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100 Clásicos de la Literatura

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—Yorke, si Mary le hubiera amado en silencio, pero fielmente, con castidad, pero también con fervor, como usted desearía que le amara una esposa, ¿la habría abandonado?

—¡Robert! —Yorke alzó el brazo, lo dejó suspendido e hizo una pausa—. ¡Robert! El mundo es extraño y los hombres están hechos del poso más extraño que el Caos haya removido en su fermento. Podría jurar y perjurar estentóreamente (con juramentos que a los cazadores furtivos les harían creer que hay un avetoro berreando en Bilberry Moss) que, tal como presentas el caso, sólo la Muerte me habría separado de Mary. Pero he vivido en este mundo cincuenta y cinco años; me he visto obligado a estudiar la naturaleza humana y, mal que me pese, la verdad es que, si Mary me hubiera amado en lugar de despreciarme, si hubiera estado seguro de su afecto y convencido de su constancia, y no me hubieran atormentado las dudas ni dolido las humillaciones, lo más probable —dejó que su mano izquierda cayera pesadamente sobre la silla—, ¡lo más probable es que la hubiera dejado!

Siguieron cabalgando en silencio. Antes de que volviera a hablar alguno de los dos, llegaron a la otra punta de Rushedge: las luces de Briarfield cubrían la falda púrpura del páramo. Robert, que era más joven que su compañero y por tanto sin pasado suficiente en el que ensimismarse, fue el primero en volver a tomar la palabra.

—Creo, cada día tropiezo con pruebas que lo demuestran, que no hay nada en este mundo que merezca la pena conservarse, ni siquiera un principio o una convicción, si no es a través de una llama purificadora o de un peligro fortalecedor. Erramos, caemos, somos humillados; entonces, ponemos más cuidado al dar nuestros pasos. Comemos con avidez y bebemos veneno de la dorada copa del vicio, o de la avara cartera del mendigo; enfermamos, nos degradamos; todo lo bueno que hay en nuestro interior se rebela contra nosotros; nuestras almas se alzan indignadas, con amargura, contra nuestros cuerpos; hay un período de guerra civil; si el alma es fuerte, vence y gobierna ya para siempre.

—¿Qué vas a hacer ahora, Robert? ¿Cuáles son tus planes?

—En cuanto a mi vida personal, no hablaré de mis planes, lo que me resultará muy fácil, puesto que no tengo ninguno por ahora: a un hombre en mi situación, un hombre endeudado, no le está permitido tener vida privada. En cuanto a mi vida pública, mis opiniones han sufrido cierta alteración. Mientras estaba en Birmingham miré de cerca la realidad y examiné detenidamente, y en su origen, las causas de los problemas actuales de este país; en Londres hice lo mismo. Amparado por mi anonimato, podía ir a donde me diera la gana y mezclarme con quien quisiera. Fui a donde carecían de comida, de combustible, de ropa, a donde no había trabajo ni esperanza. Vi a algunas personas con tendencias elevadas y buenos sentimientos sumidas en sórdidas privaciones, acosadas por las penurias. Vi a mucha gente a la que, vil por naturaleza, la falta de educación no deparaba apenas más que necesidades animales que satisfacer; no pudiendo satisfacerlas, vivía hambrienta, sedienta y desesperada como alimañas. Lo que vi hizo que mis ideas tomaran un nuevo rumbo y mi pecho se llenara de nuevos sentimientos. No pretendo haberme ablandado ni ser más sentimental de lo que era: seguiría el rastro de un cabecilla huido con el mismo ardor de siempre y lo perseguiría del mismo modo despiadado y haría que recibiera su justo castigo con el mismo rigor, pero ahora lo haría sobre todo en bien de la gente a la que hubiera engañado y por su seguridad. Un hombre, Yorke, debe mirar más allá de su interés personal, más allá del avance de unos planes bien trazados, más allá incluso del pago de unas deudas deshonrosas. Para respetarse a sí mismo, un hombre debe creer que obra justamente con sus semejantes. A menos que sea más considerado con la ignorancia y más paciente con el sufrimiento de lo que he sido hasta ahora, me despreciaré a mí mismo por mi flagrante injusticia. ¿Qué pasa? —dijo, hablando con el caballo, que, al oír el rumor de agua y sentir sed, se volvía hacia un canal que discurría al borde del camino, donde la luz de la luna espejeaba en un remolino de cristal—. Yorke —añadió Moore—, siga. Tengo que dejarle que beba.

