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100 Clásicos de la Literatura

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—Y, de hecho, señor —dijo Arthur calurosamente—, confiaré en usted de todas maneras. Yo sé y creo que usted tiene un corazón noble, y es amigo de Jack, y fue amigo de ella. Haga usted lo que juzgue conveniente.

El profesor se aclaró la garganta un par de veces, como si estuviese a punto de hablar, y finalmente dijo:

—¿Puedo preguntarle algo ahora?

—Por supuesto.

—¿Sabe usted que la señora Westenra le dejó todas sus propiedades?

—No. ¡Pobre señora! Nunca pensé en ello.

—Y como todo es de usted, tiene usted el derecho de hacer con ello lo que le plazca. Deseo que usted me dé su autorización para leer todas los papeles y cartas de la señorita Lucy. Créame, no es mera curiosidad. Yo tengo un motivo que, puede usted estar seguro, ella habría aprobado. Aquí los tengo todos. Los tomé antes de que supiéramos que todo era de usted, para que ninguna mano extraña los tocara, para que ningún ojo extraño pudiera ver a través de las palabras en su alma. Yo los guardaré, si me lo permite; ni usted mismo los podrá ver todavía, pero los guardaré bien. No se perderá ni una palabra, y en tiempo oportuno se los devolveré a usted. Es una cosa dura la que pido, pero usted la hará, ¿no es así?, por amor a Lucy...

Arthur habló sinceramente, como solía hacerlo:

—Doctor van Helsing, puede usted hacer lo que desee. Siento que al decir esto estoy haciendo lo que mi Lucy habría aprobado. No lo molestaré con preguntas hasta que llegue la hora.

El anciano profesor se puso en pie al tiempo que decía solemnemente:

—Y tiene usted razón. Habrá mucho dolor para todos nosotros; pero no todo será dolor, ni este dolor será el último. Nosotros y usted también, usted más que nadie, mi querido amigo, tendremos que pasar a través del agua amarga antes de llegar a la dulce. Pero debemos ser valientes y desinteresados, y cumplir con nuestro deber; todo saldrá bien.

Yo dormí en un sofá en el cuarto de Arthur esa noche. Van Helsing no se acostó.

Caminó de un lado a otro, como si estuviera patrullando la casa, y nunca se alejó mucho del cuarto donde Lucy yacía en su féretro, salpicada con las flores de ajo silvestre, que despedían, a través del aroma de las lilas y las rosas, un pesado y abrumador olor en el silencio de la noche.

Del diario de Mina Harker

22 de septiembre. En el tren hacia Exéter, Jonathan duerme. Parece que sólo fue ayer cuando hice los íntimos apuntes, y sin embargo, ¡cuánto ha transcurrido entre ellos, en Whitby y en todo el mundo ante mí! Jonathan estaba lejos y yo sin noticias de él; y ahora, casada con Jonathan, Jonathan de procurador, socio de una empresa, rico, dueño de su negocio, el señor Hawkins muerto y enterrado, y Jonathan con otro ataque que puede perjudicarlo mucho. Algún día me puede preguntar acerca de ello. Todo va para abajo. Estoy enmohecida en mi taquigrafía; véase lo que la prosperidad inesperada hace por nosotros, por lo que no está mal que la refresque otra vez ejercitándome un poco.

El servicio fue muy simple y solemne. Sólo asistimos nosotros mismos y los sirvientes, uno o dos viejos amigos de él de Exéter, su agente en Londres y un caballero representando a sir John Paxton, el presidente de la Sociedad Jurídica. Jonathan y yo estuvimos tomados de la mano, y sentimos que nuestro mejor y más querido amigo nos había abandonado.

Regresamos a la ciudad en silencio y tomamos un autobús hasta la esquina de Hyde Park, Jonathan pensó que me interesaría ir un momento al Row, por lo que nos sentamos; pero había tan poca gente ahí, que era triste y desolado ver tantas sillas vacías. Nos hizo pensar en la silla vacía que teníamos en casa; así es que nos levantamos y caminamos en dirección a Piccadilly. Jonathan me llevaba de la mano, tal como solía hacerlo antiguamente antes de que yo fuera a la escuela. A mí me parecía aquello muy osado, pues no se pueden pasar años dando clases de etiqueta y decoro a las niñas sin que la pedantería de ello lo impresione a uno un poquito. Pero era Jonathan, y era mi marido, y nosotros no conocimos a nadie de los que vimos (y no nos importaba si ellos nos conocían), por lo que seguimos caminando en la misma forma.

Yo estaba mirando a una muchacha muy bella, con un sombrero de rueda de carruaje, que estaba sentada en una victoria afuera de Giuliano's, cuando sentí que Jonathan me apretó la mano tan fuerte que me hizo daño, y dijo como en un susurro: "¡Dios mío!" Yo siempre estoy ansiosa por Jonathan, pues siempre temo que algún ataque nervioso pueda enfermarlo otra vez; así es que me volví hacia él rápidamente y le pregunté qué le había molestado.

Estaba muy pálido, y sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras, con una mezcla de terror y asombro, miraba fijamente a un hombre alto y delgado, de nariz aguileña, bigote negro y barba en punta, que también estaba observando a la muchacha bonita. La estaba mirando tan embebido que no se percató de nuestra presencia, y por ello pude echarle un buen vistazo. Su cara no era una buena cara; era dura y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos, que se miraban más blancos por el encendido rojo de sus labios, estaban afilados como los de un animal. Jonathan estuvo mirándolo tan fijamente que yo tuve hasta miedo de que el individuo lo notara. Y temí que lo tomara a mal, ya que se veía tan fiero y detestable. Le pregunté a Jonathan por qué estaba perturbado, y él me respondió, pensando evidentemente que yo sabía tanto como él cuando lo hizo:

—¿No ves quién está allí?

—No, querido —dije yo—; no lo conozco, ¿quién es?

Su respuesta me impresionó y me llenó de ansias, pues la dio como si no supiera que era yo su Mina a quien hablaba:

—Es el hombre en persona.

Mi pobre amado estaba evidentemente aterrorizado por algo; muy aterrorizado.

Creo en verdad que si no me hubiese tenido a mí para apoyarse y para que lo sujetara, se habría desplomado. Se mantuvo mirando fijamente con asombro; un hombre salió de la tienda con un pequeño paquete y se lo dio a la dama, quien entonces reanudó su caminata. El hombre misterioso mantuvo sus ojos fijos en la bella dama, y cuando el carruaje se alejó por Piccadilly él siguió en la misma dirección, y alquiló un cabriolé.

Jonathan lo siguió con la mirada, y dijo, como para sí mismo:

—Creo que es el conde, pero ha rejuvenecido mucho. ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Si yo supiera, si yo supiera!

Estaba tan nervioso que yo temí hacerle daño al hacerle preguntas, por lo que guardé silencio. Muy suavemente lo comencé a alejar del lugar, y él, asido a mi brazo, me siguió con facilidad. Caminamos un poco más y luego nos sentamos un rato en el Green Park. Era un día caluroso para ser otoño, y había un asiento bastante cómodo en un lugar sombreado. Después de mirar unos minutos fijamente al vacío, Jonathan cerró los ojos y rápidamente se sumió en un sueño, con la cabeza apoyada en mi hombro.

Pensé que era lo mejor para él, y no lo desperté. Como a los veinte minutos despertó, y me dijo bastante alegre:

—Pero, Mina, ¡me he quedado dormido! ¡Oh, perdóname por ser tan desatento! Ven; nos tomaremos una taza de té en cualquier parte.

Evidentemente había olvidado todo lo relacionado con el extraño forastero, de la misma manera que durante su enfermedad había olvidado todo aquello que este episodio le había recordado nuevamente. No me gustan estos ataques de amnesia; puede causarle o prolongarle algún mal cerebral. Pero no debo preguntárselo, por temor a causarle más daño que bien; sin embargo, debo de alguna manera conocer los hechos de su viaje al extranjero. Temo que ha llegado la hora en que debo abrir aquel paquete y saber lo que contiene. ¡Oh, Jonathan, tú me perdonarás, lo sé, si hago mal, pero es por tu propio y sagrado bien!

