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100 Clásicos de la Literatura

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Un pájaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y agitación, manifestado más angustia que la de Cati al exclamar:

—¡Oh!

Y su rostro, que un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los ojos.

—¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado?

Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro escondido.

—No —repuso. —Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta.

La acompañé.

—Tú las has cogido, Elena —me dijo, cayendo arrodillada delante de mí. — Devuélvemelas y no le digas nada a papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena?

—Ha ido usted muy lejos, señorita Cati —dije severamente. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a publicarse! ¿Qué dirá el señor cuando se lo enseñe? No lo he hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido nunca.

—No es verdad —respondió Cati, sollozando con desconsuelo. —No había pensado en amarle hasta que...

—¡Amarle! —exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible. —Es como si yo amase al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted cuatro horas a Linton, sumando las dos veces! ¡Ea!, voy a llevar a su padre estas chiquilladas, y ya veremos lo que él opina de ese amor.

Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la mantuve levantada sobre mi cabeza. Me suplicó frenéticamente que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una puerilidad y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo, cedí, no sin preguntarle previamente:

—Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabellos, ni sortijas, ni juguetes?

—No nos enviamos juguetes —exclamó Cati.

—Ni nada, señorita. Si no me lo promete, voy a su papá.

—Te lo prometo, Elena —me dijo. —Échalas al fuego...

Pero, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso que me rogó que guardase una o dos siquiera. Yo comencé a echarlas a la lumbre.

—¡Oh cruel! Quiero siquiera una —dijo, metiendo la mano entre las llamas y sacando un pliego medio chamuscado, no sin menoscabo de sus dedos.

—Entonces también yo quiero algunas para enseñárselas a su papá —repliqué, envolviendo las demás en el pañuelo y dirigiéndome a la puerta.

Lanzó al fuego los trozos medio quemados y me excitó a consumar el holocausto. Cuando estuvo terminado, removí las cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que reposase un poco. Cati no bajó a comer ni reapareció hasta la hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos enrojecidos, pero se mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta acostumbrada, la contesté con un trozo de papel, en el que escribí: «Se ruega al señor Linton que no envíe más cartas a la señorita Cati, porque ella no las recibirá» Y desde aquel momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos.

CAPITULO VEINTIDÓS

Transcurrió el verano y comenzó el otoño. Pasó el día de San Miguel y aún algunos de nuestros prados no estaban segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y humedad, atrapó un catarro que le tuvo recluido en casa casi todo el invierno.

La pobre Cati estaba entristecida y sombría desde que su novela de amor tuviera aquel desenlace. Su padre dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo podía destinar a ello dos horas o tres al día, y, además, mi compañía no le agradaba tanto como la de su padre.

Una tarde —era a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas alfombraban los caminos, mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia— rogué a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque, paseo casi maquinal que solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba peor que lo corriente aunque nunca nos lo confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino se erguía una pendiente donde crecían varios avellanos y robles, cuyas raíces salían al exterior. Como el suelo no podía resistir su peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del viento, que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña solía subirse a aquellos troncos, se sentaba en las ramas y se columpiaba en ellas a más de seis metros por encima del suelo. Yo la reprendía siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la muchacha se sentía feliz.

—Mire, señorita —dije—: debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campánula azul. Es la última que queda de tantas como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de ellas como de una nube de color violáceo. ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?

Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:

—No, no quiero arrancarla. Parece que está triste, ¿verdad, Elena?

—Sí —convine. —Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Deme la mano y echemos a correr. Pero ¡qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa yo.

Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped o alguna seta que se destacaba, amarillenta, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por el rostro.

—¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? —dije, acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro. — No se disguste usted. Su papá está ya mejor de su resfriado. Debe agradecer a Dios que no sea algo peor.

—Ya verás cómo será algo peor —contestó. —¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto!

—No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted —aduje. No se debe predecir la desgracia. Supongo que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven y yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió hasta los ochenta. Suponga que el señor viva hasta los sesenta años tan sólo, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipación.

—Pues la tía Isabel era más joven que papá —respondió, con la esperanza de que yo la consolase otra vez.

—A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros –repliqué. —Además, no fue tan feliz como el señor y no tenía tantos motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba y se manifestase contrariada por una separación que él le impuso con mucha razón.

—Lo único que en el momento me preocupa es la enfermedad de papá —dijo Cati. —Sólo me interesa que se restablezca pronto. Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mí misma, Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por no apenarle. Ya ves si le quiero.

—Habla usted muy bien —le dije. —Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se haya restablecido no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento en que está preocupada por su salud.

Según íbamos hablando nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban sombra al camino. Al inclinarse para alcanzarlos se le cayó el sombrero. Como la puerta estaba cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras eran lisas y no había hendidura entre ellas, y las zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir, entre risas:

—Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave o tendré que dar la vuelta a toda la tapia.

—Espere un momento —dije—, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré a casa a buscarla.

Mientras probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó de saltar y yo sentí que el trote de un caballo se detenía.

—¿Quién es? —pregunté.

—Te ruego que abras la puerta, Elena —murmuró Cati con ansiedad.

Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:

—Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una explicación.

—No quiero hablar con usted, señor Heathcliff —contestó Cati. —Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece, Elena opina lo mismo.

 

—Eso no tiene nada que ver —oí decir a Heathcliff. — Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena zurra, y en especial, usted, que es la de más edad y la menos sensible de ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado de usted, y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas ni yo con las medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como usted no le cure, antes del verano habrá muerto.

—No engañe tan descaradamente a la pobrecita —grité yo desde dentro. —Haga el favor de seguir su camino. ¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que es imposible que haya quien se muera de amor por una desconocida.

—No sabía que hubiera escuchas —murmuró el villano al sentirse descubierto. —Mi querida Elena, ya sabes que te estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te atreves a engañar a esta pobre niña diciendo que la aborrezco e inventando cuentos de miedo para que tome horror a mi casa? Vaya, Catalina Linton, preciosa, aproveche el que toda esta semana estaré fuera de casa, y vaya a ver si he mentido o no. Póngase en su lugar y piense lo que sentiría si su indiferente enamorado rehusara consolarle por no darse un pequeño paseo. No cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba, y que sólo puede usted salvarle! ¡Se lo juro por mi salvación eterna!

La cerradura saltó y yo salí.

—Te juro que Linton está muriéndose —dijo Heathcliff mirándome con dureza. —Y el dolor y la decepción están apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la muchacha, ve tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que viene. Ni siquiera tu amo se opondrá.

—¡Entre! —dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba conturbadísima, incapaz de percatarse de la falsedad de su interlocutor a través de la severidad de sus facciones.

Él se acercó a ella y dijo:

—Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos paciencia... Él está ansioso de ternura y cariño, y las dulces palabras de usted serían su mejor medicina. No haga caso de los crueles consejos de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el día y la noche soñando con usted y creyendo que le odia, puesto que se niega a visitarle.

Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi paraguas, porque la lluvia arreciaba, y cubrí con él a la señorita. Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de hablar de Heathcliff. Pero adiviné que el alma de Cati quedaba ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había creído cuanto él había dicho.

Antes de que llegáramos, el señor se había retirado a descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía profundamente. Entonces volvió y me pidió que la acompañara a la biblioteca. Tomamos juntas el té; luego ella se sentó en la alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía extenuada. Cogí un libro y fingí leerlo. En cuanto ella creyó que yo estaba entregada a la lectura, empezó a llorar. La dejé que se desahogara un poco y luego le reproché el que creyese en las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no lograr convencerla ni contrarrestar en nada las palabras de aquel hombre.

—Puede que tengas razón, Elena —dijo la joven—, pero no me sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario que haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y que no han cambiado mis sentimientos hacia él.

Hubiera sido inútil insistir. Aquella noche nos separamos incomodadas, pero al otro día ambas caminábamos hacia las Cumbres. Yo me había determinado a ceder, con la remota esperanza de que el propio Linton nos manifestaría que aquella estúpida historia carecía de realidad.

CAPITULO VEINTITRÉS

A la lluvia de la noche siguió una mañana brumosa, con escarcha y ligera llovizna. Arroyos improvisados descendían, rumorosos, de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo, mojada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos por la cocina, a fin de asegurarnos que era verdad que el señor Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto decía.

José se hallaba sentado. En torno suyo había organizado un paraíso para su personal placer; a su lado crepitaba el fuego; sobre la mesa a que estaba instalado había un enorme vaso de cerveza rodeado de gruesas rebanadas de tarta de avena, y en la boca tenía su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó tanto en responderme que tuve que repetírselo, temiendo que se hubiera quedado sordo.

