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100 Clásicos de la Literatura

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Dicho esto atrajo hacia sí a una bailarina siria y se puso a besarle con su desdentada boca los hombros y el cuello. Al verle, el cónsul Memmio Régulo soltó la carcajada, y levantando su calva cabeza con la guirnalda ladeada exclamó:

—¿Quién dice que Roma está perdida?… ¡Qué disparate!… Yo, cónsul, lo sé mejor que nadie… Videant consules! ¡Treinta legiones velan por nuestra pax romana!…

Y levantando los puños a la altura de las sienes se puso a exclamar a voz en grito:

—¡Treinta legiones! ¡Treinta legiones! Desde la Britania hasta la frontera de los partos.

De repente recapacitó y, poniéndose el dedo en la frente, dijo:

—Quizá haya treinta y dos…

Cayó debajo de la mesa, donde empezó a arrojar lenguas de flamencos, níscalos, setas escarchadas, langostas con miel, pescados y carne y todo cuanto había comido o bebido.

Sin embargo, a Domicio no le tranquilizaron las numerosas legiones que velaban por la paz de Roma. ¡No, no! Roma debe perecer y es lástima, porque la vida es agradable, el César clemente y el vino bueno. ¡Ah! ¡Qué lástima! Y escondiendo la cabeza en el hombro de una bacante siria, se echó a llorar.

—¿Qué es la vida futura? —decía—. Aquiles tenía razón: más valía ser criado en el mundo que se halla bajo el sol que reinar en regiones quiméricas. Y en cuanto a la pregunta acerca de si existían otros dioses, como implicaba incredulidad, estaba destruyendo a la juventud.

Lucano, entretanto, había conseguido aventar por completo el polvo de oro de los cabellos de Nigidia, que, embriagada, se había quedado dormida, y luego, tomando una guirnalda de hiedra del vaso que se hallaba ante él, se la puso a Nigidia. Hecho esto miró a los circunstantes con una mirada interrogadora y satisfecha.

Luego se adornó a sí mismo con hiedra, repitiendo con acento de profunda convicción:

—Yo no soy un hombre, soy un fauno.

Petronio no estaba borracho; pero Nerón, que había bebido poco al principio en consideración a su voz celestial, al final vació copa tras copa hasta emborracharse. Intentó cantar unos versos suyos en griego, pero se le olvidaron, y cantó, por equivocación, una oda de Anacreonte. Pitágoras, Diodoro y Terpnos le acompañaban, sin conseguir llevar el compás, y al fin guardaron silencio. Nerón se entusiasmaba con la belleza de Pitágoras como crítico y como esteta, y en un arrebato de admiración empezó a besarle las manos.

¿Dónde había visto unas manos tan hermosas como las de Pitágoras? Llevándose la mano a la sudorosa frente trató de recordar. Su rostro reflejó el temor.

—¡Las manos de mi madre, las de Agripina!

Se apoderaron de él tétricas visiones.

—Dicen que vaga errante, a la luz de la luna, sobre el mar, cerca de Baya y de Bauli… Anda, anda como si buscara algo, y cuando al acercarse a las barcas mira y se marcha, el pescador a quien ha mirado se muere —continuó.

—Bonito tema —exclamó Petronio.

Vestinio, estirando el cuello como una grulla, susurró con aire misterioso:

—No creo en los dioses, pero sí en los espíritus…

Pero Nerón no hizo caso y prosiguió diciendo:

—Pero si he celebrado la lemuria. No quiero verla. ¡Han pasado cinco años! Tuve, tuve que condenarla: envió contra mí un asesino. Si no la hubiera ganado por la mano no oiríais hoy mi canto…

—¡Gracias, César, en nombre de la ciudad y del mundo! —exclamó Domiciano Afer.

—¡Vino! ¡Más vino! Y que suenen los tímpanos.

El estrépito empezó de nuevo. Lucano, cubierto de hiedra y tratando de dominar con su voz la voz de Domiciano, se levantó exclamando:

—No soy un hombre, soy un fauno y vivo en el bosque… Ecooo…

Por fin se emborrachó el César y se emborracharon también hombres y mujeres. Vinicio no estaba menos borracho que los demás, y el deseo que le embargaba le impulsaba a reñir, lo que le ocurría siempre que se excedía bebiendo.

