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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Era día de fiesta?

Estaba claro que trataba de sugerir cómo «Voces divinas», no podían permitir hacer la guerra en un día sagrado. Juana, al darse cuenta de la jugada, quedó confusa un momento, y luego contestó:

—Sí. Era día de fiesta.

—Y, ahora, respondedme: ¿Ordenasteis vos atacar en semejante día?

La pregunta fue un cañonazo que agrietó un muro intacto hasta el momento, como era la defensa de Juana. El silencio y la expectación se adueñaron de la sala. Pero, una vez más, Juana defraudó al público:

—«Passez outre».

Muchas sonrisas irónicas bailaron en los campanudos rostros. La trampa había sido larga y laboriosamente preparada. Pero no encontró presa. La sesión quedó levantada, pues tras varias horas de interrogatorio, los jueces se encontraban muy cansados. La mayor parte de las preguntas parecían inútiles y sin objeto: los acontecimientos de Chinon, la primera proclama de Juana, y otras cosas parecidas. Pero el terreno del interrogatorio estaba, en verdad, sembrado de trampas ocultas. Juana se estaba librando de todas ellas. Unas veces, por la suerte protectora que acompaña a los inocentes, otras, por pura casualidad; y tampoco faltaron ocasiones en que la visión clara y la asombrosa intuición de su extraordinaria inteligencia la hicieron salir con bien.

Pero el acoso diario de la joven indefensa y encadenada iba a continuar todavía mucho, mucho tiempo… ¡Hermoso deporte, el ver a una jauría de mastines y sabuesos persiguiendo a un pequeño gatito!

Un cuarto de siglo más tarde, después de la muerte de Juana, el Santo Padre mandó reunirse otra vez al tribunal para que examinara de nuevo la historia y emitiera sentencia para limpiar la memoria de la Doncella. Y este segundo tribunal lanzó el anatema de condena contra el veredicto del tribunal de Rouen y el comportamiento de sus jueces.

Manchon y varios de los participantes en el proceso declararon como testigos ante el tribunal de Rehabilitación de Juana de Arco. Las declaraciones de Manchon no dejaron lugar a dudas sobre los métodos aplicados a Juana. Estas fueron sus palabras literales:

«Cuando Juana hablaba de sus apariciones, la interrumpían de modo constante a cada frase. Los interrogatorios de la mañana duraban tres o cuatro horas. Después, se anotaban los puntos más conflictivos y sutiles, que servían como tema para las sesiones de las tardes, que se adargaban dos o tres horas. De forma repentina, se pasaba de unas materias a otras. A pesar de esto, ella respondía siempre con asombrosa inteligencia y gran memoria. A veces rectificaba a los propios jueces, aclarando: “Pero si ya he contestado a eso antes… preguntad al escribano”» (se refería a mí).

Y ahora reproduzco el testimonio de uno de los jueces de Juana. Conviene recordar que todo aquello no duró un par de días, sino muchos, uno tras otro, interminables… Su declaración fue:

«Se le hacían preguntas intrincadas, pero ella se desenvolvía con soltura. A veces, los que dirigían el interrogatorio cambiaban bruscamente y pasaban a otra cuestión, para comprobar si sus palabras se contradecían. La atosigaban con largas disquisiciones y relatos que duraban tantas horas, que a los mismos jueces les agotaba la fatiga. El orador más experto del mundo no habría logrado desenredarse de los lazos que le tendían. Ella daba sus respuestas con gran prudencia, hasta el extremo de que pensé, durante varias semanas, que estaba inspirada».

Con tales informes auténticos, ¿tengo yo razón al describir las cualidades de Juana? Ya veis lo que afirman estos sacerdotes, elegidos por su doctrina y claro discernimiento, poco sospechosos de parcialidad en favor de la joven procesada. Reconocen sus dotes, a pesar de que ellos vienen de la Universidad de París, mientras Juana procede de una aldea campesina donde fue pastora de ovejas y vacas. Y es que Juana era maravillosa, grande como no la hubo seis mil años antes ni la habrá cincuenta mil años después. Esa es mi opinión.

56

La tercera sesión del tribunal se celebró en la misma espaciosa cámara, el día siguiente, 24 de febrero. La jornada se inició con el ceremonial cotidiano, distribuyendo los encargados del orden a los sesenta jueces en los puestos asignados a cada uno. Una vez más, Cauchon desde su estrado solicitó de Juana el juramento sobre el Evangelio, prometiendo decir la verdad en todas las preguntas que se le formularan.

Los ojos de la joven centellearon. Se levantó y estuvo unos momentos en pie, llena de hermosura y nobleza, frente al obispo, diciendo:

—Id con cuidado, señor, vos que sois mi juez y asumís tremenda responsabilidad, porque vais demasiado lejos en vuestras atribuciones.

Sus palabras desencadenaron un considerable tumulto. Cauchon la amenazó con dictar condena contra ella inmediatamente si no obedecía. Me quedé helado. Aquello significaba morir en la hoguera. Pero Juana, todavía en pie, le respondió sin perder la calma:

—Ni todo el clero de París y Rouen juntos están autorizados para condenarme, pues carecen de derecho a hacer tal cosa.

El tumulto se reprodujo, al dividirse el público entre los que gritaban y los que aplaudían. Juana tomó asiento, y el obispo insistió en su postura. La joven habló de nuevo:

—Ya he prestado juramento y con eso es suficiente.

El obispo gritó:

—¡Si os negáis a jurar os hacéis sospechosa!

—Ya está bien. Presté juramento. Con eso basta.

El obispo continuó empeñado en su propósito, y Juana sólo prometió exponer lo que ella sabía, pero no todo lo que sabía. Como el obispo no cejaba, la joven dijo con sencillez:

—Vengo de parte de Dios y no tengo nada más que hacer aquí. Si lo deseáis, enviadme otra vez a Él, que me ha enviado.

Fue dramático escucharla, pues, en realidad, estaba diciendo: «Como sólo queréis quitarme la vida, tomadla y dejadme en paz».

El obispo gritó de nuevo:

—Una vez más, os ordeno…

Juana le cortó con un tranquilo «Passez outre», y Cauchon se dio por vencido. Pero ofreció un acuerdo que la joven aceptó porque le resultaba favorable. Se trataba de una promesa de decir la verdad «en cuanto se refiera a los temas incluidos en el “Procès verbal”», con lo cual las preguntas se ceñirían a unos márgenes determinados, siguiendo un curso trazado. El obispo había cedido más de lo que pensaba y más de lo que, realmente, estaba dispuesto a cumplir.

A una indicación, Beaupère continuó con el examen de la acusada. Como era Cuaresma, quizá lograra sorprenderla con alguna obligación incumplida en sus deberes religiosos. Yo le habría indicado que por ese lado fracasaría. ¡Si la religión era toda su vida!

—¿Desde cuándo no habéis comido ni bebido?

Con sólo una brizna de pan o agua que hubiera tomado, nada la habría salvado de la terrible sospecha de despreciar los mandamientos de la Iglesia.

—No he tomado comida ni bebida desde ayer al mediodía.

Entonces, el clérigo volvió al tema de las «Voces».

—¿Cuándo habéis oído esa Voz vuestra?

—Ayer y hoy.

—¿Hacia qué hora?

—Ayer la oí por la mañana.

—¿Qué estabais haciendo en ese momento?

—Estaba dormida, y la Voz me despertó.

—¿Os tocó el brazo?

—No. Sin tocar mi brazo.

—¿Le disteis las gracias de rodillas?

Pensaba en la intervención de Satanás y confiaba en poder demostrar que había rendido culto al gran enemigo de Dios y del hombre.

—Sí. Le di las gracias y me arrodillé en la cama a la que estoy encadenada, junté mis manos en oración e imploré ayuda a Dios para que me diera luces y acierto al contestar las preguntas que me hacéis.

—¿Qué dijo la Voz entonces?

—Me aconsejó que respondiera con valentía y que Dios no me iba a dejar… —se volvió hacia Cauchon y habló:— Decís que vos sois mi juez. Pero yo os digo: cuidado con lo que hacéis, pues en verdad soy enviada de Dios y estáis corriendo grave peligro.

Beaupère le preguntó si los consejos de la Voz no se contradecían o variaban.

—No. Nunca se contradicen. Hoy mismo me han vuelto a repetir que conteste con audacia.

—¿Os ha recomendado la Voz responder solamente a parte de lo que se os pregunte?

—Sobre ese tema no diré nada. Se me han hecho revelaciones respecto al Rey, mi señor, y no las comunicaré.

Las lágrimas acudieron a sus ojos, y exclamó:

—¡Creo tan enteramente, como creo en la fe de Cristo y en la Redención, que Él me habla a través de esa Voz!

Al preguntarle detalles sobre la Voz, afirmó no tener autorización para manifestar todo lo que sabía.

—¿Creéis que Dios se ofendería si no dijeseis toda la verdad?

—La Voz me ha ordenado explicarle al Rey ciertas cosas, pero no a vos. Algunas muy recientes. La noche última, incluso. Me gustaría que él las conociese. Estaría más tranquilo.

—¿Y por qué la Voz no le habla directamente al Rey, como hizo la vez que le visitasteis? ¿Lo haría, si vos se lo pidieseis?

—No sé si esa es la voluntad de Dios.

Quedó ensimismada unos momentos. Luego, añadió una observación que Beaupère podía aprovechar en contra de Juana, para tenderle una trampa. Pero no penséis que la utilizó inmediatamente al impulso de la alegría de su mente. Ni siquiera parecía haber escuchado sus palabras. Dejó de lado el tema y pasó a preguntar sobre otros aspectos, con el fin de rodear a Juana, y atacarla después por su flanco más débil.

Se sucedieron diversas cuestiones anodinas para distraer a la acusada: que si la «Voz» presentaba aureola de gloria, que si le había aconsejado huir de la prisión, que si tenía ojos… A todo esto, Juana se limitó a responder:

 

—En todo caso, yo sin la gracia de Dios no puedo hacer nada.

El tribunal comprendió entonces la maniobra del clérigo. La pobre niña se encontraba distraída y soñolienta, muy cansada, ignorante del peligro que corría su vida. Sus últimas frases dieron a Beaupère la ocasión que andaba buscando para su estocada a muerte. Con toda calma, dispuso el cepo:

—¿Os encontráis en estado de gracia?

La gravedad de la pregunta despertó sonoros murmullos. Uno de los jueces, de entre los pocos que se podían considerar honrados, llamado Juan Lefèvre, poniéndose en pie de un salto, gritó:

—¡Esa pregunta es terrible! ¡La acusada no está obligada a contestarla!

Al oírlo, Cauchon enrojeció de ira ante la tabla de salvación que se le ofrecía a la niña en tan grave peligro, y ordenó:

—¡Silencio! Volved a ocupar vuestro lugar. La procesada deberá responder esa pregunta.

Comprendimos que Juana estaba perdida. La pregunta no tenía solución, tanto si era afirmativa como negativa. La Sagrada Escritura dice que uno nunca puede estar seguro de si se encuentra, o no, en estado de gracia. Observad la dureza de corazón de unas personas capaces de tender semejante lazo a una niña inocente, y encima disfrutar de su triunfo. Fueron para mí unos momentos angustiosos. Los asistentes, ávidos de emociones, aguardaban el desenlace del episodio, unos con alegría y otros compadecidos. Juana los miró a todos con sus ojos limpios y luego, con toda humildad y delicadeza, ofreció una respuesta que rompió la trampa y abrió el cepo, como se destruye una tela de araña:

—Si no estoy en Gracia de Dios, le ruego a Él que me la otorgue, y si lo estoy, entonces le pido que me la conserve.

