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100 Clásicos de la Literatura

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La cara de Rachel había cambiado. Parecía que concentraba todo su esfuerzo en vivir. Sus labios se veían secos, sus mejillas hundidas y arreboladas, pero sin color. Los grandes y bellos ojos medio entornados, como si el tenerlos cerrados le costase excesivo esfuerzo. Al besarla él, los abrió del todo. Pero solo veía a una vieja cortándole la cabeza a un hombre con un cuchillo. Se volvió hacia Terence, preguntándole ansiosamente algo de un hombre con mulas, que él no entendió.

—¿Por qué no viene? ¿Cómo no viene? —repetía.

Él se aterraba de pensar en el hombrecillo desaliñado que estaba encargado de salvar su vida. Y se volvió instintivamente a Helen. Ésta se hallaba ocupada y no parecía darse cuenta de la impresión tan tremenda de Hewet. Éste se levantó para salir. No podía aguantar más la visión de la muchacha y su corazón le latía fuerte y dolorosamente. Estaba enfadado y angustiado. Al pasar junto a Helen, ésta le dijo con voz cansada y poco natural, pero firme, que le trajera más hielo y que llenara el jarro de leche fresca. Cuando hubo cumplido aquellos encargos, fue en busca de Hirst. Se había dejado caer tendido en una cama y estaba profundamente dormido, poro Terence lo despertó sin escrúpulos.

—Helen cree que está peor —dijo—; no hay duda que está muy mal. Rodríguez es una inutilidad.

—Debemos buscar otro módico —dijo Hirst, restregándose los ojos, medio dormido— si lo hay…

—No seas idiota —exclamó Terence—. Claro que hay otro médico, y si no lo hay, tú tienes que encontrarlo. Debimos de haberlo hecho hace ya días. Voy a ensillar el caballo.

No podía estarse quieto en ningún sitio. En menos de diez minutos John iba montado hacia la ciudad bajo un sol abrasador.

«Debimos de haberlo hecho hace ya días», se repetía Hewet, furioso.

Al regresar a la sala, encontró a la señora Flushing en pie en el centro de la habitación; habiendo llegado como todos, por la cocina o el jardín, sin anunciarse.

—¿Está mejor? —preguntó bruscamente, sin intentar siquiera darle la mano.

—No —dijo Terence—, creen que está peor. La señora Flushing miró fijamente a Terence largo rato.

—Sin duda ha estado usted aquí solo, pensando y preocupándose durante todo el día y cree que está peor —dijo—; pero alguien que la viese sin prejuicios, la encontraría mejor. El señor Elliot ha tenido fiebre, pero ya está bien —dijo de un tirón—. ¡Qué importan unos cuantos días de fiebre! Mi hermano tuvo una vez fiebre durante veintiséis días. Y en una semana o dos se levantó tan campante. No tomaba más que leche y unas hierbas.

La señora Chailey entró con un recado.

—Me llaman arriba —dijo Terence.

—Ya verá cómo está mejor —repitió la señora Flushing al salir de la habitación.

Su ansiedad por convencer a Terence era grande, y cuando él hubo salido, se sintió desasosegada e inquieta. No le gustaba quedarse y no se decidía a marcharse. Fue de un cuarto a otro, buscando a alguien con quien poder hablar. Todas las habitaciones estaban vacías. Terence tomó los encargos de Helen y miró a Rachel, pero no intentó hablarle.

Rachel conseguía darse cuenta vagamente de su presencia, pero ésta parecía perturbarla, pues se volvió hacia el otro lado, dándole la espalda. Hacía seis días que se había olvidado del mundo exterior. Necesitaba toda su atención para seguir las ardientes y rojizas visiones que pasaban incesantemente ante sus ojos. Sabía que era de enorme importancia que atendiera a tales visiones y lograse entenderlas, pero siempre llegaba un poco tarde para conocerlas completamente. Las caras de Helen, de la enfermera, de Terence, la del médico —que algunas veces veía tan cerca—, la apuraban, porque distraían su atención y le impedían desentrañar la clave. Por eso, a partir del cuarto día, en cuanto alguien la movía, daba la vuelta por completo.