Su rostro moreno se volvió aún más pálido, mientras que, trabándosele la lengua, decía con voz alta e imperiosa:

—Dame tus labios. ¿Qué más da hoy o mañana? ¡Basta de aguardar! El César te sacó para mí de casa de Aulo Plaucio, ¿comprendes? Mañana, al atardecer, mandaré a buscarte, ¿comprendes? ¡Has de ser mía!… Bésame, no quiero aguardar a mañana…; bésame pronto.

Y trató de abrazarla. Actea intentó defenderla y ella misma se defendía con las pocas fuerzas que le quedaban, porque sentía que estaba a punto de perecer; en vano intentaba librarse con ambas manos de sus depilados brazos, en vano le suplicaba con voz trémula por el miedo y por la pena, le rogaba que no fuera así y que tuviera piedad de ella. El cada vez notaba más cerca su aliento, y su rostro se acercaba al suyo. Ya no era para ella el héroe bueno y querido que antes conociera, no era más que un sátiro malvado y borracho, que le inspiraba repulsión y horror.

Sin embargo, las fuerzas la abandonaban cada vez más; en vano inclinaba el cuerpo y esquivaba el rostro para sustraerse a sus besos. Se levantó, la abrazó, y atrayendo su cabeza hacia su pecho, oprimió anhelante con sus labios los pálidos labios de la doncella.

De repente, una fuerza terrible apartó los brazos de Vinicio del cuello de la joven con la misma facilidad que si hubieran sido los de un niño, y le tiró a un lado como si fuera una rama seca o una hoja marchita. ¿Qué había sucedido? Vinicio se frotó los ojos llenos de asombro y vio ante sí la gigantesca figura del ligio, llamado Urso, que había conocido en casa de Aulo.

El ligio se hallaba en pie y sereno, clavando en él la mirada de sus azules ojos con una expresión tan extraña, que al joven se le heló la sangre en las venas. Luego, cogiendo en brazos a su reina y con paso tranquilo y mesurado, salió del triclinium.

Actea le siguió.

Vinicio quedó, de pronto, como petrificado, mas enseguida se puso en pie y echó a correr hacia la puerta.

—¡Ligia! ¡Ligia!

Pero el deseo, el asombro, la cólera y el vino hicieron que las piernas le flaqueasen. Se tambaleó varias veces, y agarrándose al desnudo brazo de una bacante, le preguntó entornando los ojos:

—¿Qué ha ocurrido?

Ella, cogiendo una copa de vino, se la ofreció, sonriendo con una mirada turbia:

—Bebe —dijo.

Vinicio bebió y se desplomó.

La mitad de los asistentes dormían ya debajo de las mesas; otros andaban con paso vacilante por el triclinium; otros dormían sobre las mesas, roncando o devolviendo en sueños el vino sobrante.

De la dorada red colocada junto al techo caía sin interrupción una lluvia de rosas sobre aquellos cónsules y senadores, borrachos patricios, poetas, filósofos; sobre las damas y bacantes embriagadas, sobre toda aquella sociedad aún todopoderosa, pero ya sin alma, coronada de flores, corrompida y agonizante.

Fuera, el alba comenzaba a clarear.

VIII

Nadie detuvo a Urso, ni siquiera le preguntaron lo que hacía. Los convidados, que yacían bajo las mesas, no se ocupaban ya de sus sitios, así que los esclavos, al ver a un gigante llevando en brazos a una convidada, creían que se trataba de algún sirviente que llevaba a su ama embriagada. Además, Actea los acompañaba y su presencia hacía desvanecer toda sospecha.

De esta manera salieron del triclinium, llegando a la columnata contigua y de allí a la galería que conducía a los aposentos de Actea.

A Ligia la abandonaron las fuerzas de tal forma que iba en brazos de Urso como un cuerpo inerte. Mas al sentir la brisa mañanera pura y fría, abrió los ojos. Cada vez se iba haciendo más de día. Siguiendo la columnata cruzaron por un pórtico lateral que no daba al patio, sino a los jardines del palacio, en donde los albores matutinos coloreaban las copas de los pinos y de los cipreses. Aquella parte del edificio estaba vacía y los ecos de la música y los gritos del festín llegaban cada vez más amortiguados. A Ligia le parecía que la habían arrancado del infierno, transportándola al mundo luminoso de Dios. Había algo más allá de ese repugnante triclinium. Estaba el cielo, la aurora, la luz y el silencio… Ligia rompió de pronto a llorar, y cobijándose en los brazos del gigante, repitió sollozando:

—Vámonos a casa, Urso, a casa de Aulo.

—Iremos —le contestó Urso.

En aquel instante estaban en el pequeño atrium perteneciente a las habitaciones de Actea. Urso sentó a Ligia en un banco de mármol cercano a la fuente. Actea procuró tranquilizarla, invitándola al reposo y asegurándole que por el momento no existía el menor peligro, pues cuando se acabara el festín los invitados, borrachos, dormirían hasta la tarde. Durante largo rato Ligia no logró tranquilizarse, y apretándose las sienes con las manos no cesaba de repetir, con la tenacidad de un niño:

—A casa, a casa de Aulo…

Urso estaba dispuesto a complacerla. Verdad es que en la puerta había pretorianos, pero él pasaría de todas formas. Los soldados no detenían a las personas que querían salir. Ante el arco se hallaban numerosísimas literas. Los invitados salían ya en tropel. Nadie los detendría. Saldrían con toda la gente y se irían directamente a casa. Y, además, él nada tenía que decir. ¡Como su reina mandara, así tenía que ser! Para eso estaba él allí.

Y Ligia repetía:

—Sí, Urso, vámonos.

Pero Actea tenía que pensar por los dos. Claro que saldrían; nadie los detendría. Pero de casa del César no debía huir, y el que así lo hacía ofendía a su majestad. Saldrían, pero por la tarde; un centurión, a la cabeza de un pelotón de soldados, iría a llevar la sentencia de muerte a Aulo y a Pomponia Grecina. Ligia sería de nuevo conducida al palacio y ya no habría para ella salvación posible. Si Aulo la acogía bajo su techo le esperaba la muerte segura.

 

Ligia dejó caer los brazos con desaliento. ¡No había otro remedio! Tenía que escoger entre su ruina y la de Plaucio. Antes de ir al banquete había tenido la esperanza de que Vinicio y Petronio la rescatarían y la devolverían a Pomponia, pero ya sabía que habían sido ellos los que indujeron al César a sacarla de casa de Aulo. No había otra solución. Sólo un milagro podría salvarla de la ruina… Un milagro y el poder de Dios.

—Actea —dijo con desesperación—, ¿le oíste decir a Vinicio que el César me había regalado a él y que esta tarde enviaría esclavos para que me condujeran a su casa?

—Sí, lo oí —contestó Actea.

La desesperación con que hablaba Ligia no hallaba eco en su corazón. Ella misma había sido amante de Nerón. Su corazón, aunque bueno, no podía apreciar lo vergonzoso de semejantes relaciones. Como antigua esclava, se había familiarizado con la esclavitud, y, además, aún amaba a Nerón. Si el César quisiera volver con ella, le tendería las manos como a la felicidad. Persuadida de que Ligia tendría que convertirse en concubina del joven y hermoso Vinicio o exponer a Plaucio y a Pomponia a la ruina, no comprendía cómo la muchacha podía vacilar.

Pasado un momento, dijo:

—La casa del César no es menos peligrosa que la de Vinicio.

Y no se dio cuenta que, aunque decía la verdad, sus palabras significaban: «Confórmate con tu suerte y sé la concubina de Vinicio». Pero Ligia, que todavía sentía en los labios sus besos llenos de deseos brutales y ardientes como el fuego, enrojeció de vergüenza sólo al evocar su recuerdo.

—¡Nunca! —gritó en un arrebato—. Ni me quedaré aquí, ni en casa de Vinicio. ¡Nunca!

A Actea le extrañó dicho arrebato.

—¿Odias tanto a Vinicio? —le preguntó.

Pero Ligia no pudo contestarle porque la ahogaba de nuevo el llanto. Actea la estrechó contra su pecho y trató de tranquilizarla. Urso respiraba penosamente y apretaba sus gigantescos puños; amaba a su reina con la fidelidad de un perro y no podía soportar la visión de sus lágrimas. En su corazón de ligio semi-salvaje experimentaba el deseo de volver a la sala, de estrangular a Vinicio y, en caso de necesidad, al César, pero temía con ello exponer a su ama, y, además, no estaba seguro de que un acto de esta índole, que en un principio le parecía muy sencillo, fuera propio de un adepto a la doctrina del Cordero crucificado.

Actea, tranquilizando a Ligia, le preguntó de nuevo:

—¿Tanto odias a Vinicio?

—No —contestó Ligia—. No debo odiarle porque soy cristiana.

—Lo sé, Ligia, y sé también por las cartas de Pablo de Tarso que no os está permitido perder la honra ni tenerle más miedo a la muerte que al pecado. Pero dime: ¿tu doctrina permite matar?

—No.

—Entonces, ¿por qué quieres atraer la cólera del César sobre el hogar de Aulo?

Siguió un momento de silencio. Un abismo sin fondo se abría de nuevo ante Ligia.

Mas la joven liberta repuso:

—Te lo pregunto porque tanto tú como la bondadosa Pomponia, Aulo y su hijo me inspiráis compasión. Hace tiempo que vivo en esta casa y sé lo que es la cólera del César. ¡No! No podéis escapar de aquí. Sólo te queda un medio, y es rogarle a Vinicio que te devuelva a casa de Pomponia.

Ligia cayó de rodillas como para implorar a otra persona. Urso se arrodilló también, y ambos rezaron a la luz del alba en la casa del César.

Actea por primera vez presenciaba una oración semejante y no podía apartar los ojos de Ligia, que, vuelta de perfil a ella, con las manos y la cabeza levantadas, miraba al cielo, como esperando de él la salvación. La claridad del alba iluminó sus oscuros cabellos; su blanco peplo se reflejó en sus pupilas, y toda envuelta en ella parecía la encarnación de la luz. En su pálido rostro, en sus labios entreabiertos, en las manos y los ojos levantados había un entusiasmo sobrehumano. Y Actea comprendió por qué Ligia no podría ser la concubina de nadie. Ante la antigua amante de Nerón se levantaba una punta del velo que ocultaba un mundo completamente distinto al que estaba acostumbrada. Le asombraba aquella plegaria que se elevaba desde la mansión del crimen y de la infamia. Un momento antes le parecía que ya no había para Ligia salvación posible, pero ahora comenzaba a creer que podía suceder algo extraordinario, que llegaría algún auxilio tan poderoso, que el mismo César sería incapaz de resistir; que bajaría del cielo una legión alada para ayudar a la muchacha, que el sol la enlazaría con sus rayos llevándosela consigo. Había oído decir que entre los cristianos se realizaban muchos milagros, y ahora creía que todo era cierto, puesto que Ligia oraba de esa manera.

Cuando se levantó la doncella, su rostro estaba radiante de esperanza. Urso se puso en pie también, y colocándose junto al banco miró a su ama, esperando sus órdenes.

Sus ojos se enturbiaron y dos gruesas lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas.

—Dios bendiga a Plaucio y a Pomponia —exclamó—. No he de labrar su ruina, así que no los veré nunca más.

Luego, volviéndose hacia Urso, le dijo que él solo le quedaba en el mundo y que debía ser para ella un padre y un protector. No podían buscar refugio en casa de Aulo porque atraerían sobre ellos la cólera del César. Pero que ella tampoco podía permanecer ni en la casa del César ni en la de Vinicio. Así pues, que Urso la condujera fuera de la ciudad y que la ocultara en algún lugar donde no pudieran descubrirla ni Vinicio ni sus criados. Ella le seguiría a todas partes, al otro lado del mar, más allá de las montañas, al país de los bárbaros, adonde no oyera ni el nombre de Roma, y donde no alcanzara el poder del César. Que la cogiera y la salvara, pues sólo a él tenía ya en el mundo.

El ligio estaba dispuesto, y, en señal de obediencia, abrazó sus pies.

En el rostro de Actea, que aguardaba un milagro, se reflejó la decepción. Era eso todo cuanto había conseguido la oración. Huir de la casa del César era cometer un delito de lesa majestad, que sería vengado. Y aunque Ligia lograra esconderse, el César se vengaría en la familia de Aulo Plaucio. Si quería escaparse, que lo hiciera desde la casa de Vinicio; entonces el César, poco aficionado a mezclarse en asuntos ajenos, probablemente no ayudaría a Vinicio en su persecución, y, en tal caso, la fuga no constituiría un delito de lesa majestad.

