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100 Clásicos de la Literatura

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—En ese caso, le ruego que me haga saber el resultado de sus indagaciones —dijo la señora Touchett—. Y ya que no puedo hablar con él, lo que sí haré será hablar con Isabel.



Al oír aquellas palabras, su interlocutora quiso hacerle una advertencia.



—No sea demasiado explícita con ella. No avive su imaginación.



—Jamás he avivado la imaginación de nadie. Pero estoy segura de que ella siempre hará algo… algo que yo no haría.



—No, a usted no le gustaría —dijo madame Merle dándolo por sentado.



—¿Y por qué tendría que gustarme, si se puede saber? El señor Osmond no tiene nada mínimamente sólido que ofrecer.



Madame Merle guardó silencio de nuevo, al tiempo que una sonrisa pensativa elevaba la comisura de sus labios y los ladeaba hacia la izquierda, proporcionándole mayor encanto de lo habitual.



—No nos confundamos. Está claro que Gilbert Osmond no es ningún advenedizo. Es un hombre que en condiciones favorables es capaz de causar muy buena impresión. Por lo que yo sé, en más de una ocasión ha sido así.



—No me cuente sus líos amorosos, probablemente de lo más calculados. ¡Me traen sin cuidado! —exclamó la señora Touchett—. Por eso que me dice es precisamente por lo que quiero que cesen sus visitas. Que yo sepa, no tiene nada más en este mundo que una o dos decenas de cuadros de los maestros primitivos y una hijita más o menos petulante.



—Los maestros primitivos valen hoy en día una cantidad considerable de dinero —dijo madame Merle—, y la hija es una persona muy joven, muy inocente y totalmente inofensiva.



—Dicho de otra forma, es una chiquilla insulsa. ¿Es eso lo que quiere decir? Al carecer de fortuna, no puede esperar hacer un buen matrimonio como se hace en este país; por tanto, Isabel se verá obligada a mantenerla o a proporcionarle una dote.



—Lo más probable es que Isabel no tuviese inconveniente en mostrarse generosa con ella. Creo que le ha cogido cariño a la pobrecilla.



—¡Razón de más para que el señor Osmond se quede en su casa! De lo contrario, de aquí a una semana nos encontraremos con que mi sobrina ha llegado a la conclusión de que su misión en la vida es demostrar que una madrastra es capaz de sacrificarse, y de que, para demostrarlo, tiene antes que convertirse en una.



—Pues sería una madrastra encantadora —dijo madame Merle con una sonrisa—; pero estoy completamente de acuerdo con usted en que lo mejor es que no se precipite demasiado en decidir cuál es su misión. Cambiar la misión de uno es casi tan difícil como cambiar la forma de la nariz: están ahí, las dos, en medio del carácter y del rostro… hay que comenzar desde muy temprano. Pero voy a investigar lo que sucede y la mantendré informada.



