre, dejarlo actuar en la historia desde una libertad intocable y luego hacer todo lo posible por encontrarse con él en los acontecimientos. La lucha titánica tiene que desarrollarse contra Dios. Las personas concretas que obstaculizan esa libertad, esa realización, son el pálido rostro de Dios a través de las cuales se manifiesta la limitación de nuestra soberbia, que solo es imputable a un Dios malvado. Nuestro enemigo es Dios, pero solo un enemigo nos hace crecer,62 salir de nosotros mismos, enfrentarnos a la verdad, desalinearnos, llamarnos al amor.

En el NT Jesús replica la experiencia del AT. Él sabía a quién estaba mirando cuando se encuentra con la samaritana en el pozo de Siquén, porque era consciente de toda la tradición veterotestamentaria. Jesús sabe lo que está haciendo cuando en la parábola repite los pasos de este relato en el encuentro entre el padre y el hijo pródigo —cuyo velado conflicto es la primogenitura, los bienes de la herencia— y cuando presenta la reconciliación obstaculizada por la envidia del hermano mayor. Está mirando cómo su padre ha acompañado a los personajes del AT.

Jacob se prosternó siete veces ante los pies de su hermano como hace un esclavo o un adorador hebreo, que se reserva este gesto solo ante Dios. Siete expresa la totalidad para Israel, no su debilidad o su estrategia. Y es aún más paradójico porque ese gesto sería impensable en un judío: prosternarse ante un hombre como solo debe hacerse ante Dios es un motivo de escándalo (Daniel 3:12-18, 6:11-17, pasaje en el que idolatrar a un hombre con ese tipo de gestos es negar la grandeza de Dios), pero no es esa la intención de Jacob: «Si he hallado gracia a tus ojos, acepta mi regalo de mi mano, porque justamente por esto he venido ante tu rostro como se viene ante el rostro de Dios, y tú me has mostrado simpatía» (Gn 33:10).

Este acontecimiento es figura Christi y es figura hominis, porque ya sea vado de Yabboc, ya sea huerto de Getsemaní, siempre hay un momento en que el hombre ha de encontrarse en el callejón sin salida de la soledad, del enfrentamiento con el rostro de los otros, o ante la muerte misma, antesala del rostro de Dios, que viene detrás. Es lo que en la teología mística se llama noche. San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o de Calcuta la constatan… Toda acción de Dios milagrosa acontece en la noche: es en la noche cuando Abraham se tiene que poner en camino, es en la noche cuando Israel sale de Egipto en la noche de Pascua, es en la noche cuando habría de tener lugar el sacrifico de Isaac, cuando Jacob ha de enfrentarse a ese otro misterioso que prefigura el combate fraternal con Esaú, es la noche de José en el pozo, es la noche cuando la amada del Cantar de los Cantares sale en busca del esposo, del que solo guarda su olor en la memoria, es en la noche de Getsemaní cuando llega la hora de la verdad a Cristo. Es en la noche cuando el hombre experimenta la inseguridad, es vapuleado, se siente incompetente para vivir, es desde la noche de donde sale el hombre nuevo.

La lucha de Jacob, ante litteram, pronostica el acontecimiento pascual cuyo pregón proclama el «oh, feliz culpa que mereció tan grande Redentor» y «la feliz noche que de la muerte sacó la vida» (del Pregón de la vigilia pascual), en el que toda la Iglesia espera al alba la resurrección, que como brisa suave permita al hombre descorrer la losa de la muerte que nos infiere el rostro del otro, al igual que Jacob descorrió la losa del pozo de Siquén ayudado por el rocío de la Resurrección del Mesías, para que abrevaran los rebaños de Raquel. Por eso Raquel es figura de María, como Jacob lo es de Cristo, que descorrió la losa que sellaba el sepulcro, como este la del pozo en el que abrevaron los ganados de su amada.

Este texto bíblico nos conduce más allá de la solidaridad, de las buenas maneras, de la acción política o de los tribunales de justicia. La deuda que teníamos contraída con el otro la ha saldado el otro, ya no hay compromisos, ya no hay sueldos que devolver, apropiaciones indebidas con riesgo de conflicto interminable. Jacob no necesita los regalos que le antecedan: «Dijo Esaú: “Tengo bastante hermano mío, sea para ti lo tuyo”» (Gn 33:9), ni estrategias de autodisculpa: «Jacob envió mensajeros por delante hacia su hermano Esaú, al país de Seír, la estepa de Edom, encargándoles: “Diréis a mi señor Esaú: Así dice tu siervo Jacob: fui a pasar una temporada con Labán, y me he demorado hasta hoy”» (Gn 32:5).

Llevar al acompañado a enfrentarse con su noche y a experimentar en ese combate el perdón son las dos grandes lecciones que debe ayudar a emprender el acompañamiento. Todos tenemos zonas oscuras que afrontar solos («todos lo abandonaron» no es un recurso literario enfático de los evangelistas). En Jacob, ese terror nocturno es la amenaza de muerte que pesa sobre él por parte de Esaú. En nosotros, ese terror es variadísimo en sus formas. Todos tenemos juicios, lastres en nuestra relación con los otros, temores inconfesados, miedos al futuro, a la soledad, carencias afectivas. Esa lucha hay que enfrentarla.

Pero la más pertinente en este pasaje es la del temor al otro, la amenaza de nuestra seguridad y libertad que supone el otro. Lo paradigmático de la noche de Jacob está en acabar pidiendo la bendición y obteniendo la capacidad para pedir perdón. Ese perdón que restaura el pasado traumático que pesa sobre la espalda que a duras penas conseguimos apagar u olvidar.

Experimentar este perdón restaurador requiere ser ayudado. Previamente, exige que descubramos que somos deudores de una culpa, irreparable con el simple olvido o con mirar a otro lado, contraída en el pasado. El perdón de su hermano lo convierte en su esclavo por el amor recibido, se dona totalmente a él, pero he aquí la paradoja: su hermano solo pretendía esa humillación, ese gesto de reconciliación, ese dolor de la separación expresado; una vez descubierto que no tiene que tener temor a la mentira, al fraude por parte de su hermano, se retira a su tierra. No presenta batalla. «Rehízo, pues Esaú, aquel mismo día su camino hacia Seír» (Gn 33:16) —se’ar: semejante a una pelliza, el truco con el que su hermano lo suplantó— en dirección a Edom (según algunos exégetas, Esaú significa ‘hecho’, ‘acabado’, ‘perfecto’, atributos que encajarían con ser el primero, primogénito, pero son sus adjetivos los que mejor lo definen: fue llamado también admoní ‘rubicundo’) con todas sus mujeres y sus hijos, a vivir en paz en las tierras limítrofes a las de su hermano. No hay disputas reflejadas sobre objetos, ni territorios, ni primogenituras. Las lentejas —«Oye dame a probar de lo rojo, de eso rojo» (Gn 25:30)— que le costaron simbólicamente su primogenitura, ahora se le devuelve en forma de otra cosa roja en donde podrá vivir en paz: la rojiza tierra de Edom (‘âdom ‘rojizo’, también dam63 ‘sangre’). Estos juegos de palabras para un semita expresan la esencia de lo que se quiere decir, los nombres no son gratuitos.

 

La historia de Esaú, no obstante, permanece semioscura y esa oscuridad nos da una idea de su no inocencia. También Esaú, el violento y orgulloso, tiene necesidad de ser acompañado. El arte de la caza, según Ibn Ezrá, es el de la astucia y el engaño. ¿Cómo puede este rabino atribuirle a Esaú artes engañosas? Yendo a la base real del texto: «E Isaac amaba a Esaú porque le traía alimentos». Pero el texto real difiere del bíblico, literalmente dice: «E Isaac amaba a Esaú porque (había, traía) caza en su boca». Si se dijera «a su boca», pero no, está escrito «en su boca». La oscuridad gramatical es patente: ¿en boca de quién? La respuesta lógico-gramatical es «en boca de Esaú». E Isaac amaba a Esaú porque (había) caza (engaño) en su boca (de Esaú). El amor de Isaac ya no es un amor compensatorio —puesto que Raquel amaba a Jacob, posible fuente de la rivalidad no culpable, la división afectiva de los padres—, un pago por el buen hacer de Esaú, sino que es un amor provocado por las astucias del hijo que se mostraba leal, trabajador y honesto ante el padre para distinguirse del ladino Jacob, apegado a las faldas de su madre. Isaac lo amaba porque debía ser amado, por la rivalidad y simetría del afecto parental y porque el primogénito copia mejor las actitudes del padre. En el acompañamiento familiar es muy importante caer en la cuenta de la cantidad de veces que hacemos agravios que suponen estos temibles peligros a los que sometemos a nuestros hijos. Es verdad que Dios lleva la historia y que, si el hombre se deja iluminar por Él, por su palabra, el final es así de maravilloso, pero otras muchas historias nos corroboran el fracaso. Lo difícil que resulta sobrellevar estas historias fraternas si no se es acompañado hace que merezca la pena ser lo más exquisito que se pueda en el trato, necesariamente diferencial, pero no diferenciador, en la educación de nuestros hijos.