Eso mismo pensaba Ligia. Ni Aulo ni Pomponia sabrían nunca dónde estaba. Huiría, no de casa de Vinicio, sino en el camino. Le había anunciado estando borracho que por la tarde enviaría sus esclavos a buscarla, y decía la verdad, cosa que no habría hecho de estar sereno. Probablemente él solo, o acompañado de Petronio, habían visto al César antes del festín, y habían obtenido de él la promesa de que la entregarían a la tarde siguiente. Si se olvidaban hoy, volverían mañana por ella. Pero Urso la salvaría. La sacaría de la litera como la sacó del triclinium, y ambos huirían a la aventura. Nadie se atrevería a oponerse a Urso. Ni siquiera el terrible atleta que había luchado la noche anterior en el triclinium. Como era posible que Vinicio enviara numerosos esclavos, Urso iría a pedir ayuda y consejo al obispo Lino. El obispo se compadecería de ella, no la dejaría en manos de Vinicio, y enviaría cristianos para que ayudasen a Urso a salvarla. La rescatarían y se la llevarían, y hecho esto Urso podría sacarla de la ciudad y sustraerla al poder de Roma.

Dispuesto esto, al rostro de Ligia volvieron el color y la sonrisa. Tuvo de nuevo esperanza, como si salvarse fuera ya una realidad. De repente abrazó a Actea, y acercando a la mejilla de ésta sus preciosos labios, le susurró:

—No nos traicionarás, Actea, ¿verdad?

—Por la sombra de mi madre —contestó la liberta—, no os traicionaré, y sólo pido a tu Dios que Urso consiga salvarte.

Pero los azules e infantiles ojos del sirviente brillaban llenos de felicidad. A pesar de romperse la cabeza no lograba nada de provecho; en cambio, una cosa así era capaz de llevarla a cabo, fuera de día o de noche. Le daba igual… Iría a ver al obispo porque éste leía en el cielo lo que debía hacerse y lo que no. Podría reunir algunos cristianos. ¡No tenía él pocos conocimientos entre los esclavos y los gladiadores, los hombres libres, en el Suburra y más allá de los puentes! Juntaría mil e incluso dos mil individuos. Rescataría a su ama, conseguiría sacarla de Roma y se iría con ella. Se irían al fin del mundo, hasta su propio país, en donde nadie había oído hablar de Roma.

Y fijó la mirada en el espacio, como si quisiera ver cosas pasadas e inmensamente lejanas.

—¿Al bosque? —dijo—. ¡Qué bosques! ¡Qué bosques!

Pero al cabo de un momento, desechando estas visiones, dijo que se iba enseguida a casa del obispo, y que por la tarde, acompañado de un centenar de hombres, acecharía el paso de la litera. Y aunque no sólo fueran esclavos, sino pretorianos, los que la condujeran, ¡más les valía no ponerse al alcance de su mano, aun llevando armadura de hierro!… ¿Acaso era el hierro tan fuerte para él? Si golpeaba la armadura, la cabeza que estuviera dentro no lo resistiría.

Pero Ligia, alzando el índice, con seriedad infantil, dijo:

—Urso, no matarás.

Éste se llevó la mano, semejante a una porra, al cuello, y con aire preocupado comenzó a rascarse y a hablar entre dientes. Tenía que salvar a «su luz» … Ella misma le había dicho que había llegado su turno…; procuraría hacerlo lo mejor posible. Pero ¿y si sucediera sin querer…? ¡Ya que debía salvarla! Pero si así sucediera, haría de tal forma penitencia y pediría de tal manera perdón al Cordero crucificado, que Este se compadecería del pobre pecador… Él no quería ofender al Cordero. ¡Pero eran tan pesadas sus manos!

Y su rostro expresaba una gran tortura, mas deseando disimularla, se inclinó y dijo:

—Me voy a casa del santo obispo.

Actea abrazó a Ligia y rompió a llorar.

Una vez más comprendía que existía un mundo en el cual, aun en medio de los sufrimientos, había más felicidad que en todos los excesos y placeres de la casa del César. Una vez más le pareció que se entreabría una puerta a la luz, mas comprendió, asimismo, que era indigna de traspasar sus umbrales.

