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100 Clásicos de la Literatura

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"Le informaré de cualquier asunto de interés que ocurra aquí, y le telefonearé inmediatamente en caso de que suceda algo de importancia.

"Quedo de usted, estimado señor, su atento servidor,

PATRICK HENNESSEY"

Carta de Mina Harker a Lucy Westenra (sin abrir)

18 de septiembre

“Mi queridísima Lucy:

Hemos sufrido un terrible golpe. El señor Hawkins murió repentinamente. Algunos podrán pensar que esto no es triste para nosotros, pero ambos habíamos llegado a quererlo tanto que realmente parece como si hubiésemos perdido a un padre.

Yo nunca conocí ni a mi padre ni a mi madre, de tal manera que la muerte de este querido anciano ha sido un verdadero golpe para mí. Jonathan está también muy abatido. No sólo se siente triste, muy triste, por el querido viejo que le ha ayudado tanto en su vida, y que ahora al final lo ha tratado como si fuera su propio hijo y le ha dejado una fortuna que para gente de nuestro modesto origen es una riqueza más allá de los sueños de avaricia. Jonathan siente también otra cosa: dice que la gran responsabilidad que recae sobre él lo pone nervioso. Empieza a dudar de sí mismo. Yo trato de animarlo, y mi fe en él le ayuda a tener fe en sí mismo. Pero es precisamente en esto como la gran impresión que ha experimentado ejerce más en él. ¡Oh! Es demasiado duro que una naturaleza tan dulce, simple, noble y fuerte como la de él (una naturaleza que le posibilitó, con la ayuda de nuestro amigo, elevarse desde simple empleado hasta el puesto que hoy tiene) se encuentre tan dañada que haya desaparecido la misma esencia de su fuerza. Perdóname, querida, si te importuno con mis problemas en medio de tu propia felicidad; pero, Lucy querida, yo debo hablar con alguien, pues el esfuerzo que hago por mantener una apariencia alegre ante Jonathan me cansa, y aquí no tengo a nadie en quien confiar. Temo llegar a Londres, como debemos hacerlo pasado mañana, pues el pobre señor Hawkins dejó dispuesto en su testamento que deseaba ser enterrado en la tumba con su padre. Como no hay ningún pariente, Jonathan tendrá que presidir los funerales. Trataré de pasar un momento a verte, querida, aunque sólo sea unos minutos. Perdona nuevamente que te cause aflicciones. Con todas las bendiciones, te quiere,

MINA HARKER"

Del diario del doctor Seward

20 de septiembre. Sólo un gran esfuerzo de voluntad y la costumbre me permiten hacer estas anotaciones hoy por la noche. Me siento demasiado desgraciado, demasiado abatido, demasiado hastiado del mundo y de todo lo que hay en él, incluida la vida misma, de tal manera que no me importaría escuchar en este mismo momento el aleteo de las alas del ángel de la muerte. Y han estado aleteando esas tenebrosas alas últimamente por algún motivo: la madre de Lucy y el padre de Arthur, y ahora...

Continuemos mi trabajo.

Relevé puntualmente a van Helsing en su guardia sobre Lucy. Queríamos que Arthur también se fuese a descansar, pero al principio se negó. Sólo accedió cuando le dije que lo necesitaríamos durante el día para que nos ayudara, y que no debíamos agotarnos todos al mismo tiempo porque Lucy podría sufrir las consecuencias. Van Helsing fue muy amable con él.

—Venga, hijo —le dijo—; venga conmigo. Usted está enfermo y débil y ha tenido muchas tristezas y muchos dolores, asimismo como un desgaste de su fuerza que nosotros conocemos bien. No debe usted estar solo, pues estar solo es estar lleno de temores y alarmas. Venga a la sala, donde hay una buena lumbre y dos sofás. Usted se acostará en uno y yo en el otro, y nuestra compañía nos dará cierto alivio, aun cuando no hablemos, y aun en caso de que durmamos.