No podréis imaginar el efecto de sus palabras. Nunca, mientras viváis. Se hizo un silencio sepulcral. Los jueces se miraban con asombro unos a otros. Hubo quien, atemorizado, se santiguó. Yo escuché a Lefèvre decir:

—Esa respuesta se encuentra por encima de la capacidad humana. ¿De dónde le habrá venido la inspiración a esta criatura?

Beaupère continuó su interrogatorio, pero se le notaba humillado por su derrota, pues a partir de ese momento ya no actuaba con la misma eficacia.

Formuló mil preguntas sobre la infancia de la joven, sus paseos y juegos en tomo al Árbol de las Hadas. Movida por los recuerdos, a Juana se le quebró la voz alguna vez, pero se rehízo y contestó serenamente. Beaupère volvió al tema del vestido masculino, constante amenaza esgrimida contra ella, y dijo:

—¿Os agradaría tener un traje femenino?

—Desde luego que sí, pero siempre que pudiera salir de esta cárcel. Mientras permanezca encerrada, no.

57

El Tribunal continuó las sesiones el lunes 27 de mayo. ¿Creeréis lo que ocurrió? Pues que el obispo Cauchon ignoró el acuerdo hecho de limitar las preguntas a los temas previamente incluidos en el «Procès verbal». De entrada, volvió a ordenar a Juana que prestara juramento de responder a toda clase de preguntas. Ella manifestó:

—Deberíais daros por satisfecho con las promesas que ya he formulado antes.

No cedió ni un ápice, de modo que Cauchon tuvo que rendirse.

El interrogatorio volvió al tema de las Voces. Beaupère lanzaba sus preguntas con astuta parsimonia.

—Habéis declarado que reconocisteis que las Voces pertenecían a los ángeles. ¿Qué ángeles eran ésos?

—No fueron ángeles, sino Santa Catalina y Santa Margarita.

—¿Cómo sabéis que eran esas dos santas? ¿Cómo podíais distinguir una de la otra?

—Sé que eran ellas, y también sé cómo distinguirlas.

—¿Qué signo las diferenciaba?

—El modo como me saludaban. Durante los últimos siete años estuve bajo su dirección, y sé quiénes eran porque me lo dijeron.

—¿A quién pertenecía la primera Voz que os habló a los 13 años?

—A San Miguel. Lo vi con mis ojos, y no estaba solo, sino rodeado de otros ángeles.

—¿Visteis el cuerpo o espíritu del arcángel y de los ángeles que le asistían?

—Lo vi con mis ojos, lo mismo que ahora os veo a vos. Cuando se fueron, lloré porque no me llevaron con ellos.

Me recordó el episodio de la luz deslumbradora que tuve ocasión de observar junto al árbol de Bourlemont, y volví a emocionarme.

—¿Bajo qué apariencia y forma se os mostró San Miguel?

—No estoy autorizada a hablar de eso.

—¿Qué os comunicó el arcángel en aquella ocasión?

—No puedo responderos hoy.

Seguramente, eso quería decir que necesitaba permiso de sus «Voces».

Al preguntarle sobre las revelaciones hechas al Rey, se quejó lo inadecuado de tales cuestiones, y añadió:

—Repito otra vez, que ya respondí a todas estas preguntas ante el tribunal de Poitiers. Bastará con que solicitéis las actas de las sesiones y las leáis aquí. Os ruego enviéis a buscarlas.

Nadie dijo ni palabra. Querían olvidar aquel asunto. El libro de actas fue eliminado prudentemente, pues contenía declaraciones peligrosas para Cauchon. Entre ellas, la sentencia reconociendo que la misión de Juana procedía de Dios, mientras las intenciones de tribunal —de rango inferior— de Rouen, pretendían demostrar que era cosa del Diablo. También se concedió en Poitiers permiso a Juana para usar vestidos de hombre, todo lo contrario de aquellos jueces, empeñados en condenar a Juana por su ropa masculina.

—¿Qué impulso os movió a iniciar vuestra misión, fue voluntad propia?

—Sí, pero también me lo ordenó Dios. De no ser por su voluntad, no me hubiera decidido.

Beaupère se centró de nuevo en el tema del atavío masculino de Juana, pronunciando un ampuloso discurso. Juana se hartó del asunto, y le interrumpió:

—Todo esto no tiene ninguna importancia. Yo no vestí ropas de hombre por deseos de nadie, sino por mandato divino.

—¿No os recomendó Roberto de Beaudricourt que lo usarais?

—No

—¿Os parece bien llevar atavío varonil?

—Me parece bien hacer todo lo que Dios me manda.

—Pero, en este caso, ¿hicisteis bien en usar traje de hombre?

—Todo lo que hice fue de acuerdo con la voluntad de Dios.

Beaupère efectuó varios intentos para lograr que incurriera en contradicciones o confesara actos u opiniones en desacuerdo con la Escritura. Pero no consiguió nada. Luego el interrogatorio giró en torno a las entrevistas de Juana con el Rey.

—¿Había un ángel sobre la cabeza del Rey la primera vez que lo visteis?

—¡Dios mío!… Si lo había, nada vi.

—¿Quizá era una luz?

—La sala estaba custodiada por 300 soldados e iluminada con 500 antorchas, sin necesidad de luz espiritual.

—¿Por qué creyó el Rey en vuestras revelaciones?

—Le di pruebas. También influyó el consejo del clero.

—¿Qué revelaciones tuvo el Rey?

—No pienso hablar de eso por ahora. Sufrí interrogatorios en Chinon y Poitiers. El Rey recibió una señal para que creyese. La sentencia del clero fue que mis actos eran buenos, y no malos.

Acabado aquel tema, Beaupère se refirió al asunto de la espada milagrosa de Fierbois, para ver si lograba acusar a Juana de brujería.

—¿Cómo sabíais vos que se ocultaba una antigua espada enterrada en el suelo, detrás del altar de la iglesia de santa Catalina de Fierbois?

—Sabía que la espada se encontraba allí porque me lo indicaron mis Voces. Envié por ella para que me acompañara en la guerra. Pensé que no estaría enterrada muy profundamente. Los sacerdotes ordenaron excavar hasta que la encontraron. Después, como estaba cubierta de herrumbre, hubo que pulirla, cosa que hicieron hasta dejarla completamente limpia.

—¿La teníais con vos cuando os apresaron en Compiègne?

—No, pero la llevé siempre hasta que abandoné St. Denis, tras el ataque a París.

Por lo visto, aquella espada, mil veces victoriosa, quedaba en sospecha de estar embrujada.

—¿Era aquella espada un objeto sagrado? ¿Se le practicó algún exorcismo?

—Ninguno. A mí me gustaba porque la encontramos en la iglesia de Santa Catalina, y le tengo mucho cariño a ese templo, debido a que se edificó en honor de uno de sus ángeles.

—¿No la depositasteis sobre el altar con el fin de que os diera buena suerte?

—No.

—¿Hicisteis rogativas para que os trajera fortuna?

—En verdad, tampoco es nada malo pedir que los míos tuvieran buenos resultados.

—Si no era ésa la espada que empuñabais en Compiègne, ¿cuál llevabais, entonces?

—La del borgoñón Franquet d’Arras, al que hice prisionero en la batalla de Lagny. Me gusta porque era una buena espada para combatir, puesto que permitía dar fuertes palmetazos y golpes recios con ella.

Dijo aquello con sencillez. Pero el contraste entre su delicada figura y el rudo lenguaje de soldado, hizo sonreír a más de uno.

—¿Y qué ha sido de la otra espada? ¿Dónde se encuentra?

—¿Figura eso entre los temas del proceso verbal?

Beaupère no contestó, pero siguió adelante:

—¿Qué preferís, vuestra bandera o la espada?

Sus ojos se iluminaron al pensar en su estandarte, y exclamó:

—¡Quiero mucho más a mi bandera! ¡Cien ves más que a mi espada! A veces, yo misma tomaba la bandera al cargar contra el enemigo, para no herir a nadie… —y añadió con ingenuidad—. Nunca he matado a nadie.