IX

A Ligia le daba pena de Pomponia Grecina, a quien amaba con toda su alma, y sentía perder el hogar de Aulo. Sin embargo, su desconsuelo era menor porque experimentaba cierta dulzura al considerar que sacrificaba en aras de su Verdad el bienestar y la comodidad, y que iba a emprender una vida errante y desconocida.

Quizá había en ello algo de infantil curiosidad acerca de cómo sería la vida en aquellos lejanos países, entre bárbaros y animales salvajes, pero más que nada era el convencimiento profundo de que obrando así cumplía lo ordenado por el divino Maestro, y desde entonces Él la protegería como a una hija obediente y buena. Y, en ese caso, nada tenía que temer. Todos los sufrimientos que le aguardaban los aceptaría por Él. Y si llegaba la muerte inesperadamente, Él la llamaría a Sí, y cuando Pomponia muriera se reunirían las dos para toda la eternidad. Algunas veces, cuando estaba en casa de Aulo, se atormentaba pensando que nada podía hacer por el Crucificado, de quien Urso hablaba con tan gran ternura. Pero ahora había llegado el momento. Ligia se consideraba casi dichosa y hablaba a Actea de una felicidad que ésta no podía comprender. Abandonarlo todo, la casa, el bienestar, la ciudad, los jardines, los templos, los pórticos; todo cuanto era bello; abandonar el país del sol y a los seres amados. ¿Por qué? Por huir del amor de un joven y hermoso patricio.

Estas cosas no le cabían a Actea en la cabeza. A veces creía que tenía razón, que podía haber una enorme felicidad oculta, pero no lograba darse cuenta claramente de ello, sobre todo pensando que a Ligia le esperaban peligros e incluso podía perder la vida. Actea era de índole medrosa y pensaba con temor en los acontecimientos que habían de verificarse en la noche próxima. Pero no quería hablar a Ligia de sus temores; como era ya pleno día y el sol se asomaba al atrium, trató de convencerla para que descansara, ya que lo necesitaba después de haber pasado la noche sin dormir.

Ligia no opuso resistencia y ambas penetraron en el cubiculum, que era amplio y estaba lujosamente amueblado, como consecuencia de las anteriores relaciones de Actea con el César. Se recostaron una al lado de la otra, mas Actea, a pesar del cansancio que sentía, no pudo conciliar el sueño. Desde hacía tiempo se sentía triste y desgraciada, pero ahora experimentaba cierta zozobra antes nunca sentida. Hasta entonces le había parecido su vida triste y sin horizontes; pero ahora, de pronto, le parecía infame.

 

En su cabeza tenía un verdadero caos. Las puertas de la luz a intervalos se abrían y se cerraban para ella. Pero al abrirse, la luz la deslumbraba de tal forma, que no conseguía ver nada con claridad. Más bien adivinaba que se encontraba en aquella claridad una felicidad sin límites, junto a la cual todas las felicidades eran mezquinas, hasta el punto de que si, por ejemplo, el César abandonara a Popea y la amara de nuevo, ello no sería más que vanidad. De pronto le vino la idea de que el César, a quien amaba y al que, a pesar suyo, consideraba como un semidiós, era tan ruin como cualquier esclavo; aquel palacio, con sus columnas de mármol de Numidia, no era más que un montón de piedras. Pero todos aquellos sentimientos, de los que no acertaba a darse cuenta, comenzaron a cansarla. Quiso dormir; pero, atormentada por la inquietud, no pudo.

Finalmente, creyendo que Ligia, amenazada por tantos peligros e incertidumbres, tampoco había podido conciliar el sueño, se volvió hacia ella para hablarle de su próxima fuga.

Pero Ligia dormía plácidamente. A través de la cortina, que no estaba por completo corrida, se deslizaba al fondo del oscuro cubiculum un haz de rayos de sol, con el que se agitaba un dorado polvo. A su claridad contempló Actea el delicado rostro de la joven, apoyado en el desnudo brazo, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Su respiración era regular, como la de quien duerme.

«Duerme… ¡Puede dormir!… —pensó Actea—. Es aún una niña».