Todo esto tenía lugar a espaldas de Isabel, que no albergaba la más mínima sospecha de que sus relaciones con el señor Osmond fuesen objeto de debate. Madame Merle no le había dicho nada que la pusiese en guardia; no aludía a él con mayor interés del que mostraba por los demás caballeros de Florencia, tanto extranjeros como nativos, que ahora venían en número considerable a presentar sus respetos a la tía de la señorita Archer. Isabel lo consideraba un hombre interesante; esa era la idea que se había hecho desde un principio, y así era como le gustaba pensar en él. De su visita a la casa de la colina se había traído una imagen que no se había visto alterada por sus posteriores encuentros con él y que estaba investida de una particular armonía en relación con otras cosas que suponía o adivinaba, con historias dentro de otras historias: con la imagen de un hombre distinguido, sensible, inteligente y discreto, que paseaba por una terraza cubierta de musgo desde la que se dominaba el dulce valle del Arno y que llevaba de la mano a una niña, pura como el tañido de una campana, que hacía que la infancia cobrase una nueva luz. La imagen carecía de florituras, pero a Isabel le agradaba aquel tono tenue y la atmósfera de crepúsculo veraniego que la impregnaba. Hablaba de la clase de cuestiones personales que más hondo le llegaban; de la elección entre distintos objetos, sujetos, contactos… ¿cómo podría denominarlos…?, entre relaciones estrechas o efímeras; de una vida solitaria y dedicada al estudio en una tierra hermosa; de una antigua pena que se reavivaba de vez en cuando; de un sentimiento de orgullo tal vez desmesurado, pero que tenía un punto de nobleza; de un deseo de belleza y perfección, tan innato y a la vez tan cultivado, que su devenir parecía dibujarse allí abajo en aquellas vistas ordenadas, en las series de escalinatas, terrazas y fuentes que conforman un jardín italiano, sin apenas resquicio para la aridez, refrescado por un rocío natural de peculiar paternidad, un tanto ansiosa y descorazonada. Cuando estaba en el palazzo Crescentini, la actitud del señor Osmond seguía siendo la misma: desconfiado en un principio, y sin duda presa de la timidez, hacía enormes esfuerzos (que solo alguien predispuesto advertía) para superar dicha desventaja, esfuerzos que normalmente se traducían en una conversación fluida, amena, muy positiva, un tanto agresiva, pero siempre sugerente. La conversación del señor Osmond no se veía lastrada por el deseo de sobresalir; Isabel no tenía dificultad alguna en creer sincera a una persona que daba tantas muestras de poseer firmes convicciones, como, por ejemplo, cuando apreciaba de forma explícita y elegante cualquier cosa que se dijese en apoyo de sus tesis, sobre todo si quien lo hacía era la propia señorita Archer. A la joven seguía gustándole el hecho de que, si bien era cierto que hablaba por puro placer, no lo hacía para causar efecto. Exponía sus ideas como si, por muy extrañas que con frecuencia resultasen, estuviese habituado a ellas y hubiese vivido siempre con ellas, como si fuesen puños antiguos y bruñidos, bolas y cabezas de materiales preciados, susceptibles si hubiese necesidad de encajarlos en bastones nuevos, y no varas arrancadas con indolencia de cualquier árbol y enarboladas después con pretenciosa elegancia. Un día apareció con su hija, e Isabel se alegró de ver de nuevo a la jovencita, que, al ofrecer la frente a todos los presentes para que la besasen, le recordó de forma vívida el personaje de la ingénue de la comedia francesa. Isabel no había conocido nunca a una jovencita de ese estilo: las jovencitas estadounidenses eran muy distintas, como lo eran asimismo las doncellas de Inglaterra. Pansy estaba perfectamente formada y dispuesta para su pequeño papel en el mundo; sin embargo, su carácter, como bien se podía apreciar, era muy inocente e infantil. La jovencita estaba sentada en el sofá al lado de Isabel; llevaba puesto un manto de seda gruesa y un par de aquellos útiles guantes que madame Merle le había regalado, de color gris y con un único botón. Era como una página en blanco, la jeune fille ideal de la ficción europea. Isabel albergaba la esperanza de que una página tan lisa y bella como aquella acabase cubierta por un texto edificante.



La condesa Gemini también acudió a visitarla, pero ella era harina de otro costal. En este caso la página no estaba en blanco, sino que aparecía escrita con distintas caligrafías, y la señora Touchett, que no se sentía nada honrada por su visita, declaró que con solo mirarla se advertían en ella toda una serie de inequívocos borrones. Es más, la condesa Gemini fue el motivo de una leve discusión entre la señora de la casa y su visitante venida de Roma, en la que madame Merle (que no era tan incauta como para irritar a la gente manifestando siempre su aquiescencia) se aprovechó con humor del permiso para disentir que su anfitriona permitía utilizar a los demás con la misma holgura con que lo hacía ella. La señora Touchett había declarado que le parecía un auténtico atrevimiento que la condesa Gemini se presentase en aquel momento a las puertas del palazzo Crescentini, en una casa en la que, como bien debía de saber desde hacía tiempo, se la tenía en tan poca estima. Isabel estaba al corriente de la opinión que prevalecía bajo aquel techo, según la cual la hermana del señor Osmond era una dama que había cometido tantos desmanes que ya ni siquiera eran tenidos en cuenta —que es por lo general lo que se busca—, y que ya no era sino los pecios flotantes de un conocido naufragio, como un tema incómodo de conversación en sociedad. Su madre —una persona mucho más administradora, con una debilidad por los títulos extranjeros de la que su hija, para hacerle justicia, a estas alturas era probable que se hubiese desprendido—, la había casado con un noble italiano que tal vez le había ofrecido pretextos para acallar los remordimientos de sus devaneos. La condesa, sin embargo, se había consolado en demasía, y la lista de sus excusas se había perdido en el laberinto de sus aventuras. La señora Touchett jamás había accedido a recibirla, pese a que la condesa llevaba mucho tiempo intentándolo. Florencia no era una ciudad precisamente austera, pero, como decía la señora Touchett, en algún punto tenía que trazar la línea divisoria.