Más tarde. Fue un regreso triste a casa en todos aspectos: la casa vacía del querido difunto que fuera tan bondadoso con nosotros: Jonathan todavía pálido y aturdido bajo una ligera recaída de su enfermedad, ahora un telegrama de van Helsing, quienquiera que sea: "Tengo la pena de participarle que la señora Westenra murió hace cinco días, y que Lucy murió anteayer. Ambas fueron enterradas hoy."

¡Oh, qué cúmulo de dolores en tan pocas palabras! ¡Pobre señora Westenra! ¡Pobre Lucy! ¡Se han ido; se han ido para no regresar nunca más a nosotros! ¡Y pobre, pobre Arthur, que ha perdido una dulzura tal de su vida! Dios nos ayude a sobrellevar todos nuestros pesares.

Del diario del doctor Seward

22 de septiembre. Todo ha culminado. Arthur ha regresado a Ring y se ha llevado consigo a Quincey Morris. ¡Qué magnífico tipo es este Quincey! Creo en lo más profundo de mi corazón que él sufrió tanto como cualquiera de nosotros dos por la muerte de Lucy; pero supo sobreponerse a su dolor como un estoico. Si América puede seguir produciendo hombres como este, no cabe la menor duda de que llegará a ser una gran potencia en el mundo. Van Helsing está acostado, tomándose un descanso preparatorio para su viaje. Se va a ir hoy por la noche a Ámsterdam, pero dice que regresará mañana por la noche; que sólo quiere hacer algunos arreglos que únicamente pueden efectuarse en persona. Cuando regrese, si puede, se quedará en mi casa; dice que tiene trabajo que hacer en Londres que le puede llevar cierto tiempo. ¡Pobre viejo amigo! Temo que el esfuerzo de las últimas semanas ha roto hasta su fortaleza de hierro.

Durante todo el tiempo del funeral, pude ver que él estaba haciendo un terrible esfuerzo por refrenarse. Cuando todo hubo pasado, estábamos parados al lado de Arthur, quien, pobrecito, estaba hablando de su parte en la operación cuando su sangre fue transferida a las venas de Lucy; pude ver que el rostro de van Helsing se ponía blanco y morado alternadamente. Arthur estaba diciendo que desde entonces sentía como si los dos hubiesen estado realmente casados y que ella era su mujer a los ojos de Dios. Ninguno de nosotros dijo una palabra de las otras operaciones, y ninguno de nosotros la dirá jamás. Arthur y Quincey se fueron juntos a la estación, y van Helsing y yo nos vinimos para acá. En el momento que estuvimos solos en el carruaje dio rienda suelta a un ataque regular de histeria. Desde entonces se ha negado a admitir que fue histeria, e insiste que sólo fue su sentido del humor manifestándose bajo condiciones muy terribles. Rio hasta que se puso a llorar y yo tuve que bajar las celosías para que nadie nos pudiera ver y malinterpretar la situación; y entonces lloró hasta que rio otra vez; y río y lloró al mismo tiempo, tal como hace una mujer. Yo traté de ser riguroso con él, de la misma manera que se es con una mujer en iguales circunstancias; pero no dio efecto. ¡Los hombres y las mujeres son tan diferentes en su fortaleza o debilidad nerviosa!

 

Luego, cuando su rostro se volvió nuevamente grave y serio, le pregunté el motivo de su júbilo y por qué precisamente en aquellos momentos. Su réplica fue en cierta manera característica de él, pues fue lógica, llena de fuerza y misterio. Dijo:

—Ah, usted no comprende, amigo John. No crea que no estoy triste, aunque río. Fíjese, he llorado aun cuando la risa me ahogaba. Pero no piense más que estoy todo triste cuando lloro, pues la risa hubiera llegado de la misma manera. Recuerde siempre que la risa que toca a su puerta, y dice: "¿puedo entrar?", no es la verdadera risa. ¡No! La risa es una reina, y llega cuando y como quiere. No pregunta a persona alguna; no escoge tiempo o adecuación. Dice: "aquí estoy". Recuerde, por ejemplo, yo me dolí en el corazón por esa joven chica tan dulce; yo doy mi sangre por ella, aunque estoy viejo y gastado; di mi tiempo, mi habilidad, mi sueño; dejo a mis otros que sufran necesidad para que ella pueda tener todo. Y sin embargo, puedo reír en su propia tumba, reír cuando la tierra de la pala del sepulturero caía sobre su féretro y decía ¡tud!, ¡tud!, sobre mi corazón, hasta que éste retiró de mis mejillas la sangre. Mi corazón sangró por ese pobre muchacho, ese muchacho querido, tan de la edad en que estuviera mi propio muchacho si benditamente viviera, y con su pelo y sus ojos tan iguales. Vaya, ahora usted sabe por qué yo lo quiero tanto. Y sin embargo, cuando él dice cosas que conmueven mi corazón de hombre tan profundamente, y hacen mi corazón de padre nostálgico de él como de ningún otro hombre, ni siquiera de usted, amigo John, porque nosotros estamos más equilibrados en experiencias que un padre y un hijo, pues aun entonces, en esos momentos, la reina risa viene a mí y grita y ruge en mi oído: "¡aquí estoy, aquí estoy!", hasta que la risa viene bailando nuevamente y trae consigo algo de la luz del sol que ella me lleva a las mejillas. Oh, amigo John, es un mundo extraño, un mundo lleno de miserias, y amenazas, y problemas, y sin embargo, cuando la reina risa viene hace que todos bailemos al son de la tonada que ella toca. Corazones sangrantes, y secos huesos en los cementerios, y lágrimas que queman al caer..., todos bailan juntos la misma música que ella ejecuta con esa boca sin risa que posee. Y créame, amigo John, que ella es buena de venir, y amable. Ah, nosotros hombres y mujeres somos como cuerdas en medio de diferentes fuerzas que nos tiran de diferentes rumbos. Entonces vienen las lágrimas; y como la lluvia sobre las cuerdas nos atirantan, hasta que quizá la tirantez se vuelve demasiado grande y nos rompemos. Pero la reina risa, ella viene como la luz del sol, y alivia nuevamente la tensión; y podemos soportar y continuar con nuestra labor, cualquiera que sea.

No quise herirlo pretendiendo que no veía su idea; pero, como de todas maneras no entendía las causas de su regocijo, le pregunté. Cuando me respondió, su rostro se puso muy serio, y me dijo en un tono bastante diferente:

—Oh, fue la triste ironía de todo eso, esta encantadora dama engalanada con flores, que se veía tan fresca como si estuviese viva, de modo que uno por uno dudamos de si en realidad estaba muerta; ella yaciendo en esa fina casa de mármol en el cementerio solitario, donde descansan tantas de su clase, yacía allí con su madre que tanto la amaba, y a quien ella amaba a su vez; y aquella sagrada campana haciendo: ¡dong!, ¡dong!, ¡dong!, tan triste y despacio; y aquellos santos hombres, con los blancos vestidos del ángel, pretendiendo leer libros, y sin embargo, todo el tiempo sus ojos nunca estaban en una página; y todos nosotros con la cabeza inclinada. ¿Y todo para qué? Ella está muerta; así pues, ¿o no?

—Bien, pues por mi vida, profesor —le dije yo—, yo no veo en todo eso nada que cause risa. La verdad es que su explicación lo hace más difícil de entender todavía. Pero aunque el servicio fúnebre haya sido cómico, ¿qué hay del pobre Art y de sus problemas? Pues yo creo que su corazón se estaba sencillamente rompiendo.

—Justamente. ¿Dijo él que la transfusión de su sangre a las venas de ella la había hecho su verdadera esposa?

—Sí, y fue una idea dulce y consoladora para él.

—Así es. Pero había una dificultad, amigo John. Si así era, ¿qué hay de los otros? ¡Jo, jo! Pues esta pobre y dulce doncella es una poliándrica, y yo, con mi pobre mujer muerta para mí pero viva para la ley de la iglesia, aunque sin chistes, libre de todo, hasta yo, que soy fiel marido a esta actual no esposa, soy un bígamo.

—Pues tampoco veo aquí donde está el chiste —dije yo, y no me sentí muy alegre con él porque estuviese diciendo esas cosas. Él puso su mano sobre mi brazo y dijo:

—Amigo John, perdóneme si causo dolor. No le mostré mis sentimientos a otros cuando hubieran herido, sino sólo a usted, mi viejo amigo, en quien puedo confiar. Si usted hubiera podido mirar dentro de mi propio corazón entonces, cuando yo quería reír; si usted hubiera podido hacerlo cuando la risa llegó, si usted lo pudiera hacer, cuando la reina risa ha empacado sus coronas, y todo lo que es de ella, pues se va lejos, muy lejos de mí, y por un tiempo largo, muy largo, tal vez usted quizá se compadecería de mí más que nadie.

Me conmovió la ternura de su tono y le pregunté por qué.

—¡Porque yo sé!

Y ahora estamos todos regados; y durante muchos largos días la soledad se va a sentar sobre nuestros techos con las alas desplegadas. Lucy descansa en la tumba de su familia, un señorial mausoleo en un solitario cementerio, lejos del prolífico Londres, donde el aire es fresco y el sol se levanta sobre el Hampstead Hill, y donde las flores salvajes crecen según su propio acuerdo.

Así es que puedo terminar este diario; y sólo Dios sabe si alguna vez comenzaré otro. Si lo comienzo, o si tan sólo vuelvo a abrir éste otra vez, tratará con gente diferente y con temas diferentes; pues aquí al final, donde se narra el romance de mi vida, aquí vuelvo yo a tomar el hilo de mi trabajo cotidiano, y lo digo triste y sin esperanza.

FINIS

“Gaceta de Westminster”, 25 de septiembre

UN MISTERIO DE HAMPSTEAD

La vecindad de Hampstead está de momento siendo acosada por una serie de sucesos que parecen correr en líneas paralelas con aquellos que fueron conocidos por los escritores de titulares como "El horror de Kensington", o "La Asesina del Puñal", o "La Mujer de Negro". Durante los últimos dos o tres días han acontecido varios casos de pequeños niños que vagabundean de su hogar o se olvidan de regresar de su juego en el Brezal. En todos estos casos los niños han sido demasiado pequeños como para poder dar adecuadamente una explicación inteligible de lo sucedido, pero el consenso de sus culpas es que han estado con la "dama fanfarrona". Siempre ha sido tarde por la noche cuando se ha notado su ausencia, y en dos ocasiones los niños no han sido encontrados sino hasta temprano a la mañana siguiente. En el vecindario se supone generalmente que, como el primer niño perdido dio como su razón de haberse ausentado que una "dama fanfarrona" le había pedido que se fuera con ella a dar un paseo, los otros han recogido la frase y la han usado en su debida ocasión. Esto es tanto más natural cuanto el juego favorito de los pequeñuelos es actualmente atraerse unos a otros mediante engaños. Un corresponsal nos escribe que ver a los chiquilines pretendiendo ser la "dama fanfarrona", es verdaderamente divertido. Dice que algunos de nuestros caricaturistas debieran tomar una lección en ironía de lo grotesco comparando la realidad y el teatro. Sólo es de acuerdo con los principios generales de la naturaleza humana que la "dama fanfarrona" deba ser el papel popular en estas representaciones al fresco. Nuestro corresponsal dice ingenuamente que ni Ellen Terry podría ser tan felizmente atractivo como pretenden ser algunos de estos pequeñuelos de cara arrugada, e incluso se imaginan que son.

