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100 Clásicos de la Literatura

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Sobre todo, Rachel tan joven, ¿qué podía saber de la vida? Con estos pensamientos, se levantó para ir a sentarse al lado de Rachel y recordarle que le había prometido ir a buscarla a su club.

—Lo malo es —añadió— que no me será posible emprender seriamente el trabajo hasta octubre. Precisamente acabo de recibir una carta de una amiga cuyo hermano se encuentra en viaje de negocios en Moscú; quieren que vaya a reunirme con ellos. Y como se encuentran precisamente en medio de conspiraciones anarquistas, creo que tardaré en regresar a casa. Los rumores que corren son horribles.

Para que Rachel se diera cuenta de hasta qué extremo habían llegado las cosas, añadió:

—Mi amiga conoce a una muchacha de quince años que ha sido desterrada a Siberia tan solo por haberla sorprendido enviando una carta a un anarquista. ¡Y eso que dicha carta no la había escrito ella! Daría todo cuanto tengo por ayudar a una revolución contra el Gobierno ruso…

Miró a Rachel y a Terence. Éste le preguntó cuáles eran sus proyectos, y entonces se puso a explicar que quería fundar un club; pero para poner manos a la obra lo que realmente se dice hacer algo. Se fue animando más y más cada vez, dando rienda suelta a sus palabras; decía estar segura que con tan solo unas veinte personas, menos aún, con diez que fueran decididas, que se pusieran a trabajar seriamente, en vez de estar hablando todo el tiempo, bastaría para hacer que desapareciesen las maldades que se producen en el mundo. No hacía falta más que tener cabeza. Con solo que la gente supiera pensar… Claro que también necesitaban un local, un buen local, a ser posible en Bloomsbury, donde pudieran reunirse una vez a la semana.

A medida que hablaba, Terence pudo observar las huellas de la juventud marchita en su rostro, las pequeñas arrugas que se le iban formando alrededor de los ojos y de la boca mientras peroraba con entusiasmo. Pero no se compadeció de ella. Fijándose en sus ojos, duros y arrogantes, comprendió que ella tampoco tenía compasión alguna para sí misma; posiblemente, tampoco desearía cambiarse por gente más refinada y apacible, como el mismo Hewet, por ejemplo, aunque, con el paso de los años, el combate se hiciera más duro cada vez. Sin embargo, acaso pudiera apaciguarse, tal vez se casara con Perrot, después de todo.

Atendiendo a medias a cuanto decía, Terence reflexionaba acerca de su destino probable, ayudado por las volutas de humo de los cigarrillos que se interponían entre su mirada y el rostro de ella. Tanto Arthur, como Evelyn y Terence estaban fumando, haciendo que quedara invadida la atmósfera por la fragancia de un tabaco de calidad excelente. En los intervalos, cuando nadie hablaba, se oía el lejano murmullo del mar, con sus olas quebrándose sobre la playa y retrocediendo de nuevo para volver otra vez a morir en la arena. Una fría luz verde se filtraba a través de las hojas de los árboles, enviando destellos que refulgían como pequeños diamantes sobre los manteles y las tazas. La señora Thornbury, después de haberlos estado contemplando en silencio, empezó a hacer preguntas a Rachel en tono afectuoso. ¿Cuándo pensaban regresar? ¡Oh!, ya suponía que esperaban a su padre. Ella también deseaba verle; estaba segura de que se sentiría muy satisfecho —aquí, dirigió una mirada llena de simpatía a Terence—. Hacía años, prosiguió, diez o veinte tal vez, recordaba haberse encontrado con el señor Vinrace en una reunión; incitada por la curiosidad, pues su rostro le llamó la atención —no era de los que se acostumbraban a ver en tales reuniones—, preguntó quién era, y entonces le dijeron su nombre, Vinrace, un apellido nada corriente y que por este motivo se quedó bien grabado en su memoria. Iba una señora con él, muy bien parecida, pero se trataba de uno de esos horribles amontonamientos de gente que se producen en Londres, y aunque fueron presentados, no creía que se hubieran cambiado muchas palabras entre ellos… Al recordar el pasado, entornó los ojos y su mirada se perdió en una suave melancolía. Después, se volvió al señor Pepper, quien se había sentado junto a ella y estuvo escuchando cuanto dijo, aunque sin hacer observación alguna:

—Señor Pepper —dijo la señora Thornbury—. Díganos cómo eran aquellas maravillosas mujeres francesas, cuyos salones se hicieron famosos por sus reuniones. ¿Ha habido algo parecido en Inglaterra, o cree usted que hay alguna razón para que esto no pueda suceder en nuestra patria?

El señor Pepper explicó con gran lujo de detalles por qué no había habido un salón inglés.

La señora Thornbury dijo que en cuanto regresara a su casa, iba a invitar a todos a un party en regla. Pondría a amigos suyos que vigilasen al señor Pepper, y como le sorprendieran intentando huir, podía prepararse. Se le aplicaría un castigo ejemplar, algo tremendo.

Arthur sugirió que deberían tenerlo ya preparado. Poner, por ejemplo, tras un retrato de cierta señora antigua, una ducha de agua fría, y que a una señal cayese sobre la cabeza de Pepper; o una silla con muelles especiales, que al sentarse le hiciese saltar a veinte pies de altura. Susan reía. Ella había preparado el té y se sentía satisfecha, en parte por haber jugado con destreza y encontrado a todos tan amables. Estaba más segura de sí misma, tenía más soltura al hablar y no la intimidaban los intelectuales, como anteriormente. Hirst, que al principio no le gustaba, ya no le era tan desagradable. Ahora lo encontraba un pobre hombre paliducho, que parecía estar enfermo. Quizás estaría enamorado de Rachel. No le extrañaría, o quizá de Evelyn. Era tan atractiva a los hombres. Intervino en la conversación diciendo que si generalmente las reuniones resultaban tan sosas, era principalmente por resistirse a ponerse de etiqueta los caballeros. En Londres le llamó la atención que éstos no creyeran necesario mudarse para la cena y era natural que si en Londres se suprimía la costumbre que se hiciese también en el campo. Era un placer cuando por Pascua celebraban los bailes de las cacerías. Los caballeros se ponían sus chaquetones grana, pero a Arthur no le atraía el baile, así que suponían que no asistirían al que se celebrase en su pueblecito. No creía que la gente aficionada a un deporte pudiese hallar placer en otro. Su padre era una excepción. Pero era una excepción en todo. Aficionado a su jardín, conocía todo lo referente a pájaros y demás animales domésticos. Todas las viejecitas del pueblo sentían por él adoración. Su afición predilecta eran los libros. Invariablemente pasaba su tiempo en el despacho con algún libro viejo y antiguo, que a nadie se le ocurría leer.

—Una familia numerosa y seis hijos que mantener —añadió confiada en la simpatía general— no dejan a uno mucho tiempo para dedicarse a los libros. —Hablando de su padre, de quien estaba muy orgullosa, se levantó a una señal de Arthur, después de mirar el reloj y comprobar que debían volver al campo de tenis.

—Son muy felices —comentó la señora Thornbury al verlos marchar.

Rachel asintió. Tenían seguridad en ellos mismos; parecían conocer con exactitud lo que deseaban.

—¿Cree usted que ellos son felices? —cuchicheó en voz baja Evelyn a Terence, deseando que él dijese que no. Pero Hewet se puso en pie, diciendo que tenían que volver. Llegaban siempre con retraso a las comidas, y ello disgustaba a la señora Ambrose, que era muy amante del orden y de la puntualidad.

Evelyn agarróse a la falda de Rachel, protestando. ¿Por qué se tenían que ir? Aun era temprano, y tenía tantas cosas que contarles.

—No —contestó Terence—, tenemos que irnos. Vamos andando despacio. Nos pararemos observándolo todo y charlando.

—¿De qué hablan? —inquirió Evelyn.

Terence se rio, contestando que de cualquier cosa.

La señora Thornbury les acompañó hasta la puertecilla, explicándoles que, desde que su hija se había casado, ella se entretenía estudiando botánica. Era sorprendente la cantidad de flores que había y que ella desconocía, a pesar de vivir en el campo toda su vida. Era conveniente tener una ocupación independiente al llegar a vieja. Lo extraño era que no se sentía vieja. Le parecía como si siempre tuviese 25 años, Claro que no esperaba que los demás opinasen igual.

—Tiene que ser maravilloso tener 25 años y no solamente imaginárselo —dijo, envolviéndoles en una mirada maternal—. Sería maravilloso, ideal.

Estuvo un largo rato en la puerta, hablándoles. Sentía que se marchasen e intentaba retenerlos.

XXV

La tarde era muy calurosa, tanto que el romper de las olas sobre la playa sonaba como el gemido repetido de una criatura exhausta. En la terraza, bajo el toldo, los ladrillos ardían y el aire se mecía en el césped y las hierbas cortas. Las flores granas de las fuentes de piedra caían mustias y marchitas, las flores blancas que hacía unas semanas estaban frescas y lozanas aparecían ahora con las puntas rizadas y amarillentas. Solo las hostiles plantas del Sur, cuyas carnosas hojas parecían brotar de las espinas, se mantenían erectas, como si desafiaran los rayos del sol. Hacía demasiado calor para hablar, y no era fácil dar con un libro que combatiera el poder del sol.

Terence leía en voz alta a Milton, porque decía que las palabras de este autor tenían substancia y forma, lo cual excusaba de comprenderle, solo con escucharle bastaba; casi se podía palpar.

«Hay una gentil ninfa no lejos de aquí», leía:

«Sobrina era su nombre, el de una virgen pura, que de Socrino hija en otro tiempo fuera quien de su padre, Bruto, el cetro había obtenido».

Las palabras, a pesar de lo que dijera Terence, estaban cargadas de sentido, y quizá fuese por tal razón que resultaba doloroso oírlas. Sonaban extrañas, decían cosas distintas de las que generalmente se les atribuía. Rachel no podía fijar su atención. Se distraía en distintos sentidos, y le venían a la imaginación visiones poco agradables.

 

Terence dejó caer el libro.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó, observándola unos momentos. Estuvieron mirándose en silencio, con las manos cogidas.

Terence, dándose cuenta que estaba más ojerosa que otras veces, fue a buscar a Helen para preguntarle que se podía hacer. Helen le aconsejó que se fuera a acostar. Unas horas de cama, la curarían por completo.

Rachel se acostó y estuvo echada en la obscuridad durante largo rato, despertándose de un sueño muy ligero; vio las ventanas blancas ante ella y recordó lo que Helen le dijera de que, al despertarse, se encontraría bien. Al mismo tiempo, la pared de su cuarto era tan blanca que le dañaba la vista, y en vez de lisa la vio ligeramente curvada. Volviéndose hacia la ventana, no se reanimó con lo que allí vio. El movimiento de la persiana al llenarse de aire e hincharse hacia fuera, rastreaba el cordón por el suelo, y esto le aterraba, como sí temiese la entrada de un animal dentro del dormitorio. Cerró los ojos y el pulso le sonó tan fuerte en la cabeza, que cada pulsación parecía tocar un nervio, taladrándole la frente con una punzada de dolor. Quizá no sería el mismo dolor de cabeza anterior, pero era cierto que ahora le dolía. Se volvió de un lado a otro, con el afán de que la frescura de las sábanas la aliviara y que cuando volviera a abrir los ojos la habitación estuviera como siempre.

Al cabo de un considerable número de experimentos, quiso salir de una vez de toda duda. Se tiró de la cama y quedó en pie, agarrándose a la bola dorada al pie del lecho. Ésta, fría como el hielo al principio, pronto se puso tan caliente como la palma de su mano y como las punzadas de la cabeza y el cuerpo unido a la inestabilidad del suelo, le probaron que era mucho más intolerable estar de pie y andar, que estar echada, volvió a meterse en la cama. A pesar del alivio momentáneo, la incomodidad de la cama fue pronto tan grande como lo había sido el ponerse en pie. Aceptó la idea de tener que pasarse todo el día acostada, y al echar otra vez la cabeza en la almohada, desistió de la felicidad de aquel día.

Cuando Helen entró, al cabo de unas dos horas, se cortaron de repente sus palabras animadoras. Por un segundo quedó sorprendida. No había duda de que Rachel estaba enferma. Toda la casa se enteró de ello, cuando el canto, que se oía en el jardín calló de repente, y María, al traerle el agua, pasó al lado de la cama bajando los ojos. Había que pasar toda la mañana y la tarde. A intervalos hacía un esfuerzo para volver al mundo, pero encontraba que el calor y la incomodidad habían abierto una brecha entre su mundo y el otro y que ya no era posible trasponerla.

Se abrió la puerta y Helen entró acompañada de un hombre pequeñito y moreno que tenía —era lo que más pronto le llamó la atención— unas manos muy velludas. Rachel estaba medio adormecida y ardiendo intolerablemente. Él parecía tímido y obsequioso; así que casi ni se tomó el trabajo de contestarle, a pesar de entender que era el médico. En otra ocasión se abrió la puerta y entró Terence muy calladamente, y demasiado sonriente —advirtió ella— para ser natural. Se sentó a su lado y le habló, acariciándole la mano. Cuando no pudo seguir más en la misma postura, levantó la vista y vio a Helen a su lado. Terence ya se había ido. No importaba, le vería otra vez mañana, cuando estuviera mejor. Durante todo el día intentó recordar las líneas que oyó leer últimamente. El esfuerzo la cansaba. Los adjetivos persistían en colocarse todos equivocadamente.

El día siguiente no difirió mucho del anterior, exceptuando que su cama se revistió de importancia y el mundo exterior aparecía cada vez más lejano. Helen estaba allí, a su lado, todo el santo día. A veces decía que era hora de comer; otras que era la hora del té. Al día siguiente, todas las señales de la tierra se veían borrosas y el mundo exterior aparecía tan lejano que los sonidos de la gente que subía por la escalera y que se movían en la estancia eran solo destacados por un esfuerzo superior de la memoria. El recuerdo de lo que sintió o lo que había estado haciendo y pensando hacía solo tres días, se había borrado por completo. Por otra parte, cada objeto del cuarto, la propia cama, su cuerpo con sus diversos miembros y distintas sensaciones tomaban más y más importancia de día en día. Estaba completamente incomunicada; completamente aislada del resto del mundo. Aislada y enteramente sola con su cuerpo. Horas y horas pasaban así, sin ir más allá de la mañana, luego unos cortos minutos de pleno día y saltaba a las honduras de la noche.

Un atardecer, cuando la habitación se veía en tinieblas, quizá por ser tarde o por estar las persianas muy echadas, Helen se acercó para decirle:

—Alguien va a estar aquí esta noche contigo. ¿No te importará?

Abriendo los ojos, Rachel vio no solo a Helen, sino a una enfermera con gafas, cuya cara le recordó algo que hubiese visto vagamente. La había visto en la capilla.

—La enfermera Mc. Junis —dijo Helen, y la aludida sonrió igualmente serena, como hacían todas.

Después de esperar unos momentos, las dos desaparecieron, y Rachel se despertó para encontrarse de nuevo en medio de una de aquellas interminables noches. Ella se daba cuenta de que no había nada que le impidiese seguir aquel rumbo, si así le placía. A una distancia grande, una mujer mayor se sentaba agachando la cabeza. Rachel se empinó un poco y vio con sobresalto que se entretenía jugando a las cartas a la luz de una vela que tenía en el hueco que formaba un periódico. La visión tenía algo inexplicablemente siniestro. Aterrada, lloró sin poder explicarse por qué. La mujer dejó las cartas y atravesó la habitación, haciendo sombra a la vela con su mano. Acercábase cada vez más. Por fin se detuvo a la cabecera de Rachel y le dijo:

—¿Aun despierta? Déjeme ponerla cómoda. —Dejó la vela y arregló la ropa de la cama.

Rachel pensó que una mujer que jugara a las cartas toda la noche en una caverna, tenía forzosamente que tener las manos muy frías, y se encogió para no sentir su contacto.

—Debe probar a estarse quietecita —seguía diciéndole—, porque así sentirá menos el calor. Aumentará al moverse y no queremos que se sienta más ardorosa aún de lo que está. —Se quedó mirando a Rachel por una eternidad.

—Cuanto más quietecita esté, antes se pondrá buena. Rachel fijaba sus ojos en la sombra picuda del techo y concentraba toda su energía en el deseo de que aquella sombra se moviese. Pero la sombra y la mujer parecían fijadas eternamente sobre ella. Cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, habían transcurrido varias horas. La noche seguía aún implacable. La mujer seguía jugando a las cartas, solo que ahora se sentaba en un túnel, bajo un río y la luz se veía en un arco en la pared sobre ella. Gritó: «¡Terence!», y la sombra picuda se cernía otra vez en el techo. La mujer, con sus calmosos movimientos, se levantó y acercóse de nuevo a su cabecera.

—Es tan difícil mantenerla en la cama como lo era tener al señor Forrest en la suya —dijo la mujer.

Para librarse de aquella visión estacionada, Rachel cerró otra vez los ojos, y se encontró andando por un túnel bajo el Támesis. Había allí pequeñas y deformadas mujeres sentadas en unos arcos jugando a las cartas, mientras en las paredes de ladrillos se veían manchas de humedad, que acababan formando gotas o resbalando por la pared. Pero las pequeñas y viejas mujeres se convirtieron en Helen y la enfermera Mc. Junis. Estaban en pie ante la ventana, cuchicheando incesantemente. Fuera de su dormitorio, los sonidos y movimientos y las vidas de la otra gente de la casa seguían el curso corriente del sol, pasando por la sucesión de todas sus horas. Ya en el primer día de su enfermedad, se vio claro que estaba bastante mal. La temperatura fue muy alta hasta el viernes. Aquel día, martes, Terence sentía un gran resentimiento, no contra ella, sino contra la fuerza exterior que les separaba. Él contaba los días perdidos para su amor. Se daba cuenta, con una rara mezcla de placer y fastidio, de que por primera vez en su vida dependía de otra persona y de que su felicidad estaba en su poder.

Los días transcurrían triviales y las cosas no tenían importancia. Después de tres semanas de intimidad e intensidad en sus afectos, todas las ocupaciones corrientes eran insoportablemente sosas y aburridas. La ocupación menos intolerable era hablarle a John sobre la enfermedad de Rachel. Discutir cada síntoma y su sentido y cuando este motivo se agotaba, discutían la enfermedad, sus motivos y su curación.

Dos veces al día entraba a sentarse con Rachel, y dos veces al día sucedía lo mismo. Entraba en su habitación, que no estaba muy obscura y donde la música se veía por todos los lados, igual que antes, todos sus libros y cartas. Entonces su ánimo se levantaba instantáneamente. Al verla, se sentía completamente reanimado. Ella no parecía muy enferma. Sentado a su lado, le decía lo que había estado haciendo, en su tono de voz natural, solo un poco más bajo. A los cinco minutos de estar sentado a su lado, se veía acometido de una tristeza profunda. Ella no parecía la misma. Siempre concluía dejando la habitación con la convicción de que era peor verla que no verla.