Madame Merle defendía a la infeliz dama con grandes dosis de celo e ingenio. No veía por qué razón tenía la señora Touchett que convertir en chivo expiatorio a la pobre condesa Gemini, que en realidad no había hecho daño alguno, que tan solo había hecho el bien de forma equivocada. Era indudable que había que trazar una línea divisoria, pero de hacerlo, había que dibujarla: era demasiado torcida una línea que dejara fuera a la condesa Gemini. En ese caso, lo mejor que podía hacer la señora Touchett era cerrar su casa a cal y canto; tal vez fuese la mejor medida mientras la dama permaneciese en Florencia. Había que ser justo y no establecer diferencias arbitrarias. Estaba claro que la condesa había sido imprudente; no había sido tan inteligente como otras mujeres. Era una buena persona que no tenía nada de inteligente. Pero ¿desde cuándo era eso motivo para ser excluido de la buena sociedad? Hacía muchísimo tiempo que no se comentaba nada de ella, y qué mejor prueba podía haber de que había renunciado a los malos hábitos que aquel deseo de convertirse en miembro del círculo de la señora Touchett. Isabel no tenía nada que aportar a aquella interesante disputa, ni siquiera su paciente atención, y se limitó a dar una cálida bienvenida a la condesa Gemini, quien, por muchos defectos que tuviese, al menos contaba con el mérito de ser la hermana del señor Osmond. Como el hermano sí le agradaba, Isabel pensó que lo correcto era tratar de que la hermana también le gustase; a pesar de sentirse cada vez más perpleja ante los acontecimientos, era aún perfectamente capaz de seguir una secuencia lógica tan primitiva. La impresión que la condesa le había causado cuando la conoció en la villa no había sido la más favorable, pero agradecía que se le diese la oportunidad de reparar aquel accidente. ¿Acaso no había declarado el señor Osmond que era una buena mujer? Viniendo de Gilbert Osmond, dicha afirmación resultaba un tanto burda, pero madame Merle la había mejorado al recubrirla de cierto barniz. Le había contado a Isabel más de la pobre condesa que el señor Osmond, y relatado la historia de su matrimonio y las consecuencias que de él se habían derivado. El conde Gemini era miembro de una antigua familia toscana, pero tan pobre que había aceptado a Amy Osmond, a pesar de no ser una gran belleza, por la modesta dote que la madre ofrecía, una suma equivalente a la parte del patrimonio familiar que su hermano ya había recibido. El conde Gemini, sin embargo, había heredado dinero desde entonces, y ahora, en términos italianos, disfrutaban de una situación desahogada, pese a que Amy era una auténtica manirrota. El conde era un ser de baja catadura moral, y le había dado a su esposa motivos más que sobrados de ello. La condesa no tenía hijos; había perdido tres antes de que cumpliesen el primer año. La madre de la condesa, que había tenido pretensiones culturales, escribía poemas descriptivos y publicaba crónicas sobre temas italianos en semanarios ingleses. La dama en cuestión había fallecido tres años después de que la condesa contrajese matrimonio, mientras que el padre, perdido en el gris amanecer americano del momento, aunque considerado en principio hombre rico e indómito, había muerto mucho tiempo atrás. Y eso, en opinión de la señora Merle, era algo que se notaba en Gilbert Osmond: se apreciaba que era una mujer quien lo había criado, aunque, para hacerle justicia, se supone que debería haber sido alguien más sensato que la Corinne americana, como le gustaba a la señora Osmond que la llamasen. Había llevado a sus hijos a Italia tras la muerte del señor Osmond, y la señora Touchett la recordaba en los años posteriores a su llegada. La consideraba una snob insoportable, aunque viniendo de la señora Touchett esa opinión resultaba incoherente, ya que ella, al igual que la señora Osmond, aprobaba los matrimonios de conveniencia. La condesa Gemini era una excelente compañía y mucho menos superficial de lo que aparentaba. Uno podía llevarse de maravilla con ella siempre que observase una regla muy simple: no creerse ni una sola palabra de lo que decía. Madame Merle, por consideración a su hermano, siempre hacía todo lo que estaba en su mano; Osmond siempre apreciaba cualquier gesto amable hacia Amy, ya que (para ser sinceros) consideraba que desprestigiaba un tanto su apellido común. Como era natural, era imposible que le agradase el estilo de la condesa, su ostentoso mal gusto, su falta de serenidad. Le desagradaba; lo ponía nervioso; no era su tipo de mujer. ¿Cuál era entonces su tipo? Pues el extremo opuesto de la condesa: una mujer para quien la verdad fuese algo sagrado. Isabel era incapaz de darse cuenta del número de mentiras que su visitante le había contado; es más, la condesa siempre le había dado la impresión de mostrar una estúpida sinceridad. Había hablado casi exclusivamente de sí misma; de cuánto le gustaría llegar a conocer a fondo a la señorita Archer; de hasta qué punto agradecería contar con una amiga de verdad; de cuán desagradable era la gente de Florencia; de lo harta que estaba del lugar; de cómo le gustaría vivir en otro sitio; en París, en Londres o en Washington; de lo imposible que resultaba encontrar en Italia algo bonito que ponerse, con la excepción de algún encaje antiguo; de lo carísimo que se estaba poniendo todo en todas partes; de la vida de sufrimientos y privaciones que había tenido. Madame Merle escuchó con interés el relato que le hizo Isabel de esta conversación, pero no había tenido necesidad de oírlo para librarse de la angustia que le producía. En general, la condesa no le infundía miedo, y podía permitirse hacer lo que en suma era lo mejor: no mostrarse temerosa.