Arthur se fue con él, echando una nostálgica mirada al rostro de Lucy, que yacía en su almohada casi más blanca que la sábana. Yacía bastante tranquila, y yo miré alrededor del cuarto para ver que todo estuviera en orden. Pude ver que el profesor había realizado en este cuarto, al igual que en el otro, su propósito de usar el ajo; todas las guillotinas de las ventanas olían fuertemente a él. Y alrededor del cuello de Lucy, sobre el pañuelo de seda que van Helsing le había hecho usar, había tosca gargantilla hecha de las mismas olorosas flores. Lucy estaba respirando un tanto estertorosamente y su rostro estaba descompuesto, pues la boca abierta mostraba las pálidas encías. A la tenue e incierta luz, sus dientes parecían más largos y más agudos de lo que habían estado en la mañana. En particular, debido quizá a algún juego de luz, los caninos parecían más largos y agudos que el resto. Yo me senté a su lado, y al poco tiempo ella se movió inquieta. En el mismo instante llegó una especie de sordo aleteo o arañazos desde la ventana. Fui silenciosamente hacia ella y espié por una esquina de la celosía.

Había luna llena, y pude ver que el ruido era causado por un gran murciélago que revoloteaba, indudablemente atraído por la luz, aunque fuese tan tenue, y de vez en cuando golpeaba la ventana con las alas. Cuando regreso a mi asiento, vi que Lucy se había movido ligeramente y se habían desprendido las flores de ajo del cuello. Las coloqué nuevamente en su sitio lo mejor que pude, y me senté, observándola.

Al poco rato despertó, y yo le di alimentos tal como los había prescrito van Helsing. Sólo tomó unos pocos, y de mala gana. Parecía que ya no estaba con ella su antigua inconsciente lucha por la vida, y la fortaleza que hasta entonces había marcado su enfermedad. Me sorprendió como un hecho curioso el que en el momento de volverse consciente ella apretara las flores de ajo contra su pecho. Ciertamente era muy raro que cuando quiera que ella entrara a ese estado letárgico, con respiración estertórea, tratara de quitarse las flores, pero que al despertar las sujetara. No había ninguna posibilidad de cometer un error acerca de esto, pues en las largas horas que siguieron tuvo muchos períodos de sueño y vigilia, y repitió ambas acciones muchas veces.

A las seis de la mañana, van Helsing llegó a relevarme. Arthur había caído en un sopor, y bondadosamente él le permitió que siguiera durmiendo. Cuando vio el rostro de Lucy pude escuchar la siseante aspiración de su boca, y me dijo en un susurro agudo:

—Suba la celosía; ¡quiero luz!

Luego se inclinó y, con su rostro casi tocando el de Lucy, la examinó cuidadosamente. Quitó las flores y luego retiró el pañuelo de seda de su garganta. Al hacerlo retrocedió, y yo pude escuchar su exclamación: "¡Mein Gott! …”, que se quedó a media garganta. Yo me incliné y miré también, y cuando lo hice, un extraño escalofrío me recorrió el cuerpo.

Las heridas en la garganta habían desaparecido por completo.

Durante casi cinco minutos van Helsing la estuvo mirando, con el rostro serio y crispado como nunca. Luego se volvió hacia mí y me dijo calmadamente:

—Se está muriendo. Ya no le quedará mucho tiempo. Habrá mucha diferencia, créamelo, si muere consciente o si muere mientras duerme. Despierte al pobre muchacho y déjelo que venga y vea lo último; él confía en nosotros, y se lo habíamos prometido.

Bajé al comedor y lo desperté. Estuvo aturdido por un momento, pero cuando vio la luz del sol entrando a través de las rendijas de las persianas pensó que ya era tarde, y me expresó su temor. Yo le aseguré que Lucy todavía dormía, pero le dije tan suavemente como pude que tanto van Helsing como yo temíamos que el fin estaba cerca. Se cubrió el rostro con las manos y se deslizó sobre sus rodillas al lado del sofá, donde permaneció, quizá un minuto, con la cabeza agachada, rezando, mientras sus hombros se agitaban con el pesar. Yo lo tomé de la mano y lo levanté.