Empezaba a murmurar entonces algo ininteligible, como siempre. Las visiones que se ofrecían a su imaginación trataban de alguna intriga, aventura o evasión, que tomaban diversos giros incesantemente, aunque existía un motivo central para todo ello que Rachel se esforzaba en aprehender. La escena tan pronto se desarrollaba entre bosques y salvajes como en el mar o sobre los tejados de elevadas torres. Rachel saltaba unas veces y parecía como si volase otras. Cuando la crisis tocaba a su fin, siempre permanecía algo de todo ello en su imaginación hasta que recobraba nuevamente su intensidad… El calor se había hecho sofocante. Los rostros de los circunstantes acabaron por desaparecer para ella; se sentía como sumergida en las aguas revueltas de un estanque. No se veía ni escuchaba nada, salvo un débil estallido, como el de las aguas al romperse por encima de su cabeza. Mientras todos sus verdugos la creían muerta, ella vivía aún, pero se encontraba escondida en el fondo del mar. Permaneció allí, no viendo más que sombras profundas unas veces y súbitas claridades otras, cuando, de tanto en tanto, alguien la sacaba del seno de las aguas.

John Hirst pasó las horas de sol discutiendo con gruñones y evasivos nativos, y pudo sacar la información de que había un médico francés que se hallaba en las montañas descansando y tomando unas vacaciones. Decían era completamente imposible dar con él. Con la experiencia que tenía del país, creyó improbable que un telegrama pudiera serle enviado y, mucho menos, recibido, pero habiendo logrado reducir la distancia del pueblecito de cien kilómetros a treinta, alquiló un coche con caballos y se decidió a ir por él.

Consiguió dar con el doctor y persuadirle para que dejase a su joven esposa y le acompañase. Llegaron a la villa el martes a mediodía. Terence salió a recibirlos, y John notó que estaba bastante más delgado, muy pálido y sus ojos tenían un aspecto de gran ansiedad. El modo de hablar seco y dominante del doctor Lesage impresionó a los dos favorablemente.

Una vez realizada la visita, dio órdenes terminantemente, pero se abstuvo de dar su opinión, quizá por la presencia de Rodríguez.

Al preguntarle Terence si estaba muy enferma, contestó con un encogimiento de hombros:

—Desde luego.

Todos sintieron cierta sensación de alivio cuando se fue, prometiendo otra visita dentro de unas horas. Los nervios les hicieron discutir. Riñeron sobre una calle, la de Portsmouth. John dijo que estaba afirmada con macadam al pasar por Flindhead, y Terence afirmó saber tan cierto, como conocía su nombre, que no lo estaba al llegar a aquel punto. En la discusión se dijeron palabras fuertes y terminó tomándose la comida en silencio, salvo alguna reflexión banal de Ridley.

Cuando se hizo de noche y encendieron las lámparas, Terence se encontraba incapaz de aguantar su irritación por más tiempo. John se acostó, completamente rendido de cansancio moral y físico, dando afectuosamente las buenas noches a Terence. Ridley se retiró con sus libros. Otra vez solo, Terence paseaba arriba y abajo por la habitación. A veces se detenía ante la ventana. Se veían relucir las luces de la ciudad a lo lejos. Se consideraba en una isla pequeñita, completamente solo. No importaba que Rachel estuviese buena o enferma; no importaba que estuviesen separados o reunidos; nada tenía consecuencias, todo era lo mismo. Las olas del mar se oían a lo lejos romper sobre la playa. El viento ligero pasaba rozando los ramajes de los árboles, acariciándole. Deseaba poder hablar con alguien, pero Hirst se había acostado y dormía, y Ridley dormiría igualmente; no se oía ruido en la habitación de Rachel. El único ruido de la casa era el que hacía la señora Chailey en la cocina. Por fin hubo ruido de pasos en lo alto de la escalera. Era la enfermera McJunis que bajaba arreglándose los puños del uniforme, preparada para su vigilancia nocturna.