 



Isabel recibió asimismo la visita de otra persona, a la que no resultaba fácil tratar con condescendencia, ni siquiera a su espalda. Se trataba de Henrietta Stackpole, que había abandonado París tras la partida de la señora Touchett a San Remo y, según relató, se había dirigido al sur y dedicado a explorar las ciudades italianas del norte, hasta llegar a Florencia a mediados de mayo. Madame Merle la examinó de una sola ojeada, la recorrió de pies a cabeza y, tras una punzada de desesperación, se propuso soportarla. Es más, decidió que iba a deleitarse con ella. No podía ser aspirada como una rosa, pero sí agarrada como una ortiga. Madame Merle se las arregló con gran ingenio para hundirla en la insignificancia, e Isabel sintió que, al haber previsto tal posibilidad, había hecho justicia a la inteligencia de su amiga. La visita de Henrietta se la había anunciado el señor Bantling, quien al llegar de Niza mientras Henrietta estaba en Venecia, y esperando encontrársela en Florencia, adonde ella todavía no había llegado, había acudido al palazzo Crescentini a comunicar su desilusión. La llegada de Henrietta tuvo lugar dos días más tarde, y produjo en el señor Bantling una emoción que estaba ampliamente justificada por el hecho de que no la había vuelto a ver desde aquellos episodios sucedidos en Versalles. La situación fue vista con humor por todos, pero solo habló abiertamente de ella Ralph Touchett, quien en la intimidad de sus aposentos, mientras el señor Banling se fumaba un cigarro, dio rienda suelta a Dios sabe qué comentarios jocosos sobre la incisiva señorita Stackpole y su aliado británico. Dicho caballero se tomó la broma con perfecta ecuanimidad, y sin tapujo alguno confesó que él consideraba el asunto un cortejo intelectual. La señorita Stackpole le gustaba inmensamente; pensaba que tenía una magnífica cabeza sobre los hombros y encontraba muy reconfortante la compañía de una mujer que no se dedicaba a estar siempre pensando en el qué dirán ni en las apariencias. A la señorita Stackpole jamás le preocupaban las apariencias, y si a ella le traían sin cuidado, ¿a santo de qué iba a preocuparse él? Pero su curiosidad se había despertado; lo que de verdad quería saber es si en algún momento le preocuparían. Estaba dispuesto a llegar tan lejos como ella llegase…, y no veía razón para ser el primero en frenar.



Henrietta no daba muestra alguna de querer frenar. Sus perspectivas habían mejorado tras su partida de Inglaterra, y ahora disfrutaba plenamente de sus copiosos recursos. