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100 Clásicos de la Literatura

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Pero... que él hablara de que Emma le había «alentado», que le supusiera enterada de sus intenciones, aceptando sus deferencias, en resumen, consintiendo en casarse con él... ¡Eso significaba que creía que ambos eran iguales en posición social y en inteligencia! Que miraba por encima del hombro a su amiga, distinguiendo cuidadosamente entre las categorías sociales que estaban por debajo de la suya, y que era tan ciego para todo lo que estaba por encima de él como para imaginarse que poner los ojos en ella no era ningún atrevimiento excesivo... En fin, ¡era algo indignante!

Tal vez no tenía derecho a esperar que él comprendiera el abismo que les separaba en talento natural y en delicadezas de espíritu. La simple ausencia de esta igualdad impedía que se diera cuenta de ello; pero lo que sí debía saber era que en fortuna y en posición social ella estaba muy por encima. Debía saber que los Woodhouse, que procedían de la rama segundona de una antiquísima familia, se hallaban instalados en Hartfield desde hacía varias generaciones... y que los Elton no eran nadie. Ciertamente que las tierras que dependían de Hartfield no eran de una gran extensión, ya que constituían sólo como una especie de mella de la heredad de Donwell Abbey, a la que pertenecía todo el resto de Highbury; pero su fortuna, que procedía de otras fuentes, les situaba en una posición que sólo cedía en importancia a la de los propietarios de la misma Donwell Abbey; y los Woodhouse hacía ya tiempo que eran considerados como una de las familias más distinguidas y estimadas de aquellos contornos, a los que el señor Elton había llegado hacía menos de dos años para abrirse camino como pudiera, sin contar con otras amistades que comerciantes, y sin otra recomendación que su cargo y sus maneras corteses.

Pero había llegado a imaginar que Emma estaba enamorada de él; evidentemente eso había sido lo que le dio confianza; y tras haber fantaseado un poco pensando en la poca adecuación que a veces existía entre unos modales corteses y una mente vanidosa, Emma, con toda honradez se vio obligada a hacer alto y a admitir que se había mostrado con él tan complaciente y tan amable, tan llena de cortesías y de atenciones (suponiendo que él no se hubiese dado cuenta de cuál era el verdadero móvil que la guiaba) que podía autorizar a un hombre cuyas dotes de observación y buen criterio no eran excesivos, como era el caso del señor Elton, a imaginarse que ella le distinguía con sus preferencias. Si Emma se había engañado de tal modo acerca de los sentimientos del joven, no tenía mucho derecho a extrañarse de que él, cegado por el interés, también hubiera interpretado mal las intenciones de ella.

El primer error y el más grave de todos lo había cometido ella. Era un disparate, una gran equivocación empeñarse en casar a dos personas. Era ir demasiado lejos, hacer algo que no le incumbía, convertir en frívolo algo que debería ser serio, en artificioso lo que debería ser natural. Estaba muy preocupada por todo aquello y sentía vergüenza de sí misma, y decidió no volver nunca más a hacer nada parecido.

«He sido yo -se decía a sí misma- quien ha convencido a la pobre Harriet para que se sintiera atraída por ese hombre. Si no hubiera sido por mí, nunca hubiera pensado en él; y desde luego nunca hubiera pensado en él alimentando esperanzas si yo no le hubiese asegurado que el señor Elton se interesaba por ella, porque Harriet es tan modesta y humilde como yo creía que era él. ¡Oh! ¡Si me hubiera contentado con convencerla de que no aceptase al joven Martin! En eso sí que no me equivoqué. Hice bien; pero tendría que haberme conformado con eso y dejar que el tiempo y la suerte hicieran lo demás. Yo la estaba introduciendo en la buena sociedad y dándole ocasión de que alguien de más categoría se sintiera atraído por ella; no debería haber intentado nada más. Pero ahora, pobre muchacha, se le acabó el sosiego durante algún tiempo. Sólo he sido buena amiga a medías; pero es que aparte de la decepción que ahora pueda tener, no se me ocurre nadie más que pueda convenirle del todo...

¿William Cox... ? ¡Oh, no! A William Cox no puedo soportarle... un abogadillo presuntuoso...»