Así pues, Yorke siguió cabalgando lentamente, ocupado mientras avanzaba en discernir, entre las múltiples luces que brillaban ahora en la lejanía, cuáles eran las de Briarmains. Dejaron atrás el páramo de Stilbro; las plantaciones se alzaban oscuras a ambos lados; descendieron por la colina; a sus pies yacía el valle con su populosa parroquia: se sintieron ya en casa.

Dado que no los rodeaban ya los brezales, al señor Yorke no le sorprendió ver asomar un sombrero detrás de un muro, y oír una voz al otro lado. Las palabras, empero, eran peculiares.

—Cuando mueren los malvados, se oye un griterío —decía, y añadió—: Como pasa el torbellino, así desaparece el malvado. —Y siguió con un gruñido aún más feroz—. El terror lo engulle como las aguas; el infierno se abre ante él. Morirá sin saber.

Un intenso fogonazo y un chasquido quebraron la calma nocturna. Antes de darse la vuelta, Yorke sabía ya que los cuatro convictos de Birmingham habían sido vengados.

CAPÍTULO XXXI

TÍO Y SOBRINA

La suerte estaba echada. Sir Philip Nunnely lo sabía; Shirley lo sabía; el señor Sympson lo sabía. Aquella noche, en la que toda la familia de Fieldhead cenó en Nunnely Priory, se produjo el desenlace.

Dos o tres cosas llevaron al baronet a decidirse. Había observado que la señorita Keeldar tenía una expresión pensativa y delicada. Esta nueva fase de su comportamiento despertó en él la vena poética o su lado más vulnerable: en su cerebro fermentaba un soneto espontáneo y, mientras aún seguía allí, una de sus hermanas convenció a su amada de que se sentara al piano y cantara una balada… una de las baladas del propio sir Philip. Era el menos artificioso, el menos amanerado, en comparación, el mejor de sus numerosos esfuerzos.

Sucedió que, un momento antes, Shirley había estado contemplando el parque desde una ventana; había visto aquella luna borrascosa que «le professeur Louis» contemplaba quizá en el mismo instante desde la celosía del gabinete de roble de su propia casa; había visto los solitarios árboles de la finca —robles anchos, fuertes, frondosos, y hayas altas, heroicas— luchando contra el vendaval. Su oído había captado el clamor del bosque que se extendía a lo lejos; por delante de sus ojos habían pasado velozmente las nubes impetuosas y, más veloz aún a la vista, también la luna. Dio la espalda a visión y sonido, conmovida, si no embelesada, estimulada, si no inspirada.

Cantó lo que le pedían. Se hablaba mucho de amor en la balada: amor fiel que se negaba a abandonar a su objeto; amor que la desgracia no podía quebrantar; amor que, en la calamidad, se hacía más intenso, y en la pobreza, unía más. La letra se acompañaba de una bonita y vieja melodía; era sencilla y dulce en sí misma; leída, quizá le faltara intensidad; bien cantada, no le faltaba de nada. Shirley la cantó bien: insufló ternura a los sentimientos, a la pasión le vertió su fuerza; su voz era excelente aquella noche; dio dramatismo a su expresión. Impresionó a todos y a uno lo dejó hechizado.

Cuando abandonó el instrumento se dirigió a la chimenea y se sentó en una especie de cojín taburete; las señoras estaban sentadas a su alrededor sin hablar. Las señoritas Sympson y las señoritas Nunnely la miraban como unas sencillas aves de corral podrían mirar a una garceta, un ibis o cualquier otra ave exótica. ¿Qué la hacía cantar así? Ellas nunca cantaban así. ¿Era decente cantar con tanta expresividad, con tanta originalidad, de un modo tan diferente del de una señorita educada? Decididamente no: era extraño, era insólito. Lo que era extraño debía de ser malo; lo que era insólito debía de ser indecente. Así fue juzgada Shirley.

