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Sari: Akadémica #6
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Conceptos temáticos y operatorios en la fenomenología

Al igual que toda indagación teorética, la fenomenología parte del factum de los lenguajes para expresar sus hallazgos (Husserl, 1999a: 217 y 230); sin embargo, a diferencia del científico, el fenomenólogo deberá fundamentar sus conceptos o unidades de pensamiento en una fuente legítima pre-lingüística del conocimiento, que garantice su comprensibilidad. En este ámbito no basta con fijar y determinar ciertos términos, de tal modo, que estos cumplan con funciones bien definidas del conocimiento; también hay que retrotraerlos a estructuras lógicas puras, que, como tales, pueden ser intuidas en la abstracción ideativa (Husserl, 1999b: 464-ss.). Durante la formulación de conceptos en el ámbito fenomenológico se avanza, así, en dirección contraria a la comprensión natural simbólica de las palabras y se dirige al ámbito ante-predicativo de intuición, buscando que toda diferencia terminológica corresponda realmente a las diferencias entre las cosas ahí dadas. En este sentido, Husserl señala lo siguiente:

Vemos con evidencia, en efecto, que ninguna teoría podría sacar su propia verdad si no es de los datos originarios [dados en la intuición]. Toda proposición que no hace más que dar expresión a semejantes datos, limitándose a explicitarlos por medio de significaciones fielmente ajustadas a ellos, es también realmente, como hemos dicho en las palabras iniciales de este capítulo, un comienzo absoluto, llamado a servir de fundamento en el genuino sentido del término, es realmente un principium (1962b: 58).

Como podemos observar, para él «la vestidura gramática» que sirve de soporte a la fenomenología en tanto que disciplina descriptiva, posee cierto carácter transparente, pues aun cuando «las palabras utilizadas pueden proceder del lenguaje vulgar y ser equívocas o vagas por obra de su cambiante sentido», sirven para fijar y comunicar lo ganado en la actitud trascendental. «En la medida en que se “corresponden”, en la forma de la expresión actual, con lo intuitivamente dado, cobran un sentido determinado, que es su claro sentido actual hic et nunc, y partiendo de aquí pueden fijarse científicamente» (p. 150). Esto quiere decir que, al expresar sus resultados, la actitud trascendental también trastocaría el lenguaje mundano; y que la palabra, convertida ya en concepto fenomenológico, estaría libre de significaciones obscuras y ambiguas.

El primero en señalar los problemas que se derivan de esta postura fue Fink, alumno y asistente de Husserl en sus últimos años de vida. Para Fink, el empleo de la palabra como «fiel adaptación a la esencia intuida» garantiza el ingreso del lenguaje al ámbito fenomenológico, pero únicamente en tanto que portador de sentido, negando al mismo tiempo su carácter constituyente. Sin embargo, dado que la fenomenología y la filosofía en general parten de una comprensión conceptual previa y, a partir de ella, determinan su propio vocabulario; es decir, en vistas de que sus conceptos han sido fijados de manera aproximativa mediante otros conceptos imprecisos, una considerable cantidad de términos fundamentales permanecen impregnados de sombras y escorzos de sentido desde el momento de su definición.

Para tematizar este exceso de sentido que se filtra a través del lenguaje, introducirá, en su célebre conferencia titulada «Conceptos operatorios en la fenomenología husserliana» (1968), la distinción entre la función operatoria y la función temática de los conceptos filosóficos. Mientras que los conceptos operatorios son tomados del lenguaje natural y empleados de manera inadvertida, mediante los conceptos temáticos, «el pensamiento fija y custodia lo pensado». Como ejemplos del segundo grupo menciona los conceptos de Idea, Ousía, Mónada, Espíritu, Voluntad de Poder y Subjetividad trascendental. Al primer grupo, en cambio, pertenecen metáforas, analogías, modelos de pensamiento, esquemas intelectuales y otras formulaciones no reflexionadas, que, pese a sus efectos imprevisibles e incontrolables sobre el contenido filosófico, son inevitables.

Por un lado, esto quiere decir que el oscurecimiento que impregna el despliegue del pensamiento filosófico no es producto de intenciones de significado fallidas, sino que pertenecen a la naturaleza del medio lingüístico. Por otro lado, esto implica que la anhelada claridad y distinción filosóficas son posibles, pero únicamente en cierto grado, debido a que el uso de conceptos es siempre impreciso y da lugar a sombras de sentido inadvertidas. Los doce significados de Vorstellung, al final de la quinta investigación lógica (Vongehr, 2005: 7), el concepto de constitución, que oscila entre Sinnbildung y Kreation, o bien, términos como epojé y subjetividad trascendental, que son utilizados de «manera operativa» más de lo que han sido aclarados «temáticamente», son ejemplos de que incluso en el más alto grado de reflexividad, el pensamiento «está impregnado de sombras» (Fink, 1968: 204).

Pero ¿sería posible reemplazar el uso ingenuo y natural de la palabra por otro completamente trascendental? En principio, la reducción fenomenológica bastaría para limitar y eliminar la tensión entre los conceptos temáticos y operativos; pero, para su expresión, el fenomenólogo cuenta únicamente con el lenguaje convencional, cuyo uso precisaría nuevamente de una aclaración temática porque aún no ha sido depurado de intuiciones remotas, confusas e impropias (p. 198).

Debido a la cadena infinita que se desata a nivel lingüístico, el fenomenólogo que tendrá como punto de partida la tarea de crear un lenguaje más preciso, jamás lograría pasar de las «meras palabras» a «las cosas mismas». Aunque, a decir verdad, en el ámbito fenomenológico no se pretende llegar a la definición universal, transparente e irrevocable de sus términos y conceptos, tal como sucede con la geometría (Husserl, 1962b: 165). Por el contrario, las descripciones, los términos y los conceptos con los que opera la fenomenología deben permanecer «en estado de fluidez, o continuamente a punto de diferenciarse con arreglo a los progresos del análisis de la conciencia y del descubrimiento de nuevas capas fenomenológicas dentro de lo intuido primeramente en una unidad indiferenciada» (p. 201). Por otro lado, en vistas de que esta disciplina describe lo dado, tal y como ha sido dado, es decir, sin prejuicios y sin creencias previas, la comprensión de sus conceptos estaría igualmente garantizada por medio de la designación intuitiva (Vongehr, 2005: 5), de modo que, si se llegasen a dar dificultades o confusiones, estas se hallarían «en la dirección antinatural de la intuición y del pensamiento, que exige el análisis fenomenológico» (Husserl, 1999a: 221).

Por estas razones, Husserl tomará por «exageradas» las observaciones que Fink le hizo acerca de las posibilidades expresivas de la fenomenología; no obstante, el interés de este último por la naturaleza del lenguaje filosófico no es analítico, pragmático ni enteramente fenomenológico. Esto quiere decir que sus señalamientos no se insertan en el mismo nivel de análisis que su maestro, sino que tiene lugar en el marco de una doctrina trascendental del método, cuyo desarrollo conduciría a «deshacer las ingenuidades implícitas en la primera fase de la fenomenología, de entre ellas “la aporía básica de la utilización de un lenguaje referido a las cosas y a los entes, para determinar el ámbito en el que surgen las cosas y los entes”» (San Martín, 1990: 250). De este modo, mientras que Husserl emprende el descenso hacia la experiencia antepredicativa tomando como base la percepción pura (cfr. Husserl, 1980, parágrafos 13 y 15); Fink, «grandemente influenciado por la tematización heideggeriana de la facticidad» apunta al campo previo a toda estrategia objetivizante que hace posible la distinción entre actitud natural y actitud trascendental (cfr. Schütz, 1971).

En última instancia, mediante la crítica a los conceptos fundamentales de la fenomenología, se hace patente la confrontación entre dos maneras de concebir el quehacer de esta disciplina. Por un lado, tal parece que la fenomenología, entendida como una ciencia descriptiva que indaga en el campo de la conciencia pura trascendental y de la intuición pura, no está obligada a esclarecer la posibilidad de sus medios lingüísticos, debido a que el cumplimiento intuitivo de la intención significativa que anima sus conceptos, garantizaría la ausencia de ambigüedades y equívocos a nivel conceptual. Pero, por otro lado, también es cierto que todo pensamiento filosófico está confinado a su formulación y transmisión verbal, y que, todo filosofema puede ser tomado, a fin de cuentas, como documento literario; lo cual vuelve ineludible la tarea de repensar la relación que la filosofía guarda con sus propios conceptos.

Sin embargo, cabe recalcar que Fink no busca liberar a la fenomenología de las sombras del pensamiento mediante la puesta al descubierto de sus conceptos operativos. En primer lugar, porque todo concepto visto bajo la luz del análisis, ya no aparece en su función operatoria, sino que se convierte en un tema, cuyo tratamiento precisa nuevamente de conceptos opacos e imprecisos. En segundo lugar, porque aspirar a la total claridad lingüística parece una empresa imposible, mas no por una deficiencia del lenguaje o de capacidad cognoscitiva humana, sino porque la filosofía, en tanto comportamiento fundamental del ser humano, no puede llevarse a cabo como una «transparente posesión de la verdad». Por el contrario:

[…] la manera humana de concebir el ente en su conjunto se produce en una captación de la totalidad, pero jamás de tal manera que el todo se abriría a un concepto universal plenamente aclarado y sin sombras. La captación humana del mundo piensa la totalidad en un concepto temático del mundo, que sin embargo es una perspectiva finita, pues, en su formulación, son utilizados conceptos que se mantienen en la sombra (Fink, 1968: 195).

 

Las sombras que acompañan toda conceptualización no son, pues, lapsus o errores que el pensador, con ayuda de la hermenéutica o de una tematización más amplia, pudiera aclarar más tarde; sino que forman parte esencial de la actividad filosófica finita, de modo que «cuanto más profunda es la fuerza que intenta operar un esclarecimiento, más profunda también es la sombra que acompaña a los conceptos fundamentales» (p. 204). Y aún más, para Fink: «la fuerza iluminadora del pensamiento se nutre de lo que permanece en la sombra […]. Tiene su élan productivo en el empleo irreflexivo de esos conceptos cubiertos de sombra» (p. 195).

Las sombras conceptuales

La crítica a la conceptualidad fenomenológica no reflexionada, que en un principio estaba dirigida a Husserl, también se comprueba en Heidegger, sobre todo y de manera ejemplar en «la explicación temática del ser, bajo la claridad comprensora del tiempo e inversamente» (p. 197). Sin embargo, en el caso de la propuesta heideggeriana ocurre un giro interesante, pues en lugar de aspirar a la total claridad, las sombras serán asumidas como elementos constitutivos del contenido filosófico. El máximo grado de esta admisión se encuentra en la interpretación de la verdad, a la cual le pertenece una contra-verdad interior, una no-verdad que da inicio al juego entre la ocultación y la desocultación. No obstante, antes de que la pregunta por el ser devenga en la pregunta por la verdad del ser, y antes de que el ser mismo sea definido en términos de sustracción y olvido; encontramos indicios de otra forma de integración que conciernen directamente a los «objetos» de la fenomenología de los que habla Husserl. Nos referimos aquí a la tematización del fenómeno de la significatividad mundana como resultado de la apropiación hermenéutica del lema de la fenomenología «a las cosas mismas» (cfr. Heidegger, 2006a: 103-ss.)[1].

Localizar el origen de las sombras operatorias no ya en el plano del concepto, sino del contenido fenomenológico, es posible sobre la base de una interpretación radical de los «objetos» de la fenomenología[2]. Mientras que para Husserl «las cosas mismas» son accesibles únicamente mediante la puesta entre paréntesis de la actitud natural, en la cual experimentamos el mundo como «terminado», sin poder dar cuenta de los procesos de constitución; la fenomenología hermenéutica desarrollada por Heidegger se enfoca en lo que, por así decirlo, ha sido puesto entre paréntesis. De hecho, en la lección del semestre de invierno de 1923-1924, titulada Introducción a la investigación fenomenológica, señala que «lo característico» del proyecto husserliano «se encuentra en que lo que debe ser conocido en este conocimiento, es, desde el principio, secundario» (2006b: 108).