—¡No está! —masculló. Así que te puedes volver por donde has venido.

—¡José! —gritó una voz desde dentro. —Llevo un siglo llamándote. Vamos, ven, no queda fuego.

José se limitó a aspirar más vigorosamente el humo de su pipa y contemplar insistentemente la lumbre. La criada y Hareton no aparecían por parte alguna. Reconociendo la voz de Linton, entramos en su habitación.

—¡Ojalá te mueras abandonado en un desván! —prorrumpió el muchacho, creyendo, al sentir que nos acercábamos, que nuestros pasos eran los de José.

Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.

—¿Eres tú, Cati? —dijo, levantando la cabeza del respaldo del sillón en que estaba sentado. — No me abraces tan fuerte, porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no quieren traer carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío...!

Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Él se quejó de que le cubría de ceniza, pero tosía de tal modo y parecía tan enfermo que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.

—¿Te alegras de verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? —preguntó Cati.

—¿Por qué no viniste antes? —repuso él. —Debiste venir en vez de escribirme. No sabes cuánto me cansaba escribiendo aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora ya no estoy ni para hablar ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere usted, Elena, ver si está en la cocina?

Yo no me sentía muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto no siquiera me había agradecido el arreglarle el fuego, y respondí:

—Allí está José únicamente.

—Tengo sed —dijo Linton. —Zillah no hace más que escaparse a Gimmerton desde que mi padre se fue. ¡Es una miserable! Y tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me hacen caso cuando les llamo.

—¿Su padre se cuida de usted, señorito? —le pregunté.

—Por lo menos hace que los demás me atiendan —contestó. —¿Sabes, Cati? Aquel animal de Hareton se burla de mí. Le odio a él y a todos éstos. Son odiosos.

Cati cogió un jarro de agua que halló en el aparador y llenó un vaso. Él le rogó que añadiese una cucharada de vino de una botella que había encima de la mesa, y después de beber se mostró más amable.

—¿Estás contento de verme? —volvió a preguntar la joven, animándose al ver en el rostro de su primo un esbozo de sonrisa.

—Sí. Es muy agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me aseguraba que no venías porque no querías, y esto me disgustaba. Me acusaba de ser un hombre despreciable, y afirmaba que de haberse hallado él en mi lugar sería a estas horas el amo de la Granja. Pero ¿verdad que no me desprecias, Cati?

—¿Yo? —repuso ella. —Después de a papá y a Elena, te quiero más que a nada en el mundo. Pero no tengo simpatías al señor Heathcliff y cuando él esté aquí no vendré. ¿Pasará fuera muchos días?

—Muchos, no... Pero suele irse a los pantanos desde que empezó la temporada de caza, y tú podrías estar conmigo una hora o dos cuando está ausente. Anda, prométemelo. Procuraré no ser molesto contigo. Tú no me ofenderás, y no te disgustará atenderme, ¿verdad, Cati?

—No —afirmó la joven, acariciándole el cabello. —Si papá me lo permitiera, pasaría la mitad del tiempo contigo. ¡Qué guapo eres! Me gustaría que fueras mi hermano.

—¿Me querrías entonces tanto como a tu padre? —dijo más animado. — El mío dice que si fueras mi esposa me amarías más que a nadie en el mundo, y por eso quisiera que estuviésemos casados.

—Más que a mi padre, no es posible —aseguró ella gravemente. —A veces los hombres odian a sus mujeres, pero nunca a sus padres y hermanos. Así que si fueras mi hermano vivirías siempre con nosotros, y papá te querría tanto como a mí.

Linton negó que los esposos odien a sus mujeres; pero ella insistió en que sí, y como prueba citó la antipatía que el padre de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo intenté cambiar la conversación; pero antes de conseguirlo, ya Catalina había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado, aseguró que aquello no era cierto.

—Mi padre me lo contó, y él no miente —contestó ella.

—El mío desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil —replicó Linton.

—Tu padre es un malvado —aseveró Cati a su vez. —No sé cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo debe haber sido cuando obligó a la tía Isabel a abandonarle!

—No me contradigas. Ella no le abandonó.

— ¡Sí le abandonó! —insistió la joven.