Sin embargo, posiblemente hay un lado serio de la cuestión, pues algunos de los niños, de hecho todos los que han sido perdidos durante la noche, han estado ligeramente rasgados o heridos en la garganta. Las heridas parecen tales que pudieran haber sido hechas por una rata o un pequeño perro, y aunque individualmente carecen de mucha importancia, tienden a mostrar que cualquiera que sea el animal que las causa, tiene un sistema o método propio. La policía del lugar ha sido instruida para que mantenga una aguda vigilancia sobre niños vagabundos, especialmente si son muy jóvenes, en los alrededores y dentro del Brezal de Hampstead, y también por cualquier perro vagabundo que ande en los alrededores.

“Gaceta de Westminster”. 25 de septiembre

Extra Especial

EL HORROR DE HAMPSTEAD OTRO NIÑO HERIDO

La "Dama Fanfarrona"

Acabamos de recibir noticias de que otro niño perdido anoche, sólo pudo ser encontrado tarde esta mañana bajo un arbusto de retama en el lado de Shooter's Hill del Brezal de Hampstead, que es, tal vez, menos frecuentado que las otras partes. Tenía las mismas diminutas heridas en la garganta que han sido notadas en otros casos. Estaba terriblemente débil y parecía bastante extenuado. También él, cuando se hubo recuperado parcialmente, tuvo la misma historia de haber sido engañado a irse por la "dama fanfarrona".

XIV.— DEL DIARIO DE MINA HARKER

23 de septiembre. Jonathan ha mejorado después de una mala noche. Estoy contenta de que tenga bastante trabajo que hacer, pues eso le mantiene la mente alejada de cosas terribles; y, ¡oh, estoy feliz de que ahora ya no esté abrumado por la responsabilidad de su nueva posición! Yo sabía que sería fiel a sí mismo, y ahora estoy orgullosa de ver a mi Jonathan elevándose hasta las alturas de su avanzada posición y manteniendo el paso en toda forma con los deberes que recaen sobre él. Estará fuera de casa todo el día hasta tarde, pues dijo que no regresaría a la hora de comer. He terminado mis quehaceres domésticos, por lo que tomaré su diario extranjero y me encerraré en mi cuarto para leerlo...

24 de septiembre. No tuve ánimos de escribir anoche; ese terrible registro de Jonathan me sobresaltó. ¡Pobre querido mío!, cómo debe haber sufrido, sea verdad o sólo su imaginación. Me pregunto si hay alguna verdad en todo eso. ¿Tuvo primero la fiebre cerebral y luego escribió todas esas cosas terribles, o había otra causa para todo ello? Supongo que nunca lo sabré, pues no me atrevo a abrir conversación sobre el tema con él... ¡Y sin embargo, ese hombre que vio ayer! Parecía estar bastante seguro de él...

¡Pobre Jonathan! Supongo que fue el funeral lo que le intranquilizó y envió su mente de regreso en una cadena de pensamientos... Él mismo lo cree todo. Recuerdo cómo en nuestro día de casamiento dijo: "A menos que algún solemne deber caiga sobre mí para hacerme regresar a las amargas horas, dormido o despierto, loco o cuerdo." Parece haber a través de esto un hilo de continuidad... Ese terrible conde iba a venir a Londres... Si así fuera y viniera a Londres, con sus prolíficos millones... Puede haber un deber solemne; y si llega ese deber no debemos encogernos ante él... Yo estaré preparada. Tomaré mi máquina de escribir en este mismo momento y comenzaré la transcripción. Entonces estaremos listos para otros ojos si es necesario. Y si así se quiere, entonces, tal vez, si estoy lista, el pobre Jonathan no necesita sobresaltarse, pues yo puedo hablar por él y no dejar nunca que se moleste o preocupe por el asunto para nada. Si alguna vez, Jonathan se sobrepone a su nerviosismo, puede ser que quiera decirme todo, y yo puedo hacerle preguntas y averiguar las cosas, y ver cómo puedo consolarlo.