Así, con «lo que debe ser conocido» no se refiere a las cosas de la fenomenología desde el punto de vista de su constitución y validez, sino a las cosas que vienen a nuestro encuentro como problemas prefigurados ya, en determinadas direcciones por la existencia fáctica:

Esto se funda en el hecho de que “a las cosas mismas” ya no pueda querer decir aquí: traer ante la mente las cosas libremente, por sí mismas, antes de un específico modo de preguntar, sino que quiere decir: dejar que vengan a nuestro encuentro, dentro de la problemática prefigurada de modo totalmente específico (Heidegger, 2006b: 109).

De esta suerte, en un intento por definir su propuesta frente a la fenomenología, orientada hacia el campo de la conciencia pura, Heidegger hará de «lo conocido» el objeto central de su investigación. Sin embargo, con el énfasis en el contenido, esto es, en el qué de la fenomenología, no apunta a un núcleo, a una esencia o a un quid que deba ser desmantelado con ayuda de la Destruktion. La identificación del qué con contenidos fijados y encubiertos por la tradición metafísica no aparecerá en el pensamiento heideggeriano sino hasta la lección del semestre de verano de 1925, titulada Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo. Cuando él habla aquí de la necesidad de reivindicar la primacía del qué sobre el cómo fenomenológicos, se está dirigiendo en contra de una idea determinada de fenomenología que, emulando el ideal metódico de la matemática, deja aparecer las cosas desde una determinada dirección del cómo, esto es, desde el punto de vista de la teoría, lo cual conduciría a la pérdida de las cosas en su libre donación (2006c: 126-ss)[3].

Ya a partir de 1925, bajo la luz de una renovada crítica de la propuesta de su maestro Husserl –esta vez centrada en el momento de la reducción fenomenológica–, la interpretación heideggeriana de los contenidos fenomenológicos experimentará un vuelco. Esta vez, el qué de la fenomenología será identificado con una idea determinada de ser-objeto, que presupone la ruptura con su contexto mundano y que precisa de las estructuras estratificadas de los actos de la conciencia para su explicación. Por el contrario, el cómo será identificado en tanto el «modo primario» del aparecer de «las cosas», que se muestra de manera pre-temática en la ocupación con el mundo circundante, y que precisamente por ello, es accesible en su más fáctico para-qué (cfr. Baur, 2010).

En el parágrafo 15 de Ser y tiempo, nuestro autor profundiza aún más en esta idea cuando aclara que si el tema de su investigación es el ser, el «objeto» que antecede fenomenológicamente a dicho tema, es decir, «el terreno fenoménico preliminar», no puede considerarse propiamente objeto porque no es accesible a partir del conocimiento teórico (Heidegger, 2012b: 89). ¿Cuál es, entonces, el ente que constituye el «tema previo» de la fenomenología? Se responderá que las cosas en el sentido griego de pragmata (πράγματα), esto es: «aquello con lo que uno tiene que habérselas en el trato de la ocupación -en la praxis (πρᾶξις)-» (p. 90). Dado que «las cosas», en tanto útiles, se muestran como tales únicamente mientras están siendo utilizadas para tal o cual fin, su sentido llega a cumplimiento en su específico para-qué: para escribir, para trabajar, para viajar, para medir, etcétera[4].

Ahora bien, que el martillo se muestre genuinamente en el martillar, esto es, que el ente comparezca «desde él mismo en la ocupación y para ella», quiere decir que su modo de ser es accesible precisamente cuando no está siendo tematizado en cuanto útil. De hecho, «lo peculiar de lo inmediatamente a la mano consiste en retirarse, por así decirlo, ‘a’ su estar a la mano para estar con propiedad a la mano» (p. 91). Ni siquiera en la circunspección (Umsicht), que es la manera de ver del comportamiento práctico, dicho ente comparece de modo temático. Por el contrario, cuando el útil «llama la atención» debido, por ejemplo, a su descompostura o a su ausencia, ya no aparece en su estar a la mano, sino que se revela como un mero estar-ahí en su inutilidad, que, sin ser todavía un objeto de contemplación teórica, pone de relieve al mundo circundante en su para-qué y en su con-qué faltantes (pp. 92-97).

Pero la comprensión operatoria o precomprensión que sirve de acceso fenomenológico, no es exclusiva del ente intramundano, sino que se extiende al mundo circundante, es decir, al «mundo más cercano al Dasein cotidiano» (p. 88)[5]. Esto se hace patente cuando, en el punto decisivo de la argumentación, Heidegger afirma que «el no-acusarse [sich-nicht-melden] del mundo es la condición de posibilidad para que lo a la mano salga en su no llamatividad. Y ello constituye la estructura fenoménica del ser-en-sí de este ente» (p. 97)[6]. Por un lado, esta afirmación implica que la apertura del mundo, en su carácter significativo, es posible sobre la base del ocultamiento operativo de los entes intramundanos. Por otro lado, que el mundo en su carácter de abierto dependa de la ocupación circunspecta con el útil, también significa que el mundo deviene tal desde la sombra de lo no tematizado[7].

Si el no llamar la atención, el contenerse, el permanecer bajo la sombra de la operatividad constituye el modo de aparecer tanto del ser a la mano, como del fenómeno del mundo circundante, entonces ¿cómo es que se puede hablar sobre ellos sin convertirlos en tema?, ¿cómo abordarlos fenomenológicamente sin irrumpir en esta fluctuación del claroscuro propio de su aparecer? La integración de la operatividad, como elemento constitutivo del mostrarse fenomenológico, exigirá una nueva conceptualidad que, en lugar de apelar a estructuras fijas propias de la orientación teorética, busque esclarecer la dinámica mundana en su ejecución performativa. En lo que resta nos enfocaremos en el camino que Heidegger emprende en busca de «conceptos no objetivantes, sino situacionales», que sean capaces de traer al lenguaje la experiencia de lo que no se da sobre la base de intuiciones plenamente desenvueltas; sino que, por el contrario, aparece de manera auténtica únicamente desde su ocultamiento operativo.

El papel de los indicadores formales

La preocupación de Heidegger por el lenguaje con el que se expresaría su propia filosofía alcanzará su punto culmen con la proclamación de la tarea de liberar al lenguaje de la lógica y la gramática occidentales; pues las considera formas en las que la «metafísica» se adueñó de él desde hace tiempo (2000a: 260). De hecho, en la Carta sobre el humanismo indica que la tercera sección de la primera parte de Ser y tiempo no se dio a la imprenta precisamente porque «el pensar no fue capaz de expresar ese giro con un decir de suficiente alcance ni tampoco consiguió superar esa dificultad con ayuda del lenguaje de la metafísica» (2000a: 270)[8]. Sin embargo, ya desde las primeras lecciones que sostuvo en Friburgo entre 1919-1923, se pone de manifiesto la necesidad de revisar los conceptos de la fenomenología en tanto que disciplina descriptiva. Así, por ejemplo, en su primera lección sobre La idea de filosofía y el problema de la concepción del mundo (1919), advierte que «la objeción más elemental, pero cargada de suficiente peligrosidad [en contra de la investigación fenomenológica], tiene que ver con el lenguaje». Ello se debe a que «el ver fenomenológico se identifica inmediatamente con la descripción», lo cual presupone, por un lado, «la posibilidad de la formulación lingüística de lo visto» y, por otro, «el carácter objetivante de cada lengua» (Heidegger, 2005d: 136-s.).

Esto quiere decir que en la descripción fenomenológica se pasan por alto dos presupuestos: el primero tiene que ver con la creencia en la absoluta verbalización de los fenómenos; el segundo, con la capacidad objetivante de su medio lingüístico. Con respecto al primer punto es importante aclarar que Heidegger no niega el carácter descriptivo de la fenomenología; lo que pone en tela de juicio es el hecho de que toda descripción sea tomada siempre y necesariamente en términos de teorización, lo cual excluye cualquier otro tipo de intuición fundante de tipo no-teorético (p. 137). En relación con la función clasificatoria y objetivante de los conceptos, afirma que esta proviene del uso que se le da al interior de las ciencias, las cuales parten, a su vez, de una compresión limitada de la objetualidad, del método y del acceso.

