Articular lo simple

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Sari: Akadémica #6
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Conclusión

En resumen, podemos decir que el tránsito del qué al cómo que caracteriza la propuesta fenomenológica desarrollada por Heidegger, consiste en una apropiación hermenéutica de la «diferencia significativa», que, de acuerdo con Bernhard Waldenfels (1992), constituye en el corazón mismo de la fenomenología. Esta diferencia surge como respuesta a la pregunta por el cómo (wie) del darse del fenómeno y consiste en un «como» o un «en tanto que» (als). Experimentar algo en tanto que algo quiere decir que un contenido puro, que se encuentre más allá de las estructuras de la conciencia o del horizonte de sentido sin posibilidad de ser determinado, sería un absurdo. En la medida en que estamos vueltos hacia las cosas, de manera intencional u ocupacional, estas aparecen siempre dentro de los límites de la manifestación, esto es, siempre aparecen dotadas de cierto sentido, de cierta forma, estructura, significación o regulación (Waldenfels, 2015: 19).

A partir de ello, la tarea de la fenomenología puede determinarse grosso modo como una reflexión acerca de lo que se da y del modo en que se da, «pero sólo dentro de los límites de la manifestación», tal como reza el principio de todos los principios (Husserl, 1962b: 58). Sin embargo, dicho principio será desarrollado en dos direcciones distintas, en el marco de la fenomenología trascendental de Husserl, la búsqueda del «en tanto que» será dirigida hacia la estructura del acto del significar; mientras que, desde el punto de vista de la fenomenología hermenéutica de Heidegger será retrotraída al significar fáctico del mundo.

Ahora bien, al interior del mundo entendido como horizonte de sentido, la estructura fenomenológica de algo en tanto algo se lleva a cabo como una relación de tipo A como B (por ejemplo: la mesa como mesa). Que A se muestre como B remite en primera instancia al paradigma apofántico del enunciado predicativo que se expresa con la fórmula A es B (la mesa es cuadrada); sin embargo, el útil que se muestra en su utilidad únicamente en el trato circunspecto, no puede volverse sujeto temático de una oración apofántica sin perder su carácter operativo. Por ello es necesario que la pregunta por el cómo de su manifestabilidad sea respondida desde una instancia conceptual, acorde con la dimensión de la mirada circunspecta, en la cual la mesa es experimentada directamente como mesa, sin pasar por filtros categoriales o actos psíquicos de ningún tipo. Así, frente al cómo apofántico, propio del enunciado verdadero, Heidegger postula un cómo hermenéutico previo o antepredicativo, en el cual, la mesa es lo que es, porque significa lo que significa, es decir, porque emerge desde una red significativa previamente dada y, precisamente por ello, nos resulta comprensoramente familiar.

A nivel lingüístico, el cómo apofántico predicativo y el cómo hermenéutico antepredicativo se expresan con definiciones y conceptos teoréticos y no-teoréticos respectivamente. Sin embargo, para que los primeros puedan tener lugar, es necesario contar con la estructura hermenéutica del cómo, es decir, con la experiencia del horizonte abierto de la significatividad. (Esto quiere decir que puedo decir algo sobre la mesa solo después de haberla experimentado como tal). A partir de este giro interpretativo, el cómo apofántico se presenta como un decir derivado o secundario con respecto a la experiencia del cómo hermenéutico, la cual, a pesar de ser antepredicativa, no es a-lingüística. La necesidad de traer al lenguaje dicha experiencia, dará paso al desarrollo de los indicadores formales, esto es, a conceptos vacíos que señalan el camino de la experiencia fundamental correspondiente, pero sin adelantar nada acerca del contenido mismo, pues su cumplimiento consiste en la experiencia del sentido en su statu nascendi.

Así planteado, el problema de los indicadores formales parecería una repetición exuberante del planteamiento husserliano acerca del signo. Sin embargo, lo interesante de la propuesta heideggeriana estriba en que, al pensar los conceptos filosóficos como directrices que apuntan a lo que permanece oculto de manera esencial, pasa por encima del modelo representacional del conocimiento que le otorga al lenguaje un papel designativo. Esto quiere decir que los conceptos de la filosofía –a diferencia de los conceptos científicos–, no designan nada conocido ni traen al lenguaje nuevos descubrimientos, porque no cuentan con un referente objetual, no remiten «a algo establecido y generalmente conocido, sino que más bien intentan expresar el quebrantamiento de la solidez de lo “bien conocido”» (Fink 1968: 194).