Muchos sonrieron al oírlo, viendo su delgada y frágil figura.

—Durante el asalto final en Orleáns, ¿dijisteis a vuestros soldados que todos los dardos y proyectiles no tocarían a nadie, sino a vos?

—No. Y la prueba es que más de un centenar de mis hombres cayeron heridos. Les dije que ni dudasen ni tuvieran miedo, que levantaríamos el asedio. Fui herida en el cuello por un dardo en el asalto a la bastilla que dominaba el puente, pero Santa Catalina me ayudó, y a los 15 días estaba curada, sin abandonar mi caballo ni dejar mis tareas.

—¿Sabíais que os iban a herir?

—Sí. Y lo comuniqué al Rey de antemano. Me lo dijeron mis Voces.

—Cuando la conquista de Jargueau, ¿por qué no ofrecisteis un acuerdo a su comandante?

—Le ofrecí que saliera sin daño de la plaza fuerte, con toda su guarnición y que si no lo hacía, la tomaríamos al asalto.

—Y así fue, según creo…

—Sí.

—¿Os recomendaron vuestras Voces ordenar el asalto?

—Eso no lo recuerdo.

Con tales palabras quedó cerrada aquella sesión larga y fatigosa. Se intentaron diversos trucos para acusar a Juana de malos pensamientos, acciones innobles, deslealtad a la Iglesia, o perversidad. Ninguno de ellos tuvo éxito. Salió limpia del atestado judicial.

¿Se desanimó por eso el tribunal? No. Desde luego quedaron sorprendidos por lo difícil que estaba resultando el proceso, pero todavía contaban con poderosos aliados sus fines: el hambre, el frío, la fatiga, el engaño, la traición… Y frente a tilles refuerzos, sólo había una chica ignorante que, o bien se rendiría víctima del agotamiento, corporal y mental, o se dejaría atrapar en alguna de las mil trampas que se le tendían a diario.

Pero ¿no se observaba ningún progreso en los trabajos del tribunal? Avances sí que los había. Entre las numerosas intentonas, salieron algunas pistas leves que posteriormente podrían ampliarse y dar buenos resultados. El asunto de las ropas de hombre, por ejemplo, y todo eso de las visiones y las Voces. Nadie dudaba de que tales hechos extraordinarios ocurrieron de verdad, y estaban seguros de que Juana protagonizó actos inexplicables —tal vez de apariencia milagrosa—, como reconocer al Rey escondido o descubrir una espada enterrada. Lo que no estaban dispuestos a creer, era que todos esos acontecimientos, visiones, Voces y milagros procedieran de Dios. Confiaban en probar a su debido tiempo que tales hechos tenían origen satánico. Así que la reiterada alusión en el tribunal a las cuestiones planteadas, respondía a los fines condenatorios previstos por los jueces que dirigían el proceso.

58

La sesión del tribunal que siguió a la que acabo de narrar, se abrió el jueves, 1 de marzo. Se presentaron 58 jueces. Algunos descansaban.

Como era habitual, se le pidió a Juana que prestara juramento para decir la verdad sobre todas las preguntas. Esta vez, ni se molestó. Se consideraba amparada por el compromiso a atenerse a los temas incluidos en el «procès verbal», que Cauchon repudiaba. Dijo serenamente:

—Por lo que se refiere a los temas que constan en el «procès verbal», diré con toda libertad lo que considero cierto. Lo haré tan plenamente como si me encontrara ante el Papa.

 

Esto último fue una ingenuidad. Porque, entonces, existía la confusión de tres pretendidos Papas, cuando sólo uno era el verdadero. Lo comprometido del asunto explicaba la prudencia de todos, que procuraban evitarlo para no arriesgarse. La oportunidad de confundir a Juana era inmejorable, y no se desaprovechó.

—¿Cuál consideráis que es el Papa legítimo?

Los asistentes escucharon con máxima atención, a la espera de que la presa cayera en la trampa. Pero la respuesta, una vez más, produjo notable confusión, debido a su increíble acierto:

—¿Es que hay dos Papas?

Uno de los jueces, no pudo disimular su admiración, y exclamó:

—¡Por Dios, vaya un golpe maestro!

Cuando el interrogador se repuso, cambió ligeramente de plano.

—¿Es cierto que el conde de Armagnac os escribió preguntando a cuál de los tres Papas deberíamos obedecer? —Sí.

—¿Contestasteis a dicha carta?

—Sí. La contesté.

Entonces, se presentaron copias de las cartas y se leyeron en voz alta. Juana aclaró que la suya no se transcribió exactamente, quizá porque la carta del conde le había llegado cuando se disponía a partir a caballo:

—En estas condiciones, le expliqué, sería mejor responderle desde París, cuando estuviera más tranquila.

Le preguntaron de nuevo a qué Papa consideraba como legítimo.

—No pude informar al conde sobre el verdadero Papa… sin embargo, por lo que a mí se refiere, considero que sólo debemos obediencia a nuestro señor el Papa de Roma.

En vista de las circunstancias, el tema se dejó de lado. Luego, se aportaron copias de la primera proclama de Juana, conminando a los ingleses a levantar el sitio de Orleáns y retirarse de Francia. Aquel escrito podía considerarse una excelente pieza literaria, dictada por una muchacha de 17 años, sin estudios.

—¿Reconocéis como vuestro el documento que acabamos de leer?

—Sí, aunque hay alteraciones en él. Ciertas frases me atribuyen a mí excesiva importancia —yo quedé avergonzado, puesto que supe lo que iba a decir Juana—. Por ejemplo —continuó ella— no dije «Rendiros a la Doncella», sino «Rendiros al Rey», ni tampoco me nombré a mí misma «Comandante en Jefe». Tales palabras debieron ser introducidas por mi secretario, quizá porque oyó mal, o se olvidó de mis verdaderas expresiones.

Mientras afirmaba estas deficiencias, no miró hacia mi lado, y se lo agradecí. No la entendí mal y no olvidé nada en absoluto. El texto fue alterado a propósito por mí. Yo consideraba que ella era Comandante en Jefe, y este título le correspondía en Justicia… y, por otro lado, ¿quién iba a rendirle nada al Rey, convertido en figurón, en puro símbolo? Cualquier rendición sólo podría hacerse a la Doncella, ya entonces famosa y adorada por los franceses.

Un pensamiento me asaltó. ¿Qué hubiera ocurrido, si los miembros del tribunal llegan a saber que el autor de aquellos cambios se encontraba allí mismo, actuando como ayudante del escribano de actas del proceso? Y no sólo eso, sino que años más tarde prestaría su testimonio para rebatir las perversas mentiras y trampas de Cauchon, descubriendo su infamia… Pero el interrogatorio prosiguió:

—¿Reconocéis, pues, ser la autora de la proclama?

—Lo reconozco.

—¿Estáis arrepentida de haberla dictado? ¿Os retractáis?

Juana, al oír esto, se indignó visiblemente:

—¡No! Y ni siquiera las cadenas que me atan contradicen las esperanzas y promesas que dejé escritas allí. Pero hay más —se puso en pie, iluminada como por una luz sobrenatural, cobrando sus palabras extraordinaria vibración—. Os advierto ahora que, antes de siete años, un desastre se abatirá sobre los ingleses… ¡Mucho mayor que el de Orleáns! ¡Y que…!

—¡Silencio! ¡Tomad asiento!

—¡… y luego, los ingleses, serán arrojados de Francia!

Aquello fue impresionante. Si nos ponemos en el momento, lo cierto era que el ejército francés se había disuelto, y el Rey, apagado. No existía el menor indicio de que el condestable de Richemont se iba a convertir en el relevo de Juana de Arco, llevando a término su obra. De modo que la joven acababa de hacer una profecía exacta, que resultó ser cierta. En efecto, a lo cinco años de estas palabras —es decir, «antes de siete años»— París fue conquistada en 1436, y el Rey entró en la ciudad a banderas desplegadas. Se cumplió la primera parte de la profecía, o mejor, la totalidad, ya que, tomada París, lo demás era muy fácil. Veinte años más tarde, toda Francia quedó libre de ingleses, salvo la ciudad de Calais. Pero también esto último lo profetizó Juana. Recordad que, cuando solicitó permiso para asaltar las murallas de París, segura del éxito, el Rey no la autorizó. Desolada, Juana afirmaba que, si dejábamos escapar la oportunidad, «pasarían veinte años antes de conseguirlo». También acertó esa vez. París cayó en 1436, pero el resto de las ciudades tuvieron que ser conquistadas una a una, así como los castillos y plazas, tarea que llevó veinte años.

Aquel día 1.º de marzo de 1431, en pie ante el tribunal, Juana pronunció una profecía. Y no lo hizo como tantas personas vanas, que se atribuyen falsos aciertos, sino que la predicción de la Doncella fue recogida en el acta del día, especificando el momento y tiene, por eso, carácter oficial, de modo que cualquiera puede hoy leerlo. Veinticinco años después de la muerte de Juana, las actas registradas se mostraron en el gran Tribunal de Rehabilitación, siendo autentificadas por el secretario Manchon y por mí, además de confirmadas por varios jueces supervivientes, que en sus declaraciones afirmaron la veracidad de las palabras de Juana tomadas en el proceso.

La profecía de Juana causó gran tumulto en la sala, y resultó difícil calmar los ánimos. Todos se encontraban impresionados, pues viniera del cielo o del infierno, no dejaban de creer en ella. Estaban seguros de que algo tremendo encerraban las palabras de la Doncella, y hubieran dado su mano derecha por adivinar quién era el verdadero inspirador de aquella sobrecogedora profecía. Al fin, se reanudaron las preguntas:

—¿Cómo sabéis que van a ocurrir tales hechos?

—Lo sé porque se me ha revelado. Y estoy tan segura de ello como de que vos estáis frente a mí.

Como aquel era un camino peligroso, el inquisidor prefirió cambiar de tema.

—¿En qué idioma os hablaban vuestras Voces?

—Hablaban francés.

—¿También Santa Margarita?

—Desde luego. ¿Por qué no? ¡Ella está a nuestro lado, no del inglés!

Pero ¿cómo? ¡Santos y ángeles que no hablaban inglés!… ¡Grave afrenta! Cierto que no los podían procesar por eso y castigarlos por su desprecio, pero sí tomaron nota de ello para utilizarlo contra Juana, como se hizo posteriormente.

—¿Vuestros ángeles y santos usan joyas?… ¿Coronas, sortijas, pendientes?

Para Juana, las preguntas de ese tipo le resultaban tontas frivolidades y no las tomaba en serio. Sin embargo, le vino a la mente otro asunto, que expuso, volviéndose hacia Cauchon.

—Por cierto. Yo tenía dos anillos, que me han sido arrebatados. Vos tenéis uno de ellos, que fue regalo de mi hermano. Devolvédmelo. Si no a mí, por lo menos entregadlo a la Iglesia.

Los jueces sospechaban que tal vez esos anillos obraran hechizos, y pensaban utilizarlos para confundir a Juana.

—¿Dónde está el otro anillo?

—Me lo quitaron los soldados borgoñones.

—¿Quién os lo dio?

—Mis padres.

—Describid cómo era.

—Es liso y sencillo. Sólo lleva grabado dos nombres: «Jesús y María».

Estaba claro que semejante anillo no parecía un instrumento adecuado para realizar actos diabólicos, así que no valía la pena seguir aquella pista. Sin embargo, para mayor seguridad, uno de los jueces preguntó si había curado enfermos, pasándoles el anillo. Juana respondió que no.

—Veamos ahora el asunto de las hadas de Domrémy. Dicen que vuestra madrina las sorprendió una noche de verano bailando bajo el árbol de Bourlemont. ¿No será posible que todos esos supuestos ángeles y santos sean, en realidad, estas hadas?

—¿Se encuentra ese tema incluido en el «procès verbal»?