Terence la detuvo. Nunca habían hablado, pero quizá fuese posible que ella le confirmase en la creencia que aun persistía en su cerebro, de que Rachel no estaba tan grave como creían. Le dijo cuchicheando que el doctor Lesage la había visto y lo que éste dijera.

—Ahora —continuó—, por favor, déme su opinión. ¿Usted cree que está gravemente enferma?

—El médico ha dicho… —empezó ella.

—Sí, pero yo quiero su opinión. Usted tiene la experiencia de muchos casos semejantes.

—Yo no puedo decirle más que el doctor Lesage, señor Hewet —replicó, temiendo que sus palabras pudieran usarse en su perjuicio—. El caso es serio, pero puede tener la certeza completa de que estamos haciendo todo lo posible por la señorita Vinrace.

Hablaba con cierto tono profesional, pero comprendió que no dejaba satisfecho al pobre muchacho, que aún se interponía en su camino. Miró por la ventana desde la que se veía la luna reflejándose en el mar. Habló en un tono curiosamente raro.

—Nunca me gusta mayo para mis pacientes.

—¿Mayo? —repitió Terence.

—Puede ser fantasía, pero cuando alguien cae enfermo este mes… —continuó ella—. Las cosas parecen marchar mal en mayo. Quizá sea la luna. Dicen que afecta al cerebro, ¿no es eso, señor?

Él la miró, pero sin poder contestarle. Era la sensación que invadía a todos al mirarla. Ella se escurrió como pudo y desapareció.

Aunque se retiró a su habitación, no fue capaz siquiera de quitarse las ropas. Largo rato se paseó arriba y abajo, y apoyándose en la ventana, contempló la tierra obscura en contraste con el pálido azul del cielo. Con una mezcla de temor y odio, se fijó en los altos y esbeltos cipreses. Nunca comprendió antes que bajo cada acción, bajo los actos sencillos de cada día yacía el dolor, listo para atacar. Pareció ser capaz de ver el sufrimiento, como si se tratase de algo material. Un gigante comiéndose a puñados las vidas de hombres y mujeres. Conoció por primera vez el sentido de las palabras que otras veces le sonaban a hueco. La lucha por la vida. La dureza de ésta. Ahora, por sí mismo, sabía que la vida era muy dura y que rebosaba dolor hasta los bordes. Veía las luces salpicadas de la ciudad abajo y pensó en Arthur y Susan, en Evelyn y Perrot, aventurándose inconscientes en su gozo y exponiéndose abiertamente a sufrimientos como el suyo. ¿Cómo se atrevían a amar de aquella manera?, se preguntaba. ¿Cómo se atrevió él mismo a vivir como lo había hecho, rápido y descuidado, pasando de una cosa a otra y amando a Rachel como la amaba? Nunca volvería a sentirse seguro. Ya no creería en la estabilidad de la vida, u olvidaría los abismos de dolor que existen bajo una aparente felicidad y cubiertos también por sentimientos de alegría y seguridad. A pesar de estar convencido de que era absurda y risible su pequeñez, no perdió el sentido de tales pensamientos que formaban parte de una vida. Él y Rachel vivirían unidos.

 

Quizá, debido al cambio de médico, Rachel parecía estar bastante mejorada.

Helen, terriblemente pálida y rendida, pareció animarse algo.

—Me ha hablado —dijo, voluntariamente—. Me preguntó a qué día de la semana estábamos.

De repente, sin razón aparente, las lágrimas se formaron en sus ojos y resbalaron por sus mejillas. Lloraba sin estremecimientos y sin probar de contenerse, como si ignorara que estaba llorando.