Notas

[1] Cfr. al respecto la discusión que Xolocotzi y Zirión (2018) sostienen sobre el lema de la fenomenología.

[2] Según la interpretación que Heidegger lleva a cabo en Ontología. Hermenéutica de la facticidad, las Investigaciones lógicas de Husserl «son investigaciones sobre objetos tradicionalmente asignados al campo de la lógica. […] Si lo que la lógica dice ha de tener fundamento alguno, es necesario que esas cosas de las que habla sean en sí mismas accesibles» (1999b: 94).

[3] En todo caso, Heidegger no deja de reconocer que la fenomenología, en cuanto método, es el cómo de la investigación filosófica (cfr. Heidegger, 1999b: 97).

[4] La orientación hermenéutica de «las cosas» de la fenomenología en tanto un dinámico ser-para, también afectará al cómo del aparecer y al sujeto de la experiencia. Por ello, el desarrollo reflexivo de la esfera trascendental de las vivencias deberá transformarse en comprensión hermenéutica, la cual, a su vez, exige como punto de partida la forma concreta y finita del sujeto en su existencia fáctica (Dasein).

[5] La comprensión de mundo circundante, esto es, del mundo que se muestra desde el estar ocupado, es preontológica porque se lleva a cabo conforme al mundo (Weltmässig). Por el contrario, en un nivel ontológico, el fenómeno del mundo se muestra en cuanto mundo, es decir, en su mundaneidad (Weltlichkeit). En la presente exposición hemos intentado mantenernos en el nivel pre-fenomenológico de la mundicidad del mundo, pero es inevitable que nuestros desarrollos conduzcan finalmente a la mundaneidad el mundo.

[6] «El peculiar y obvio “en-sí” de las cosas comparece en la ocupación que hace uso de estas “cosas” sin advertirlas expresamente [...]» (Heidegger, 2012b: 96).

[7] De acuerdo con los fines del presente artículo nos hemos concentrado en la estructura operativa que caracteriza la comparecencia del útil y del mundo; sin embargo, para Heidegger, la experiencia fenomenológica en general se mueve en términos de manifestación y ocultamiento, debido a que tiene lugar en el cruce entre «lo ya dado» ónticamente y aquello que hace posible esta dación, esto es, el horizonte de «lo pre-dado» ontológicamente. Al respecto véase Basso (2019); Rodríguez (2015) y Xolocotzi (2004).

[8] Por otro lado, también es cierto que la comprensión heideggeriana del lenguaje se mueve en un extremo regionalismo, al concederle preeminencia al idioma alemán por encima de los idiomas asiáticos y latinos, a los cuales rechaza, o bien por su radical otredad (japonés) o bien por su tendencia a la superficie y la apariencia (latín). Cfr. Volpi (2003).

[9] A la base de esta tesis, subyace otra de mayor calibre, a saber «la tesis de que la filosofía no es una ciencia teórica […]» (Heidegger, 2006d: 87).

III. Heidegger y el olvido de la retórica

Preguntar quiere decir: escuchar

aquello que interpela a uno[v].

Martin Heidegger, Aus der Erfahrung des Denkens

[De la experiencia del pensar]

Como es sabido, la filosofía práctica de Aristóteles jugó un papel central para la configuración del pensamiento heideggeriano. Franco Volpi (1989), pionero en esta línea de investigación, centró su investigación en torno a la relevancia de la Ética Nicomaquea para la conformación de Ser y tiempo. En concreto se habló del ser-ahí (Vorhandenheit), del ser-a-la-mano (Zuhandenheit) y del Dasein como producto de la apropiación y rehabilitación de la theoría (θεωρία), la poiésis (ποίησις) y la praxis aristotélica, respectivamente. A partir de este hallazgo se multiplicaron los estudios sobre la importancia de Aristóteles, tanto para la conformación de la ontología fundamental como para el pensamiento heideggeriano tardío. El texto que a continuación presentamos se enmarca precisamente en esa línea de investigación, pero se enfoca no ya en la lectura de la Ética Nicomaquea, antes bien en la revisión de la Retórica aristotélica que Heidegger llevó a cabo durante su estancia en Marburgo, especialmente en el semestre del verano de 1924. Nuestro objetivo consiste en poner de manifiesto tres aspectos de esta lectura, que, debido a su carácter radical e innovador, contribuyen a las tentativas contemporáneas de reconectar el ámbito de la retórica con el de la filosofía, surgidos sobre todo después del así llamado giro lingüístico. Concretamente se trata de la caracterización de la retórica como hermenéutica, como posibilidad, como escucha, y, sobre todo, como la primera investigación acerca del lógos entendido como lenguaje. Por otro lado, también es necesario exponer las razones por las cuales la interpretación heideggeriana no tuvo grandes repercusiones para la analítica existenciaria, ni para la filosofía del lenguaje en general, pues solo neutralizando reparos surgidos de su propia ontología, es posible liberar las posibilidades productivas que la lectura Heidegger pudiera ofrecer al estudio de la retórica en general.

 

Retórica y filosofía

La historia de la relación entre retórica y filosofía ha sido la de dos conceptos antagónicos, pues mientras que la primera se inscribe en el ámbito de la opinión (doxa), la segunda se ocupa de la episteme (ἐπιστήμη), o sea, del conocimiento fundado. A partir de esta distinción, la retórica fue rechazada con los mismos argumentos con los que se rechaza la sofística; sin embargo, la retórica no es sofística y no puede reducirse a ella. Según el lingüista francés Roland Barthes, la retórica funciona como un metalenguaje, es decir, un discurso acerca del discurso que comprende varias prácticas según la época. Es por ello que cuando hablamos de retórica podemos referirnos a lo siguiente: a) una técnica, es decir, un arte en el sentido clásico; b) a una enseñanza; c) a una ciencia con un campo de observación autónomo; d) una moral o e) una práctica social (Barthes, 1982: 9). Según esta clasificación, la retórica se caracteriza, entonces, por tener un sesgo técnico-formativo, cierta eficiencia social y cierta capacidad lingüístico-performativa; razones suficientes para que «la filosofía nunca fue[se] capaz de destruir[la] ni de absorberla» (Ricoeur 2001: 18). Quizá por ello, el filósofo se vio obligado a admitir la presencia de la retórica siempre y cuando dispusiera sus medios y sus fines para los objetivos de la filosofía, es decir, siempre que el bien decir estuviera al servicio de lo verdadero y lo justo (cfr. Platón, Fedro: 267b-271c; Gorgias: 449a-458c).

Al interior de este paradigma antirretórico de corte platónico –que se extendió por lo menos hasta el siglo XIX– hablar de una «filosofía de la retórica» resultaba ocioso y estéril. Pese a ello, tal como recuerda Paul Ricoeur, «antes de degenerar en fútil, la retórica era peligrosa debido a su capacidad para funcionar sin referencia objetual, a su falta de compromiso con la verdad y a su capacidad para mover a los hombres a la acción a través de las palabras» (Ricoeur, 2001: 17). Gracias al giro lingüístico, estas razones volverán a surtir efectos en diversas disciplinas y conducirán a una especie de Renaissance, diseminado bajo títulos como «Redescubrimiento» (Vetter & Heinrich, 1999; Barthes, 1993), «Retorno» (Kopperschmidt, 1990, 1991; Bender & Wellbery, 1990) o «Rehabilitación» (Compagnon, 1999). Incluso se llegó a hablar de un «giro retórico» al interior de la filosofía (Simons, 1990), cuyo principal cometido era reunir, bajo un mismo título, todos los esfuerzos por poner al descubierto la fuerte retórica que alimenta los discursos políticos, filosóficos, e incluso científicos.

Entre los representantes más destacados de dicho giro se encuentra el filósofo y jurista Chaïm Peelerman, quien en su libro titulado La nueva retórica (1976), recoge y reactiva el principio de persuasión desde el punto de vista de las modalidades argumentativas; las cuales, a su vez, son determinadas por el auditorio (universal/particular) sobre el cual hay que influir. Por otro lado, tenemos el ensayo que Hans Blumenberg publicó en 1971, titulado «Una aproximación antropológica a la actualidad de la retórica». En dicho texto, Blumenberg desarrolla una retórica antropológica que consiste, grosso modo, en la articulación metafórica y mitológica de lo inconmensurable para el hombre, una especie de acceso al mundo que se ubica entre lo probable y lo verosímil, y que se presenta como alternativa frente a la evidencia científica, como también a la extrema racionalización. Asimismo, en el marco de la así llamada interpretación pragmático-trascendental del lenguaje, Karl-Otto Apel postula la simbiosis entre el discurso verdadero y el discurso persuasivo, es decir, entre la verdad y el efecto a nivel discursivo. Por último, tenemos la retórica hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, quien partiendo de la noción desarrollada en el Fedro, le concede un papel activo en el arte de la comprensión y transmisión del conocimiento. Para Gadamer, la retórica no se deja reducir al conjunto de reglas que conforman una disciplina, puesto que se trata de una capacidad natural y una destreza práctica del ser humano. La retórica se extiende, pues, a la universalidad de lo lingüístico y se basa en el sentido común, razón por la cual puede ser cultivada por cualquier hombre o mujer con la finalidad de entender y poder darse a entender a través del diálogo.

Desde un punto de vista histórico –es decir, antes del giro lingüístico y por consiguiente del giro retórico–[1], fue Nietzsche el primero en introducir la retórica como instrumento crítico y en «asumirla en su papel histórico como una antifilosofía» (Kopperschmidt, 1994: 53). Para el filósofo de Torino, el lenguaje natural no es esencialmente gramático sino retórico, esto es, está más cerca del arte que de la lógica, puesto que su configuración y funcionamiento son el resultado de operaciones retóricas encubiertas por el uso y el paso del tiempo. Por el contrario, el término y el concepto son producto de una serie de simplificaciones del lenguaje vivo que se llevan a cabo apelando, nuevamente, a recursos retóricos como la metáfora y la metonimia. Ante este diagnóstico, entre 1869 y 1873, el joven profesor de retórica en Basilea se propondrá sacar al descubierto la fuente artística que alimenta al lenguaje en general, lo cual se verá reflejado en sus lecciones sobre la Descripción de la retórica antigua (1995a) y la Historia de la elocuencia griega (1995b, cfr. Nietz­sche, 2000). Durante esos años, también redacta Los orígenes del lenguaje y Sobre verdad y mentira en sentido extra moral, textos en los que anuncia los lineamientos fundamentales de su crítica al tejido lingüístico de la razón y que culminan con la inversión del sentido clásico de verdad:

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pue­blo considera fijas, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal (Nietzsche, 1996: 25).

Con el redescubrimiento de la retórica, Nietzsche había abierto –quizá demasiado pronto– un camino seguro para desarrollar la crítica al lenguaje de la metafísica. Extrañamente Heidegger, que conocía bien su obra y que por momentos se sitúa en la misma línea de la detonante filosofía nietzscheana, repite el mismo esquema de conflicto de la filosofía clásica en materia retórica. La única referencia explícita a esta disciplina se encontraba –hasta el año 2002– en el parágrafo 29 de Ser y tiempo, en donde se define la retórica aristotélica como «la primera hermenéutica sistemática de la cotidianidad del convivir» (2012b: 158). Como es evidente, él no se interesa en primera instancia por la retórica, sino por las «categorías» existenciarias que pudiera ganar a través de un estudio. Todo indica que a pesar de haber insistido en la superación de «el olvido del ser», su pensamiento sigue atrapado en «el olvido de la retórica» que yace en la base del logocentrismo filosófico de occidente (cfr. Grassi, 1999: 93-ss.)[2].

Heidegger y la retórica

La falta de una interrogación explícita por la naturaleza de la retórica, en el seno de la analítica existenciaria, se debe a que esta permanece estrechamente ligada a la tradición humanista, cuyo ideal de humanitas no piensa de manera suficientemente radical la esencia del ser humano (cfr. Heidegger, 2000a: 259-ss.; Grassi, 2006)[3]. Por otro lado, la orientación estrictamente ontológica del pensamiento heideggeriano excluye el tratamiento de las así llamadas «ontologías regionales», de modo que, cualquier meditación en torno a la retórica quedaría absorbida por el despliegue de la red conceptual conformada por la coexistencia (Mitsein), la comprensión (Verstehen), la disposición afectiva (Befindlichkeit) y el discurso (Rede). Si acaso se insiste en situar esta disciplina en el contexto de Ser y tiempo, cabría clasificarla como un momento estructural de la Gerede, es decir, de la habladuría, debido a que se lleva a cabo como un modo de exteriorización del discurso que apela a la opinión (doxa) y la creencia (pistis [πίστις]).

Con todo, gracias a la Gesamtausgabe [Edición Integral], ahora sabemos que, durante el periodo de Malburg que abarca de 1923 a 1928, caracterizado por la confrontación con la filosofía de Aristóteles y Platón, Heidegger ya se había dado a la tarea de revisar exhaustivamente algunos aspectos de la retórica, encubiertos por la lectura tradicional (Xolocotzi, 2011b: 96). Incluso se podría hablar de tres conceptos de retórica surgidos de los comentarios al Gorgias, al Sofista y a la Retórica respectivamente; sin embargo, solo en la confrontación con el tratado aristotélico, esboza una interpretación que rebasa en varios aspectos a la lectura tradicional. Dicha interpretación se encuentra en el tercer capítulo de los Conceptos fundamentales de la filosofía aristotélica, lección que sostuvo el semestre de verano de 1924, pero que fue publicada hasta el 2002, en el tomo 18 de la Gesamtausgabe. La lección resulta, pues, de suma importancia no solo porque contribuye a la reconstrucción del pensamiento heideggeriano previo a Ser y tiempo, sino porque nos brinda las claves necesarias para el redescubrimiento y revalorización de la retórica aristotélica en el marco de la filosofía heideggeriana, así como de la filosofía contemporánea en general.

La lección de 1924

De acuerdo con los subtítulos que el editor Marc Michalski agregó a la lección, esta puede dividirse en dos partes: mientras que la primera parte abarca de los parágrafos 3 al 22 y abre el terreno para la «comprensión preliminar acerca del arraigo de la conceptualización»; la segunda parte abarca de los parágrafos 23 al 28 y busca una «interpretación repetitiva de los conceptos fundamentales aristotélicos sobre la base de la comprensión del arraigo de la conceptualización». El objetivo principal de la lección consiste «en considerar los conceptos aristotélicos fundamentales en su conceptualización específica», de modo que preguntemos, «qué cosas son significadas en esos conceptos, cómo son experimentadas, hacia dónde son dirigidas, y por consiguiente, cómo son expresadas de forma significativa» (Heidegger, 2002a: 333). Aquí no se trata ya de despejar el origen histórico de los conceptos filosóficos ni de buscar las conexiones formales que existen entre ellos, sino de sacar a la luz aquello que hace de un concepto tal cosa: la conceptualización del concepto en cuanto tal.

Para alcanzar este objetivo será necesario acceder al suelo que hace posible todo concepto fuera de la tensión temporal entre el pasado y el presente de la investigación filosófica o, mejor dicho, entre la tendencia encubridora de la tradición y la necesidad de proceder sin presupuestos, propia de la fenomenología (Thanassas, 2009: 258). Dicho suelo será para Heidegger la existencia en su modalidad cotidiana, pues solo a través de ella es posible ver aquello que en el concepto fue experimentado de manera originaria (sachgebende Grunderfahrung), su uso inmediato (Gebrauch) y sus pretensiones de comprensibilidad (Verständlichkeitsanspruch) (cfr. 2002a: 338).

Dado que la Retórica se ocupa precisamente de los modos de hablar habituales, su estudio le permitirá delinear de mejor manera los elementos que conforman la estructura de la cotidianidad desde el punto de vista del hablar-unos-con-otros. De entre ellos se destaca el habla como articulación de sentido, el uno (das Man) como el «auténtico» modo de ser del hombre en la cotidianidad (p. 64); y la praxis como aquella instancia que «deja ver» lo ahí interpretado. Incluso hay quienes proponen una analogía entre la doctrina aristotélica de los afectos desarrollada en la Retórica y el análisis de la afectividad y los temples de ánimo de Ser y tiempo (Dockhorn, 1966); mientras que otros estudiosos como Thanassas (2009: 264) y Oesterreich (1989: 661- 668) sostienen que la estructura existenciaria del ser-en-el-mundo, conformada por la comprensión (Verstehen), la disposición afectiva (Befindlichkeit) y el habla (Rede) se encuentra de manera germinal en la unidad retórica del éthos (ἦθος), del phatos (πάθος) y del lógos (λόγος).