—Ven —le dije, mi querido viejo amigo; reúne toda tu fortaleza: será lo mejor y lo más fácil para ella. Cuando llegamos al cuarto de Lucy pude ver que van Helsing, con su habitual previsión, había estado poniendo todas las cosas en su sitio y haciendo que todo estuviera tan agradable como fuera posible. Incluso le había cepillado el pelo a Lucy, de manera que éste se desparramaba por la almohada en sus habituales rizos de oro. Cuando entramos en el cuarto, ella abrió los ojos, y al verlo a él susurró débilmente:

—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan contenta de que hayas venido!

Él se detuvo para besarla, pero van Helsing le ordenó que se retirara.

—No —le susurró—, ¡todavía no! Sostenga su mano; le dará más consuelo.

Así es que Arthur le tomó la mano y se arrodilló al lado de ella, y ella resplandeció, con todas las suaves líneas haciendo juego con la angelical belleza de sus ojos. Entonces, gradualmente, sus ojos se cerraron y se hundió en el sueño. Por un corto tiempo su pecho se elevó suavemente; y subió y bajó como el de un niño cansado.

Luego, insensiblemente, llegó el extraño cambio que yo había notado durante la noche.

Su respiración se volvió estertórea, abrió la boca, y las pálidas encías estiradas hacia atrás hicieron que los dientes parecieran más largos y agudos que nunca. Abrió los ojos de una manera vaga, sonámbula, como inconsciente, reflejando ahora al mismo tiempo vaguedad y dureza, y dijo en una voz suave y voluptuosa, tal como yo nunca la había escuchado en sus labios:

—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan feliz de que hayas venido! ¡Bésame!

Arthur se inclinó ansiosamente para besarla, pero en ese mismo instante van Helsing, quien, como yo, había estado asombrado por la voz de la joven, se precipitó sobre el novio y, sujetándolo por el cuello con ambas manos, lo arrastró hacia atrás con una fuerza que yo nunca creí pudiera poseer, y de hecho lo lanzó casi al otro lado del cuarto.

—¡Nunca en su vida! —le dijo—; ¡no lo haga, por amor a su alma y a la de

ella!

Y luego, se situó entre los dos como un león acorralado. Arthur estaba tan sorprendido que por un momento no encontró qué hacer ni qué decir; y antes de que ningún impulso de violencia pudiera apoderarse de él, se dio cuenta del lugar y de las circunstancias y se quedó en silencio, esperando.

 

Yo mantuve los ojos fijos en Lucy, lo mismo que van Helsing, y vimos un espasmo de ira pasar rápidamente como una sombra por su rostro; los agudos dientes se cerraron de golpe. Luego sus ojos se cerraron y ella respiró pesadamente.

Al poco tiempo sus ojos se abrieron con toda su suavidad, y extendiendo su pobre mano pálida y delgada, tomó la pesada y oscura mano de van Helsing; acercándosela, la besó.

—Mi verdadero amigo —dijo ella, en una débil voz pero con un acento doloroso indescriptible—. ¡Mi verdadero amigo, y amigo de él! ¡Oh, protéjalo, y deme paz a mí!

—¡Lo juro! —dijo él solemnemente, arrodillándose al lado de ella y sosteniendo su mano, como alguien que presta juramento. Luego se volvió a Arthur y le dijo—: Venga, hijo, tome la mano de ella entre las suyas, y bésela en la frente, y sólo una vez.

Se unieron sus ojos en vez de sus labios; y así se despidieron.

Los ojos de Lucy se cerraron; y van Helsing, que había estado observando desde cerca, tomó del brazo a Arthur y lo alejó del lecho.

Luego la respiración de Lucy se volvió estertórea una vez más, y repentinamente cesó del todo.

—Ya todo terminó —dijo van Helsing ¡Está muerta!

Tomé a Arthur del brazo y lo conduje a la sala, donde se sentó y se cubrió la cara con las manos, sollozando como un chiquillo.

Regresé al cuarto y encontré a van Helsing mirando a la pobre Lucy, y su rostro estaba más serio que nunca. El cuerpo de ella había cambiado algo. La muerte le había regresado parte de su belleza, pues sus cejas y mejillas habían recobrado algo de sus suaves líneas; hasta los labios habían perdido su mortal palidez. Era como si la sangre, innecesaria ya para el funcionamiento del corazón, hubiera querido mitigar en lo posible la rigidez y la desolación de la muerte.

"Pensamos que moría mientras estaba durmiendo, y durmiendo cuando murió."

Me situé al lado de van Helsing, y le dije:

—¡Ah! ¡pobre muchacha! Al fin hay paz para ella. ¡Es el final! Él se volvió hacia mí, y dijo con grave solemnidad:

—Nada de eso. ¡Ay!, nada de eso. ¡Es sólo el comienzo!

Cuando le pregunté qué quería decir, movió la cabeza y me respondió:

—No podemos hacer nada por ella todavía. Espere. Ya verá usted...

XIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)

Se dispuso el funeral para el día siguiente, de manera que Lucy y su madre pudieran ser enterradas juntas. Yo me encargué de todos los desagradables trámites, y el cortés empresario de pompas fúnebres me probó que sus empleados estaban afectados, o bendecidos, por algo de su propia gratuita suavidad. Hasta la mujer que efectuaba los últimos oficios para los muertos me comentó, de una manera confidencial, como entre compañeros de profesión, cuando hubo salido de la cámara de la muerte:

—Señor, la joven es un magnífico cadáver. Es verdaderamente un privilegio atenderla. ¡No exagero cuando digo que atender a semejantes clientes acredita a nuestro establecimiento!

—Noté que van Helsing nunca se alejaba mucho. Esto era posible debido al desordenado estado de la casa. No había parientes a mano, y como Arthur tenía que estar de regreso al día siguiente para atender a los funerales de su padre, fuimos incapaces de notificar a alguien que hubiera llevado la dirección de los asuntos. Bajo esas circunstancias, van Helsing y yo iniciamos el examen de los papeles, etc. Mi maestro insistió en hacerse cargo de los papeles de Lucy personalmente. Yo le pregunté por qué, pues temía que él, siendo extranjero no estuviera al tanto de los requerimientos legales ingleses, y pudiera de esta manera, por ignorancia causar algunos contratiempos innecesarios. Él me contestó:

—Lo sé; lo sé. Usted olvida que yo también soy abogado, además de médico. Pero esto no es de todas maneras para la ley. Usted previó claramente eso cuando evitó al forense. Yo tengo que evitar a otros además de él. Puede haber otros papeles...

Al hablar sacó de su libreta de bolsillo el memorando que había estado en el pecho de Lucy, y que ella había roto mientras dormía.

—Cuando usted descubra algo del abogado de la difunta señora Westenra, selle todos sus papeles y escríbale hoy por la noche. Yo, por mi parte, vigilaré aquí en el cuarto y en el viejo cuarto de la señorita Lucy toda la noche, y yo mismo buscaré por lo que sea. No es bueno que sus pensamientos más íntimos vayan a manos de gente extraña.

Yo me dediqué a mi parte del trabajo, y a la media hora había encontrado el nombre y la dirección del abogado de la señora Westenra, y le había escrito. Todos los papeles de la pobre dama estaban en orden; se daban en ellos órdenes explícitas respecto al lugar del entierro. No había terminado de sellar la carta cuando, para mi sorpresa, van Helsing entró en el cuarto, diciendo:

—¿Puedo ayudarle, amigo John? Estoy libre, y si me lo permite colaboraré con usted.

—¿Encontró lo que buscaba? —le pregunté, a lo cual él respondió:

—No busqué ninguna cosa específica. Sólo esperaba encontrar, y he encontrado algunas cartas y unas cuantas notas, y un diario recientemente comenzado. Pero los tengo aquí, y por el momento no diremos nada de ellos. Yo veré al pobre muchacho mañana por la noche, y, con su anuencia, utilizaré estos documentos.

Cuando terminamos el trabajo que teníamos entre manos, me dijo:

—Y ahora, amigo John, creo que podemos ir a la cama. Queremos dormir, tanto usted como yo, y descansar para recuperarnos. Mañana tendremos ambos mucho que hacer, pero por la noche de hoy no hay necesidad de nosotros.

Antes de retirarnos fuimos a ver a la pobre Lucy. El empresario de pompas fúnebres había hecho un trabajo indudablemente bueno, pues el cuarto se había transformado en una pequeña chapelle ardente. Había una multitud de bellas flores blancas, y la muerte había sido hecha lo menos repulsiva posible. El extremo del sudario estaba colocado sobre su cara; cuando el profesor se inclinó y lo retiró suavemente hacia atrás, ambos nos sorprendimos de la belleza que estaba ante nosotros, dando los altos cirios de cera suficiente luz para que la notáramos. Toda la hermosura de Lucy había regresado a ella en la muerte, y las horas que habían transcurrido, en lugar de dejar trazos de los "aniquiladores de la muerte" habían restaurado la belleza de la vida, de tal manera que positivamente no daba crédito a mis ojos de estar mirando un cadáver.

El profesor miró con grave seriedad. No la había amado como yo, y por ello no había necesidad de lágrimas en sus ojos. Me dijo: "Permanezca aquí hasta que regrese", y salió del cuarto. Volvió con un puñado de ajo silvestre de la caja que estaba en el corredor pero que aún no había sido abierta, y colocó las flores entre las otras, encima y alrededor de la cama. Luego, tomó de su cuello, debajo de su camisa, un pequeño crucifijo de oro, y lo colocó sobre la boca de la muerta. Regresó la sábana a su lugar y salimos de la habitación.

Me estaba desvistiendo en mi propio cuarto cuando, con unos golpecitos de advertencia, entró, y de inmediato comenzó a hablar:

—Mañana quiero que usted me traiga, antes del anochecer, un juego de bisturíes de disección.

—¿Debemos hacer una autopsia? —le pregunté.

—Sí, y no. Quiero operar, pero no como usted piensa. Déjeme que se lo diga ahora, pero ni una palabra a otro. Quiero cortarle la cabeza y sacarle el corazón. ¡Ah!, usted es un cirujano y se espanta. Usted, a quien he visto sin temblor en la mano o en el corazón haciendo operaciones de vida y muerte que hacen temblar a los otros. ¡Oh! Pero no debo olvidar, mi querido amigo John, que usted la amaba; y no lo he olvidado, pues soy yo el que va a operar y usted no debe ayudar. Me gustaría hacerlo hoy por la noche, pero por Arthur no lo haré; él estará libre después de los funerales de su padre mañana y querrá verla a ella, ver eso. Luego, cuando ella ya esté en el féretro al día siguiente, usted y yo vendremos cuando todos duerman. Destornillaremos la tapa del féretro y haremos nuestra operación; luego lo pondremos todo en su lugar, para que nadie se entere, salvo nosotros.

—Pero, ¿por qué debemos hacer eso? La muchacha está muerta. ¿Por qué mutilar innecesariamente su pobre cuerpo? Y si no hay necesidad de una autopsia y nada se puede ganar con ella (no se beneficia a Lucy, no nos beneficiamos nosotros, ni la ciencia, ni el conocimiento humano), ¿por qué debemos hacerlo? Tal cosa es monstruosa.

Por toda respuesta, él puso la mano sobre mi hombro, y dijo después, con infinita ternura:

—Amigo John, me compadezco de su pobre corazón sangrante; y lo quiero más porque sangra de esa manera. Si pudiera, yo mismo tomaría la carga que usted lleva. Pero hay cosas que usted ignora, y que sin embargo conocerá, y me bendecirá por saberlas, aunque no son cosas agradables. John, hijo mío, usted ha sido amigo mío desde hace muchos años, pero, ¿supo usted que alguna vez yo hiciera alguna cosa sin una buena razón? Puedo equivocarme, sólo soy un hombre: pero creo en todo lo que hago. ¿No fue por esto por lo que usted envió por mí cuando se presentó el gran problema? ¡Sí! ¿No estaba usted asombrado, más bien horrorizado, cuando yo no permití que Arthur besara a su amada, a pesar de que ella se estaba muriendo, y lo arrastré con todas mis fuerzas? ¡Sí! Sin embargo, usted vio como ella me agradeció, con sus bellos ojos moribundos, su voz también tan débil, y besó mi ruda y vieja mano y me bendijo. ¿Y no me oyó usted hacer una promesa a ella para que así cerrara agradecida los ojos? ¡Sí!

"Bien, ahora tengo una buena razón para todo lo que quiero hacer. Muchos años usted ha confiado en mí; en las semanas pasadas usted ha creído en mí, cuando ha habido cosas tan extrañas que bien hubiera podido dudar. Confíe en mí todavía un poco más, amigo John. Si no confía en mí, entonces debo decir lo que pienso; y eso tal vez no esté bien. Y si yo trabajo, como trabajaré, no importa la confianza ni la desconfianza, sin la confianza de mi amigo en mí, trabajo con el corazón pesado, y siento, ¡oh!, que estoy solo cuando deseo toda la ayuda y el valor que puede haber hizo una pausa un momento, y continuó solemnemente—: Amigo John, ante nosotros hay días extraños y terribles. Seamos no dos, sino uno, para poder trabajar con éxito. ¿Tendrá usted fe en mí?"

Tomé su mano y se lo prometí. Mientras él se alejaba, mantuve mi puerta abierta y lo observé entrar en su cuarto y cerrar la puerta. Mientras estaba sin moverme, vi a una de las sirvientas pasar silenciosamente a lo largo del corredor (iba de espaldas a mí, por lo que no me vio) y entrar en el cuarto donde yacía Lucy. Esto me impresionó. ¡La devoción es tan rara, y nos sentimos tan agradecidos para con aquellos que la demuestran hacia nuestros seres queridos sin que nosotros se lo pidamos...! Allí estaba una pobre muchacha sobreponiéndose a los terrores que naturalmente sentía por la muerte, para ir a hacer guardia solitaria junto al féretro de la patrona a quien amaba, para que la pobre no estuviese solitaria hasta que fuese colocada para su eterno descanso...

Debo haber dormido larga y profundamente, pues ya era pleno día cuando van Helsing me despertó al entrar en mi cuarto. Llegó hasta cerca de mi cama, y dijo:

—No necesita molestarse por los bisturíes. No lo haremos.

—¿Por qué no? —le pregunté, pues la solemnidad que había manifestado la noche anterior me había impresionado profundamente.

Porque —dijo, solemnes demasiado tarde... o demasiado temprano. ¡Vea! —añadió, sosteniendo en su mano el pequeño crucifijo dorado. Esto fue robado durante la noche.

—¿Cómo? ¿Robado? —le pregunté con asombro—. Si usted lo tiene ahora...

—Porque lo he recobrado de la inútil desventurada que lo robó; de la mujer que robó a los muertos y a los vivos. Su castigo seguramente llegará, pero no por mi medio: ella no sabía lo que hacía, y por ignorancia, sólo robó. Ahora, debemos esperar.

Se alejó al decir esto, dejándome con un nuevo misterio en que pensar, un nuevo rompecabezas con el cual batirme.

La mañana pasó sin incidentes, pero al mediodía llegó el abogado: el señor Marquand, de Wholeman, hijos, Marquand & Lidderdale. Se mostró muy cordial y agradecido por lo que habíamos hecho, y nos quitó de las manos todos los cuidados relativos a los detalles. Durante el almuerzo nos dijo que la señora Westenra había estado esperando una muerte repentina por su corazón desde algún tiempo, y había puesto todos sus asuntos en absoluto orden; nos informó que, con la excepción de cierta propiedad con título del padre de Lucy, que ahora, a falta de heredero directo, se iba a una rama distante de la familia, todo el patrimonio quedaba absolutamente para Arthur Holmwood. Cuando nos hubo dicho todo eso, continuó:

 

—Francamente, nosotros hicimos lo posible por impedir tal disposición testamentaria, y señalamos ciertas contingencias que podían dejar a su hija ya sea sin un centavo, o no tan libre como debiera ser para actuar teniendo en cuenta una alianza matrimonial. De hecho, presionamos tanto sobre el asunto que casi llegamos a un choque, pues ella nos preguntó si estábamos o no estábamos preparados para cumplir sus deseos. Por supuesto, no tuvimos otra alternativa que aceptar. En principio, nosotros teníamos razón, y noventa y nueve veces de cada cien hubiéramos podido probar, por la lógica de los acontecimientos, la cordura de nuestro juicio. Sin embargo, francamente, debo admitir que en este caso cualquier otra forma de disposición hubiera resultado en la imposibilidad de llevar a cabo sus deseos. Pues su hija hubiera entrado en posesión de la propiedad y, aunque ella sólo le hubiera sobrevivido a su madre cinco minutos, su propiedad, en caso de que no hubiera testamento, y un testamento era prácticamente imposible en tal caso, hubiera sido tratada a su defunción como ab intestato. En cuyo caso, lord Godalming, aunque era un amigo íntimo de ellas, no podría tener ningún derecho. Y los herederos, siendo parientes lejanos, no abandonarían tan fácilmente sus justos derechos, por razones sentimentales referidas a una persona totalmente extraña. Les aseguro, mis estimados señores, que estoy feliz por el resultado; muy feliz.

Era un buen tipo, pero su felicidad por aquella pequeña parte (en la cual estaba oficialmente interesado) en medio de una tragedia tan grande, fue una lección objetiva de las limitaciones de la conmiseración.

No permaneció mucho tiempo, pero dijo que regresaría más tarde durante el día y vería a lord Godalming. Su llegada, sin embargo, había sido un cierto alivio para nosotros, ya que aseguraba que no tendríamos la amenaza de críticas hostiles por ninguno de nuestros actos. Se esperaba que Arthur llegara a las cinco, por lo que poco antes de esa hora visitamos la cámara mortuoria. Y así podía llamarse de verdad, pues ahora tanto madre como hija yacían en ella. El empresario de pompas fúnebres, fiel a su habilidad, había hecho la mejor exposición de sus bienes que poseía, y en todo el lugar había una atmósfera tétrica que inmediatamente nos deprimió. Van Helsing ordenó que se pusiera todo como estaba antes, explicando que, como pronto llegaría lord Godalming, sería menos desgarrador para sus sentimientos ver todo lo que quedaba de su fiancée a solas. El empresario pareció afligido por su propia estupidez y puso todo empeño en volver a arreglarlo todo tal como había estado la noche anterior, para que cuando llegara Arthur se evitaran tantas malas impresiones como fuera posible.

¡Pobre hombre! Estaba desesperadamente triste y abatido; hasta su hombría de acero parecía haberse reducido algo bajo la tensión de sus múltiples emociones. Había estado, lo sé, genuina y devotamente vinculado a su padre; y perderlo, en una ocasión como aquella, era un amargo golpe para él. Conmigo estuvo más afectuoso que nunca, y fue dulcemente cortés con van Helsing; pero no pude evitar ver que había alguna reticencia en él. El profesor lo notó también y me hizo señas para que lo llevara arriba.

Lo hice y lo dejé a la puerta del cuarto, ya que sentí que él desearía estar completamente solo con ella, pero él me tomó del brazo y me condujo adentro, diciendo secamente:

—Tú también la amabas, viejo amigo; ella me contó todo acerca de ello, y no había amigo que tuviese un lugar más cercano en su corazón que tú. Yo no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por ella. Todavía no puedo pensar...

Y aquí repentinamente mostró su abatimiento, y puso sus brazos alrededor de mis hombros haciendo descansar su cabeza en mi pecho, llorando:

—¡Oh, Jack! ¡Jack! ¿Qué haré? Toda la vida parece habérseme ido de golpe, y no hay nada en el ancho mundo por lo que desee vivir.