Conforme pasaba el día, el deseo de verla volvía y se hacía tan imperioso, que repetía la visita.

El jueves por la mañana, cuando Terence entró en el dormitorio, sintió aumentar su confianza. Rachel se volvió hacia él, haciendo el esfuerzo de recordar ciertos hechos del mundo del que estaba tantos millones de millas alejada.

—¿Has venido del hotel? —le preguntó ella.

—No, estoy parando aquí por ahora —dijo él—. Acabamos de comer y ha llegado el correo. Hay un montón de cartas para ti, cartas de Inglaterra.

En lugar de decirle, como él estaba deseando, que quería verlas, Rachel estuvo un rato en silencio.

—¿No ves? Por ahí van, rodando por el filo de la pendiente —dijo ella de pronto.

—¿Rodando, Rachel? ¿Qué ves rodar? No hay nada que ruede.

—La vieja con el cuchillo —contestó ella. Pero al hablar, no se dirigía a Terence en particular. Miraba un jarro en la mesa de enfrente.

Él se levantó y lo bajó.

—Así no puede rodar más —dijo en tono alegre.

No obstante, ella seguía con la vista fija en el mismo sitio, y no volvió a hacerle caso, a pesar de que él probó de distraerla. Estaba tan profundamente abatido que no pudo soportar el seguir sentado a su lado. Se fue a dar vueltas, a andar por la casa, hasta encontrar a John que leía el Times en la veranda.

Hirst dejó el periódico a un lado y oyó con paciencia lo que Terence le contaba sobre el delirio. Le trataba con afecto, como si fuera un niño.

El viernes ya se vio que la enfermedad era cosa seria, que requería los cuidados de varias personas. Pero tampoco había motivo suficiente para alarmarse. Rodríguez dio a entender que había mucha variedad en aquella clase de enfermedades y opinó que estaban dándole a todo demasiada importancia. Sus visitas tenían siempre una apariencia de confianza y en sus entrevistas con Terence hacía caso omiso de sus apremiantes preguntas con el pretexto de que se apuraba demasiado. Se le veía reacio a sentarse.

—Una temperatura alta —dijo, mirando furtivamente a todos lados y aparentando más interés por los muebles y el bordado de Helen que por otra cosa—. En este clima hay que esperar siempre temperaturas altas. No hay por qué alarmarse. El pulso es nuestro guía (se dio unos golpecitos en la muñeca velluda), y el pulso sigue excelente.

Al decir esto, se inclinó respetuosamente y se escurrió fuera.

La entrevista era sostenida con dificultad por ambas partes en francés, y ello unido al hecho de que era optimista y de que Terence respetaba la profesión médica en todos los aspectos, hizo que fuese más tolerante que con otro médico mejor capacitado. Inconscientemente se puso del lado del médico y en contra de Helen, que parecía mirarle con cierto prejuicio.

Cuando llegó el sábado se vio bien que era preciso llevar las cosas más ordenadamente que hasta entonces. Hirst ofreció sus servicios; dijo que no tenía nada que hacer y que podía pasarse el día en la villa, si es que así podía serles útil. Como si iniciaran juntos una expedición difícil, se repartieron los quehaceres entre los dos muchachos, apuntando en una hoja grande un largo y metódico horario que clavaron en la puerta de la sala. Su alejamiento de la ciudad y la dificultad de procurarse los medicamentos, hizo necesario que lo planeasen todo cuidadosamente y de que encontraran difícil conseguir las cosas que de ellos se requerían.

 

John debía traer todo lo que necesitaba de la ciudad. Así que Terence podía quedarse durante las horas calurosas en la sala, cerca de la puerta abierta, presto a cualquier llamada de Helen. Siempre se le olvidaba bajar las persianas y se pasaba las horas sentado a pleno sol, abrumado y mortificado sin darse cuenta de la causa.

La habitación era poco acogedora e incómoda. Probaba a leer, pero los libros buenos eran demasiado buenos, o todo lo contrario. Lo único que podía tolerar eran los periódicos, con noticias de Londres. Aquello daba algún fondo de realidad a lo que de otra manera era una interminable pesadilla. Cuando conseguía fijar su atención en la lectura, una llamada suave de Helen o la señora Chailey reclamaba su atención.

Quitándose los zapatos, subía sin hacer ruido y dejaba lo pedido en la mesita atestada de jarros que habían puesto. Si lograba ver a Helen, le preguntaba:

—¿Cómo sigue?

—Muy inquieta… pero algo mejor; por lo menos, así me parece.

La imaginación se estancaba, la vida misma parecía haberse detenido.

El domingo fue peor que los otros días, simplemente porque había transcurrido un día más y el esfuerzo se prolongaba. A pesar de ello, nada había cambiado. Los sentimientos se sumergían en una prolongada sensación de angustia y temor unidos a una profunda importancia. Nunca se sintió Terence tan abatido. Al ver a Rachel, casi no podía creer que hubieran sido alguna vez felices, ni que estuvieran comprometidos para casarse. ¿Qué había en sus sentimientos? Una confusión grande lo cubría todo. Le parecía ver a John, a Ridley y a los demás que subían del hotel a preguntar de vez en cuando, como a través de una niebla. Las únicas personas que no se ocultaban en aquella niebla eran Helen y Rodríguez, aquéllos eran los únicos que podían decirle algo concreto de Rachel.

El día seguía su ritmo habitual. A determinadas horas se reunían en el comedor y hablaban de cosas indiferentes. Generalmente era John quien iniciaba la conversación y la mantenía a viva fuerza.

—He descubierto el modo de hacer que Sancho pase la casa blanca —dijo John el domingo durante la comida del mediodía—. Arrugas un papel junto a su oreja, y sale de estampida unos cuantos metros, luego sigue andando bien.

—Sí, pero lo que él quiere es grano de trigo. Deberías enterarte si se lo dan.

—No me fío mucho de lo que le den; y Angelo me parece un pillete sinvergüenza.

Hubo un largo silencio. Ridley recitaba unas estrofas; entre dientes y avergonzado, dijo:

—Hace un calor excesivo.

—Dos grados más que ayer —dijo John—. ¿De dónde serán estas nueces? —observó a continuación, tomando del plato una y contemplándola entre sus dedos con curiosidad.

—Supongo que de Londres —dijo Terence, mirándolas a su vez.

—Un hombre que fuese competente en el negocio podría hacer aquí una fortuna en poco tiempo —continuó John—. Supongo que el calor trastorna algo la inteligencia. Hasta los ingleses se vuelven raros. Es imposible tratar con ellos. Esta mañana, sin causa que lo justificase, me tuvieron esperando tres cuartos de hora en la botica.

Hubo otra larga pausa. Ridley preguntó:

—¿Rodríguez está satisfecho?

—Completamente —dijo Terence con decisión—, solo tiene que seguir su curso.

Ridley dio un gran suspiro. Lamentaba sinceramente la enfermedad de Rachel y el trastorno que causaba a todos, pero a ratos echaba de menos a Helen. Esto le contrariaba como también la constante presencia de los dos muchachos. Éstos se fueron a la sala.

—Mira, Hirst —dijo Terence—, no hay nada que hacer por lo menos en dos horas.

Consultó la hoja de papel pegada a la puerta.

—Ve a echarte. Yo esperaré aquí. Chailey se queda con Rachel mientras Helen baja a comer.

Era mucho pedirle a Hirst, decirle que se fuera sin ver a Helen. Siquiera fuera para preguntarle algo de la enferma. Esto, servía de algún consuelo a todo el tedio y esfuerzo que suponía para él aquella incomodidad. Pero como estaban tan unidos en aquella prueba, decidió obedecer y se marchó sin rechistar. Helen tardó mucho en bajar. Tenía el aspecto de haber estado mucho rato a obscuras. Estaba muy pálida y delgada y la expresión de sus ojos era angustiosa, pero decidida. Comió con rapidez, indiferente a todo lo que la rodeaba. No hizo mucho caso a las preguntas de Hewet. Por fin le miró con el entrecejo fruncido:

—No podemos seguir así, Terence. O encuentras otro médico, o le dices a Rodríguez que deje de venir y ya me las compondré yo sola. Es inútil que diga que encuentra a Rachel mejor. No está mejor; está peor.

Terence sufrió tal impresión que se abstuvo de contradecirla.

—¿Cree que está en peligro? —preguntó.

—Nadie puede sostenerse tantos días en este estado —contestó Helen.

Le miraba y hablaba como si estuviera indignada con alguien.

—Muy bien; esta tarde mismo hablaré con Rodríguez —replicó él.

Helen subió arriba en seguida. Nada podía ahora atenuar la ansiedad de Terence. No podía leer ni estar quieto. Su sentido de seguridad se tambaleaba, a pesar de que probaba de asegurar que Helen exageraba y que Rachel no podía estar tan enferma. Pero necesitaba un tercero que confirmase su creencia.

Tan pronto como Rodríguez bajó de verla, le abordó:

—Bueno. ¿Cómo la encuentra usted? ¿Cree que está peor?

—No hay ningún motivo para esta ansiedad —dijo Rodríguez en su infame francés, sonriendo forzadamente, y con los gestos de quien desea escapar cuanto antes. Hewet se plantó con firmeza entre él y la puerta. Estaba decidido a saber la verdad. Su confianza en el hombre se vino a tierra al mirarle fijamente y comprobar su insignificancia, su aspecto sucio y desaliñado, su inestabilidad y la falta de inteligencia de su velludo rostro. Era raro que no se hubiese dado cuenta antes de todo aquello que entonces veía.

—¿No tendrá inconveniente si le pedimos que consulte con otro médico? —continuó él.

El hombrecillo se sulfuró.

—¡Ah! —dijo—. ¿No tienen confianza en mí? ¿Están en contra de mi tratamiento? ¿Desean que abandone el caso?

—Nada de eso —replicó Terence—; pero en casos graves…

Rodríguez se encogió de hombros.

—No es tan grave, se lo aseguro. Están demasiado preocupados. La señorita joven no está grave, y yo soy un médico. La señora está asustada —dijo despreciativamente—. Me hago cargo.

—¿El nombre y dirección del médico es…? —preguntó Terence.

—No hay otro médico —replicó Rodríguez con malos modos—. Todos tienen confianza en mí. Mire. —Sacó un paquete de cartas viejas y empezó a revolverlas como si buscara una que confundiese las suspicacias de Terence. Conforme buscaba, empezó a contar una historia de un Lord inglés, que se confió a él, un gran Lord inglés, cuyo nombre, por desgracia, no recordaba.

—No hay ningún otro médico por aquí —concluyó, revolviendo las cartas.

—No importa —dijo secamente Terence—. Ya me cuidaré yo de informarme.

Rodríguez volvió a meterse las cartas en el bolsillo.

—Muy bien —dijo—. No tengo ningún inconveniente.

Se encogió de hombros, enarcando las cejas, como si quisiera repetir que tomaban la enfermedad demasiado en serio y que no había otro médico; y escurriéndose, salió, dejando en todos la impresión que se daba cuenta de que desconfiaban de él.

Terence no pudo aguantarse abajo más tiempo. Subió, llamando con los nudillos en la puerta de Rachel y preguntó a Helen si podría verla unos minutos. Ella no se negó, yendo a sentarse cerca de la ventana donde había una mesita. Terence se sentó al lado de la cama.