Se detuvo para sonrojarse y se echó a reír al ver cómo reincidía; pero en seguida se puso a reflexionar más seriamente, aunque con menos optimismo, acerca de lo que había ocurrido y lo que podía y debía ocurrir. La penosa explicación que tenía que dar a Harriet y todo lo que iba a sufrir la pobre Harriet, además de lo violentas que iban a ser para las dos las futuras entrevistas, las dificultades de seguir con aquella amistad o de romper, de dominar su pena, disimular su resentimiento y evitar que se supiera todo aquello, bastaron para ocuparla en melancólicas reflexiones durante algún tiempo más, y por fin se acostó sin haber decidido nada, pero convencida de haber cometido una terrible equivocación.

Emma, con su temperamento juvenil y espontáneamente alegre, con la llegada del nuevo día no podía dejar de sentirse animosa de nuevo, a pesar de los sombríos pensamientos que la habían dominado la noche anterior. La juventud y alegría de la mañana parecían corresponder a las de su espíritu, y ejercían sobre él una poderosa influencia; y si sus cuitas no habían sido lo suficientemente graves como para impedirle cerrar los ojos, éstos al abrirse hallaron sin duda las cuitas más aliviadas y las esperanzas más luminosas.

Por la mañana Emma se levantó mejor dispuesta para encontrar soluciones de lo que se había acostado, más resuelta a ver con buen ánimo los problemas que tenía que afrontar, y con más confianza para salir airosa de ellos.

Era un gran alivio que el señor Elton no estuviese realmente enamorado de ella y que no fuera una persona de extremada delicadeza a quien sentía tener que causar una decepción... que Harriet no tuviera tampoco una de esas sensibilidades superiores en las que los sentimientos son más intensos y duraderos... y que no hubiera necesidad de que nadie más se enterara de lo que había pasado, que todo quedara entre ellos tres, y sobre todo que su padre no tuviera ni un momento de preocupación por todo aquello.

Éstos eran pensamientos muy alentadores; y la espesa capa de nieve que cubría la tierra vino también en su ayuda, ya que en aquellos momentos cualquier cosa que pudiese justificar el que los tres se mantuvieran totalmente alejados los unos de los otros debía ser bien acogida.

Así pues, el tiempo le era francamente favorable; a pesar de ser día de Navidad no podía ir a la iglesia. El señor Woodhouse se hubiese preocupado mucho si su hija lo hubiera intentado, y por lo tanto Emma se evitaba así el suscitar o revivir ideas desagradables y deprimentes. Como la nieve lo cubría todo y la atmósfera se hallaba en este estado inestable entre la helada y el deshielo, que es el que menos invita a estar al aire libre, y como cada mañana empezaba con lluvia o nieve y al atardecer volvía a helar, durante muchos días Emma tuvo el mejor pretexto para considerarse como prisionera en su casa. No podía comunicarse con Harriet más que por escrito; no podía ir a la iglesia ningún domingo, igual que el día de Navidad; y no necesitaba dar ninguna excusa para justificar la ausencia del señor Elton.

El tiempo que hacía explicaba perfectamente que todo el mundo se encerrara en su casa; y aunque Emma confiaba, y casi estaba segura de ello, que el señor Elton se consolaría con el trato de alguna otra persona, era muy tranquilizador ver que su padre se hallaba tan convencido de que el vicario no se movía de su casa, y de que era demasiado prudente para exponerse a salir; y oírle decir al señor Knightley, a quien ningún tiempo podía impedir que les visitara:

-¡Ah, señor Knightley! ¿Por qué no se queda usted en su casa como el pobre señor Elton?

Aquellos días de reclusión fueron muy gratos para todos -excepto para Emma, que seguía con sus íntimas vacilaciones- ya que este tipo de vida era muy del agrado de su cuñado, cuyo estado de ánimo era siempre de gran importancia para los que le rodeaban; el señor Knightley, además de haber dejado todo su mal humor en Randalls, durante el resto de su estancia en Hartfield no había dejado de mostrarse amable y contento. Estaba siempre lleno de cordialidad y de deferencias, y hablaba bien de todo el mundo. Pero a pesar de sus esperanzas optimistas y del alivio que le proporcionaba aquella tregua, Emma se sentía amenazada por la idea de que tarde o temprano tendría que dar una explicación a Harriet, y ello hacía imposible que la joven se sentía totalmente tranquila.