Además, la anciana lady Nunnely clavó en ella su mirada glacial desde la magnífica silla que ocupaba junto a la chimenea; una mirada que decía: «Esta mujer no es de mi clase, ni de la de mis hijas; no me parece adecuada para ser la esposa de mi hijo».

El hijo captó la mirada, interpretó su significado y se alarmó: corría el peligro de perder lo que tanto deseaba ganar. Debía apresurarse.

En otro tiempo, la estancia en la que se hallaban había sido una galería de retratos. El padre de sir Philip, sir Monckton, la había convertido en un salón, pero éste conservaba aún el aire sombrío de un lugar abandonado desde hacía mucho tiempo. Un amplio hueco con ventana, en el que había un sofá, una mesa y un precioso bargueño, formaba una habitación dentro del salón. Dos personas podían dialogar allí y, si la plática no era larga ni el tono elevado, nadie se enteraba.

Sir Philip indujo a dos de sus hermanas a interpretar un dueto y dio ocupación a las señoritas Sympson; las señoras mayores conversaban entre sí. Le agradó observar que, mientras tanto, Shirley se levantaba para contemplar los cuadros. Sir Philip tenía una historia que contar sobre una de sus antepasadas cuya belleza morena semejaba la de una flor del sur; se acercó a Shirley y se dispuso a contársela.

Había algunos recuerdos de aquella misma dama en el bargueño que adornaba el hueco y, mientras Shirley se inclinaba para examinar el misal y el rosario que había sobre el estante taraceado, y mientras las señoritas Nunnely daban rienda suelta a un prolongado chillido desprovisto de expresión, exento de originalidad, totalmente convencional y carente por completo de significado, sir Philip se inclinó también y susurró unas cuantas frases apresuradas. Al principio, la señorita Keeldar se quedó tan inmóvil que uno habría tomado el susurro por un encantamiento que la hubiera convertido en estatua, pero finalmente alzó la vista y respondió. Se separaron. La señorita Keeldar regresó junto al fuego y volvió a sentarse en el mismo sitio; el baronet la contempló, luego se acercó a sus hermanas y se quedó de pie detrás de ellas. El señor Sympson —sólo el señor Sympson— había sido testigo de la pantomima.

 

Dicho caballero extrajo sus propias conclusiones. De haber sido tan sagaz como entrometido, tan profundo como fisgón, tal vez habría descubierto en el rostro de sir Philip motivos para corregir sus deducciones. Superficial, precipitado y positivo como siempre, volvió a casa rebosante de júbilo.

No era hombre que supiera guardar secretos: cuando algo le regocijaba acababa contándolo sin poder evitarlo. A la mañana siguiente, dándose la ocasión de emplear al preceptor de su hijo como secretario, sintió la necesidad de anunciarle, en tono rimbombante y con grandes y pomposos aspavientos, que le convendría prepararse para regresar al sur en fecha cercana, dado que el importante asunto que lo había retenido (al señor Sympson) en Yorkshire durante tanto tiempo se hallaba en vísperas de resolverse de la manera más afortunada; por fin sus arduos y solícitos esfuerzos se verían, con toda seguridad, coronados por el éxito: el mejor de los partidos iba a sumarse a la familia.

—¿Sir Philip Nunnely? —conjeturó Louis Moore.

El señor Sympson se permitió el lujo de aspirar una pulgarada de rapé y de soltar, al mismo tiempo, una risita entre dientes, contenida únicamente por una súbita obstrucción de dignidad, y de ordenar al preceptor que siguiera trabajando.

Durante un par de días, el señor Sympson siguió tan suave como la seda, pero daba la impresión de estar sentado sobre alfileres, y su paso, cuando caminaba, emulaba el de una gallina pisando una parrilla caliente. No paraba de mirar por la ventana y prestar atención por si se oían las ruedas de un carruaje. La esposa de Barba Azul, la madre de Sísara, no podían compararse con él. Aguardaba el momento en que el asunto pudiera darse a conocer formalmente, en que se le consultara personalmente, en que se convocara a los abogados, en que se iniciara pomposamente la discusión sobre las capitulaciones y empezara todo el delicioso revuelo social.