Lo consolé lo mejor que pude. En tales casos, los hombres no necesitan mucha expresión. Un apretón de manos, o palmadas sobre los hombros, un sollozo al unísono, son expresiones agradables para el corazón del hombre. Yo permanecí quieto y en silencio hasta que dejó de sollozar, y luego le dije suavemente:

—Ven y mírala.

Juntos caminamos hacia la cama, y yo retiré el sudario de su cara. ¡Dios! Qué bella estaba. Cada hora parecía ir acrecentando su hermosura. En alguna forma aquello me asombró y me asustó; y en cuanto a Arthur, él cayó temblando, y finalmente fue sacudido con la duda como si fuese un escalofrío. Después de una larga pausa, me dijo, exhalando un suspiro muy débil:

—Jack, ¿está realmente muerta?

Yo le aseguré con tristeza que así era, y luego le sugerí (pues sentí que una duda tan terrible no debía vivir ni un instante más del que yo pudiera permitirlo) que sucedía frecuentemente que después de la muerte los rostros se suavizaban y aun recobraban su belleza juvenil; esto era especialmente así cuando a la muerte le había precedido cualquier sufrimiento agudo o prolongado. Pareció que mis palabras desvanecían cualquier duda, y después de arrodillarse un rato al lado de la cama y mirarla a ella larga y amorosamente, se alejó. Le dije que ese tenía que ser el adiós, ya que el féretro tenía que ser preparado, por lo que regresó y tomó su mano muerta en la de él, la besó, y se inclinó y besó su frente. Luego se retiró, mirando amorosamente sobre su hombro hacia ella a medida que se alejaba.

Lo dejé en la sala y le conté a van Helsing que Arthur ya se había despedido de su amada; por lo que fue a la cocina a decir a los empleados del empresario de pompas fúnebres que continuaran los preparativos y atornillaran el féretro. Cuando salió otra vez del cuarto, le referí la pregunta de Arthur, y él replicó:

—No me sorprende. ¡Precisamente hace un momento yo dudaba de lo mismo!

Cenamos todos juntos, y pude ver como el pobre Art trataba de hacer las cosas lo mejor posible. Van Helsing guardó silencio durante todo el tiempo de la cena, pero cuando encendimos nuestros cigarrillos, dijo:

—Lord...

Mas Arthur lo interrumpió:

—No, no, eso no, ¡por amor de Dios! De todas maneras, todavía no. Perdóneme, señor, no quise ofenderlo; es sólo porque mi pérdida es muy reciente.

El profesor respondió muy amablemente:

—Sólo usé ese título porque estaba en duda. No debo llamarlo a usted "señor" y le he tomado mucho cariño; sí, mi querido muchacho, mucho cariño; le llamaré Arthur.

Arthur extendió la mano y estrechó calurosamente la del viejo.

—Llámeme como usted quiera —le dijo—. Y espero que siempre tenga el título de amigo. Y déjeme decirle que no encuentro palabras para agradecerle todas sus bondades para con mi pobre amada —hizo una pausa y luego continuó—. Yo sé que ella comprendió sus bondades incluso mejor que yo; y si fui rudo o de cualquier forma molesto cuando usted actuó extrañamente, ¿lo recuerda? —el profesor asintió —, debe usted perdonarme.

Mi maestro contestó con solemne bondad:

—Sé que fue terrible para usted darme su confianza entonces, pues para confiar en tales violencias se necesita comprender; y yo supongo que usted no confía en mí ahora, no puede confiar, pues todavía no lo comprende. Y puede haber otras ocasiones en que yo quiera que usted confíe cuando no pueda, o no deba, y todavía no llegue a comprender. Pero llegará el tiempo en que su confianza en mí será irrestricta, y usted comprenderá, como si la misma luz del sol penetrara en su mente. Entonces, me bendecirá por su propio bien, por el bien de los demás y por el bien de aquella a quien juró proteger.