El AT es el anticipo de la revelación definitiva. El pasaje del perdón recuerda el de Lamec prometiendo vengarse siete veces de las afrentas para así dar a entender que el gen de Caín ha dado su fruto. Los hombres creen en este modo de solucionar los conflictos: la venganza. Por este pasaje y el de Lamec en el Evangelio, el discípulo le preguntará a Jesús: «¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?, ¿hasta siete veces?» La respuesta ya la sabemos: «setenta veces siete» (77777777777n), que significa siempre (Mt 18: 21s.).

Pero hay más en la historia de Esaú interesante respecto de lo que es un mal modelo de acompañamiento personal. La imitación perfecta del referente. La siguiente vez que se lo menciona se pone el énfasis en que cumplió cuarenta años y tomó por mujer a la hija de Beeri el hitita y a Bosmat, hija de Elón el hitita. Lo de los cuarenta años parece intentar recordarnos al propio Isaac, que se casó a los cuarenta años con Rebeca, hija de Betuel el arameo, de Padán Arat, hermana de Labán el arameo. Esaú se casa emulando, imitando a la perfección, a su modelo paterno, pero con la diferencia de que establece lazos con las hijas de los hititas: igual pero distinto. Modelo, pero rival del que hay que desgajarse y que conlleva una separación espiritual: casarse fuera del clan es adorar a otros ídolos, cambiar de modelo. No se puede, en el judaísmo, adorar a dioses extraños que alejan de la promesa de una tierra. La rivalidad se extiende a partir de este gesto a los dos pueblos como había sido profetizado en el seno de Rebeca.

Pero continuemos con el otro pueblo, el que va a derivar de Jacob. Deteniéndonos no tanto en el acto fundacional de un pueblo64 (Israel) como en el hecho de que Jacob no mata al otro para fundar, como era costumbre en los relatos mitológicos de gemelos (Caín mata a Abel y funda Nod; Rómulo a Remo y funda Alba, etc.). La victoria no es tanto sobre un hombre, que sería el principio de una revancha inagotable, como sobre Dios, que da por finalizada la lucha, el antagonismo, y potencia la reconciliación. «Por esta razón Jacob ya no se llamará más Jacob: En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido» (Gn 32:29).

Y en este punto Dios pierde el nombre. No se lo dice cuando Jacob se lo pregunta, no importa, esa iconoclastia tiene un sentido: Dios estará en el lugar, en el Betel de peni’el (Penuel), el lugar donde se ve a Dios rostro a rostro, donde se lucha a la vez con él y con todo otro, y solo se vence a Dios («le has vencido»), no a los hombres. Dios es el lugar, y el lugar es el rostro de cada hombre con el que hemos de enfrentarnos. Dios es el que busca el lugar del encuentro con aquellos a los que se compromete a acompañar. «Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre”. —“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel…» (Gn 32:29-30).

Cuando se trata de familias numerosas es muy interesante reparar en el paradigma psicológico y pedagógico que exhibe la Escritura. Hay que traducir el espíritu patriarcal a la época en que vivimos, pero, con pequeños matices diferenciales, se repiten los esquemas. En un principio, se observa una inconfundible rivalidad mimética en la que el modelo, Esaú, se ve amenazado por la imitación, que lleva hasta el extremo de buscar la suplantación al sujeto deseante envidioso, Jacob. La disputa por el objeto —la primogenitura— los convierte en antagonistas. El intento de suplantación o jacobeo mimético es tal que Jacob se disfraza de Esaú para engañar a su padre empujado por la madre. Pero con el tiempo, y contrariamente al desarrollo esperado a la luz de otros mitos coetáneos y relatos de este tipo, no contemplamos la muerte física del otro, tal vez la óntica —se le ha robado el ser, la bendición, la primogenitura—, pero esta tiene retorno: si se da la reconciliación, se puede recuperar el terreno perdido.

Después de ese combate, en el que uno aprende la necedad de toda rivalidad por los objetos, en el que uno cede a sus pretensiones de suplantación mimética, ambos obtienen la recompensa: la bendición como paz, la primogenitura como tierra por medio. La posibilidad de donación al otro no ha traído el anegamiento de uno, sino el emerger de los dos, exentos ya de rivalidad. Se puede descubrir una nueva fraternidad sin la reciprocidad mimética, sin la rivalidad interminable. Este aspecto es inédito en la historia del pensamiento mítico, así como del relato historiográfico; solo la Biblia abunda en este modo de acompañar a los héroes.

Esta es una de las cosas que hace original y genuino el discurso veterotestamentario frente a los mitos y leyendas coetáneos. Frente al final sacrificial, preñado de sangre, generador de un orden social espurio, de una paz efímera traída por el crimen, el relato bíblico permite la reconciliación, la liberación de la rivalidad por la autodonación de uno de los participantes. Las historias bíblicas tienen un final no predeterminado, pero sí orientado: Jacob no puede vivir sin reconciliarse con su hermano.

En la Revelación, las historias de hermanos tienen un papel preponderante. Las relaciones son ir y volver, huir y retornar. Caín y Abel son el paradigma de que YHWH siempre se pone de parte del inocente y corrige al culpable sin represaliarlo, bastante tiene con su propia violencia. En este episodio de Jacob vemos cómo Dios, de esta guerra entre hermanos, va a hacer al hombre extraer una lección: la importancia de la fraternidad, un perdón y una reconciliación. Toda la historia de la humanidad está plagada de estas experiencias de conflicto entre hermanos, naciones, pueblos, en sus luchas por el prestigio, el territorio, igual que en el seno de una familia cualquiera. Jacob y su historia bíblica es un paradigma. Por eso vemos ya la lucha desde el vientre de la madre. Rebeca, que sabe que su hijo Esaú había dicho: «En cuanto muera mi padre mataré a mi hermano Jacob», llama al hijo más pequeño, a Jacob, y le dice: «Hazme caso hijo mío, levántate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada hasta que se calme la ira de tu hermano contra ti y olvide lo que has hecho, entonces enviaré yo a que te traigan de allí. ¿Por qué he de perderos a los dos en un mismo día?» (Gn 20:43-45). Y dice una tradición hebrea que Jacob le contesta: «Yo haré lo que tú dices». Lo mismo que la Virgen ha dicho en Caná de Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2:5). Lo mismo que en el episodio de José con sus hermanos en Egipto: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gn 41:55).

El éxito de un acompañamiento es la obediencia a un tercero y reconciliación consigo mismo, aprender a amarse a sí mismo, algo que solo puede hacerse si uno se reconcilia con el otro, con la historia, y ambas reconciliaciones solo son posibles si uno sabe que es con Dios con el que tiene que luchar. Reconciliarse con el otro no es el resultado de una propuesta moralista, o voluntarista, es la consecuencia de haber librado el auténtico combate con el auténtico rival: el Dios que dice que hace bien la historia, del que dijo el hagiógrafo en el libro del Génesis: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (1:31). Solo en esta aceptación de uno mismo, de que está bien hecho ser el segundo en la familia, el último, el insignificante, se encuentra la paz que permite hacer lugar al otro. La Biblia anuncia el misterio del otro, el problema actual y de siempre, el aprender a compartir la única tierra que es de todos porque pertenece al único Dios, no en competencia los unos con los otros, prevaricando y destruyéndose mutuamente, sino acogiéndose y amándose. Jacob más que Esaú es el hermano, es el misterio del otro.