—Pues mira —dijo Linton. —Tu madre no amaba a tu padre, para que te enteres.

—¡Oh! —exclamó Cati, furiosa. —¡Y amaba a mi padre!

—¡Embustero! ¡Te odio! —gritó ella encolerizada.

—¡Le amaba! —repitió Linton, arrellanándose en su sillón y malignamente complacido de la agitación que embargaba a su prima.

—Cállese, señorito —intervine. —¡Eso es una falsedad inventada por su padre!

—No es cuento —replicó él. —Sí, Cati, le amaba, le amaba, le amaba...

Cati, fuera de sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó sobre su propio brazo. Le acometió un acceso de tos, que duró tanto que a mí misma me asustó. Cati rompió a llorar amargamente, pero no dijo nada. Linton, cuando dejó de toser, quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de llorar, y se sentó al lado de su primo.

—¿Cómo se siente ahora, señorito? —le pregunté pasado un rato.

—¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy, que yo me encontraba mejor... —replicó él, terminando por prorrumpir en llanto.

—No te he pegado —contestó Catalina, mordiéndose los labios para no volver a exaltarse.

Gimió y suspiró, notándose que lo hacía a propósito para aumentar la aflicción de su prima.

—Lamento haberte hecho daño, Linton —dijo ella, al fin, traspasada de pena—; pero a mí un empellón como aquel no me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho daño. ¡Contéstame!

—No puedo —respondió el joven. —Tú, como no la padeces, no sabes lo que es esta tos. No me dejará dormir en toda la noche. Mientras tú descansas tranquilamente yo me ahogaré, aquí solo. No puedes figurarte las noches que paso.

Y el muchacho empezó a gemir, tanta era la pena que le inspiraban sus propios sufrimientos.

—No será la señorita quien vuelva a molestarle —dije yo. —Si no hubiese venido no habría perdido usted nada. Pero no se preocupe, que no volverá a importunarle, estese tranquilo...

—¿Quieres que me vaya, Linton? —preguntó Catalina.

—No puedes rectificar el mal que me has hecho —replicó él. —¡A no ser que quieras seguir molestándome hasta producirme fiebre!

—Entonces, ¿me voy?

—Por lo menos, déjame solo. Me es imposible ahora seguir hablando contigo.

Ella se resistía a marcharse; pero al fin como él no le contestaba, cedió a mis instancias y se dirigió hacia la puerta seguida por mí. Pero antes de que llegáramos oímos un grito que nos hizo volver. Linton se había dejado caer de su silla y se retorcía en el suelo. Era una chiquillada de niño mal educado que quiere molestar todo lo posible.

Comprendí por este detalle cuál era su verdadero carácter y la locura que sería tratar de complacerle. En cambio, la señorita se aterrorizó, y, deshecha en llanto, trató de con—solarle. Pero él no dejó de gritar hasta que le faltó el aliento.

 

—Mire —le dije—: voy a levantarle y a sentarle, y allí retuérzase cuanto quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted convencido, señorita, de que no se convienen ustedes mutuamente, y que la falta de usted no es lo que tiene enfermo a su primo. ¡Ea!, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.

Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él la rechazó y empezó a hacer dengues sobre la almohada, cual si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela bien.

—Esta es demasiado baja —dijo el muchacho. —No me sirve.

Cati puso otra sobre la primera.

—¡Ahora queda alta en exceso! —murmuró el joven.

—Entonces, ¿qué hago? —dijo ella, desesperada.

Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y descansó la cabeza sobre el hombro de la joven.

—No, eso no es posible —intervine yo. —Conténtese con la almohada, señorito Heathcliff. No podemos entretenernos más con usted.

—Sí podemos —repuso la joven. Ahora va a ser bueno ya. Estoy pensando en que me sentiré más desdichada que él esta noche si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad, Linton. Si mi visita te ha perjudicado, no debo volver.

—Ahora debes venir para curarme —alegó él—, ya que me has puesto peor de lo que estaba con tu presencia.

—Yo no he sido la única culpable —contestó la muchacha. —Has sido tú con tus arrebatos y tus llantos. Vaya, seamos amigos. ¿Quieres de verdad volver a verme?

—¡Ya te he dicho que sí! —replicó el muchacho con impaciencia. —Siéntate y déjame que me recueste en tu regazo. Mamá lo hacía así cuando estábamos juntos. Estate quieta y no hables, pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un cuento. Anda.

Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello le agradó mucho. Linton le pidió luego que recitara otra, y otra después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y sentimos regresar a Hareton, que venía a comer.

—¿Vendrás mañana, Cati? —preguntó él cuando la joven, contra su voluntad, empezaba a levantarse para irse.

—No —repuse yo—, ni mañana ni pasado.

Pero ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la expresión que puso Linton cuando ella se inclinó para hablarle al oído.

—No volverá usted, señorita —le dije. —No se le ocurrirá semejante cosa. Mandaré arreglar la cerradura para que no pueda usted escaparse.

—Puedo saltar por el muro —repuso ella en broma. —Elena, la Granja no es una prisión ni tú un carcelero. Tengo ya casi diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se repondría seguramente si yo le cuidara. Tengo más edad y más juicio que él; no soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco. Cuando se porta bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que viviera en casa! Una vez acostumbrados el uno al otro, no reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton, Elena?

—¿Agradarme? ¡Es el chico más insoportable que he visto en mi vida! Menos mal que no llegará a cumplir veinte años, según dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo que pueda vivir hasta la primavera. Y no creo que su familia pierda nada porque se muera. Hemos tenido suerte con que no se quedara en casa. Cuanto mejor le hubiéramos tratado, más pesado y más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho, señorita, que no haya ninguna posibilidad de que él llegue a ser su esposo.

Mi compañera se puso seria al oírme, ofendida de que hablase con tanta frialdad de la muerte de su primo.

—Es más joven que yo —repuso—, y lógicamente debiera vivir más, o, por lo menos, tanto como yo. Está ahora tan fuerte como cuando vino. No tiene más que un constipado, igual que papá. Y si dices que papá se pondrá bueno, ¿por qué no va a ponerse bueno él?

—No hablemos más —dije. —Si usted se propone volver a Cumbres Borrascosas, se lo diré al señor, y si él lo autoriza, conformes. Si no, no se renovará la amistad con su primo.

—Ya se ha renovado —argumentó Cati ásperamente.

—Pero no continuará —aseguré.

—Ya veremos —replicó. Y espoleando la jaca partió al galope, obligándome a apresurarme para alcanzarla.

Llegamos un poco antes de comer. El señor, creyendo que veníamos de pasear por el parque, no nos pidió explicaciones. En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía empapados unos y otras; pero la mojadura había producido su efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama en la que permanecí tres semanas seguidas, lo que no me había ocurrido antes, ni, gracias a Dios, me ha vuelto a suceder.

Mi señorita me cuidó tan solícita y cariñosamente como un ángel. Quedé muy abatida por el prolongado encierro, que es lo peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía diversión alguna, no estudiaba ni apenas comía, consagrada a cuidarnos como la más abnegada enfermera.

¡Muy buen corazón debía tener cuando tanto se ocupaba de mí y tanto quería a su padre! Ahora bien: el señor se acostaba temprano, y yo después de las seis no tenía necesidad de nada, de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no adiviné lo que la pobrecita hacía después de esa hora. Y cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el vivo color de sus mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera, no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino una larga carrera a través de los campos.

CAPITULO VEINTICUATRO

Pasadas las tres semanas de enfermedad, empecé a salir de mi cuarto y a andar por la casa. La primera noche pedí a Cati que me leyese alguna cosa, porque yo me sentía con la vista fatigada después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros, como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes preguntas:

—¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto tiempo levantada.

—No estoy cansada, querida —respondía yo.

Al notarme imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada. Bostezó y me dijo:

—Estoy fatigada, Elena.

—No leas más. Podemos hablar un rato —respondí.

Pero el remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello y resolví ir a buscarla a su aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse en el sofá. Pero en su habitación no encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían visto. Escuché a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación, apagué la luz y me senté junto a la ventana.

Hacía una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la joven habría resuelto bajar al jardín a tomar el aire. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia creí que era la señorita, pero cuando salió de la sombra reconocí a uno de los criados. Durante un trecho oteó la carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a Minny. La señorita iba a su lado. El criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo yo me levanté de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.

—Mi querida señorita Catalina —le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había cuidado que me faltaban las fuerzas para reprenderla. —¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en engañarme? Dígame dónde ha estado.