Terence se sobresaltó al verla así. ¿No había límites al poder de la enfermedad? ¿Se vendría todo abajo? Siempre vio a Helen fuerte y decidida, y ahora parecía una criatura. Se acercó a ella, rodeándole los hombros, ella se apoyó en él, sin poder contener sus sollozos. Se rehizo y limpió sus ojos. Era tonto portarse así, muy tonto, repetía. No había duda de que Rachel estaba mejor. Pidió a Terence que perdonase su simpleza. Se detuvo en la puerta y, volviéndose, la besó en la frente, sin decir palabra.

Aquel día Rachel tuvo conciencia de lo que la rodeaba. Había vuelto a la superficie del obscuro y pegajoso lago, y una ola parecía sostenerla. Cesó de tener voluntad propia y se dejó llevar. Sentía una gran debilidad. La ola fue substituida por la ladera de una montaña. Su cuerpo se convirtió en un montón de nieve derretida. Sus rodillas eran picos montañosos de huesos helados. Veía a Helen y el cuarto, pero todo muy pálido y transparente.

A veces la veía atravesar la pared que tenía ante ella. Otras veces, Helen se iba tan lejos que sus ojos escasamente podían verla. La habitación parecía tener un raro poder de expansión. Su cerebro, en un rincón remoto de su cuerpo, recorría como un relámpago la habitación. Todo lo que veía suponía un esfuerzo, pero el mayor de todos fue ver a Terence. Su vista la obligó a unir el entendimiento al cuerpo en su deseo de recordar algo. No deseaba recordar; le mortificaba cuando la gente probaba de perturbar su soledad. Deseaba estar sola. No deseaba otra cosa más en el mundo.

Terence se dio cuenta de la nueva esperanza que alentaba en Helen, vio esto como un triunfo. Esperó al doctor Lesage, aquella tarde, con creciente ansiedad, pero con la misma certeza en el fondo de su ser, de que todos admitían su equivocación.

El doctor Lesage estuvo malhumorado y estuvo muy escueto en sus contestaciones. A las palabras de Terence.

—Parece estar mejor —replicó, mirándole de un modo extraño—. Tiene una remota probabilidad de salvarse.

La puerta se cerró y Terence se dirigió hacia la ventana, apoyando la cabeza contra el quicio.

«Rachel —se repetía a sí mismo— tiene una remota probabilidad de vida. Rachel. ¿Cómo podían decir tales cosas de Rachel?».

Estuvieron en relaciones cuatro semanas. Hacía quince días que estaba perfectamente bien. ¿Qué podían aquellos catorce días haberle hecho para ponerla en aquel estado? Él no podía vivir sin ella. Después de aquella momentánea lucha, la cortina cayó de nuevo. No veía nada ni podía sentir claramente. Todo seguía su curso como antes. Salvo un dolor físico cuando le latía el corazón y el hecho de tener los dedos helados, no se daba cuenta de su creciente ansiedad. En su entendimiento él parecía no sentir nada de Rachel o de nadie en el mundo.

Aquella noche, el doctor Lesage pareció estar menos enojado. Se quedó voluntariamente unos momentos, y dirigiéndose a John y a Terence, como si no recordara cuál de los dos estuviera prometido con la pobre enferma, les dijo:

—Yo considero que está sumamente grave.

Ninguno de los dos se acostó, ni sugirió que el otro lo hiciese. Se sentaron montando guardia en la puerta abierta. John formó una especie de cama en el sofá, y cuando la tuvo lista insistió para que Terence se echara. Empezaron a reñir sobre quién se echaría allí y quién sobre un par de butacas arreglado con unas mantas. John forzó a Terence para que se echara en el sofá.

—No seas tonto, Terence —le dijo—. Solo conseguirás ponerte malo si no duermes.

Al seguir Terence negándose, él calló bruscamente, temiendo ponerse sentimental. Estaba a punto de romper a llorar. Comenzó a decir lo que hacía mucho tiempo deseó decirles, que sentía como Terence, que quería a éste y también a Rachel. Estaba muy ansioso de poder decir todo aquello, pero se contuvo, pensando que era egoísta. Al fin y al cabo, ¿a qué conducía darle la murga a Terence hablándole de todo aquello? A él no le importaba lo que pasara, siempre que la sucesión de aquellos duros y tristes días se rompiera; hasta le parecía que no le importaba que se muriese. Se sentía desleal al no sentirlo, pero parecía como si su sensibilidad se hubiese agotado.

Durante la noche entera no hubo llamada ni movimiento, exceptuando el abrir y cerrar de la puerta una sola vez. Gradualmente, la luz entró en la habitación desordenada. A las seis se oyeron movimientos de las criadas arriba. A las siete bajaron a la cocina, y media hora después, el día se iniciaba de nuevo.

Sin embargo, éste no fue igual que los anteriores, aunque hubiera sido difícil de decir en qué estaba la diferencia. Tal vez, en que todos parecían estar esperando algo; y, ciertamente, había muy pocas cosas que esperar. Algunas personas paseaban por el salón. Allí estaban el señor Flushing, la señora Thornbury y su marido. Hablaban en voz alta con exaltación, permaneciendo todo el tiempo en pie, aunque la única cosa que tenían que decir era: «¿Podemos ser útiles en algo?». Pero ellos nada podían hacer.

Terence recordó lo que había dicho Helen de que al entrar en el máximo peligro la gente reaccionaba. ¿Estaba en lo cierto o se equivocaba? La niebla de irrealidad que le envolvía se iba haciendo honda y profunda. Parecía entumecerle todos los miembros. ¿Era aquél su cuerpo?

Aquella mañana, por vez primera, a Ridley le fue imposible sentarse solo en su despacho. Se sentía incómodo y como no se daba cuenta bien de todo, entorpecía constantemente, pero no consentía en irse de la sala. Demasiado inquieto para leer, y sin nada que hacer, empezó a pasear arriba y abajo recitando versos en voz baja. Ocupados en distintas cosas, desenvolver paquetes, descorchar botellas, poner unas direcciones, el canturreo de Ridley y el ruido de sus pisadas se grababan en las cabezas de John y Terence.

—¡Oh, esto es intolerable! —exclamó Hirst deteniéndose.

Los dos expresaron su interés en lo que les dijo el doctor Lesage a su llegada. Les parecía muy extraño. Aquel día a todos les pasó la hora de la comida. La misma señora Chailey estaba rara. Llevaba una bata a rayitas y tenía las mangas remangadas hasta el codo. Se daba tanta cuenta de su extraña apariencia, como si a medianoche hubiese saltado de la cama avisada por una alarma de fuego. Se le olvidó su reserva y compostura. Hablaba con familiaridad, como si desde chicos los hubiera sostenido sobre sus rodillas, asegurándoles una y otra vez que era deber suyo comer.

La tarde pasó más aprisa de lo que esperaban.

Una vez abrió la puerta la señora Flushing, pero al verlos, la cerró de nuevo aprisa. Bajó Helen a coger algo y se detuvo al dejar la habitación, fijándose en una carta dirigida a ella. Estuvo por un momento dándole vueltas; mirando el sobre; y la extraordinaria y triste belleza de su actitud, se quedó grabada en Terence del modo que quedan las cosas impresas. Escasamente hablaban. Ya el sol de la tarde se retiraba de la fachada de la casa. Ridley paseaba por la terraza, repitiendo estrofas de un largo poema en voz baja. Fragmentos del poema entraban a ráfagas por la abierta ventana al pasarla y repasarla. El sonido de estas palabras colmaba de desconsuelo el alma de los dos muchachos, pero las soportaron.

Al acercarse el atardecer y ver la luz rojiza del sol que se ponía sobre el mar, la misma sensación de desesperanza atacó a los dos. La idea de que el día se acababa y otra noche les esperaba, era una tortura. La aparición de una luz, seguida de otra allá abajo en la ciudad, produjo en Hirst una repetición del terrible y abrumador deseo de romper en sollozos.

La señora Chailey trajo unas lámparas. Explicó que María, al descorchar una botella, había sido tan tonta como para cortarse el brazo, pero ya se lo había vendado. Era una inoportunidad cuando había ahora tanta tarea que hacer. Ella cojeaba a causa de reuma en su pie.

El atardecer avanzó. El doctor Lesage llegó inesperadamente y estuvo arriba un largo rato. Bajó y bebió una taza de café.

—Está muy mal —contestó a la pregunta de Ridley.

Todo el enojo había desaparecido de sus modales. Estaba grave y formal, pero al mismo tiempo tenía una actitud llena de consideración. Subió de nuevo. Los tres hombres se sentaron en la sala. Ridley estaba completamente quieto, salvo unos pequeños e involuntarios movimientos y exclamaciones que acallaba súbitamente. Parecía que al fin daban la cara abiertamente a algo definido. Eran cerca de las once cuando otra vez apareció el doctor Lesage en la habitación.

Se aproximó a ellos muy lentamente. Miró primero a John y después a Terence, diciéndole a este último:

—Señor Hewet, creo que puede subir.

Terence se puso en pie inmediatamente, dejando a los otros con el doctor Lesage.

La señora Chailey estaba en el corredor, repitiendo una y otra vez:

—Es malo, es cruel.

Terence no paró atención en ella. Oía lo qué decía, pero sin comprender su significado. Al subir, se decía a sí mismo. «Esto no me está pasando a mí. No es posible que me esté pasando». Miraba con curiosidad su mano sobre la baranda. Los peldaños de la escalera eran hondos y le tomó tiempo el subir. Parecía inconsciente.

Al abrir la puerta vio a Helen sentada al lado de la cama. Había luces veladas en la mesa y la habitación, y aunque se veía llena de cosas todo estaba muy ordenado. Percibíase un suave olor a desinfectante. Helen se levantó y le cedió su silla en silencio. Al cruzarse sus ojos se encontraron. Él se extrañó de la claridad extraordinaria de su mirada y al mismo tiempo de la honda calma y tristeza que había en ellos. Se sentó al lado de la cama, y un momento después oyó cerrar la puerta suavemente. Se encontró solo con Rachel y un reflejo pálido de alivio se posesionó de él. La miró. Esperaba encontrar en ella un terrible cambio, pero no lo vio. Estaba muy delgada y parecía muy cansada. Le sonrió y le dijo:

—Hola, Terence.

La cortina que tanto tiempo estuvo corrida entre los dos se evaporó completamente.

—Bien, Rachel —replicó él. Y le sonrió como antes con su gesto familiar.

La besó y tomó su mano entre las suyas.

—Ha sido tremendo sin ti —dijo él.

Ella le miró sonriendo, pero pronto un ligero gesto de fatiga y perplejidad vino a sus ojos y los cerró de nuevo.

—Cuando estamos juntos somos completamente felices —dijo él.

Continuaba sujetándole la mano, era imposible ver ningún cambio en su cara. Un inmenso consuelo de sentirse en paz invadió a Terence, tanto, que no deseó moverse ni hablar. La terrible tortura e irrealidad de los días pasados había terminado. Encontraba de nuevo una perfecta certeza unida a una paz espiritual. Su entendimiento trabajaba de nuevo con naturalidad y facilidad. Cuanto más tiempo permanecía sentado allí, más profundamente se daba cuenta de que la paz invadía todos los rincones de su alma. Hubo un instante en el que le pareció sentir su aliento y se puso a escuchar ávidamente; sí, respiraba aún… Comprendió que se engañaba. Rachel había dejado de vivir. Pero era mejor así; esto era la muerte, la nada, no respirar ya más. Era la felicidad, la felicidad absoluta. Ellos tenían ahora lo que tanto habían deseado; la perfecta unión, que no les era posible conseguir mientras ella estaba en vida. Inconscientemente, en voz baja, o con el pensamiento tan solo, se dijo: «Nunca han sido tan felices dos personas como lo fuimos nosotros. Nadie se ha amado tanto como nos amamos nosotros». Pensó las palabras y las pronunció:

 

—Ningunas otras personas han tenido nunca el mismo goce que nosotros. Nadie se quiso nunca como tú y yo nos quisimos.

Le parecía a él que su completa unión y felicidad se desbordaba por la habitación, en círculos que se agrandaban más y más. No tenía ya en el mundo ningún deseo incumplido. Poseían lo que ya nunca se les podría quitar.

No se dio cuenta de que alguien había entrado en la habitación. Momentos u horas después sintió detrás de él un brazo. Los brazos le rodearon. Él no quería sentir aquellos brazos y las misteriosas voces que cuchicheaban le molestaban. Dejó la ya helada mano de Rachel sobre la colcha y levantándose de la silla fue hacia la ventana.

Las ventanas carecían de cortinas y mostraban la luna, y un camino largo y plateado sobre la superficie de las olas.

—¿Por qué —dijo él— hay un halo alrededor de la luna?

Los brazos, ¿eran de hombre o mujer?, le rodearon de nuevo y le empujaban con suavidad hacia la puerta. Se volvió y anduvo firmemente hacia la puerta, consciente y a la vez extrañado de la forma que la gente se comportaba solo porque alguien había muerto. Se iría, si así lo deseaban, pero nada de lo que ellos hiciesen podía perturbar su felicidad.

Al ver el corredor fuera de la habitación y la mesita con las tazas y los platos, comprendió que nunca más volvería a ver a Rachel.

—¡Rachel! ¡Rachel!

XXVI

Durante dos o tres horas más, los reflejos de la luna iluminaron la obscura noche. Sin interceptarla las nubes, su claridad bañaba toda la tierra y el mar como un blanco y frío sudario. En aquellas horas el silencio fue completo, y el único ruido perceptible el causado por el movimiento del aire al pasar entre las ramas y hojas. Las sombras que había en la tierra se movían también. En este profundo silencio se oyó como un llanto inarticulado, que parecía de niños muy pobres, de gente débil o dolorida. Estaba ya el sol en el horizonte, el aire, tímido, se hizo a cada momento más rico y lleno de vida, y los ruidos más atrevidos, rebosando arrojo y autoridad. El humo ascendía titubeante sobre las casas. El sol brilló sobre unas ventanas obscuras.

Hacía ya muchas horas que el sol brillaba y coloreaba con sus rayos antes de que se viera movimiento alguno en el hotel. Sobre las nueve y media la señorita Allan llegó muy despacio al vestíbulo, se acercó sin ganas a una de las mesitas donde estaban los periódicos de la mañana, pero no alargó la mano hacia ellos. Se quedó parada, pensativa, con la cabeza algo inclinada sobre los hombros. Se la notaba aviejada, se podía fácilmente adivinar cómo sería dentro de unos años. Otras personas entraron pero no habló a nadie. Ni siquiera los miró. Por fin, como si comprendiera que algo tenía que hacer, se sentó muy quietecita en un butacón mirando con fijeza ante ella. Se sentía muy vieja e inútil, como si su vida hubiera sido un fracaso, como si su dureza y laboriosidad no sirviesen para nada. No tenía empeño en seguir viviendo, y sabía que así tenía que ser. Era tan fuerte que viviría hasta ser una mujer muy vieja. Probablemente viviría hasta los ochenta. Ahora contaba cincuenta. ¡Treinta años más de vida! Se miraba las manos con curiosidad; sus viejas manos que tanto trabajaron para ella. No parecía tener afán por nada. Levantó los ojos y se encontró con la señora Thornbury en pie ante ella, con el entrecejo fruncido y los labios entreabiertos. Parecía no atreverse a hacer la pregunta. La señorita Allan se anticipó:

—Sí, murió esta madrugada. Muy temprano. A eso de las tres.