5. LA PEDAGOGÍA BÍBLICA

En un segundo momento del análisis del texto vemos la insistencia en las homonimias y el gusto por las simetrías lingüísticas que juegan con el término rostro. Advertimos que en el origen de convertirse un hombre en un ser personal está el que pueda mirar y ser mirado a la cara: rostro a rostro. Esa conversión en persona tiene que ver con ponerse en el lugar del otro y, por tanto, en dejar a un lado las rivalidades por los objetos y pasar a descubrir que sin la paz con el otro no se puede vivir. Esa paz con el otro solo puede ser hallada mediante la reconciliación con el Otro. Descubrir que el Otro es el que ha querido que Jacob naciera después y el que quita y da la vida, permite ver el rostro del otro como imagen del Otro y aprender a no reprochar ni envidiar nada. La lucha con Dios simboliza la necesidad que tiene el ser humano de solucionar su relación con lo totalmente Otro para poder vivir con los otros.

Si Dios no existe, ante mi rostro no está la imagen clara, la semejanza de lo que yo soy, y los rostros de los otros son amenazantes, distintos, encubren enemigos potenciales, envidiosos, imitadores y rivales que miran para otro lado, para el de los objetos, deseándolos como si poseyeran la virtud de darles a ellos lo que yo parezco tener. Si Dios existe ante mi rostro, en Él puedo verme reflejado y ver el rostro de los otros como imágenes que reflejan su mismo ser, por tanto, hermanos. Su mirada ya no es la de un rival en condiciones de igualdad, que desea nuestro mal buscando su propio bien, sino que lanza un nuevo mensaje: Tus victorias serán mis victorias, tus derrotas, mis derrotas, y nos permitirá dar un paso más: Vuestras victorias serán mis victorias y vuestras derrotas, mis derrotas. Estas historias personalizadas en personajes singulares encierran siempre a un colectivo: cainitas, edomitas, israelitas…

La pedagogía bíblica es clara: Dios está queriendo acompañar al género humano, a los pueblos y a las personas, mostrando un modelo de acompañamiento a través de la Revelación. La Escritura desvela a través de esas personas parte de la revelación de Dios a la humanidad. El descubrimiento del plan de Dios en Jacob consiste en que el hombre no puede vivir sin reconciliarse con su historia, perdonar a los que nos hacen daño y pedir perdón a los que hacemos daño. Para amar al enemigo, pedir perdón, este pasaje nos muestra el camino. Ser el amado, dejarse amar por Dios, aceptar la elección sin méritos que nos convierte en personas agradecidas a un amor gratuito. Jacob muestra que, para dejarse amar, hay que luchar contra Dios con perseverancia y no soltarle hasta que Él nos otorgue su bendición. Después de encontrar la verdad del amor del Dios que lo eligió, Jacob tiene claro que ha de hacer el camino de retorno, humillarse ante el hermano y cerrar ese capítulo de la historia reconciliándose, de ser lo que es, el hermano segundo que no tenía derecho a la primogenitura. Porque la bendición no es para uno mismo, para sentirse pagado y agraciado, sino para ser conscientes de que somos amados y amar y entregarse al otro.

 

Ser el amado es el origen y la plenitud de la vida del Espíritu […]. En cuanto vemos un pequeño destello de esta verdad, nos ponemos en camino, a la búsqueda de la plenitud de esa verdad, nos ponemos en camino, a la búsqueda de la plenitud de esa verdad, y no nos detenemos hasta encontrarla y reposar en ella. Desde el momento en que intentamos encontrar la verdad de ser el amado, nos enfrentamos a la llamada de convertirnos en lo que realmente somos. Convertirnos en amados es el gran viaje espiritual que tenemos que hacer.65

Jacob nos plantea la solución al gran problema de la rivalidad entre los hombres que amenaza con autodestruirnos. Las rivalidades entre tribus, clanes, hombres, hombres y mujeres se ciernen sobre el futuro de la humanidad igual que se han cernido sobre el pasado y, en este sentido, el paradigma de génesis es aleccionador. Es por eso por lo que no podemos mencionar en la lista de los pueblos bíblicos a los abelitas, porque ya no están. Como dice Blas de Otero en un poema desgarrador que tiene como referente la Guerra Civil española, «Abel, Abel somos todos». No obstante, hay motivos para la esperanza porque la sangre de Abel y la de los profetas anteriores a nosotros ha sido reasumida en la figura del único Mediador entre Dios y los hombres. Hay una fórmula infalible para la reconciliación, para mirar el rostro del otro de una forma nueva: el perdón que nos trae la brisa suave de la Resurrección de Cristo.66

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