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100 Clásicos de la Literatura

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Experimenté entonces una repugnancia súbita y recuerdo que arrojé el cigarro con cierto simbolismo derrochador.

Comprendí en seguida la exageración de mi locura. Era un traidor para mi esposa y para mi raza; me sentí lleno de remordimientos.

Tomé entonces la resolución de dejar al extraño e indisciplinado soñador de grandes cosas a solas con su bebida y alimentos y entrar en Londres. Me pareció que allí tendría más posibilidades de enterarme de lo que hacían los marcianos y mis semejantes. Todavía me hallaba en la azotea cuando se elevó la luna en el cielo.

8

LA CIUDAD MUERTA

Después que me hube separado del artillero, descendí la colina y tomé por la calle High cruzando el puente hasta Fulham. La hierba roja crecía profusamente en aquel entonces y cubría casi todo el puente, pero sus hojas presentábanse ya descoloridas en muchas partes, víctimas, sin duda, de la enfermedad que poco después las habría exterminado.

En la esquina del camino que dobla hacia la estación de Putney Bridge encontré a un hombre tendido en el suelo. Le cubría por completo el polvo negro y estaba vivo, pero se encontraba completamente borracho. No pude sacarle más que maldiciones, y cuando me aproximé quiso atacarme. Creo que me habría quedado con él de no haber sido por el aspecto brutal de sus facciones.

Había polvo negro en todo el camino desde el puente en adelante, y en Fulham abundaba aún más. En las calles reinaba un silencio impresionante. Conseguí algo de comer en una panadería del barrio. Ya en dirección a Walham Green, las calles estaban libres del polvo, y pasé frente a un grupo de casas que ardían; el ruido del incendio me resultó agradable en medio de tanto silencio. Al seguir hacia Brompton volvió a deprimirme la quietud reinante.

Allí encontré, una vez más, el polvo negro en las calles y sobre los cadáveres, de los cuales vi una docena en toda la extensión del Fulham Road. Hacía días que estaban muertos, razón por la cual me apresuré a alejarme. El polvo negro los cubría a todos, suavizando sus contornos. Los perros habían atacado a varios.

Donde no se veía polvo negro la ciudad presentaba el aspecto normal de los domingos, con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general. En algunos sitios habían andado los saqueadores, pero sólo en los comercios de comestibles y licores. Vi el cristal destrozado del escaparate de una joyería, pero alguien debía haber interrumpido al ladrón, pues había numerosas cadenas de oro y algunos relojes diseminados por la acera. No me molesté en tocarlos. Más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido, y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta.

Cuanto más me adentraba en Londres, tanto más profundo se hacía el silencio. Pero no era tanto el silencio de la muerte, sino más bien el del suspenso y la expectativa. En cualquier momento podía llegar allí la mano destructora que hiciera su obra nefasta en los límites de la metrópoli, aniquilando Ealing y Kilburn.

En South Kensington no había cadáveres ni polvo negro. Fue allí donde oí por primera vez los aullidos.

Eran éstos como un largo sollozo compuesto de dos notas que se repetían alternativamente. «Ula, ula, ula», era el sonido escalofriante que llegó a mis oídos. Cuando pasaba por las calles que corrían de norte a sur se acrecentaba su volumen, perdiéndose luego por entre las casas. Se tornó extraordinariamente voluminoso en el Exhibition Road. Allí me detuve, mirando hacia Kensington Gardens, asombrado ante el extraño gemido, que parecía llegar desde muy lejos. Era como si el tremendo desierto de edificios hubiera hallado una voz que expresara su terror y soledad.

«Ula, ula, ula», se repetía la nota sobrehumana en grandes ondas sonoras que barrían la ancha calle.

Me volví hacia el norte, mirando los portales de hierro de Hyde Park. Estuve tentado de entrar en el Museo de Historia Natural y subir a las torres, a fin de ver el otro lado del parque. Pero decidí seguir por las calles, donde era posible ocultarse con más rapidez en caso de peligro, y por ello continué avanzando por el Exhibition Road.

Todas las mansiones de ambos lados de la avenida estaban desiertas y silenciosas y mis pasos despertaban los ecos dormidos de la arteria. En el otro extremo, cerca de la entrada del parque, vi un extraño espectáculo: un ómnibus volcado y el esqueleto completamente limpio de un caballo. Durante un tiempo me quedé mirando esto con gran asombro y después continué hacia el puente que salva el Serpentine.

La voz se tornó más sonora, aunque no veía yo nada sobre los techos de las casas del lado norte del parque. «Ula, ula, ula», gritaba la voz, procedente, según me pareció, del distrito próximo a Regent Park. El tremendo gemido hizo su efecto en mi mente. Apabullóse mi ánimo y el temor hizo presa en mí. Descubrí que me sentía fatigado, dolorido y nuevamente hambriento.

Ya era más de mediodía. ¿Por qué vagaba solo en esa ciudad de muerte? ¿Por qué estaba yo solo en pie, cuando todo Londres yacía cubierto por su mortaja negra? Me sentí intolerablemente solitario. Recordé viejos amigos que olvidara años atrás. Pensé en los venenos de las farmacias, en los licores de las tiendas de vino; recordé a los otros dos seres: uno, borracho, y el otro, muerto, que parecían ser los únicos que compartían la ciudad conmigo...

Entré en la calle Oxford por Marble Arch y allí vi de nuevo el polvo negro y los cadáveres, mientras que de las rejillas de ventilación de los sótanos salía un olor horrible. El calor de la larga caminata avivó mi sed. Con gran trabajo logré entrar en un restaurante y obtener alimento y bebida. Después de comer me sentí agotado y fui a una salita interior para acostarme en un sofá que encontré allí.

Desperté con el tremendo gemido resonando en mis oídos: «Ula, ula, ula». Caía ya la noche, y después de haberme apoderado de algunos bizcochos y un poco de queso—el depósito de carne no contenía más que gusanos—seguí camino hacia las plazuelas residenciales de la calle Baker, hasta que salí, al fin, a Regent Park.

Al salir por el extremo de la calle Baker vi sobre los árboles y muy a lo lejos el capuchón del gigante marciano del cual provenía el incesante aullido. No me sentí aterrorizado. Aquello fue como algo muy natural. Lo estuve observando un tiempo, pero el monstruo no se movió. Parecía estar parado y gritar y no pude adivinar la razón de que hiciera tal cosa.

Traté de formular un plan de acción, pero el perpetuo aullido me aturdió. Tal vez estaba demasiado cansado para ser cauteloso. Lo cierto es que sentí curiosidad por saber a qué se debía el monótono gemido.

Me alejé del parque y tomé por Park Road con la intención de dar la vuelta en torno del espacio abierto.

Avancé bien a cubierto y logré ver al marciano desde la dirección de St. John's Wood. Al hallarme a doscientos metros de la calle Baker oí un coro de ladridos y vi primero a un perro que llevaba entre los dientes un trozo de carne putrefacta. El animal iba en dirección hacia mí y le seguía un grupo de otros canes. El primero describió un amplio rodeo para alejarse de mí, como si temiera que le disputase la carne. Al perderse los ladridos a lo lejos volví a oír claramente el ulular del marciano.

Me encontré con la máquina de trabajo destrozada en camino hacia la estación de St. John's Wood. Al principio creí que una de las casas habíase desplomado sobre la calle. Cuando trepé sobre los escombros vi con sorpresa el Sansón mecánico en el suelo, con sus tentáculos doblados y rotos entre las ruinas que él mismo había causado. La parte delantera estaba aplastada. Parece que había avanzado ciegamente hacia la casa y quedó destrozada al caerle encima los escombros. Tuve la impresión de que esto podría haber ocurrido si la máquina de trabajo había escapado al control del marciano que la guiaba. No pude meterme entre los escombros para observarla mejor y estaba ya demasiado oscuro para que pudiera ver la sangre de que estaba manchado su asiento y los restos del marciano que dejaran los perros.

Mas maravillado aún por lo que acababa de ver, seguí hacia Primrose Hill. Muy a lo lejos, por un claro entre los árboles, vi a un segundo marciano, tan inmóvil como el primero, parado en el parque del Jardín Zoológico.

Poco más allá de los restos de la máquina de trabajo volví a encontrar la hierba roja y vi que el Canal Regent era una masa esponjosa de vegetación carmesí.

Cuando cruzaba el puente cesó de pronto el prolongado gemido. El silencio subsiguiente me produjo la misma impresión de un trueno repentino.