Carta de van Helsing a la señora Harker

 

24 de septiembre (Confidencial)

“Querida señora:

"Le ruego que perdone que le escriba, ya que soy un amigo tan lejano, y que le envié las malas noticias de la muerte de la señorita Lucy Westenra. Por la bondad de lord Godalming, tengo poder para leer sus cartas y papeles, pues estoy profundamente interesado en ciertos asuntos vitalmente importantes. En ellos encuentro algunas cartas de usted, que muestran cuán gran amiga era usted de ella y cómo la quería. ¡Oh, señora Mina, por ese amor yo le imploro que me ayude! Por el bien de otros le pido, para evitar mucho mal, y para evitar muchos y muy terribles trastornos que pueden ser mucho mayores de lo que usted se imagina, ¿me concedería usted una entrevista? Puede usted confiar en mí. Soy amigo del doctor John Seward y de lord Godalming (ese era el Arthur de la señorita Lucy). De momento debo guardar estricta reserva. Yo acudiría a Exéter a verla a usted inmediatamente si usted me dice que puedo tener el honor de verla, y dónde y cómo. Señora, le imploro perdón. He leído sus cartas para la pobre Lucy, y sé cuán buena es usted y cómo sufre su marido; por eso le ruego, si puede ser, no le diga nada a él, pues pudiera causarle daño. Otra vez le pido perdón y quedo de usted, respetuosamente,

VAN HELSING "

Telegrama de la señora Harker al doctor van Helsing

25 de septiembre. Venga hoy tren cuarto pasadas las diez si puede alcanzarlo.

Puedo recibirlo en cualquier momento que usted llegue.

WILLHELMINA HARKER

Del diario de Mina Harker

25 de septiembre. No puedo evitar sentirme terriblemente ansiosa a medida que se acerca la hora de la visita del doctor van Helsing, pues espero que me iluminará sobre la triste experiencia de Jonathan; y como él ha atendido a la pobre Lucy en su última enfermedad, me puede contar muchas cosas acerca de ella. Esa es la razón por la que viene; es debido a Lucy y a su sonambulismo, y no acerca de Jonathan. ¡Entonces nunca sabré la verdadera realidad! ¡Qué tonta soy! Ese horroroso diario se apodera de mi imaginación y tiñe todo con algo de su propio color. Por supuesto que es algo acerca de Lucy. La enfermedad le volvió a la pobrecita, y la terrible noche en el acantilado debe haberla enfermado. Debido a todos los asuntos que tengo entre manos, ya casi había olvidado cómo había estado enferma después. Ella debe haberle contado a él su aventura de sonámbula en el acantilado, y que yo sabía todo acerca de ello; y ahora él quiere que yo le diga lo que sé, de manera que él pueda entenderlo.

Espero haber obrado bien al no decirle nada a la señora Westenra; nunca me podría perdonar a mí misma si algún acto mío, aunque fuese por descuido, le hubiese causado daño a mi pobre Lucy. Espero, también, que el doctor van Helsing no me culpe a mí; he tenido tantos problemas y tanta ansiedad últimamente, que siento no poder soportar más de momento.

Supongo que a todos nos hace bien llorar de vez en cuando... Las lágrimas limpian el ambiente, así como la lluvia. Tal vez fue la lectura del diario de ayer lo que me inquietó, y luego Jonathan se fue hoy por la mañana para no regresar durante un día entero y la noche, siendo esta la primera vez que nos separamos desde nuestro casamiento. Realmente espero que mi amado esposo pueda cuidarse, y que no ocurra nada que lo intranquilice. Son las dos de la tarde, y el doctor estará por llegar. No le diré nada del diario de Jonathan, a menos que él me lo pregunte. Celebro ahora haber pasado a máquina mi diario, para que, en caso de que me pregunte algo sobre Lucy, yo pueda entregárselo a él; eso ahorrará muchas preguntas.

Más tarde. Ha venido, y ya se fue. ¡Oh, qué encuentro más extraño, y cómo hace que todo gire en mi cabeza! Me siento como si estuviera en un sueño. ¿Puede ser todo posible, o siquiera parte de ello? Si yo no hubiese leído primero el diario de Jonathan, jamás habría aceptado ni siquiera una posibilidad...

¡Pobre, pobre querido Jonathan! ¡Cómo debe haber sufrido! Quiera Dios que todo esto no lo vuelva a intranquilizar. Yo trataré de salvarlo de ello, pero incluso puede ser un consuelo o ayuda para él, aunque sea muy terrible y horroroso en sus consecuencias, el saber con certeza que sus ojos, sus oídos y su cerebro no lo engañaron, y que todo es realidad.

Puede ser que sea la duda la que lo inquiete; que cuando la duda termine, independientemente de la verdad, vigilia o sueño, estará más satisfecho y más capaz de soportar la impresión. El doctor van Helsing debe ser un hombre bueno y además inteligente, si es amigo de Arthur y del doctor Seward, y si ellos lo trajeron de Holanda sólo para que cuidara a Lucy. Tengo la impresión, después de haberlo visto, de que es bueno, amable y noble. Cuando regrese mañana, le preguntaré acerca de Jonathan; y entonces, ojalá que toda esta tristeza y ansiedad nos conduzca a un desenlace feliz. Yo solía pensar que me gustaban las entrevistas; el amigo de Jonathan en Las Noticias de Exéter le dijo que la memoria era todo en un trabajo como ese; que uno debe ser capaz de escribir exactamente casi todas las palabras que se dicen, aunque posteriormente se tenga que refinar algo. Esta fue una entrevista rara; trataré de registrarla verbatim.

Eran las dos y media de la tarde cuando llamaron a la puerta. Hice de tripas corazón, y esperé. Poco después Mary abrió la puerta y anunció: "El doctor van Helsing."

Me puse en pie e hice una inclinación de cabeza y él se acercó a mí; es un hombre de peso medio, fornido, de hombros echados hacia atrás, pecho amplio y profundo y el cuello bien asentado sobre el tronco tal como la cabeza sobre el cuello. Su cabeza me impresionó inmediatamente como indicativa de fuerza de pensamiento e inteligencia; la cabeza es noble, de regular tamaño, amplia, y ancha detrás de las orejas.

El rostro, afeitado, muestra un mentón duro y cuadrado, una boca larga, resuelta e inquieta, una nariz de tamaño regular, más bien recta, pero con ventanas muy sensibles, que parecen dilatarse a medida que caen las espesas cejas y que se aprieta la boca. La frente es amplia y fina, levantándose al principio casi recta y luego echándose hacia atrás sobre dos protuberancias muy separadas; es una frente en la que el pelo rojizo no puede caer sobre ella, sino que naturalmente cae hacia atrás o hacia los lados. Los ojos azul oscuro están muy separados, y son rápidos y tiernos o serios, según el estado de ánimo del hombre. Me dijo:

—¿La señora Harker?

Incliné la cabeza, asintiendo.

—¿Fue usted la señorita Mina Murray?

Asentí nuevamente.

—Es a Mina Murray a quien vengo a ver; a la que fue amiga de la infortunada, querida Lucy Westenra. Señora Mina, en nombre de la muerta vengo.

—Caballero —dije yo—, no puede usted tener mejor carta de presentación que haber sido amigo y médico de Lucy Westenra.

Y le extendí la mano. Él la tomó y dijo tiernamente:

—¡Oh, señora Mina!, yo sé que la amiga de esa pobre muchachita debe

ser buena, pero todavía tenía que saber...

Terminó su discurso haciendo una reverencia cortés. Yo le pregunté para qué me quería ver, por lo que él comenzó de inmediato:

—He leído sus cartas a la señorita Lucy. Perdóneme, pero yo tenía que comenzar las investigaciones en algún lado, y no había nadie a quien preguntar. Sé que usted estuvo con ella en Whitby. Ella algunas veces llevó un diario, no necesita usted mirar sorprendida, señora Mina; lo comenzó después de que usted se hubo venido y era una imitación del suyo, y en ese diario ella rastrea por inferencia ciertas cosas relacionadas con un sonambulismo, y anota que usted la salvó. Con gran perplejidad entonces yo vengo a usted, y le pido, abusando de su mucha amabilidad, que me diga todo lo que pueda recordar acerca de eso.