CAPÍTULO XVII

El señor y la señora John Knightley no se quedaron en Hartfield por mucho tiempo más. El tiempo no tardó en mejorar lo suficiente para que pudieran irse los que tenían que hacerlo; y el señor Woodhouse, como de costumbre, después de haber intentado convencer a su hija para que se quedara con todos los niños, tuvo que ver partir a toda la familia y volver a sus lamentaciones sobre el destino de la pobre Isabella... la pobre Isabella que se pasaba la vida rodeada de personas a quienes adoraba, ensalzando sus virtudes y sin ver ninguno de sus defectos, y siempre inocentemente atareada, podía considerarse como un verdadero modelo de felicidad femenina.

Al atardecer del mismo día en que ellos se fueron, llegó una nota del señor Elton para el señor Woodhouse, una larga, cortés y ceremoniosa nota, en la cual, en medio de los mayores cumplidos, el señor Elton anunciaba «que al día siguiente por la mañana se proponía salir de Highbury para dirigirse a Bath, en donde, correspondiendo a las reiteradas invitaciones de unos amigos, se había comprometido a pasar unas cuantas semanas, y lamentaba infinitamente que, debido a una serie de circunstancias derivadas del mal tiempo y de sus ocupaciones, le fuera imposible despedirse personalmente del señor Woodhouse, de cuyas amables atenciones guardaría siempre un grato recuerdo... y en caso de que el señor Woodhouse tuviera algún encargo que darle, lo cumpliría con mucho gusto...»

 

Emma tuvo una agradabilísima sorpresa... La ausencia del señor Elton precisamente en aquellos días era lo mejor que hubiera podido desear. Le quedó agradecida por habérsele ocurrido la idea de marcharse, pero lo que ya no le parecía tan bien era el modo en que anunciaba su partida. No podía haber mostrado su resentimiento de un modo más claro que limitándose a ser cortés para con su padre, sin citarla a ella para nada. Ni siquiera la mencionaba en los cumplidos con que empezaba la carta... Su nombre no aparecía por ninguna parte... Y todo ello implicaba un cambio de actitud tan acusado, y la despedida, llena de amables frases de gratitud, respiraba tal énfasis que al principio Emma pensó que no dejaría de despertar sospechas en su padre.

Y sin embargo no fue así... Su padre estaba demasiado absorto por la sorpresa que le produjo un viaje tan inesperado, y por sus temores de que el señor Elton no pudiese llegar sano y salvo, y no encontró extraño el tono de la carta; que por otra parte les fue muy útil, ya que les proporcionó un nuevo tema de reflexión y conversación durante todo el resto de aquella solitaria velada. El señor Woodhouse hablaba de sus temores, mientras que Emma, con su habitual solicitud, hacía todo lo posible por desvanecerlos.

Emma decidió por fin informar a Harriet de lo ocurrido. Según sus noticias ya casi se había recuperado del todo de su resfriado, y era preferible que tuviera el mayor tiempo posible para rehacerse de su otro mal antes de que regresara el señor Elton. Así pues, al día siguiente se dirigió a casa de la señora Goddard para tener aquella penosa y necesaria explicación; era forzoso que fuera un momento difícil... Tenía que destruir todas las esperanzas que ella misma había estado alimentando con tanto afán... mostrarse en el ingrato papel de la que había sido preferida... y reconocer que se había equivocado totalmente y que todas sus ideas sobre aquella cuestión habían sido erróneas, como todas sus observaciones, todas sus convicciones, todos los augurios que ella había hecho durante las últimas seis semanas.

La confesión renovó por completo en Emma el sonrojo de unos días atrás... y al ver las lágrimas de Harriet pensó que aquello nunca podría perdonárselo.

Harriet aceptó la realidad con mucho temple... sin hacer ningún reproche a nadie... y demostrando en todos los detalles un candor y una modestia que en aquellos momentos tenían un gran valor ante los ojos de su amiga.

Emma estaba en una buena disposición de ánimo para apreciar hasta el máximo la sencillez y la modestia; y todo lo que era afecto y comprensión, todo lo que debería resultar tan atractivo, le parecía estar de parte de Harriet, no de la suya. Harriet no se creía con derecho a quejarse de nada. Ganarse el afecto de un hombre como el señor Elton le parecía una distinción demasiado grande para ella... Nunca hubiera podido ser digna de él... Y nadie, excepto una amiga tan parcial y tan cariñosa como la señorita Woodhouse hubiera pensado que tal cosa fuera posible.