Por fin llegó una carta; él en persona la sacó de la bolsa del correo y se la entregó a la señorita Keeldar: conocía la letra y el timbre del sello. No vio cómo la abría ni la leía su sobrina, pues Shirley se la llevó consigo a su habitación, ni vio cómo la respondía, pues ella escribió la respuesta encerrada y tardó buena parte del día en hacerlo. Le preguntó luego si la había respondido y ella contestó que sí.

Una vez más, el señor Sympson aguardó, aguardó en silencio, sin atreverse por nada del mundo a hablar con su sobrina, silenciado por cierta expresión de ésta, algo horrible e inescrutable para él, como la inscripción en la pared para Baltasar. En más de una ocasión se sintió tentado de llamar a Daniel, encarnado en la persona de Louis Moore, y pedirle una interpretación, pero su dignidad le impedía tal familiaridad. Tal vez el mismo Daniel tenía sus dificultades personales con aquella desconcertante traducción: parecía un estudiante para quien las gramáticas fueran libros en blanco y los diccionarios mudos.

***

El señor Sympson había estado fuera con el propósito de llenar una hora de incertidumbre en compañía de sus amigos de De Walden Hall. Regresó un poco más temprano de lo esperado; su familia y la señorita Keeldar se habían reunido en el gabinete de roble; dirigiéndose a esta última, el señor Sympson le pidió que lo acompañara a otra habitación porque deseaba tener con ella una «entrevista estrictamente privada».

Ella se levantó sin hacer preguntas ni demostrar sorpresa.

—Perfectamente, señor —dijo con el tono de una persona resuelta a la que se informa de que ha llegado el dentista para extraerle ese enorme diente que lleva un mes haciéndole ver las estrellas. Dejó la labor y el dedal en el asiento de la ventana y siguió a su tío.

La pareja se encerró en el salón, donde tomaron asiento cada uno en una butaca, uno frente al otro a unos cuantos metros de distancia.

—He estado en De Walden Hall —dijo el señor Sympson. Hizo una pausa.

La señorita Keeldar tenía la vista clavada en la bonita alfombra banca y verde. Aquella información no requería respuesta, y no dio ninguna.

—Me he enterado —prosiguió él lentamente—, me he enterado de una circunstancia que me sorprende.

Apoyando la mejilla en el dedo índice, Shirley aguardó a que le dijera cuál era la circunstancia.

—Parece ser que han cerrado Nunnely Priory, que la familia ha vuelto a su casa de …shire. Parece ser que el baronet… que el baronet… que el propio sir Philip se ha ido en compañía de su madre y sus hermanas.

—¿De veras? —dijo Shirley.

—¿Puedo preguntarle si comparte el asombro con el que yo he recibido esa noticia?

—No, señor.

—¿Es una noticia para usted?

—Sí, señor.

—Quiero… quiero… —continuó el señor Sympson, revolviéndose en la butaca, abandonando la que hasta entonces había sido una fraseología sucinta y aceptablemente clara para volver a su habitual estilo confuso e irritable—. Quiero una explicación detallada. No aceptaré una negativa. Insisto en ser escuchado y en… en que se me obedezca. Mis preguntas exigen respuestas, y que sean claras y satisfactorias. No permitiré que me tomen el pelo. ¡Silencio!

»¡Es muy extraño, una cosa extraordinaria, muy singular y de lo más rara! Pensaba que todo estaba bien encaminado, que todo iba bien, y ahora… ¡toda la familia se ha ido!

—Supongo, señor, que tenían derecho a marcharse.

—¡Sir Philip se ha ido! —exclamó él con énfasis.

Shirley enarcó las cejas.

—Bon voyage! —dijo.

—Eso no puede ser; hay que hacer algo, señora.

El señor Sympson movió su butaca hacia adelante y luego la echó hacia atrás; estaba realmente fuera de sus casillas y se sentía impotente.

