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100 Clásicos de la Literatura

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596 Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y enseguida dirigió a Príamo estas palabras:

599 —Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y será por ti muy llorado.

626 En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:

635 —Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos, gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.

643 Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:

650 —Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo enseguida a Agamenón, pastor de pueblos, y quizás se diferina la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.

659 Respondióle enseguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

660 —Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

668 Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:

669 —Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides.

671 Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, allí en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.

677 Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:

683 —¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos todos.

689 Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y mulas, y acto continuo los guio por entre el ejército sin que nadie lo advirtiera.

692 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus había engendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas conducían. Enseguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:

704 —Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.

707 Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:

716 —Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez lo haya conducido al palacio, os hartaréis de llanto.

718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:

725 —¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.

746 Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:

748 —¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.

760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:

762 —¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.

 

776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:

778 —Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.

782 Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.

788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.

804 Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.

Poesía Completa

Por

James Joyce

MÚSICA DE CÁMARA

I

Vihuelas en la tierra y en el aire

Hacen música armoniosa;

Vihuelas junto al río donde

Los sauces se reúnen.

Hay música en la ribera del río

Pues Amor por allí ronda,

Pálidas flores hay sobre su manto,

Negras hojas en sus ondas.

Todos tañen con suavidad,

La cabeza a la música inclinada,

Y sus dedos se extravían

Sobre el instrumento.

II

El crepúsculo, de amatista, se torna

Azul más y más intenso,

El farol llena de un tenue fulgor verde

Los árboles de la avenida.

El viejo piano interpreta una melodía

Serena y lenta y jovial;

Ella se encorva sobre las teclas amarillentas,

E inclina así su cabeza.

Tímidos pensamientos, ojos serios y abiertos

Y manos que vagan mientras escuchan…

El crepúsculo se torna azul aún más oscuro

Con reflejos de amatista.

III

A esa hora en que todo reposa,

Oh solitario vigía de los cielos,

¿Escuchas la brisa nocturna y los suspiros

De las liras que tañen al Amor para que abra

Las pálidas poternas del Oriente?

Cuando todo reposa, ¿tú solo

Velas para escuchar las armoniosas liras que tañen

Al Amor precediéndolo en su camino,

Y la brisa nocturna que responde con una antífona

Hasta que la noche se ha desvanecido?

Seguid tañendo, liras invisibles, al Amor,

Su celeste estela refulge

A esa hora en que tenues resplandores van y vienen,

Música suave y melodiosa arriba en el aire

Y abajo en la tierra.

IV

Cuando la tímida estrella avanza por el cielo

Toda ella modestia, desconsuelo,

Escucha en mitad del letargo vespertino

A quien canta junto a tu puerta.

Su canción es más tierna que el rocío

Y a visitarte ha venido.

Oh deja ya de inclinarte, arrobada,

Cuando al atardecer te solicite,

Y no reflexiones: ¿Quién puede ser este juglar

Cuya balada sobre mi corazón desciende?

Reconoce así, por el canto de tu amante,

Que soy yo quien viene a visitarte.

V

Asómate a la ventana,

Cabellos de oro,

Te oí cantar

Una copla jovial.

Mi libro está cerrado;

Más ya no leo

Viendo danzar el fuego

Sobre el suelo.

He dejado mi libro,

He dejado mi alcoba

Pues te escuché cantar

Entre tinieblas.

Cantando y cantando

Una copla jovial.

Asómate a la ventana,

Cabellos de oro.

VI

Yo en tu agradable pecho moraría

(¡Oh cuán agradable es y cuán hermoso!)

Donde ningún viento desapacible pudiera visitarme.

Por culpa de tristes penalidades

En tu agradable pecho moraría.

Por siempre habitaría en tu corazón

(Oh suavemente llamo y suave le suplico)

Donde sólo bastara con compartir tu paz.

Aun siendo dulcísimas las penalidades

Por siempre habitaría en ese tu corazón.

VII

Mi amor está con un ligero atuendo

Entre los manzanos,

Donde las brisas bulliciosas más anhelan

Correr en compañía.