Las casas de mi alrededor se elevaban entre las sombras; los árboles del parque se tornaban negros. La hierba roja trepaba por entre las ruinas hasta bastante altura. La noche, madre del terror y del misterio, se cernía ya sobre mí. Pero mientras sonaba aquella voz, la soledad había sido soportable; en virtud de ella, Londres había parecido vivo, y este detalle me sostuvo. Luego ocurrió el cambio, feneció algo—no sé qué—y el silencio se tornó aplastante.

Londres parecía mirarme. Las ventanas de las casas blancas eran como las cuencas vacías de cráneos blanqueados por el tiempo. Mi imaginación descubrió a mil enemigos que se movían silenciosos a mi alrededor. El terror hizo presa en mí. Más adelante, la calle habíase tornado tan negra como la tinta y vi una forma retorcida en medio del camino. No pude seguir. Me volví por St. John's Wood Road y eché a correr para alejarme de aquella quietud insoportable e ir hacia Kilburn.

Me oculté de la noche y el silencio, hasta mucho después de las doce, en un refugio para cocheros que hay en Harrow Road. Pero antes del amanecer volví a recobrar el valor, y mientras brillaban todavía las estrellas salí de nuevo en dirección a Regent Park.

 

Me extravié por el camino y al poco vi, a la media luz del alba, la curva de Primrose Hill, al otro extremo de la larga avenida. En su cima se hallaba un tercer marciano, erguido e inmóvil como los otros.

Una idea insana se posesionó de mí. Terminaría de una vez con todo. Era mejor morir y me ahorraría la molestia de suicidarme. Marché decididamente hacia el titán, y luego, al acercarme más y acrecentarse la luz, vi que una multitud de pájaros negros volaba en círculos y se apiñaba alrededor del capuchón. Ante ese espectáculo dio un vuelco mi corazón y acto seguido eché a correr por el camino.

Pasé rápidamente por entre la frondosa hierba roja que cubría St. Edmond's Terrace, crucé con gran esfuerzo un torrente que nacía en los caños principales del servicio del agua y desembocaba en Albert Road y salí al prado antes que se elevara el sol.

Grandes montones de tierra habíanse apilado alrededor de la cima de la colina formando un enorme reducto —aquella era la más grande y la última de las fortalezas hechas por los marcianos—, y desde detrás de los montones de tierra se elevaba una delgada columna de humo. Contra el fondo del cielo vi la silueta de un perro que echaba a correr y se perdía de vista.

La idea que se presentara a mi mente se tornó más real y aceptable. No sentí temor, sino un júbilo extraordinario, al correr colina arriba hacia el monstruo inmóvil. Del capuchón pendían jirones de carne parda, que los pájaros picoteaban.

Un momento más y había trepado a la muralla de tierra. Ya tenía a mi vista el enorme reducto. Era un espacio muy grande y había en él máquinas gigantescas, altas pilas de materiales y extraños refugios. Y diseminados por todas partes: algunos en sus máquinas de guerra derribadas; otros en las máquinas de trabajo, ahora inmóviles, y una docena de ellos tendidos en una hilera silenciosa, se hallaban los marcianos..., ¡todos muertos! Destruidos por las bacterias de la corrupción y de la enfermedad, contra las cuales no tenían defensas; destruidos, como le estaba ocurriendo a la hierba roja; derrotados—después que fallaron todos los inventos del hombre—por los seres más humildes que Dios, en su sabiduría, ha puesto sobre la Tierra.

Había sucedido lo que yo y muchos otros podríamos haber previsto si no nos hubiera cegado el terror. Los gérmenes de las enfermedades han atacado a la humanidad desde el comienzo del mundo, exterminaron a muchos de nuestros antecesores prehumanos desde que se inició la vida en la Tierra. Pero en virtud de la selección natural de nuestra especie, la raza humana desarrolló las defensas necesarias para resistirlos. No sucumbimos sin lucha ante el ataque de los microbios, y muchas de las bacterias—las que causan la putrefacción en la materia muerta, por ejemplo—no logran arraigo alguno en nuestros cuerpos vivientes.

Pero no existen las bacterias en Marte, y no bien llegaron los invasores, no bien bebieron y se alimentaron, nuestros aliados microscópicos iniciaron su obra destructora. Ya cuando los observé yo estaban irrevocablemente condenados, muriendo y pudriéndose mientras andaban de un lado para otro.

