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100 Clásicos de la Literatura

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No le contestaron, sino que variaron las preguntas:

—¿Habéis hablado con Santa Margarita y con Santa Catalina bajo ese árbol alguna vez?

—No podría decirlo.

—¿O fue junto a la fuente, cerca del árbol?

—Ahí sí. Varias veces.

—¿Qué cosas prometieron?

—Las mismas que Dios les comunicaba

—Pero ¿cuáles fueron esas promesas?

—Esa pregunta no se encuentra en el «Procès verbal». Pero os diré algo: me confirmaron que el Rey llegaría a ser dueño y señor de todo el reino, a pesar de todos sus enemigos.

—¿Y qué más?

Se hizo un silencio breve. Luego, Juana habló, humildemente:

—Prometieron conducirme al cielo.

Ante estas palabras, muchos de los presentes pensaron con temor que, tal vez, aquella joven pudiera ser enviada por Dios y servidora suya. El interés del público aumentó. Se calmaron los ruidos y murmullos, la quietud se hizo opresiva.

A estas alturas, ¿habéis comprobado a través de las preguntas, que los inquisidores sabían sospechosamente bien el terreno que pisaban? Parecía, incluso, que hasta las respuestas de Juana las conocían, algunas veces, de antemano. ¿Habéis observado que los interrogadores indagaban los secretos e intimidades de Juana y que la inducían a revelar dichos secretos? ¿Recordáis al malvado Loyseleur, el sacerdote traidor al servicio de Cauchon? ¿Recordáis que bajo secreto de confesión Juana le abrió su corazón y su alma, excepto pequeños detalles sobre sus revelaciones de las Voces que tenía prohibido descubrir? ¿Recordáis que todas las confidencias fueron oídas por el innoble Cauchon?

Pues entonces, comprenderéis cómo lograron los inquisidores preparar aquella interminable lista de preguntas minuciosas, cuya sutileza y precisión resultarían incomprensibles sin conocer la trampa de Loyseleur. Volvamos al tribunal y a las preguntas:

—¿Os hicieron alguna otra promesa?

—Sí, pero estas preguntas no están incluidas en el «procès». No responderé ahora, pero sí dentro de tres meses.

Como veréis por la pregunta que sigue, el inquisidor sabía de lo que estaba hablando.

—¿Os dijeron las Voces que antes de tres meses alcanzaríais la libertad?

Juana respondió, con gesto de extrañeza, ante lo certero de la pregunta:

—Eso no figura en el «procès». Ignoro cuando me veré en libertad, pero algunos de los que desean mi muerte desaparecerán antes que yo.

Sus palabras despertaron temor en ciertos personajes.

—¿Os anunciaron vuestras «Voces», que seríais liberada de la prisión?

Era evidente que ya lo sabían, sin necesidad de aguardar la respuesta. Juana contestó:

—Si me lo preguntáis otra vez dentro de tres meses, os lo diré.

Al terminar la frase, en su rostro se leyó un gesto de felicidad, que predominó sobre su agotamiento. A nosotros, a Noel y a mí, nos fue difícil disimular la alegría, pero resultaba necesario para no descubrir nuestros verdaderos sentimientos. Así que lograría la liberación dentro de tres meses. Se lo descubrieron las «Voces», y hasta le precisaron la fecha: el 30 de mayo. En cambio, no se le explicó la forma en que se iba a producir su «libertad», como supimos después. En aquel momento, pensamos que Juana volvería a su casa y a su pueblo, ¡qué hermoso panorama! Ese era el ideal de Noel y mío, que empezamos a contar los días, impacientes porque llegara el momento. El tiempo vuela —nos decíamos— y pronto acompañaríamos a casa a nuestro ídolo, donde nos aguardaba la vida gozosa al aire libre, lejos de castillos y palacios, con gentes sencillas, de pueblo, y rodeados de las pacíficas ovejas pastando.