Pero enseguida acudió a su mente que aquella niña prefería huir a convertirse en la concubina de Vinicio; prefería la miseria a la vergüenza, la vida errante a la lujosa mansión del barrio de las Carenas, a los trajes, y a las joyas, a las fiestas y al sonido de los laúdes y las cítaras.

«¿Por qué?».

Y miró a Ligia, como queriendo hallar la respuesta en su rostro dormido. Miraba su frente pura, el arco sereno de sus cejas, sus oscuras pestañas, sus labios entreabiertos, su pecho movido por la tranquila respiración, y volvió a pensar:

«¡Qué diferentes somos!».

Ligia le pareció un prodigio, una visión celestial, un ser predilecto de los dioses, cien veces más hermosa que todas las flores del jardín del César y que todas las estatuas de su palacio. Pero en el corazón de la griega no había envidia. Ante los peligros que acechaban a la muchacha sentía una inmensa compasión. En su corazón se había despertado una especie de amor maternal. Ligia no sólo se le aparecía bella, como un hermoso sueño, sino como un ser muy querido, y acercando los labios a sus oscuros cabellos se puso a besarla.

Ligia dormía tranquilamente, como si estuviera en su hogar, bajo la protección de Pomponia Grecina. Durmió durante largo rato. Era más de mediodía cuando abrió los azules ojos y se puso a mirar el cubiculum con gran extrañeza.

Le extrañaba no encontrarse en casa de Aulo.

—¿Eres tú, Actea? —dijo al fin, cuando vio aparecer en la semioscuridad el rostro de la griega.

—Sí, Ligia.

—¿Es ya la tarde?

—No, hija mía; pero el mediodía ya pasó.

—¿Urso no ha vuelto?

—Urso no dijo que volvería, sino que por la tarde se pondría al acecho de la litera con otros cristianos.

—Es verdad.

Salieron del cubiculum y entraron en el baño, donde Actea, después de bañar a Ligia, la llevó a tomar el almuerzo y a los jardines del palacio después, donde no tenían que preocuparse de ningún encuentro peligroso, ya que el César y sus principales cortesanos dormían aún. Ligia contemplaba por vez primera aquellos magníficos jardines, poblados de cipreses, pinos, robles, olivos y mirtos, entre los que blanqueaba toda una muchedumbre de estatuas. Brillaban los tranquilos espejos de los estanques, florecían frondosos rosales, salpicados por las gotas de las fuentes; aquí y allá había grutas encantadas, cuyas entradas estaban cubiertas de hiedra y de vid; cisnes de plata surcaban las aguas, y entre árboles y estatuas andaban gacelas domesticadas, traídas de los desiertos de África, y aves de vistosos colores, procedentes de todos los países conocidos de la tierra. Los jardines estaban desiertos; acá y allá trabajaban, azada en mano, algunos esclavos, cantando canciones a media voz; otros, disfrutando de un momento de descanso, estaban sentados a la orilla de los estanques o a la sombra de las frondosas encinas, donde los rayos del sol, penetrando entre las hojas, hacían aparecer unas lucecitas temblorosas; otros, en fin, regaban los rosales y las pálidas flores de azafrán.

Actea y Ligia anduvieron largo rato contemplando todas las maravillas de aquellos jardines, y aunque a Ligia le faltaba tranquilidad de espíritu, era demasiado niña para no dejarse llevar por la curiosidad, la admiración y la sorpresa.

Pensaba, incluso, que si el César fuera bueno, en aquellos jardines y en aquel palacio podría vivir muy feliz.

Por fin se sentaron en un banco medio oculto entre los espesos cipreses y se pusieron a hablar de lo que más les preocupaba: de la fuga de Ligia, que aquella misma tarde debía verificarse. Actea no confiaba tanto como Ligia en el éxito de la fuga. Había momentos en que le parecía una locura irrealizable. Ligia le inspiraba cada vez más compasión. Pensaba que sería cien veces menos peligroso convencer a Vinicio. Luego le preguntó que cuánto tiempo hacía que conocía a Vinicio y si creía posible que se dejara doblegar y la devolviera a Pomponia.

Pero Ligia movió tristemente su oscura cabeza.

—No. En casa de Aulo, Vinicio era de otra manera, muy bueno; pero desde el festín de ayer le tengo miedo, y prefiero huir al país de los ligios.