Asumir sin cuestionar dichas funciones conceptuales en el ámbito fenomenológico implicaría, pues, articular sus objetos de modo semejante a la articulación categorial de la naturaleza. Pero los objetos de la fenomenología no son naturaleza objetiva, sino ante todo significatividad mundana, y, por lo tanto, no es necesario que su expresión verbal «se piense en términos teoréticos u objetivos, sino que [sea] originariamente vivida y experimentada en un sentido mundano o en un sentido premundano» (p. 141)[9].

Con el propósito de romper con la actitud teorética también a nivel lingüístico, Heidegger introducirá en su Introducción a la fenomenología de la religión (1920-1921), los así llamados indicadores o anuncios formales, es decir, conceptos no clasificatorios, y más bien aclaratorios, que sirven de guía para la explicación fenomenológica, «pero que no introdu[cen] ninguna opinión prejuzgadora en el problema» (Heidegger, 2006d: 81). Esto es posible porque dichos conceptos no comunican, ni mientan ni dicen contenidos, pues no cuentan con tales; tan sólo se limitan a dar una indicación, un indicio con respecto al objeto, a una determinada situación de comprensión y a quién comprende a partir de dicha situación (cfr. Heidegger, 2007b: 355).

Ahora bien, dado que los signos que sirven de indicadores son signos vacíos, puesto que están ahí en lugar de lo que en sí mismo tampoco se presenta, poseen cierto carácter negativo (Heidegger, 2006d: 88; Inkpin, 2010: 25). Sin embargo, esto no quiere decir que su instauración sea arbitraria, que carezca de estructura o de dirección porque su formalidad o, mejor dicho, su forma funciona como una especie de marco, en cuyo interior ocurre el encuentro entre la indicación y aquello que esta, por así decirlo, representa (Heidegger, 1985: 33). Evidentemente lo formal no se entiende aquí en contraposición a lo material ni tampoco apunta al nivel eidético del conocimiento. En lo que él denomina «un sentido existencial de lo formal», la forma de toda indicación tiene un carácter positivo y complementario, en tanto que constituye el sentido referencial del fenómeno, esto es, una especie de contenido vacío que permite trazar el camino para «el cumplimiento originario de lo mostrado indicativamente» (1985: 32).

 

Desde una perspectiva genética podríamos decir que la formación de los indicadores consta de un momento pasivo, el cual consiste en ganar la experiencia previa del objeto en su cómo fenomenológico. Este cómo, que se presenta como acceso originario al objeto, impregna –por así decirlo– al signo indicativo y le da forma, es decir, le otorga estructura y articulación. Complementario al momento pasivo de la experiencia, se da un momento activo que proviene del indicador ya formado o in-formado, que radica en su capacidad para evocar la experiencia con vistas a su cumplimiento en un contexto de sentido dado. Dicho de otra forma: «el indicador formal gana en cada caso el espacio para su realización en y como tensión entre el camino de… y en dirección a…» (Coriando, 1988: 31).

Ahora bien, debido a que los indicadores formales muestran el camino hacia la experiencia comprensora, pero al mismo tiempo se originan a partir de ella, es decir, puesto que han sido formados desde el cómo fenomenológico del objeto al que apuntan originariamente; su empleo lleva implícita cierta circularidad hermenéutica (Heidegger, 1985: 20). Sin embargo, esta circularidad no puede ser eliminada o superada porque no se trata de un error lógico, más bien tiene lugar en el seno mismo de la interacción entre el carácter negativo de la indicación y el carácter positivo de la forma, esto es, entre la ausencia de contenido debido a su ocultamiento operativo y el horizonte de significatividad desde el cual lo operativo se muestra como ya comprendido en su para-qué.

La única manera de salir del círculo es comprender el sesgo indicador-formal de los conceptos filosóficos como un empleo de signos, cuyo cumplimiento se lleva a cabo como una forma de praxis, debido a que su objeto no está dado completamente, sino que tiene que ser ganado en su concreción fáctica mediante la ejecución de la indicación, en relación con un contexto de sentido dado (Heidegger, 2006d: 88; cfr. Rubio, 2011: 87). En esto reside precisamente lo peculiar de los conceptos filosóficos ideados por Heidegger, en el hacerse comprensibles «según el cómo de la experiencia filosófica y según el cómo, en el cual la experiencia filosófica se autoexplica» (1985: 20).