Sí, estos eran nuestros sueños por aquella época, ignorantes de lo que sucedería en realidad. Ignorancia que nos permitió aguantar con buen ánimo aquellos meses que faltaban para el final inexorable y espantoso. Si lo hubiéramos conocido tal como fue, nos habría aplastado con su abrumador peso, amargando nuestros corazones en el ambiente enrarecido que se respiraba en el proceso.

Nuestra versión de la profecía era muy optimista. Imaginábamos que la conciencia del Rey, atormentada por el remordimiento, no pudo resistir más y se decidió a la acción. Después de llamar a sus viejos soldados, D’Alençon, el Bastardo, y la Hire, planearía el rescate de Juana que ya habrían fijado para dentro de tres meses. Nos propusimos estar alertas para tomar parte en el plan.

En aquella sesión del tribunal, y en las que siguieron, se le insistía a Juana en que precisara el día de su liberación. Pero se negaba a ello, por no tener permiso de sus Voces, que tampoco se la habían comunicado claramente. Consumado el suplicio, me di cuenta de que Juana imaginaba que su liberación vendría en forma de muerte. Pero no ¡AQUELLA MUERTE!

Aunque tuviese el don de la profecía y fuera tan valerosa en el combate, Juana también era un ser humano. Cierto que para muchos representaba la figura de una santa o de un ángel, pero también se comportaba como una persona joven de carne y hueso, con la misma sensibilidad, capacidad de afecto y de sufrimiento de una muchacha corriente de su edad. Por eso, ¡qué horrible fue su muerte! Quizá no hubiera resistido tres meses con la perspectiva de un suplicio como aquel. Recordad cómo se asustó la primera vez que la hirieron, demostrando su dolor y sus lágrimas como lo que era, una niña de 17 años. Y esto, a pesar de que supo, con 18 días de antelación, que recibiría una herida en una fecha concreta. No le temía a la muerte normal, como ella esperaba que habría de ser la suya, y por eso hablaba con gozo del momento de su «liberación», hasta el punto de que su cara, al referirse a esta profecía, expresaba felicidad y no horror.

Cinco semanas antes de ser capturada en Compiègne, sus Voces le avisaron de lo que le aguardaba. Sin especificar hora ni lugar, supo que la tomarían prisionera antes de las fiestas de San Juan. Pidió al cielo que le otorgara una muerte segura y rápida, con mínima estancia en prisión, puesto que su espíritu libre no resistía la cárcel. Sus Voces no le prometieron nada concreto, se limitaron a animarla para que hiciera frente a lo que Dios le enviara. Pero como no le negaron la posibilidad de lograr una muerte rápida, es fácil que Juana encomendara con ilusión esta esperanza.

Como le confirmaron el hecho de su «liberación» dentro de tres meses, entendió que iba a morir tranquilamente en la prisión y sería después llevada al Paraíso, cuyas puertas encontraría abiertas. Sus penas llegaban al fin y la recompensa ya estaba allí, cerca de su mano. Con tales pensamientos, se encontraba feliz y le ayudaban a tener la paciencia y el valor necesarios para resistir el combate como buen soldado. Por supuesto que intentaría salvar la vida, pero no le importaba morir dando la cara, si fuera preciso.

Cuando, posteriormente, acusó a Cauchon de intentar matarla con un pescado envenenado, su convicción de morir en la cárcel se fortaleció mucho más. Pero me estoy alejando del tema. Volviendo al proceso, le ordenaron a Juana que precisara la hora en que sería liberada de la prisión.

—He repetido siempre que no me está permitido decirlo todo. Se me pondrá en libertad. Pediré permiso a mis Voces para deciros lo que deseáis saber. Solicito el tiempo necesario.

—¿Vuestras Voces os prohíben decir la verdad?

—¿Queréis conocer detalles sobre el futuro del Rey de Francia? Pues os repito que reconquistará su reino. Lo sé tan cierto como os veo delante de mí. Me habría muerto de pena, de no ser por esta revelación, que me sirve de mucho consuelo.

Le hicieron preguntas vulgares sobre el aspecto del arcángel San Miguel y de sus vestidos. Respondió con dignidad, pero con pena.

—Me da mucha alegría ver al arcángel, porque a su lado tengo la sensación de estar en gracia de Dios. A veces, Santa Catalina y Santa Margarita me han permitido que les confiese mis sufrimientos.

Estas palabras parecían apropiadas para tender alguna de las trampas contra Juana.

—Si os confesasteis con ellas, ¿pensabais estar en pecado mortal?

Como las respuestas no sirvieron para sus malvados fines, volvieron al asunto de las revelaciones al Rey. Secretos que el tribunal intentaba conocer por todos los medios, sin éxito.

—¿Y por lo que se refiere a la señal que le fue dada al Rey?

—He dicho que no os diré nada de eso.

—¿Sabéis en qué consistía la señal?

—Eso nunca lo escucharéis de mis labios.

Aquel misterio lo trató Juana en un aparte con el Rey, aunque cerca había varias personas, que no pudieron escuchar nada. Como ella confió al falso de Loyseleur, sabían que la señal fue una corona que aseguraba la autenticidad de la misión de Juana. Pero todo aquello continúa permaneciendo en el misterio, al menos cómo era esa corona y lo que significaba. No sabemos, en realidad, si descendió una corona sobre las sienes del Rey, o si aquello fue un símbolo, resultado de una mística visión.

—¿Llegasteis a ver una corona sobre la cabeza del Rey, en el momento de la revelación?

—No puedo contestar a eso sin cometer perjurio.

—¿Era ésa la corona que el Rey llevó en Reims?

—Creo que el Rey tomó una corona que encontró allí. Pero más tarde le trajeron otra más bonita y rica.

—¿Habéis visto vos esa última corona?

—No puedo responderos sin perjurio. He oído decir que era rica y magnífica.

Aún continuaron con preguntas molestas sobre la misteriosa corona, pero ella no dijo nada más. Se levantó la sesión. Fue un día largo y duro para nosotros.

59

El tribunal descansó un día, reanudando el proceso el sábado día 3 de marzo. Aquella fue una de las sesiones más borrascosas. Los jueces perdieron la paciencia, y con razón. Aquellos 60 distinguidos e ilustres clérigos habían abandonado importantes cargos y de gran responsabilidad para cumplir una tarea fácil: condenar a muerte a una aldeana analfabeta, ingenua y sin testigos a su favor, ni abogados ni asesores dirigiendo su causa, un juez hostil y un jurado vendido.

 

Según los cálculos, dos horas hubieran sido suficientes para confundir a la acusada, derrotarla hasta la desesperación y probar ampliamente su culpabilidad. Pero se equivocaron. Las horas se convirtieron en días, la escaramuza resultaba un asedio, lo sencillo, muy difícil, la víctima, en lugar de una pluma estaba firme como la roca, y como final de todo, la única que allí reía era la aldeana, y no el tribunal. Y no es que se riera Juana, no era su carácter, pero otros lo hacían por ella. La ciudad entera se burlaba por dentro. El tribunal lo sabía, y empezaba a indignarse por el ridículo. En estas condiciones, aquella sesión resultó borrascosa. Los jueces se mostraron desde el principio decididos a terminar el asunto por la vía rápida. Desencadenaron la guerra con ferocidad. No encargaron a un inquisidor la dirección de las preguntas, sino que todos, al mismo tiempo, multiplicaban las suyas en desorden. Tanto, que, algunas veces, Juana les rogaba que hablaran uno a uno y no en grupo. El comienzo fue como siempre:

—Se os requiere una vez más para que juréis contestar con verdad todas las preguntas.

—Responderé los asuntos incluidos en el «procès verbal». Sobre todo lo demás, yo lo decidiré.

El tradicional conflicto volvió a discutirse con acritud. Juana continuó firme y así, las preguntas se dedicaron a las apariciones, a su ropaje, a su pelo, a su aspecto general, siempre con la esperanza de sorprenderla en alguna contradicción. No lograron sus fines.