Allí, donde las brisas joviales moran para cortejar

A las tempranas hojas a su paso,

Mi amor va lentamente, inclinándose

Hacia su sombra que yace en la hierba.

Y donde el cielo es una taza de claro azul

Sobre la tierra risueña,

Mi amor camina lentamente, alzando

Su vestido con grácil mano.

VIII

¿Quién va por el verde bosque

Toda ornada por la primavera?

¿Quién va por el alegre y verde bosque

Para alegrarlo aún más?

¿Quién recorre a la luz del sol

Senderos que conocen su leve paso?

¿Quién los recorre bajo la delicada luz solar

Con un semblante tan virginal?

Los senderos de todo el bosque

Resplandecen con fuego tenue y dorado…

¿Por quién luce la radiante floresta

Un atuendo tan gallardo?

Es por mi amor verdadero

Por quien los bosques lucen su ostentoso ropaje…

Es por mi amor verdadero, sólo mío,

Que es tan joven y tan hermoso.

IX

Brisas de mayo, que danzáis sobre el mar,

Bailando gozosamente en corro

De estela en estela, mientras en lo alto

La espuma remonta el vuelo para engalanarse

En arcos de plata que atraviesan el aire,

¿Visteis a mi amor verdadero en parte alguna?

¡Ay, ay, ay

De las brisas de mayo!

¡El amor es desgraciado cuando el amor está lejos!

X

Con luciente montera y gallardetes,

Él canta en la cañada:

Seguidme, seguidme,

Todos los que amáis.

Dejad los ensueños a los soñadores

Que no han de venir,

A los que la canción y el regocijo

A nada los incita.

Con cintas que flamean

Él canta con arrojo;

En bandada a su hombro

Las abejas silvestres zumban.

Y el tiempo de soñar

Fantasías ha concluido…

Como amante hacia amante,

Bien mío, así voy.

XI

Di adiós, adiós, adiós,

Di adiós a tus días de doncella,

El venturoso Amor ha venido a cortejarte

Y a cortejar tus usos de doncella.

El ceñidor que te sienta soberbio,

La redecilla sobre tu áureo pelo,

Cuando hayas escuchado su nombre

Por encima de las trompetas de los querubines

Comienza tiernamente a desceñir

Tu pecho de doncella para él,

Y tiernamente a retirar la redecilla,

Que es el emblema de tu doncellez.

XII

¿Qué consejo ha vertido en tu corazón

La luna encapuchada, mi tímida dulzura,

De amor en antiguo plenilunio,

Gloria y estrellas bajo sus pies:

Tal sabia que no es sino uña y carne

De aquel histrión capuchino?

Más bien créeme a mí que soy sensato

Al desconsiderar lo que es divino.

La gloria se inflama en esos tus ojos

Y tiembla bajo la luz de las estrellas. ¡Mía, oh mía!

No haya más lágrimas en la luna o en la niebla

Para ti, dulce sentimental.

XIII

Ve y búscala con toda gentileza

Y dile que voy,

Brisa fragante cuya canción es siempre

Epitalamio.

Ve con premura sobre la tierra lóbrega

Y corre sobre el mar

Pues mares y tierras no habrán de separarme

De mi amor.

Ahora brisa, por tu afable gentileza

Te ruego marches

Y entres en su jardín diminuto

Y cantes bajo su ventana;

Así: La brisa nupcial orea

Pues Amor está en su apogeo;

Y pronto estará contigo tu amor verdadero,

Pronto, oh pronto.

XIV

Mi paloma, mi primor,

¡Remonta el vuelo, remóntalo!

El rocío nocturno cubre

Mis labios y mis ojos.

Las brisas fragantes tejen

Melodías de suspiros:

¡Remonta el vuelo, remóntalo

Mi paloma, mi primor!

Te aguardo junto al cedro,

Hermana mía, mi amor.

Blanco seno de paloma,

Mi seno será tu lecho.

El pálido rocío cubre

Como un velo mi cabeza

Mi hermosa, mi bella paloma

¡Remonta el vuelo, remóntalo!

XV

De sueños aljofarados, alma mía, álzate,

Desde el profundo letargo del amor y desde la muerte,

¡Pues contempla! los árboles rebosan de suspiros

Cuyas hojas la mañana reprende.

Hacia el Oriente la aurora se destaca paulatina

Donde surgen tenues ascuas candentes,

Que hacen estremecerse todos esos velos

De gasa gris y oro.

Mientras con dulzura, con gentileza, con sigilo,

Las campanas en flor de la mañana se animan

Y los doctos coros de tierras encantadas

Comienzan (¡incontables!) a escucharse.

XVI

Oh fresco está el valle ahora

Y allí, amor, habremos de ir

Pues muchos coros cantan ahora

Donde en su día amor fue.

¿No escuchas los tordos llamando,

Llamándonos desde allí?

Oh fresco y grato está el valle

Y allí, amor, hemos de vivir.

XVII

Porque tu voz se me acercó

Le di pesar,

Porque entre mi mano retuve

De nuevo tu mano.

No hay palabras ni asomos

De reconciliación.

Ahora es para mí un extraño

Quien fue mi amigo.

XVIII

Oh mi amor, escucha

La fábula de tu amante;

El hombre se afligirá

Cuando los amigos lo dejen.

Pues advertirá entonces

Que los amigos son falaces

Y que en unas cenizas

Sus palabras se deshacen.

Pero alguien hacia él

Levemente avanzará

Y con suavidad lo cortejará

Amorosamente.

Su mano está bajo

La suave redondez de su pecho

Y así quien tenga pesadumbre

Hallará sosiego.

XIX

No estés triste porque todos los hombres

Prefieren un falaz clamor a ti:

Mi amor, ten sosiego otra vez…

¿Acaso pueden infamarte?

Se muestran más tristes que todas las lágrimas;

Sus vidas ascienden como incesante suspiro.

Con arrogancia contesta a sus lágrimas:

Al igual que ellos niegan, di tú que no.

XX

En la pinada umbría

Ojalá nos tendiéramos,

En la profunda sombra fresca

 

Al mediodía.

Qué dulce allí yacer,

Qué dulce besar,

Donde el vasto pinar

Forma pasillos.

Tu beso descendente

Más dulce fuera

Con un leve tumulto

En tu cabellera.

Oh a la pinada

Al mediodía

Ven conmigo ahora,

Mi dulce bien, ven.

XXI

Aquél que haya la gloria perdido,

Y no haya encontrado un alma

Que a la suya se aviniese,

Entre sus enemigos con escarnio y con ira

Leal a su antigua nobleza,

Ese altivo ser sin compañía…

Su amor es su camarada.

XXII

Con tan dulce prisión

Mi alma, amor, está gozosa.

Brazos gratos suplican me enternezca

Y suplican me demore.

¡Ay, si siempre pudieran retenerme,

Con júbilo estaría prisionero!

Vida mía, por entre brazos trabados

Trémulos de amor,

La noche me atrae a donde la inquietud

Nunca pueda perturbarnos;

Mas únase el sueño al sueño quimérico

Allí donde alma con alma yacen cautivas.

XXIII

Este corazón que late junto a mi corazón

Es mi esperanza y toda mi fortuna,

Desdichado cuando nos separamos

Y feliz entre beso y beso;

Mi esperanza y toda mi fortuna —¡sí!—

Y toda mi ventura.

Pues allí, al igual que en nidos musgosos

Los reyezuelos amontonan múltiples tesoros,

Deposité los caudales que yo tenía

Antes de que mis ojos hubieran aprendido a llorar.

¿No seremos de su misma sensatez

Aunque el amor no viva sino un día?

XXIV

En silencio se peina,

Se peina el largo pelo,

En silencio y con gracia,

Con muchos lindos gestos.

El sol está en las hojas de los sauces

Y sobre la hierba jaspeada,

Y aún está peinándose el largo pelo

Delante del espejo.

Te lo ruego, deja de peinarte,

De peinar tu largo pelo,

Pues conozco brujerías

Bajo tan lindos gestos.

Lo mismo le da al amante

El quedarse o el marcharse,

Toda hermosa, con tan lindos gestos

Y un gran abandono.

XXV

Ligera vengas o ligera marches:

Aunque tu corazón te augure pena,

Valles y muchos soles consumidos,

Oréade, deja que tu risa brote

Hasta que el atrevido aire alpino

Rice todo tu pelo flameante.

Ligera, ligera… Siempre así:

Las nubes que ciñen los valles profundos

A la hora del lucero vespertino

Son los siervos más sumisos:

Amor y risas la canción confiesa

Cuando está el corazón más abatido.

XXVI

Te inclinas a la concha de la noche,

Querida señora, con tu oído adivino.

En ese tierno coro de delicias

¿Qué sonido ha vertido temor en tu corazón?

¿Se asemejaba al de ríos fluyendo con premura

Desde los grises desiertos del norte?

Ese talante tuyo, oh temerosa,

Es de él, si lo examinas bien,

De quien nos dona un ensalmo insensato

Conjurable a media noche.

Y todo por un exótico nombre que leyó

En Purchas o en Holinshed.

XXVII

Aunque yo tu Mitrídates fuera

Inmune al desafío del dardo emponzoñado,

Aun así debieras abrazarme de improviso

Para conocer el éxtasis de tu corazón

Sin que me quede más que restituir y confesar

La malicia de tu ternura.

Para el florido y rancio estilo,

Vida mía, mis labios se han tornado demasiado entendidos;

Mas no he conocido el amor cuya loa

Celebran nuestros poetas pastoriles,

Ni un amor en el que no se pueda dar

Una pizca de falsedad.

XXVIII

Gentil dama, no entonéis

Tristes cantares por el ocaso del amor;

Abandonad las cuitas y cantad

Cómo el amor que pasa es suficiente.

Cantad al largo e insondable sueño

De los amantes muertos, y cantad cómo

En la tumba todo amor reposará.

El amor está ahora hastiado.

XXIX

Corazón mío, ¿por qué me has de usar así?

Queridos ojos que gentilmente me reconvenís,

Aún sois bellos… ¡Mas ay,

Cuán ataviada va vuestra hermosura!

Por el claro espejo de tus ojos,

Por el tierno lamento de beso a beso,

Vientos áridos acometen entre clamores

El jardín umbrío donde habita el amor.

Y pronto el amor se habrá de disipar

Cuando sobre nosotros vientos feroces soplen;

Mas tú, mi querido amor, demasiado querido,

¡Ay! ¿por qué me has de usar así?

XXX

El amor vino a nosotros en un tiempo ya pasado

Cuando hubo quien tañía con pudor en el ocaso

Y hubo quien con recelo se erguía cercano;

Pues el amor al principio está todo amedrantado.

Fuimos amantes solemnes. El amor ha concluido,

Aquél que nos concedió abundantes horas de dulzura.

Ahora séannos bienvenidos al fin

Los senderos que habremos de pisar.

XXXI

Allá en Donneycarney

Cuando el murciélago revoloteaba entre los árboles,

Mi amor y yo caminábamos juntos

Y dulces fueron las palabras que me dijo.

Con nosotros la brisa estival

Oreaba susurrante —oh cuán feliz—

Pero más tierno que el aliento del verano

Fue el beso que ella me dio.

XXXII

La lluvia no ha cesado de caer durante el día

Oh ven entre los árboles rebosantes

Las hojas se hacinan sobre la vereda

De los recuerdos.

Demorándonos un instante, por la vereda

De los recuerdos partiremos.

Vente, mi bien, a donde pueda

Hablar con tu corazón.

XXXIII

Ahora, ay ahora, por esta tierra parda

Donde el amor compuso música tan melodiosa

Los dos deambularemos cogidos de la mano,

Tolerantes en honor de una antigua amistad

Sin afligirnos porque nuestro amor fuera alegre

Y ahora tenga así que terminar.

Un pícaro ataviado de rojo y amarillo

Golpea y golpea un árbol

Y en derredor de nuestra soledad

La brisa silba con jovialidad.

Las hojas… no suspiran lo más mínimo

Cuando el año las arrebata en otoño.

¡Ahora, ay ahora ya no escucharemos más

Ni el villancico ni el rondó!

No obstante nos besaremos, mi amor,

Antes del triste adiós al declinar el día.

No te aflijas, corazón, por nada…

El año, el año ya se acaba.

XXXIV

Duerme ahora, duerme ahora,

¡Oh tú inquieto corazón!

Un grito «Duérmete ahora»

Se escucha en mi corazón.

La llamada del invierno

Se percibe ya a la puerta.

Oh duerme pues el invierno

Está gritando: «No duermas más»

Con mi beso daré paz

Y calma a tu corazón…

Sigue durmiendo en sosiego,

¡Oh tú inquieto corazón!

XXXV

Todo el día escucho sonido de aguas

Que se lamentan,

Tristes cual ave marina que al volar

En solitario

Los vientos oye bramar a la acuática

Monotonía.

Los vientos grises, los vientos fríos

Soplan donde yo voy.

Percibo rumores de muchas corrientes

En lo profundo.

Todo el día y aun toda la noche, escucho

Cómo fluyen, de aquí para allá.

XXXVI

Oigo un ejército embistiendo la tierra

Y el fragor de los corceles zambulléndose, la espuma hasta sus rodillas.

Arrogantes, con armaduras negras tras ellos se yerguen

Desdeñando las riendas, con látigos ondeantes, los aurigas.

Atronan la noche con sus nombres de guerra:

Yo gimo dormido cuando escucho a lo lejos su torbellino de risas.

Henden las tinieblas de los sueños, llama cegadora,

Retumbando, retumbando sobre el corazón como sobre un yunque.

Marchan ondeando en triunfo sus largos cabellos verdes:

Emergen del mar y corren vociferando por la orilla.

Corazón, ¿es que no tienes sensatez para desesperarte así?

Mi amor, mi amor, mi amor, ¿por qué me has dejado solo?

****

POEMAS A PENIQUE

DE PROPINA

Viaja tras un sol invernal,

Apremiando el ganado por una vereda fría y roja,

Gritándole con voz que reconoce,

Él conduce sus reses sobre Cabra.

La voz les dice que el hogar es acogedor.

Ellas mugen y producen tosca música con sus cascos.

Las conduce ante sí con una rama florida,

El vaho ornándoles las frentes.

¡Zopenco, siervo del rebaño,

Esta noche estírate junto al fuego!

¡Yo me desangro al borde de la negra corriente

Por mi rama desgajada!

CONTEMPLANDO LAS CANOAS EN SAN SABBA

Escuché sus jóvenes corazones clamar

Al amor sobre el rápido sesgo de los remos

Y escuché a las hierbas pratenses suspirar:

¡Nunca más, nunca has de volver más!

¡Oh corazones, oh hierbas suspirantes,

En vano se afligen vuestros gallardetes henchidos de amor!

Nunca más el bravo viento que sopla

Volverá, nunca más.

UNA FLOR DONADA A MI HIJA

Frágil la blanca rosa es y frágiles son

Las manos que la dieron

Su alma está marchita y es más pálida

Que la difusa onda del tiempo.

Como la rosa frágil y hermosa: aún más frágil es

El silvestre prodigio

Que en tus ojos ocultas,

Mi pequeña de azuladas venas.

ELLA LLORA SOBRE RAHOON

La lluvia sobre Rahoon cae blandamente, blandamente cae,

Allí donde mi sombrío amante reposa.

Triste es su voz cuando me llama, tristemente me llama,

Cuando gris se alza la luna.

Amor, escucha

Cuán suave, cuán triste es su voz por siempre resonando,

Por siempre sin respuesta, y la sombría lluvia que desciende

Entonces como ahora.