—Vamos, vamos, tío —le reconvino Shirley—, no empiece a lamentarse, no se desquicie, o no sacaremos nada en claro. Pregúnteme lo que quiera saber. Deseo tanto tener una explicación como usted. Le prometo sinceridad en las respuestas.

—Quiero… exijo saber, señorita Keeldar, si sir Philip le ha hecho una propuesta de matrimonio.

—Sí.

—¿Lo admite?

—Lo admito. Pero siga, demos ese punto por aclarado.

—¿Esa propuesta se la hizo la noche que cenamos en el Priory?

—Basta con decir que la hizo. Siga.

—¿Se declaró en el hueco de esa habitación que antes era galería de retratos, la que sir Monckton convirtió en salón?

No hubo respuesta.

—Estaban los dos examinando un bargueño; yo lo vi todo, con mi habitual sagacidad; nunca me falla. Posteriormente recibió usted una carta de él. ¿De qué trataba, cuál era la naturaleza de su contenido?

—Eso no importa.

—Señora, ¿qué manera es ésa de hablarme? —Shirley dio unos golpes secos con el pie en la alfombra—. Ahí está, callada y taciturna, ¡la que había prometido respuestas sinceras!

—Señor, le he respondido con sinceridad hasta ahora. Prosiga.

—Quisiera ver esa carta.

—No puede.

—Debo verla y la veré, señora. Soy su tutor.

—Habiendo dejado de ser menor de edad, no tengo tutor alguno.

—¡Ingrata! Si la he criado como a mis propias hijas…

—Una vez más, tío, tenga la amabilidad de atenerse a la cuestión. No perdamos la calma. Por mi parte, no deseo enfurecerme, pero ¿sabe?, cuando se traspasan ciertos límites conmigo me importa poco lo que digo; luego no hay quien me pare. ¡Escuche! Me ha preguntado si sir Philip me había pedido en matrimonio; esa pregunta ya la he respondido. ¿Qué más quiere saber?

—Deseo saber si la aceptó o la rechazó, y lo sabré.

—Por supuesto, tiene que saberlo. La rechacé.

—¡La rechazó! ¿Usted… usted, Shirley Keeldar, rechazó a sir Philip Nunnely?

—Sí.

El pobre caballero saltó de la butaca y, primero a grandes zancadas y luego corriendo, atravesó la habitación.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Ahí está!

—Con sinceridad, tío, lamento verlo tan defraudado.

La admisión, la contrición, no sirven de nada con ciertas personas; en lugar de aplacar y conciliar, lo que hacen es envalentonarlas y endurecerlas; el señor Sympson era una de ellas.

—¡Defraudado yo! ¿Qué me importa a mí? ¿Tengo yo algún interés en ello? ¿Insinúa tal vez que tengo motivos personales?

—La mayoría de la gente actúa por algún motivo.

—¡Me acusa en mi propia cara! ¡A mí, que he sido un padre para ella, me acusa de tener algún motivo malévolo!

—Yo no he dicho que fuera malévolo.

—Y ahora miente. ¡No tiene principios!

—Tío, me agota. Quiero irme.

—¡No se moverá de aquí! Quiero respuestas. ¿Qué intenciones tiene, señorita Keeldar?

—¿Con respecto a qué?

—Con respecto al matrimonio.

—Guardar la calma… y hacer exactamente lo que me plazca.

—¡Lo que le plazca! Esas palabras son de todo punto indecorosas.

—Señor mío, no me insulte, se lo advierto; sabe que no lo toleraré.

—Lee en francés. Son esas novelas francesas las que envenenan su entendimiento. Le han inculcado los principios franceses.

—El sonido de sus pasos tiene un eco terriblemente vacío en el terreno que ahora pisa. ¡Tenga cuidado!

—Todo eso terminará en una infamia tarde o temprano. Ya me lo imaginaba.

—¿Afirma usted, señor, que algo que me concierne a mí terminará en una infamia?

—Eso es… eso es. Acaba de decir que haría lo que le diera la gana. No acepta norma alguna, ni limitaciones.

—¡Tonterías! ¡Y tan vulgares como tontas!

—Está dispuesta a pasar por alto decencia y decoro.

—Me cansa usted, tío.

—¿Qué razones, señora, qué razones podía tener para rechazar a sir Philip?

—Al menos ésa es otra pregunta sensata, que me alegraré de contestar. Sir Philip es demasiado joven; para mí, no es más que un muchacho. Todos sus parientes, su madre sobre todo, se enojarían si se casara conmigo; semejante paso sembraría la discordia entre ellos: no estoy a su altura, a decir de todos.

—¿Es eso todo?

—Nuestros caracteres no son compatibles.

—Pero si no ha habido jamás caballero más afable.

—Es muy afable, una persona excelente, realmente estimable, pero no es superior a mí en ningún aspecto. No podría confiar en mí misma para hacerlo feliz; no lo intentaría siquiera, ni por todo el oro del mundo. No aceptaré una mano que no sepa mantenerme a raya.

—Pensaba que le gustaba obrar a su antojo; se contradice.

—Cuando prometa obedecer será con la convicción de que podré cumplir esa promesa. No podría obedecer a un muchacho como sir Philip. Además, jamás me dominaría; esperaría de mí que lo gobernara y guiara siempre, y no me gustaría lo más mínimo ese papel.

—¿Que no le gustaría alardear, someter, ordenar y gobernar?

—A mi marido no, sólo a mi tío.

—¿Dónde está la diferencia?

—Hay una leve diferencia, puede estar seguro. Y sé muy bien que un hombre que desee vivir conmigo como marido con una relativa comodidad tiene que ser capaz de dominarme.

—Ojalá encuentre un auténtico tirano.

—Un tirano no me dominaría ni un solo día, ni una hora. Me rebelaría, me apartaría de él, lo desafiaría.

—¿Acaso no me ha desorientado ya bastante con sus contradicciones?

—Es evidente que le desoriento a usted.

—Dice que sir Philip es joven; tiene veintidós años.

—Mi marido ha de tener treinta, con el sentido común de un hombre de cuarenta.

—Más le vale entonces que escoja a un viejo, a algún galán calvo o de cabellos blancos.

—No, gracias.

—Podría manejar a su antojo a un tonto vejestorio; lo tendría pendiente de sus faldas.

—Eso también podría hacerlo con un joven, pero no tengo esa vocación. ¿No le he dicho que prefiero a alguien superior? Un hombre en cuya presencia me sienta obligada e inclinada a ser buena. Un hombre cuyo dominio acepte mi carácter impetuoso. Un hombre cuya aprobación sea una recompensa y cuya censura sea un castigo para mí. Un hombre al que me parezca imposible no amar y, muy posiblemente, no temer.

—¿Qué le impide sentir todo eso con sir Philip? Es un baronet, un hombre de posición, de fortuna y relaciones muy por encima de las suyas. Si es intelecto lo que busca, él es un poeta; escribe versos, cosa que usted, según creo, no puede hacer, pese a toda su inteligencia.

 

—Ni su título, ni sus riquezas, ni su pedigrí, ni tampoco su poesía, sirven para investirlo del poder que he descrito. Ésas son cosas de poco peso, les falta lastre; una dosis de sentido práctico, sólido y bien cimentado le habría sido más útil conmigo.

—Henry y usted son unos entusiastas de la poesía; cuando era más niña solía inflamarse como la yesca cuando de poesía se trataba.

—¡Oh, tío! ¡No hay nada realmente valioso en este mundo, no hay nada glorioso en el mundo venidero, que no sea poesía!

—¡Cásese con un poeta, entonces, por amor de Dios!

—Muéstreme a uno y lo haré.

—Sir Philip.

—Ni hablar. Es usted casi tan buen poeta como él.

—Señora, no se me vaya por las ramas.

—La verdad es, tío, que era eso lo que pretendía, y me alegraría que me imitara. No perdamos los estribos el uno con el otro, no merece la pena.

—¡Perder los estribos, señorita Keeldar! Me gustaría saber quién es el que ha perdido los estribos.

—Yo no, todavía.

—Si lo que insinúa es que yo sí, creo que es usted culpable de impertinencia.

—Pronto perderá los estribos, si sigue así.

—¡Ahí está! Con esa lengua insolente, hasta Job perdería la paciencia.

—Ya lo sé.

—¡Nada de frivolidades, señorita! Esto no es cosa de risa. Estoy resuelto a investigar este asunto hasta sus últimas consecuencias, porque estoy convencido de que algo malo hay en el fondo. Acaba de describir, con demasiada libertad para su edad y su sexo, la clase de individuo que preferiría como marido. Dígame, por favor, ¿era un retrato del natural?

Shirley abrió la boca, pero en lugar de responder, se ruborizó.

—Exijo una respuesta a esa pregunta —dijo el señor Sympson, adquiriendo gran coraje e importancia gracias a la fuerza que le daba aquel síntoma de confusión en su sobrina.

—Era un retrato histórico, tío, de varios modelos del natural.

—¡Varios modelos! ¡Dios bendito!

—He estado enamorada varias veces.

—Eso es cinismo.

—De héroes de muchas naciones.

—¿Qué vendrá ahora?

—Y de filósofos.

—Está loca…

—No toque la campanilla, tío, alarmará a mi tía.

—¡Su pobre y querida tía, menuda sobrina tiene!

—Hubo un tiempo en el que amé a Sócrates.

—¡Bah! No me venga con sandeces, señora.

—He admirado a Temístocles, a Leónidas, a Epaminondas.

—Señorita Keeldar…

—Pasando por alto unos cuantos siglos, Washington era un hombre vulgar, pero me gustaba. Pero, hablando del presente…

—¡Ah! El presente.

—Voy a dejar a un lado las toscas fantasías de colegiala para pasar a la realidad.

—¡La realidad! Ésa es la prueba por la que tendrá que pasar, señora.

—Voy a admitir ante qué altar me arrodillo ahora; a revelar quién es ahora el ídolo de mi corazón…

—Dese prisa, hágame el favor; es casi la hora de comer, y tiene que confesar de una vez.

—Debo confesar: este secreto me oprime el corazón; debe ser revelado. Ojalá fuera usted el señor Helstone en lugar del señor Sympson, me comprendería mejor.

—Señora, éste es un asunto de sentido común y de prudencia, no de comprensión ni de sentimientos ni nada por el estilo. ¿Ha dicho que era el señor Helstone?

—No exactamente, pero es lo que más se le parece; son iguales.

—Quiero saber su nombre; quiero detalles.

—Decididamente son muy parecidos; sus rostros son parejos: un par de halcones humanos, y ambos son secos, directos y decididos. Pero mi héroe es el más fuerte de los dos; su espíritu tiene la claridad del profundo mar, la paciencia de sus rocas y la fuerza de su oleaje.

—¡Palabrería altisonante!

—Yo diría que puede ser tan mordaz como el filo de una sierra y tan áspero como un cuervo hambriento.

—Señorita Keeldar, ¿reside en Briarfield esa persona? Respóndame.

—Tío, voy a decírselo; tengo su nombre en la punta de la lengua.

—¡Hable, muchacha!

—Bien dicho, tío. «¡Habla, muchacha!». Muy trágico. Inglaterra ha bramado furiosamente contra ese hombre, tío, y un día lo aclamará con júbilo. Los bramidos no le han amedrentado y no le alegrarán las aclamaciones.

—He dicho que estaba loca y lo está.

—La actitud de este país hacia él cambiará y volverá a cambiar; él jamás dejará de cumplir con su deber hacia Inglaterra. Vamos, no se enfade, tío, voy a decirle quién es.

—Dígamelo o yo…

—¡Escuche! Arthur Wellesley, lord Wellington.

El señor Sympson se levantó encolerizado; salió de la habitación hecho una furia, pero inmediatamente volvió a entrar hecho una furia también, cerró la puerta y volvió a ocupar su asiento.

—Señora, contésteme a esto: ¿le permitirán sus principios casarse con un hombre sin dinero, un hombre que esté por debajo de usted?