El tema de los vestidos masculinos volvió a salir a colación, con ciertas diferencias:

—¿No os pidieron nunca el Rey o la Reina que dejarais de usar atuendos propios de hombres?

—Eso no se encuentra en el «procès».

—¿Hubierais cometido pecado con ropajes propios de vuestro sexo?

—Hice lo adecuado para servir y obedecer a mi Dueño y Señor.

Después se suscitó el tema del estandarte, por ver si le encontraban indicios de brujería.

—¿Vuestros soldados no copiaban en sus banderines ese estandarte?

—Los lanceros, sí. Fue idea de ellos, y así se les distinguía del resto de las fuerzas.

—¿Los renovaban con frecuencia?

—Cuando se rompían las lanzas, confeccionaban nuevos banderines.

—¿Y no hicisteis creer a los soldados que sus banderas les traerían suerte si imitaban las vuestras?

Juana se indignó ante las intenciones de la pregunta; puesta en pie, dijo con tono fogoso:

—Lo único que les dije, fue: ¡Arrojad a esos ingleses!, y me lancé la primera.

Aquel lenguaje valeroso enfurecía a los que actuaban como siervos de Inglaterra. Más de la mitad de los jueces, puestos en pie, bramaban injurias contra Juana. Ella no se inquietó lo más mínimo.

Por fin, se calmaron los ánimos y siguieron preguntando.

—¿No ordenasteis realizar pinturas e imágenes vuestras?

—No. En Arras vi una pintura que me representaba arrodillada y con armadura ante el Rey, entregándole una carta. Pero yo no la encargué.

—¿Se dijeron misas y oraciones en vuestro honor?

—Si tales cosas ocurrieron, no tuve nada que ver. Pero si rezaron por mí, ¿qué mal hubo en ello?

—¿El pueblo de Francia piensa que sois enviada del cielo?

—No lo puedo afirmar. Pero, lo crean o no, la verdad es la misma.

—Si os consideran enviada de Dios, ¿piensan acertadamente?

—Si lo creían, no se abusaba de su credulidad.

—¿Qué movía a las gentes a besaros las manos, los pies y las ropas?

—Se alegraban al verme y lo demostraban así. No podía impedirlo, aunque lo hubiera intentado. Aquellos pobres se acercaban a mí por cariño, ya que me esforzaba tanto por ellos, hasta el límite de mi capacidad.

Observad qué humildad para describir los recibimientos apoteósicos que le tributaba el pueblo francés. Dijo que «se alegraban al verme». ¿Alegrarse? En realidad, quedaban como enajenados de felicidad al verla, y los que no podían acercarse a ella, besaban hasta las huellas de los cascos de su caballo. La adoraban, y eso es lo que pretendían demostrar aquellos hombres. Entonces, si fue adorada, los culpables no eran las gentes, sino Juana. Curiosa lógica la suya.

—¿Fuisteis madrina de algunos niños bautizados en Reims?

—Lo fui en Troyes y en St. Denis. A los niños les dimos el nombre de Carlos, por el Rey, y a las niñas, el de Juana.

—¿Las mujeres rozaban sus anillos con los vuestros?

—Sí, lo hacían muchas de ellas, pero ignoro el motivo.

—En Reims, ¿el estandarte estuvo en el interior de la iglesia, junto al altar y en vuestras manos durante la coronación? —Sí.

—¿Con vestidos de hombre?

—Sí. Pero creo que sin armadura.

El argumento hubiera podido ser muy favorable a Juana, ya que la Iglesia concedió permiso oficialmente para que Juana utilizara ropas masculinas. Al darse cuenta, y para evitar que la joven se percatara de la oportunidad, cambiaron rápidamente de tema.

—Se dice que hicisteis resucitar un niño muerto, en la iglesia de Lagny. ¿Fue debido a vuestras oraciones?

—Lo ignoro. Mucha gente rezaba conmigo al mismo tiempo. Yo me uní a ellas, sin más.

—Continuad.

—Mientras rezábamos, el pequeño volvió a la vida, llorando. Estuvo muerto por tres días. Se le bautizó rápidamente y volvió a morir. Lo enterramos en el camposanto.

—¿Por qué razón os fugasteis de la torre Beaurevoir, por la noche?

—Para acudir en auxilio de Compiègne.

Animados de espíritu malévolo, intentaban demostrar que Juana quiso cometer el pecado de suicidio para no caer en manos de los ingleses. En tal sentido orientaron sus preguntas:

—¿No habéis afirmado preferir la muerte que la libertad concedida por los ingleses?

Sin percibir las intenciones del interrogador, contestó:

—Sí, pero mis palabras fueron exactamente «que mi alma vuelva a Dios antes de caer en poder de los ingleses».

Después se expuso la sospecha de que Juana, al recobrar el sentido, tras su caída, estaba tan encolerizada que blasfemó el nombre de Dios, y volvió a maldecirle al enterarse del abandono del comandante Soissons. Al oír tales insinuaciones, quedó anonadada y habló con viveza:

—Eso no es cierto. Yo nunca he maldecido a nadie y, además, no acostumbro a jurar.

60

El tribunal decidió tomar un descanso. Tiempo era de hacerlo. Cauchon perdía terreno a ojos vista, mientras Juana se lo ganaba. Por ciertos síntomas, parecía evidente que, de un lado a otro, algunos jueces estaban impresionados por el valor de la joven, su elevado ánimo y fortaleza de espíritu. Se ablandaban, ganados por su manifiesta sencillez, nobleza de carácter, fina inteligencia y capacidad para salir airosa en un combate librado en solitario, sin amigos, rodeada de personas hostiles. Y lo mejor era que este reblandecimiento del tribunal iba extendiéndose, lo cual significaba un claro peligro para los planes de Cauchon.

Tenía que hacer algo, y lo hizo. Cauchon, que no se distinguía por su carácter benévolo, se compadeció ahora de las «agotadoras fatigas» de los jueces y, para aliviarlas, consideró suficiente un pequeño número de ellos. ¡Oh alma caritativa! El problema es que no pensó en las «agotadoras fatigas» de la procesada. Así pues, dejaba en libertad a los jueces, salvo un selecto grupo, designado por él mismo. Eligió verdaderos tigres, con excepción de dos o tres corderos, más por error que otra cosa. Pero él sabía cómo tratar a los corderos cuando los descubría. Convocó un reducido Consejo y durante 5 días fueron seleccionadas las respuestas más conflictivas dadas por Juana en los interrogatorios.

Eliminaron todos los documentos que pudieran favorecer la causa de Juana, considerándolos perniciosos y desaprovechables. En cambio, reunieron las respuestas que admitieran ser manipuladas en perjuicio de ella, elaborando las bases de un proceso nuevo, al que se pudiera considerar continuación del anterior. Pero se cambiaron más cosas. Era evidente que las sesiones públicas resultaban inadecuadas, porque el pueblo se inclinaba a favor de Juana, movido por el sentimentalismo. No volvería a ocurrir. Las sesiones iban a celebrarse ahora a puerta cerrada, sin espectadores. Así que Noel ya no podría presenciar el proceso. Le mandé recado para que supiera la novedad, pues no tuve valor de hacerlo yo mismo.

El 10 de marzo dio comienzo el proceso secreto. Al cabo de una semana encontré a Juana muy cansada y débil, lo que me produjo gran inquietud. Se mostraba ajena y distante, como abstraída o aislada hacia lo que sucedía a su alrededor. Un tribunal distinto no se hubiera aprovechado de su debilidad, la habría dejado en paz, aplazando la sesión, en vista de que su vida se hallaba en juego. Pero ellos siguieron durante horas con ferocidad satisfecha, sacando el mayor partido posible de la primera gran oportunidad de aniquilar a Juana que se les presentaba.

La acosaron con tal crueldad, que lograron confundirla sobre el «signo» dado al Rey. Lo mismo ocurrió al día siguiente, hora tras hora. Con los nervios, cedió ciertas revelaciones parciales sobre puntos que las Voces le ordenaron silenciar, y llegó a no distinguir entre sueños, alegorías y hechos reales. En la tercera sesión, la encontré algo más descansada y normal. Se portó muy bien. Intentaron inducirla a descubrir temas indiscretos, pero ella respondió con sumo tacto y prudencia.

—¿Sabéis si Santa Catalina y Santa Margarita odian a los ingleses?

—Ellas aman a los que Nuestro Señor ama, y odian a quien El odia.

—¿Dios odia a los ingleses?

—No sé nada de eso —luego habló otra vez con tono recio y audaz y añadió—: pero sí estoy segura de esto: ¡Dios dará la victoria a los franceses y todos los ingleses van a ser arrojados de Francia, salvo los muertos!

—¿Dios ayudó a los ingleses cuando triunfaban en Francia?

—No lo sé, pero quizá Dios permitió que los franceses fueran castigados por sus pecados.

—¿Habéis abrazado alguna vea a Santa Catalina y Santa Margarita?

—Sí, a las dos.

El malvado rostro de Cauchon no pudo ocultar su satisfacción ante estas últimas palabras.

—Y cuando colgabais guirnaldas de flores en el Árbol de las Hadas de Boulemont, ¿honrabais a las «Voces»?

—No.

Nueva cara de alegría en Cauchon, que pensaba acusarla de pecaminoso afecto hacia las hadas.

—Cuando se os aparecían los santos, ¿les hacíais reverencias, o bien os inclinabais hasta caer de rodillas?

—Sí, les dedicaba todo el honor y reverencia que podía.

También aquél era buen asunto para Cauchon, si lograba demostrar que las apariciones no eran santos sino demonios, y que se postraba ante satanás. Luego se abordó el tema de que Juana ocultaba a sus padres las visiones que le sucedieron. Daría mucho juego. Anotado en el libro del «Proceso» se veía el siguiente párrafo: Ocultaba las visiones a sus padres y a todo el mundo. Quizá aquella muestra de deslealtad a los padres ayudaría a demostrar el origen satánico de su misión.

—¿Y vos creéis bueno partir a la guerra sin permiso paterno? Es obligatorio honrar padre y madre.

—Les obedecí en todo, salvo en esto. Ya les pedí perdón en una carta, y me lo concedieron.

—¡Ah!, ¿conque pedisteis perdón, eh?… luego os reconocéis culpable de un pecado, al salir de casa sin permiso…

Juana se irritó. Con fuego en los ojos, habló:

—Dios me enviaba, y tuve que hacerlo. Aunque hubiera tenido cien padres o fuera hija de reyes, me habría marchado.

—¿No preguntasteis a las Voces si era oportuno contar a vuestros padres las revelaciones?

—No les importaba que se lo dijese, pero yo quise ahorrarles el sufrimiento.

—¿No os llamaban las Voces «hija de Dios»?

Juana respondió con sencillez y confianza.

—Así lo hicieron, a partir de Orleáns. Desde entonces, me lo han repetido otras veces.

—¿Qué caballo montabais al caer prisionera? ¿Quién os lo dio?

—El Rey.

—También se os concedieron otras riquezas, otorgadas por el Rey.

—Disponía de caballos y armas de mi propiedad, además de una cantidad de dinero para el servicio de mi cargo.

 

—¿No disponíais de un fondo de reserva?

—Sí. De unas diez mil coronas —luego, añadió con sencillez—: No era mucho dinero para mantener una guerra.

—¿Lo conserváis aún?

—No. Es dinero del Rey. Mis hermanos lo guardan para él.

—¿Qué armas ofrecisteis en la iglesia de St. Denis?

—Mi cota de malla y una espada.

—¿Las dejasteis allí para que el pueblo las adorase?

—No, lo hice por pura devoción. Seguía la costumbre de los soldados heridos cuando hacen su ofrenda como símbolo de agradecimiento. Me hirieron en París.

Pero nada conmovía sus duros corazones y frías mentes, ni siquiera la imagen de una muchacha soldado, herida, presentando sus armas diminutas junto a las polvorientas ofrendadas por los históricos defensores de Francia. No, para ellos nada significaba todo eso.

—¿Quién os ayudó más en la guerra, vos al estandarte o el estandarte a vos?

—Eso no tiene importancia, todas las victorias venían de Dios.

—Pero ¿la esperanza de victoria sobre quién descansaba, en vos o en el estandarte?

—En ninguno de los dos: solamente en Dios. Nada más.

—¿No se hizo flamear el estandarte alrededor de la cabeza del Rey en la coronación?

—No. No lo fue.

—¿Por qué razón vuestro estandarte ocupó lugar preferente en la coronación del Rey en la catedral, delante de otros, como los de los generales?

Entonces Juana pronunció unas palabras eternas, que conmoverán siempre los buenos corazones de las gentes, hasta el último día:

—El, que hizo el esfuerzo, es justo que tenga el honor.

¡Qué sencilla frase y qué hermosa! ¡Cómo reduce la elocuencia ampulosa de los maestros en oratoria! Su modo de hablar elegante y certero era un don innato en Juana, que fluía de sus labios sin esfuerzo ni preparación previa. Palabras tan sublimes como sus actos y la dulzura de su carácter. Radicaban en su gran corazón y estaban acuñadas en su luminoso cerebro.

61

Seguidamente, aquel tribunal sin escrúpulos utilizó unos procedimientos de tal bajeza, que incluso ahora, pasados los años, no puedo referirme a ellos sin perder la calma. Desde que empezó a escuchar sus Voces en Domrémy, todavía muy niña, Juana se comprometió al servicio de Dios en cuerpo y alma, de modo íntegro. Cuando intentaron casarla con el pobre, bueno, fanfarrón, valiente, querido y llorado Paladín, a los 16 años, defendió su inocencia por sí misma en el tribunal de Toul, y lo hizo con tal habilidad, que destruyó de un soplo la tesis de Paladín, resultando absuelta. El anciano presidente del tribunal se refirió a ella como «esta maravillosa niña».

Recordaréis todo eso, ¿no? Pues imaginad lo que pude sentir al comprobar cómo ahora, el tribunal de Rouen manipulaba el mismo tema de modo malintencionado, intentando demostrar que fue Juana la que arrastró al Paladín ante los jueces, exigiéndole promesa de matrimonio con apremio. Desde luego, no había bajeza que no estuvieran dispuestos a cometer siempre que sirviera para condenar a aquella joven desamparada. Querían probar que ella cometió el pecado de faltar a sus promesas de mantener el celibato, y que estaba dispuesta a romperlas.

Juana contó la verdadera historia, pero perdió la calma el dedicarle a Cauchon algunas palabras duras, que recordará en el lugar —cielo, infierno— en que se encuentre. Durante aquella jomada y la siguiente, el tribunal debatió el conocido tema de los vestidos masculinos de Juana. Daba pena ver el trabajo pueril que ejecutaban unos hombres serios, conocedores de que Juana, encarcelada y vigilada a toda hora por guardias rudos al acecho, encontraba mayor protección en las modestas ropas masculinas que llevaba.

Los miembros del tribunal sabían que uno de los proyectos de Juana fue el rescate del duque de Orleáns, prisionero en Inglaterra. Le preguntaron de qué forma pensaba ejecutar su proyecto, y ella les contestó con sencillez:

—Creo que hubiera capturado en Francia suficientes presos como para acordar un canje por el duque. O también, habríamos invadido Inglaterra y liberado por la fuerza al rehén. De haber seguido libre tres años más, ya estaría el problema resuelto.

—¿Os han dado permiso las «Voces» para escapar de la cárcel cuando lo consideréis oportuno?

—Se lo he pedido varias veces, pero no me lo dieron.

—¿Os daríais a la fuga si tuvierais las puertas abiertas?

—Sí, puesto que vería en ello la voluntad del Señor. El refrán se refiere a lo que Dios no dice: «Ayúdate y te ayudaré». Pero sin permiso, no me iría.

Quizá en ese momento pudo pasar por la mente de Juana la misma idea de su liberación que teníamos Noel y yo: un rescate logrado en acción de guerra por sus antiguos camaradas. Tal vez fue sólo un pensamiento fugaz, desvanecido rápidamente. Al escuchar una de las malvadas insinuaciones de Cauchon, Juana le afeó su conducta, advirtiéndole que estaba corriendo un serio peligro por su actitud.

—¿Qué clase de peligro?

—No lo sé. Santa Catalina me ha prometido ayuda, pero ignoro cómo será. No estoy segura de si me liberarán en la prisión, o si ocurrirá cuando me enviéis al suplicio. Podría suceder cualquiera de las dos cosas, pero no lo veo claro… —hizo una pausa—. Pero lo que sí me han revelado mis Voces ya, es que mi libertad vendrá precedida de una gran victoria —de nuevo se detuvo, como reflexionando—. Y siempre me repiten: «Acepta lo que viniere. No te asuste el martirio. Gracias a él subirás a tomar posesión del reino en el Paraíso».

¿Pensaba en la hoguera o en la horca? Creo que no. A mí se me ocurrió tal posibilidad, pero ella debió pensar en el martirio lento y cruel de las cadenas, la prisión y los malos tratos, ya que verdadero martirio representaba todo aquello. En esos momentos era Juan de la Fontaine el encargado de formular preguntas. Intentaba sacar el máximo partido posible a las palabras de Juana.

—Si las «Voces» os han adelantado que iréis al Paraíso, entonces, estáis segura de que no seréis condenada al infierno. ¿Es así?

—Creo lo que me han anunciado las Voces. Sé que me salvaré.

—Esa es una respuesta digna de considerar.

—Para mí, la certeza de mi salvación es un regalo del cielo.

—¿Creéis, después de esta revelación, que podríais cometer pecado mortal?

—En cuanto a eso, no podría asegurarlo. La esperanza de salvarme la tengo en ser fiel a mi promesa de conservar puros mi cuerpo y mi alma para Dios.

—Entonces, ante la seguridad de vuestra salvación, ¿consideráis necesario acudir a confesaros?

La trampa había sido tendida con astucia, pero la respuesta, sencilla y humilde, dada por Juana, la libró de caer en el cepo.

—Uno no puede conservar demasiado limpia la conciencia.

Llegamos al último día de aquel nuevo juicio. Fue una dura y prolongada lucha para los que tomaron parte en ella. Los jueces se mostraban irritados e insatisfechos. Pese a todo, decidieron prolongar un día más el proceso. Era el 17 de marzo. Al comienzo de la sesión ya le tendieron a Juana la primera y peligrosa trampa.

—¿Aceptaréis someter al dictamen de la Iglesia todas vuestras palabras y hechos, buenos o malos?

La pregunta era perfecta, y Juana pareció en grave peligro. De contestar con un sí, hasta su propia misión quedaría puesta en tela de juicio ante el tribunal, quien decidiría sobre el origen y carácter de la empresa. Si respondía «No», sería acusada de crimen de herejía.

Pero Juana se mostró a la altura de las circunstancias. Separó de forma clara la autoridad de la Iglesia sobre ella como feligresa, del tema de la misión. Afirmó su amor a la Iglesia, mostrándose dispuesta a seguir en la fe cristiana con todas sus fuerzas. Pero respecto a las obras realizadas por ella en el curso de la misión, sólo Dios podría juzgarlas, puesto que Él se las ordenó hacer.

El inquisidor insistió para que también éstas las sometiera al dictamen de la Iglesia, pero Juana se mantuvo firme:

—No las someteré más que al juicio de Nuestro Señor, que me envió. Creo que Cristo y su Iglesia son una sola cosa, y no hay más complicaciones. ¿Por qué encontráis siempre dificultades donde no existen?