 

Como podemos observar, la confrontación con la Retórica está motivada por un interés estrictamente ontológico. Él mismo deja esto en claro cuando dice que «Aquí no se puede llevar a cabo una interpretación de la ‘Retórica’. Aquí se trata de comprender más agudamente la definición del ζῷον λόγον ἔχον […]» (Heidegger, 2002a: 110). Es por ello que el tratamiento del texto aristotélico será dejado de lado casi en la primera parte de la lección, es decir, una vez que la estructura de la cotidianidad (Alltäglichkeit) ha sido ganada. Sin embargo, y en contra del restringido papel que Heidegger le concede a esta disciplina, a continuación, nos enfocaremos en el análisis de tres caracterizaciones suyas que tuvieron menor impacto en el ámbito ontológico, pero que contribuyen a la reconstrucción y ampliación del concepto tradicional de retórica. Se trata de su carácter de posibilidad, de su alcance hermenéutico y de la preminencia de la escucha por encima del habla.

a) Retórica como posibilidad

Casi al inicio de su argumentación, Heidegger toma distancia del tratamiento de la retórica como técnica, pues lo considera un impedimento para llegar a una auténtica comprensión del tratado aristotélico (p. 109). Para el filósofo alemán, no es necesario reconocer a la retórica como techné palabra griega (τέχνη) ni ἐπιστήμη (p. 116), puesto que, al ocuparse de lo particular, es decir, modos del hablar según el asunto y la ocasión, no pertenece a ningún ámbito determinado[4]. La retórica no es pues una técnica, pero sí es algo técnico (τò τεχνικόν) porque nos brinda orientación con respeto a «lo dado». No obstante, a diferencia de la fenomenología, que también se ocupa de «lo dado», la retórica no va «a las cosas mismas», sino que saca a relucir «aquello que habla por la cosa», es decir, se ocupa de «generar» opiniones y creencias en torno a la cosa y las dispone como criterio de argumentación a favor de la comunicabilidad entre el orador y su auditorio (p. 119).

Esto último no significa que el trabajo de la retórica sea convencer, pues esa sería la virtud de la sofística. La tarea de la retórica consiste, más bien, en hacer ver las condiciones bajo las cuales el lenguaje muestra las cosas de la experiencia cotidiana, o sea, de la doxa. La retórica se encargaría pues, de mostrar cómo trabajan las opiniones generales de la pólis (πόλις) con vistas a la persuasión sin que ella misma busque persuadir. «El retórico –dice Heidegger– no quiere convencer, sino, sobre todo, ver»[5]. En este sentido, la retórica puede concebirse como «la virtud de hacer ver aquello que puede persuadir». En ello reside precisamente su carácter de dýnamis (δύναμις) en tanto posibilidad, la posibilidad que el ser humano tiene de hacer ver lo persuasivo y de «ver los medios de persuadir que implica cada tema» (cfr. Aristóteles, 1990: 1355 b 10).

Ahora bien, dado que la retórica se ocupa de la doxa en un sentido eminente, es importante señalar que a diferencia de Ser y tiempo, donde la opinión se describe como un fenómeno alienante, Heidegger destaca aquí su sentido positivo en tanto que constituye «el modo en el que tenemos ahí la vida en su cotidianidad». Mientras que la teoría se constituye como una modalidad excepcional del saber, «la δόξα es el modo en el que la vida sabe de sí misma» (Heidegger, 2002a: 138). Esto quiere decir que, a pesar de no brindar contenidos definitivos, puesto que pertenece al ámbito de lo que siempre puede ser de otra manera, el lógos de la doxa pone al descubierto la unidad estructural mayor del ser-en-el-mundo, propio del Dasein en su estar descubierto de manera cotidiana, el cual constituye a su vez el suelo tanto para la actitud teórica (theōrein [θεωρειν]) como para la praxis.

En vista de que el fenómeno de la doxa no se lleva a cabo como investigación, sino como un «tener» ya siempre una determinada perspectiva del mundo, también posee cierto carácter de apertura (Erschlossenheit). En la doxa no tengo al ente en cuanto tal, es verdad, pero cuento con una «auténtica» orientación con respecto a su ya estar descubierto de modo inmediato, desde el punto de vista del ser-unos-con-otros en el mundo (p. 142). En el ámbito de la doxa, la función aperiente del lógos consiste en mostrar cómo «se vive en el mundo de manera cotidiana y cómo se las arregla uno con las cosas ateniéndose “a lo que otros dicen”» (p. 151). Dicho fenómeno del lenguaje no se limita, pues, al cuchicheo y la habladuría, sino que «se extiende al mundo entero», doxa panta (δόξα πάντα) (p.149), y proporciona el suelo y punto de partida para la investigación que va detrás de «las cosas mismas» (p. 152).

En resumidas cuentas y siguiendo la línea argumentativa que Heidegger plantea en el parágrafo 15 de la lección, tenemos que la doxa como fenómeno surgido del hablar-unos-con-otros, es decir, el lógos, visto como un comportamiento colectivo, tiene la función fundamental de «poner de manifiesto en dónde se sostiene la vida en tanto ser-en-un-mundo: δηλοῦν». Esto es posible porque «el ser-en-el-mundo es un ser tal, que tiene abierto el mundo; que está orientado en el ser del mundo […]». Dicha orientación se sostiene, a su vez, en una determinada familiaridad que se realiza en el hablar. El hablar se convierte así en «la forma peculiar del mostrar hacia dónde se está orientando» (p. 139).

b)Retórica como el arte de escuchar

En segundo lugar, partiendo de la definición griega del hombre como zoón lógon echón (ζῷον λόγον ἔχον), es decir, como «un ser vivo que tiene su propio ser en el diálogo y en el habla» (p. 108), Heidegger perfila al retórico como aquel que, por entender algo respecto del habla, tiene verdadero dominio sobre el Dasein en su carácter de Miteinandersein [Ser unos con otros], esto es, en tanto que convive con otros en un nivel eminentemente fáctico. Según la interpretación tradicional, dicho dominio se debe a la capacidad que el retórico tiene para conmover a los hombres a través de las palabras; para Heidegger este saber hablar es inseparable de un saber escuchar. Aunque en este punto resuena claramente el «estar a la escucha» propio de filosofía tardía de nuestro autor. Lo cierto es que, a estas alturas, se trata de un escuchar pragmáticamente orientado como veremos a continuación.

El escuchar, nos dice, es «el percibir del habla» (p. 104). En tanto que la escucha atiende a lo dicho en el habla, se encuentra implicada en el lógos. Al igual que la mano en Ser y tiempo, el oído no se reduce aquí a mero órgano, pues no percibe en primera instancia sonidos articulados; lo que percibe es la articulación misma del mundo en su carácter significativo (cfr. Derrida, 1998a). Cuando escuchamos, la voz del otro surge desde el fondo intramundano bajo la forma del exhortar, del persuadir, del advertir, del reprender, etcétera, invitando con ello a la acción. En el escuchar, el Dasein «se deja decir algo» y a partir de ello «dispone de una directiva concreta para la ocupación práctica» (Heidegger, 2002a: 111). Distingue incluso tres modalidades del escuchar que corresponden con la triple categorización de los discursos: en primer lugar, tenemos el escuchar atento de quien presencia una festividad, propio del discurso epidíctico; en segundo, el escuchar que construye una perspectiva de lo que ha sucedido y que acompaña al discurso judicial; y, por último, el escuchar que se forma un juicio o una opinión sobre lo que habrá de suceder, el cual corresponde al discurso deliberativo (p. 124).

Pero el escuchar no se limita a escuchar al otro. El hombre, en tanto ente que habla, lleva en sí la posibilidad de decirse algo a sí mismo y de escuchar su propia voz. ¿Y qué es aquello que escucha? Aquí Heidegger está muy lejos de referirse al llamado de la conciencia hacia el sí-mismo, desarrollado en los parágrafos 55 y 56 de Ser y tiempo. Tan solo remite a una tendencia autorreferencial de la vida pragmática que obedece al qué y al cómo del procurarse a sí misma (Heidegger, 2002a: 105). Este escuchar procurante (ὄρεξις) participa del lógos únicamente en tanto que atiende a lo dicho en el habla. Por ello, Aristóteles lo caracteriza como un escuchar falto de lógos (álogon [ἄλογóν]) en sentido privativo, es decir, en tanto que se lleva a cabo un no-hablar para poder escuchar (p. 106).

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