Derramó abundantes lágrimas... pero su aflicción era tan auténtica, tan poco afectada, que ninguna otra actitud hubiera podido impresionar más a Emma... y la escuchaba e intentaba consolarla recurriendo a todo su afecto y a toda su inteligencia... aquella vez realmente convencida de que Harriet era muy superior a ella... y que de parecerse más a su amiga conseguiría más bienestar y felicidad de lo que podrían proporcionarle todo su talento y toda su sensibilidad.

Quizá ya era demasiado tarde para proponerse ser ingenua y candorosa; pero Emma se separó de su amiga reafirmándose en su anterior propósito de ser humilde y discreta, y de refrenar su imaginación durante todo el resto de su vida. Ahora su segundo deber, inferior tan sólo a las obligaciones que tenía para con su padre, era el de procurar el bienestar de Harriet y demostrarle su afecto por algún otro medio mejor que el de prepararle una boda. Se la llevó a Hartfield, dándole continuas pruebas de su cariño y esforzándose por distraerla y hacer que se divirtiese, y valiéndose de la conversación y de la lectura para apartar de sus pensamientos al señor Elton.

Ya sabía que era preciso que transcurriera tiempo para lograr lo que se proponía; y Emma se daba cuenta de que no era la más indicada para opinar sobre esas cuestiones en general ni para compenetrarse demasiado con alguien que se sintiera atraída por el señor Elton en concreto; pero le parecía lógico pensar que a la edad de Harriet, y una vez extinguida toda esperanza, para cuando regresara el señor Elton podía haberse llegado ya a un cierto estado de serenidad que permitiera a ambos volver a encontrarse en la común rutina de la amistad sin ningún peligro de delatar sus sentimientos ni de acrecentarlos.

Harriet le consideraba_ como un hombre totalmente perfecto, y seguía sosteniendo que no podía existir nadie que pudiera comparársele ni física ni moralmente... y la verdad es que demostraba estar mucho más enamorada de lo que Emma había previsto; pero, a pesar de todo, le parecía una cosa tan natural, tan inevitable tener que luchar contra una inclinación no correspondida de aquella clase, que no suponía que pudiera seguir siendo tan intensa durante mucho más tiempo.

Si el señor Elton a su regreso manifestaba su indiferencia de un modo evidente e inequívoco, como Emma no dudaba que tendría interés en hacer, no creía que Harriet siguiese empeñada en cifrar su felicidad en verle o recordarle.

El hecho de que los tres estuvieran tan arraigados, tan profundamente arraigados en el mismo lugar, era un mal para todos y cada uno de ellos. Ninguno de los tres podía cambiar de residencia ni cabía otra posibilidad de elección en el trato social. Era inevitable que se encontraran unos con otros, y tenían que componérselas como pudieran.

Harriet además tenía poca suerte por el ambiente que había entre sus compañeras del pensionado de la señora Goddard, ya que el señor Elton era objeto de adoración por parte de todas las maestras y alumnas mayores de la escuela; y Hartfield era el único lugar en donde podía tener ocasión de oír hablar de él con fría serenidad o con crudo realismo. Donde se había producido la he-rida allí debía ser curada, si es que era posible; y Emma se daba cuenta de que hasta que no viese a su amiga en vías de curación no podría recuperar la verdadera paz.

CAPÍTULO XVIII

El señor Frank Churchill no se presentó. Cuando el tiempo señalado se fue acercando, los temores de la señora Weston se vieron justificados con la llegada de una carta de excusa. Por el momento, «con gran pesar y contrariedad por su parte», le era imposible visitarles; pero «confiaba en que más adelante, al cabo de no mucho tiempo, pudiera ir a Randalls».

La señora Weston tuvo un gran disgusto... de hecho un disgusto mucho mayor que el de su esposo, a pesar de que siempre joven; pero los temperamentos muy vehementes, aun cuando siempre ponen demasiadas esperanzas en el futuro, no siempre al sentirse defraudados experimentan una depresión de ánimo proporcionada a sus ilusiones fallidas. Pronto se olvidan de su decepción, había tenido mucha menos confianza. que él en llegar a ver al y vuelven a alimentar nuevas esperanzas. El señor Weston permaneció desconcertado y apenado durante media hora; pero luego empezó a pensar que si Frank les visitaba al cabo de dos o tres meses todo sería mejor; la estación del año sería mejor y el tiempo también; y que, sin ninguna clase de dudas, entonces podría quedarse con ellos mucho más tiempo que si hubiese venido por enero.

Tales pensamientos le devolvieron rápidamente el buen humor, mientras que la señora Weston, que tendía más a la desconfianza, sólo preveía nuevas disculpas y nuevos aplazamientos; y además de la preocupación que sentía por lo que su esposo iba a sufrir, sufría también mucho más por ella misma.

En aquellos días Emma no estaba en disposición de preocuparse demasiado porque el señor Frank Churchill aplazara su visita, a no ser por la contrariedad que ello causaba en Randalls. Ahora no tenía ningún interés especial en conocerle. Prefería estar tranquila y alejarse de la tentación; pero, a pesar de esto, como prefería mostrarse delante de todos como si nada hubiese ocurrido, no dejó de manifestar tanto interés por el hecho, y de intentar aliviar la decepción de los Weston, como debía corresponder a la amistad que les unía.

Ella fue la primera en anunciarlo al señor Knightley; y se lamentó todo lo que era de esperar (o tal vez, por estar fingiendo, algo más de lo que era de esperar) el proceder de los Churchill, al retener al joven con ellos. Luego hizo una serie de comentarios en los que puso más interés del que en realidad sentía acerca de lo beneficioso que sería la incorporación de un joven como él a una sociedad tan limitada como la del condado de Surrey; la ilusión que produciría el ver una cara nueva; la fiesta que sería para todo Highbury su sola presencia; y terminó haciendo nuevas reflexiones sobre los Churchill, lo cual le llevó a disentir abiertamente de la opinión del señor Knightley; y con íntimo regocijo por su parte se dio cuenta de que estaba defendiendo todo lo contrario de su verdadera opinión, y utilizando contra sí misma los argumentos de la señora Weston.

-Es muy probable que los Churchill tengan parte de culpa -dijo el señor Knightley fríamente-; pero estoy casi seguro de que él hubiese podido venir si hubiera querido.

-No sé por qué supone usted eso. £1 siente grandes deseos de venir; son su tío y su tía los que no le dejan.

-Yo no puedo creer que si él se empeña no le sea posible venir. Es demasiado inverosímil creer una cosa así sin tener ninguna prueba.

-¡Qué extraño es usted! ¿Qué ha hecho el señor Frank Churchill para hacerle suponer que es un hijo desnaturalizado?

-Yo no supongo que sea un hijo desnaturalizado, ni muchísimo menos; lo único que digo es que sospecho que le han enseñado a creerse que está por encima de sus parientes y a preocuparse muy poco de todo lo que no le represente un placer, por haber vivido con unas personas que siempre le han dado ejemplo de esto. Es mucho más natural de lo que fuera de desear que un joven criado entre personas que son orgullosas, amantes de la vida regalada y egoístas, sea también orgulloso, amante de la vida regalada y egoísta. Si Frank Churchill hubiese querido ver a su padre se las hubiera ingeniado para venir entre setiembre y enero. Un hombre a su edad ... ¿Qué edad tiene? ¿Veintitrés o veinticuatro años?... A esa edad no puede dejar de contar con recursos para hacer una cosa así. No es posible.

-Eso es fácil de decir, y usted que nunca ha dependido de nadie lo encuentra muy natural. Usted, señor Knightley, es quien menos puede opinar sobre las dificultades que surgen cuando dependemos de alguien. No sabe lo que es tener que habérselas con ciertos caracteres.

-Es inconcebible que un hombre de veintitrés o veinticuatro años carezca de libertad moral o física para hacer una cosa así. Dinero no le falta... y tiempo libre tampoco. Por el contrario, sabemos que dispone en abundancia de ambas cosas y que las despilfarra alegremente como uno de los mayores holgazanes del reino. Continuamente oímos decir de él que está en tal o cual balneario. Hace poco estaba en Weymouth. Eso demuestra que puede separarse de los Churchill cuando quiere.

-Sí, hay ocasiones en que puede.

-Y estas ocasiones son siempre que cree que vale la pena; siempre que se siente atraído por alguna diversión.

-No podemos juzgar la conducta de nadie sin conocer íntimamente su situación. Nadie que no haya vivido en el seno de una familia puede decir cuáles son las dificultades con que puede encontrarse cualquiera de los miembros de esta familia. Tendríamos que conocer Enscombe, y además el carácter de la señora Churchill, antes de decidir acerca de lo que puede hacer su sobrino. Probablemente habrá ocasiones en las que podrá hacer muchas más cosas que en otras.

-Emma, hay algo que un hombre siempre puede hacer si quiere: cumplir con su deber; no valiéndose de artimañas y de astucia, sino sólo con energía y decisión. El deber de Frank Churchill es dar esta satisfacción a su padre. Él sabe que es así, como lo demuestran sus promesas y sus cartas; y si tuviera verdaderos deseos, podría hacerlo. Un hombre de sentimientos rectos diría inmediatamente a la señora Churchill, de un modo sencillo y resuelto: «En beneficio suyo me encontrarán siempre dispuesto a sacrificar un gusto o un placer; pero tengo que ir a ver a mi padre inmediatamente. Sé que ahora iba a dolerle mucho una falta de consideración como ésta. Por lo tanto, mañana mismo saldré para Randalls...» Si le hubiera dicho esto en el tono decidido que corresponde a un hombre, no se hubieran opuesto a que se fuera.

 

-No -dijo Emma, riendo-; pero tal vez se hubieran opuesto a que volviese. No podemos hablar así de un joven que depende completamente de otros... Nadie excepto usted, señor Knightley, consideraría posible una cosa así. Pero no tiene usted idea de lo que es preciso hacer en situaciones en las que usted nunca se ha encontrado. ¡El señor Frank Churchill soltando un discurso como ése a su tío y a su tía que le han criado y que le mantienen... ! ¡De pie en medio de la habitación, supongo, y alzando la voz todo lo que pudiese! ¿Cómo puede imaginar que sea posible obrar así?

-Créame, Emma, a un hombre de corazón no le parecería demasiado difícil. Se daría cuenta de que estaba en su derecho; y el hablarles de este modo (desde luego, como debe hablar un hombre de criterio, de una manera adecuada) le sería más beneficioso, le elevaría más en su consideración, reafirmaría mejor sus intereses ante las personas de quienes depende, que toda una serie de subterfugios oportunistas. Sentirían por él no sólo afecto, sino también respeto. Se darían cuenta de que podían confiar en él; que el sobrino que cumplía su deber para con su padre, también lo cumpliría para con ellos; porque ellos saben, como lo sabe él y como todo el mundo debe de saberlo, que tiene el deber de hacer esta visita a su padre; y mientras se valen de los medios más bajos para irla aplazando, en el fondo no pueden tener la mejor opinión de él por someterse a sus caprichos. Un proceder recto inspira respeto a todo el mundo. Y si él obrara de este modo, de acuerdo con los buenos principios, con firmeza y con constancia, sus mezquinos espíritus se inclinarían ante su voluntad.

-Lo dudo. A usted le parece muy fácil hacer que se inclinen los espíritus mezquinos; pero cuando se trata de gente rica y autoritaria, esa mezquindad se hincha de tal modo que se convierte en tan poco manejable como si no lo fuera. Me imagino que si usted, señor Knightley, tal como es ahora, pudiera de repente encontrarse en la situación del señor Frank Churchill, sería capaz de decir y hacer lo que le recomienda; y es muy posible que consiguiera lo que se propone. Quizá los Churchill no supieran qué contestarle; pero es que usted no tendría que romper con unos arraigados hábitos de obediencia y de supeditación; para quien los tiene no puede ser tan fácil convertirse de pronto en una persona totalmente independiente y no hacer ningún caso de los derechos que ellos pueden reclamar para tener su gratitud y su afecto. Es posible que él se dé tanta cuenta como usted de cuál es su deber, pero que en las circunstancias concretas en que se halla no pueda obrar como usted lo haría.

-Entonces es que no se da tanta cuenta. Si no se ve con ánimos para poner los medios, es que no está tan convencido como yo de que debe hacer este esfuerzo.

-¡Oh, no! Piense en la diferencia de situación y de costumbres. Quisiera que intentara usted comprender lo que puede llegar a sentir un joven de sensibilidad al oponerse abiertamente a las personas que durante su niñez y su adolescencia siempre ha considerado como sus superiores.

-No será un joven de sensibilidad, sino un joven débil, si ésta es la primera ocasión en que tiene que llegar hasta el fin con una decisión con la que cumple con su deber contra la voluntad de otros. A la edad que tiene debería ser ya una costumbre en él el cumplir con su deber, en vez de preocuparse tanto por si es o no oportuno hacerlo. Puedo admitir los temores de un niño, no los de un hombre. A medida que iba adquiriendo uso de razón, hubiera debido despabilarse y liberarse de todo lo que fuera indigno en la autoridad que tenían sobre él. Hubiera debido oponerse a la primera tentativa de sus tíos para que desairara a su padre. Si hubiera empezado cumpliendo con su deber, ahora no tropezaría con ninguna dificultad.

-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esta cuestión -exclamó Emma- y no tiene nada de extraño. Yo no tengo en absoluto la impresión de que sea un joven débil; estoy segura de que no lo es. El señor Weston no podría estar tan ciego, aun tratándose de su propio hijo; sólo que es muy probable que ese joven tenga un carácter más dócil, más condescendiente, más complaciente de lo que usted considera propio de un hombre perfecto. Estoy casi segura de que es así; y aunque eso pueda privarle de algunas ventajas, le asegura en cambio otras muchas.

-Sí; todas las ventajas de quedarse muy tranquilo en su casa cuando debería estar en otro sitio, todas las ventajas de llevar una vida de diversiones y de ociosidad, y de imaginarse extraordinariamente hábil para encontrar excusas para ello; así puede sentarse a escribir una carta preciosa y llena de floreos que contenga tantas protestas de afecto como falsedades, y convencerse a sí mismo de que ha encontrado el mejor sistema del mundo para conservar la paz dentro de casa y evitar que su padre tenga ningún derecho a quejarse. Sus cartas no me gustan en absoluto.

-Pues tiene usted gustos muy particulares. Al parecer todo el mundo las encuentra bien.

-Sospecho que a la señora Weston no le parecen tan bien. No creo que puedan ser del agrado de una mujer que tiene tan buen juicio y una inteligencia tan despierta como ella; que ocupa el lugar de una madre, pero que no está ciega por el cariño de las madres. Por ella su visita a Randalls es doblemente necesaria, y debe de sentir doblemente esa desatención. Si ella hubiera sido una persona de posición, estoy seguro de que el señor Frank Churchill ya hubiera venido a Randalls; y entonces poco valor hubiese tenido el que viniese o no. ¿Cree usted que su amiga no se ha hecho aún esas reflexiones? ¿Supone usted que a menudo no se dice todo eso para sus adentros? No, Emma, ese joven que usted cree tan «amable» sólo lo es en francés, no en inglés. Puede ser muy «aimable», tener muy buenos modales, ser de trato muy agradable; pero carece de lo que en inglés entendemos por delicadeza hacia los sentimientos de los demás; en él no hay nada verdaderamente «amiable».

-Está usted empeñado en tener muy mal concepto de él.

-¿Yo? En absoluto -replicó el señor Knightley un poco contrariado-; no tengo ningún interés en pensar mal de él. Estoy tan dispuesto a reconocer sus méritos como los de cualquier otro; pero los únicos de los que he oído hablar se refieren solamente a su persona; que es alto y apuesto, y de modales finos y de trato agradable.

-Pues aunque sólo pudiera alabársele por esto, en Highbury sería inapreciable. Aquí no tenemos muchas ocasiones de encontrar a jóvenes de buen ver, bien educados y de trato agradable. No podemos ser tan exigentes y pedir que lo tenga todo. ¿Se imagina usted, señor Knightley, la sensación que producirá su llegada? No se hablará de otra cosa en las parroquias de Donwell y Highbury; no se prestará atención a nadie más... no habrá otro objeto de curiosidad; todo el mundo tendrá los ojos puestos en el señor Frank Churchill; no pensaremos en nada más ni hablaremos de ninguna otra persona.

-Ya me disculparán porque no me deslumbre tanto como ustedes. Si me parece que puede cambiar, me alegraré de conocerle; pero si sólo es un mequetrefe presuntuoso y hablador, poco tiempo y pocas reflexiones voy a dedicarle.