—Jamás me casaré con un hombre que esté por debajo de mí.

—¿Se casará usted, señorita Keeldar, con un hombre pobre? —Esto lo dijo con voz aguda.

—¿Con qué derecho me lo pregunta, señor Sympson?

—Insisto en que debo saberlo.

—Pues no va por buen camino.

—No permitiré que la respetabilidad de mi familia quede en entredicho.

—Buena resolución; manténgala.

—Señora, es usted quien debe mantenerla.

—Imposible, señor, puesto que no formo parte de su familia.

—¿Se atreve a repudiarnos?

—Desprecio la dictadura que usted pretende ejercer.

—¿Con quién piensa casarse, señorita Keeldar?

—No será con el señor Sam Wynne, porque lo desprecio, ni con sir Philip Nunnely, porque sólo le tengo afecto.

—¿Quién tiene en perspectiva?

—Cuatro candidatos rechazados.

—Semejante obstinación no sería posible a menos que estuviera usted bajo una influencia indecorosa.

—¿Qué quiere usted decir? Hay ciertas frases que consiguen que me hierva la sangre. ¡Una influencia indecorosa! Eso no es más que cháchara de viejas.

—¿Es usted una señorita?

—Soy mil veces mejor: soy una mujer honesta, y como tal seré tratada.

—¿Sabe usted? —El señor Sympson se inclinó hacia Shirley con aire misterioso y hablando con tétrica solemnidad—. ¿Sabe usted que en toda la comarca abundan los rumores sobre usted y ese arrendatario arruinado que tiene, ese extranjero llamado Moore?

—¿Ah, sí?

—Sí. Su nombre está en todas las bocas.

—Mi nombre honra los labios que lo pronuncian; pluguiera al cielo que pudiera también purificarlos.

—¿Es él la persona que ejerce influencia sobre usted?

—Mucho más que cualquier otro por cuya causa haya abogado usted.

—¿Es con él con quien va a casarse?

—Es apuesto y varonil y dominante.

—¡Me lo dice a la cara! ¡Ese bribón flamenco! ¡Ese comerciante de tres al cuarto!

—Es un hombre de talento, y aventurero y decidido. Tiene un rostro de príncipe y el porte de un gobernante.

—¡Se regodea! ¡No disimula! ¡No siente vergüenza ni temor alguno!

—Cuando pronunciemos el nombre de Moore debemos olvidar la vergüenza y desechar el miedo: los Moore sólo conocen el honor y el coraje.

—Ya digo yo que está loca.

—Me ha estado provocando hasta que ha conseguido enfurecerme. Me ha estado importunando hasta alterarme.

—Ese Moore es hermano del preceptor de mi hijo. ¿Permitirá que un servidor la llame hermana?

Los ojos de Shirley se clavaron en su interrogador, grandes y brillantes.

—No, no. Ni por la posesión de toda una provincia, ni por todo un siglo de vida.

—No puede separar al marido de su familia.

—¿Y qué?

—Será la hermana del señor Louis Moore.

—Señor Sympson… estoy harta de todas estas sandeces; no pienso seguir aguantándolas. Usted y yo no pensamos igual, no tenemos los mismos objetivos, no tenemos los mismos dioses. No vemos las cosas desde la misma perspectiva, no las medimos por los mismos patrones, ni siquiera hablamos la misma lengua. Separémonos.

»No es —prosiguió, con gran excitación—, no es que le odie; es usted una buena persona; quizá, a su modo, sus intenciones sean buenas, pero no podemos llevarnos bien; siempre discrepamos. Usted me irrita con sus pequeñas interferencias y su tiranía mezquina; me exaspera, me vuelve irascible. En cuanto a sus pequeñas máximas, sus normas limitadas, sus prejuicios, aversiones y dogmas cicateros, despáchelos. Señor Sympson, váyase a ofrecerlos en sacrificio a la deidad a la que usted adora; yo me lavo las manos; no quiero saber nada de todo ese lote. Mi credo, mi luz, mi fe y mi esperanza son distintos a los suyos.