La señora Thornbury lanzó una pequeña exclamación, apretó sus labios y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por encima de los demás dirigió su mirada hacia el vestíbulo, inundado ahora por raudales de luz, y hacia los grupos que, despreocupadamente, permanecieron de pie junto a los sillones y las mesas. A su vez, ellos la miraban como a un ser irreal, o como mirarían quienes no se dieran cuenta de que una gran explosión había estallado junto a ellos. Pero, en realidad, no había habido ninguna explosión, y ellos permanecían allí, junto a sus sillas y sus mesas. La señora Thornbury no los vio durante mucho tiempo, pues a través de ellos, como si sus cuerpos fueran transparentes, empezó a ver la casa, sus moradores, la habitación, el lecho que había en ésta, la figura de la muerta, inmóvil en la obscuridad, bajo la sábana que la cubría. Sí, le pareció ver su cuerpo, y escuchar los sollozos de las plañideras…

—¿Esperaban esto? —preguntó al fin.

La señorita Allan se limitó a mover la cabeza.

—No sé nada —dijo después—: Solo lo que la señora Flushing me ha dicho: que murió esta mañana a primera hora.

Las dos se miraban con una mirada comprensiva y significante, sintiéndose extrañamente atontadas. Buscando no sabía qué, la señora Thornbury se fue despacio para arriba, tocando con las manos las paredes de los corredores para sostenerse. Las camareras pasaban ligeramente de cuarto en cuarto, pero las evitaba. Ni aun miró al detenerla Evelyn. Se veía que ésta había estado llorando, y cuando la vio rompió de nuevo en llanto. Juntas se fueron al hueco de la ventana y estuvieron allí en silencio. Palabras entrecortadas se formaron por fin entre los sollozos de Evelyn.

—¡Eran tan felices!

La señora Thornbury le daba unas palmaditas en el hombro.

—Es duro, muy duro.

Veía a través de la cuesta, en la altura, la villa de los Ambrose. Las ventanas brillaban al sol, y pensó alma traspasaría aquellas ventanas. Algo se había elevado del mundo dejándolo extrañamente vacío. Los sollozos de Evelyn se aquietaban.

—Tiene que haber una razón. No puede ser tan solo un accidente.

La señora Thornbury suspiró hondamente.

—No debemos pensar en ello —añadió—, y que ellos tampoco lo piensen.

—Estas terribles enfermedades. No hay ninguna razón, no creo que haya razón alguna —estalló Evelyn, bajando la persiana con ímpetu y haciéndola subir de nuevo—. ¿Por qué ocurren estas cosas? ¿Por qué sufrirán tanto los seres? Creo yo que Rachel está en el cielo, pero ojalá que Terence…

La señora Thornbury sacudió la cabeza ligeramente sin contestar; dio un apretoncito a la mano de Evelyn y siguió corredor abajo, impelida por el deseo de tener noticias más extensas, pero se dirigió hacia la habitación de los Flushing. Al abrir la puerta, sintió que interrumpía una discusión entre marido y mujer. La señora Flushing estaba sentada de espaldas a la luz, y su marido, junto a ella, discutía tratando de convencerla acerca de algo.

—¡Ah! Aquí está la señora Thornbury —dijo él con cierto alivio en el tono de su voz—. Mi mujer cree que, en cierta manera, ella es responsable. Ella animó a la pobre criatura a que viniese a la expedición. Estoy seguro de que usted opinará que es muy poco razonable. Ni siquiera sabemos que adquiriese la enfermedad allí. Además, que ella estaba empeñada en ir. Hubiese ido, la invitaras o no, Alice.

—No sigas, Wilfrid, ¿qué se saca con hablar tanto? —dijo su mujer sin levantar los ojos del suelo—. ¿De qué sirve hablar? ¿De qué sirve?

La señora Thornbury, dirigiéndose a Wilfrid, en vista de que con su esposa era inútil hablar, dijo:

—¿Hay algo que podamos hacer? ¿Ha llegado el padre? ¿Se podría ir a verle?

El deseo más fuerte en ella era consolar a los pobres que sufrían, verles, ayudarles. Era tremendo estar tan alejados de ellos. Pero el señor Flushing movía la cabeza.