Era inevitable. Con un billón de muertes ha adquirido el hombre su derecho a vivir en la Tierra y nadie puede disputárselo; no lo habría perdido aunque los marcianos hubieran sido diez veces más poderosos de lo que eran, pues no en vano viven y mueren los hombres.

Aquí y allá se encontraban diseminados cerca de cincuenta, en total, en aquel último reducto, sorprendidos por una muerte que debe haberles parecido incomprensible.

Para mí también resultó incomprensible su muerte. Todo lo que supe fue que esos seres, que habían sido tan terribles para el hombre, estaban ahora muertos. Por un momento creí que la destrucción de Senaquerib se había repetido, que Dios habíase arrepentido, que el Ángel de la Muerte los había matado durante la noche.

Me quedé mirando hacia el interior del pozo y mi corazón latió jubilosamente. En ese momento me iluminó con sus rayos el sol naciente. El pozo estaba todavía en la penumbra; las tremendas máquinas, tan maravillosas en su poder y complejidad, tan extraterrestres en su forma, mostrábanse fantásticas, vagas y extrañas entre las sombras.

Oí que una multitud de perros reñía entre los cadáveres que yacían en el pozo. Del otro lado del reducto yacía la gran máquina de volar con la que habían estado experimentando en nuestra atmósfera, más densa, cuando les sorprendió la corrupción y la muerte.

Al oír graznidos en lo alto miré hacia la enorme máquina guerrera, que no volvería a luchar más, y vi los restos de carne roja que pendían de los asientos, volcados en su capuchón.

Me volví para mirar cuesta abajo hacia donde se hallaban los otros dos marcianos, rodeados por los pájaros negros. Uno de ellos había muerto mientras llamaba a sus compañeros; quizá fue el último en fenecer y su voz continuó resonando hasta que se agotó la fuerza motriz de su máquina. Ahora relucían ambos como inofensivos trípodes de brillante metal a la luz clara del sol que nacía...

Alrededor del pozo, y salvada como por milagro de una destrucción total, se extendía la madre de las ciudades. Los que han visto Londres sólo velado por sus sombríos mantos de humo no pueden imaginar la desnuda claridad y la belleza del silencioso dédalo de casas.

Hacia el este, sobre las ruinas ennegrecidas de Albert Terrace y la aguja quebrada de la iglesia, el sol brillaba deslumbrante en el cielo límpido, y aquí y allá captaba la luz alguna faceta de una claraboya de cristales. Los rayos tocaban ya el depósito de vinos próximo a la estación Chalk Famm, y los vastos terrenos del ferrocarril, marcados antes con los relucientes rieles, que ahora estaban teñidos de herrumbre debido al desuso.

Hacia el norte se hallaban Kilburn y Hampstead; hacia el oeste se perdía la visión de la gran ciudad debido a la distancia, y hacia el sur, al otro lado del pozo, vi claramente la extensión verde de Regent Park, el hotel Langham, la cúpula del Albert Hall, el Instituto Imperial y las gigantescas mansiones de Brompton Road. A lo lejos se elevaban las azuladas colinas de Surrey y las torres del Crystal Palace relucían como dos varas de plata. La cúpula de St. Paul's mostrábase oscura contra el resplandor del sol, y por primera vez vi que tenía un enorme agujero en su costado occidental.

Y mientras contemplaba aquella vasta extensión de casas, fábricas e iglesias, silenciosas y abandonadas; mientras pensaba en las esperanzas y esfuerzos, en las vidas que contribuyeron a la construcción de aquel refugio humano y en la terrible amenaza que se cernió sobre todo ello; cuando comprendí que la sombra habíase disipado, que los hombres recorrerían sus calles y que esta vasta ciudad muerta volvería una vez más a la vida, experimenté una emoción que estuvo a punto de arrancar lágrimas de mis ojos.

Había pasado la tempestad. Ese mismo día comenzaría la cura. Los sobrevivientes diseminados por el país—sin líderes, sin ley, sin alimentos, como ovejas sin su pastor—, los miles que huyeran por el mar, emprenderían el regreso; la pulsación de la vida, cada vez más fuerte, volvería a latir en las calles desiertas y a verterse por las plazuelas abandonadas.

Fuera cual fuese la destrucción, habíase ya detenido la mano destructora. Todas las ruinas, los ennegrecidos esqueletos de los edificios, que parecían mirar con desesperación hacia el verdor de la colina, resonarían ahora con los martillazos de los constructores. Al pensar esto tendí las manos hacia el cielo y di las gracias a Dios. En un año, me dije; en un año...

Y luego, con fuerzas aplastadoras, volvió a mi mente la idea de mi situación, el recuerdo de mi esposa y el de la vida de esperanza y ternura que había cesado para siempre.

9

LOS RESTOS

Y ahora llega la parte más extraña de mi relato. Y, sin embargo, quizá no sea del todo extraña. Recuerdo clara, fría y vívidamente todo lo que hice aquel día hasta el momento en que me hallé parado, llorando y alabado a Dios, sobre la cima de Primrose HUÍ. Lo demás no lo recuerdo...

De los tres días siguientes no sé nada. Después me enteré de que no fui yo el primer descubridor de la derrota marciana. Hubo otros vagabundos que lo descubrieron la noche anterior. Un hombre—el primero—había ido a St. Martin's-le-Grand, y mientras me hallaba yo en el refugio para cocheros, logró telegrafiar a París. De allí se retransmitió la noticia a todo el mundo. Mil ciudades, aprisionadas por la más terrible aprensión, se iluminaron de pronto; lo sabían ya en Dublín, en Edimburgo, en Manchester, en Birmingham, cuando me encontraba yo parado al borde del pozo.

Ya los hombres, que lloraban de gozo, interrumpían su trabajo para felicitarse y darse la mano. Otros trepaban a los trenes para dirigirse a Londres. Las campanas de las iglesias, que enmudecieron quince días antes, empezaron a tocar a vuelo y resonaron en toda Inglaterra. Hombres en bicicletas, flacos y desaliñados, corrían por todos los caminos comunicando a gritos la noticia. ¡Y los alimentos! Desde el otro lado del canal, del mar del Norte y del Atlántico llegaban ya cargamentos de trigo, pan y carne.

Todos los barcos del mundo parecían dirigirse a Londres en aquellos días.

Pero de esto nada recuerdo. Yo vagué demente por las calles. Me encontré, al fin, en la casa de ciertas personas bondadosas, que me encontraron al tercer día andando sin rumbo, gritando y llorando por St. John's Wood. Después me dijeron que iba cantando una canción improvisada sobre «el último hombre en la Tierra». Preocupadas como estaban por sus propios asuntos, esas personas, a quienes tanto debo y cuyas bondades quisiera agradecer, pero que ignoro sus nombres, me tomaron a su cargo y me cuidaron.

Al parecer, se enteraron de fragmentos de mi historia durante los días en que estuve delirante.

Cuando se hubo recobrado mi mente, me dieron con gran suavidad la noticia del destino corrido por Leatherhead. Dos días después de quedar yo aprisionado en la casa derruida, un marciano destruyó aquella población por completo y exterminó a todos sus habitantes. Al parecer, la barrió por completo sin la menor provocación, como podría un muchacho aplastar un hormiguero sólo por capricho.

Era yo un hombre completamente abatido y fueron muy buenos conmigo. Con ellos estuve durante cuatro días después de recuperarme. Todo ese tiempo sentí un anhelo inmenso de ir a ver lo que quedaba de aquella vida tan feliz de mi pasado. Era un deseo desesperado de contemplar mi propia desdicha. Ellos me disuadieron e hicieron todo lo posible por convencerme de que no lo hiciera. Pero, al fin, no pude resistir ya el impulso y, prometiéndoles que volvería, me separé de ellos con lágrimas en los ojos y salí de nuevo a las calles, que viera por última vez oscuras y abandonadas.

Ya estaban llenas de gente que volvía, en ciertos lugares vi abiertos los comercios y descubrí una fuente de beber ya en funcionamiento.

Recuerdo lo hermoso que parecía el día cuando inicié mi melancólica marcha hacia la casita de Woking y el numeroso público que andaba por las calles, ahora llenas de vida.

Había tanta gente en todas partes, que me pareció increíble que una gran parte de la población hubiera sido sacrificada. Pero luego noté la palidez de todos, el desaliño de la mayoría, la fijeza de las miradas y los harapos de muchos. Los rostros se mostraban con dos expresiones: un júbilo extraordinario y una resolución sañuda. Salvo por este detalle, Londres parecía una ciudad de vagabundos. En las iglesias distribuían el pan que nos enviara el Gobierno francés. Los pocos caballos que vi estaban terriblemente flacos. Delgados agentes especiales, con un brazalete blanco sobre la manga, ocupaban casi todas las esquinas. Vi poco de los daños causados por los marcianos hasta que llegué a la calle Wellington, donde descubrí la hierba roja que trepaba por los paramentos del puente de Waterloo.

Y en la esquina del puente vi uno de los contrastes comunes de aquella época grotesca: una hoja de papel que se mecía sobre un matorral de hierba roja. Era un aviso del primer diario que reiniciaba sus actividades, el Daily Mail.

Adquirí un ejemplar con un penique ennegrecido que hallé en mi bolsillo. La mayor parte del diario estaba en blanco, pero el solitario editor que compuso el ejemplar habíase divertido distribuyendo espacios recuadrados para avisos en la página final. Lo impreso era pura emoción; las agencias de noticias no estaban todavía en funcionamiento. No me enteré de nada nuevo, salvo que en el transcurso de una semana ya se habían conseguido resultados asombrosos con el examen de los mecanismos marcianos.

 

Entre otras cosas, el artículo aseguraba lo que no creí entonces: que se había descubierto «el secreto del vuelo».

En Waterloo encontré los trenes gratis, que llevaban a la gente a sus hogares. Había pocos viajeros en el tren, pues el primer contingente habla pasado ya. Como no estaba de humor para conversar, me metí en un compartimiento y me puse a mirar la devastación que se deslizaba por la ventanilla al paso del tren.

Precisamente al salir de la estación se sacudió el convoy al pasar sobre los rieles provisionales, y a ambos lados de las vías, las casas eran ruinas ennegrecidas. Hasta llegar a Clapham Junction, la cara de Londres estaba sucia con los restos del humo negro, a pesar de la lluvia, que había caído durante cuarenta y ocho horas seguidas, y en el empalme estaban reparando las vías, de modo que tuvimos que tomar por un desvío.

En todo el recorrido desde allí en adelante el país mostrábase cambiado y desconocido. Wimbledon había sufrido grandes destrozos. Debido a que sus bosques no estaban quemados, Walton parecía la menos dañada de las poblaciones de la línea. El Wandle, el Mole y todos los otros arroyos eran una masa de hierba roja; pero los bosques de Surrey eran demasiado secos para que la extraña vegetación se hubiera arraigado.

Más allá de Wimbledon, en ciertos terrenos plantados, se veían los montones de tierra desalojada por el sexto cilindro. Gran cantidad de personas rodeaba el pozo, y en su interior trabajaba un número de zapadores. En lo alto flameaba nuestra bandera, mostrando al sol sus alegres colores. Los alrededores estaban cubiertos de la vegetación carmesí y sus reflejos molestaban la vista. Para aliviarme volví los ojos hacia el gris de las cenizas más cercanas y el azul de las colinas que se elevaban más al este.

Antes de llegar a la estación de Woking nos detuvimos porque estaban reparando las vías, de modo que descendí en Byfleet y eché a andar por el camino de Maybury, pasando por el lugar donde el artillero y yo habíamos conversado con los húsares. Después vi el sitio donde se me apareciera el marciano durante la tormenta. Movido por la curiosidad, salí del camino para buscar entre los rojos matorrales el cochecillo destrozado y el esqueleto del caballo. Durante largo rato estuve contemplando estos vestigios...

Después regresé por el bosque de pinos, abriéndome paso por entre la hierba roja, que en algunas partes me llegaba hasta el cuello. Supe que el dueño de la hostería había sido sepultado. Seguí luego y pasé por el College Arms, llegando así a mi aldea. Un hombre, que se hallaba parado a la puerta de un chalet, me saludó al pasar, llamándome por mi nombre.

Miré hacia mi casa con un rayo de esperanza, que se desvaneció de inmediato. La puerta había sido forzada y se abría lentamente al acercarme yo.

Volvió a cerrarse con fuerza. Las cortinas de mi estudio se agitaron, saliendo por la ventana abierta desde la que el artillero y yo viéramos llegar el alba. Nadie la había vuelto a cerrar. Los setos, aplastados, estaban tal como los dejara yo hacía un mes. Entré en el vestíbulo y comprobé que la casa estaba desierta.

La alfombra de la escalera se hallaba arrugada y descolorida en el sitio donde me había acurrucado yo al entrar empapado después de la tormenta la noche de la catástrofe. La huella barrosa de nuestros pasos seguía marcada en los escalones.

Subí a mi estudio y vi sobre la mesa la hoja de papel que dejara la tarde en que se abrió el cilindro.

Durante un momento me quedé mirando mis abandonadas teorías. Era un ensayo sobre el probable desarrollo de las ideas morales en relación con el adelanto del proceso civilizador, y la última frase era el comienzo de una profecía. Había escrito: «Dentro de doscientos años podemos esperar...”

La frase se cortaba allí. Recordé entonces mi incapacidad de fijar la mente aquella mañana de un mes atrás y cómo me había interrumpido para ir a comprar el Daily Chronicle. Recordé cómo había avanzado por el jardín al ver llegar al vendedor y lo que me había dicho respecto a los «hombres de Marte».

Bajé y fui al comedor. Vi allí la carne y el pan, completamente corrompidos, y una botella de cerveza caída, tal como la dejáramos el artillero y yo. Mi hogar estaba desierto. Comprendí lo inadecuado de la esperanza que abrigara tanto tiempo. Y entonces ocurrió una cosa extraña.

—Es inútil—dijo una voz—. La casa está desierta. No ha habido aquí nadie desde hace mucho. No te quedes aquí para sufrir. Sólo tú te salvaste.

Me sobresalté. ¿Es que había expresado en voz alta mis pensamientos? Me volví, viendo que la puerta vidriera estaba abierta. Di un paso hacia ella y miré al exterior.

Y allí, asombrados y temerosos, tal como me sentía yo, se encontraban mi primo y mi esposa. Ella lanzó un grito ahogado.

—Vine—dijo—. Sabía... Sabía...

Se llevó una mano a la garganta y la vi tambalearse. De un salto estuve a su lado tomándola en mis brazos.

10

EPILOGO

Ahora, que estoy concluyendo mi relato, no puedo menos que lamentar lo poco que puedo agregar a los muchos puntos que quedan todavía sin aclarar. En un sentido es seguro que se me criticará. Mi especialidad es la filosofía especulativa. Mis conocimientos de la fisiología comparada se limitan a la lectura de uno o dos libros; pero me parece que las sugestiones de Carver con respecto a la razón de la rápida muerte de los marcianos es tan probable como para ser considerada como una conclusión demostrada. Así lo he dado por supuesto en mi narración.

Sea como fuere, en todos los cadáveres de los marcianos que se examinaron después de la guerra no se encontró ninguna bacteria que no perteneciera a las especies terrestres conocidas. El hecho de que no enterraran a sus muertos y las matanzas que perpetraron indican también que ignoraban por completo la existencia del proceso putrefactivo. No obstante, aunque esto parece muy probable, no se ha llegado a demostrar concluyentemente.

Tampoco se conoce la composición del humo negro, que emplearon los marcianos con efectos tan fatales, y el generador del rayo calórico sigue siendo un enigma. Los terribles desastres de los laboratorios de Ealing y South Kesington han quitado a los expertos el deseo de seguir investigando el aparato. Los análisis del espectro del polvo negro indican, sin lugar a dudas, la presencia de un grupo de tres líneas brillantes en el verde, y es posible que se combine con el argón para formar una sustancia que obra con efecto inmediato y fatal sobre algunos de los constituyentes de la sangre. Pero tales especulaciones vagas interesarán muy poco al lector general, para quien he escrito esta historia. En el momento oportuno no se analizó la escoria de color pardo que flotó por el Támesis, después de la destrucción de Shepperton, y ahora ya ha desaparecido por completo.

Ya he incluido el resultado del examen anatómico que se efectuó con los restos de los marcianos que dejaron intactos los perros. Pero todos conocen el magnífico ejemplar, casi completo, que se conserva en alcohol en el Museo de Historia Natural, así como también los incontables dibujos que se hicieron del mismo, y aparte de eso, el interés sobre su fisiología y estructura es puramente científico.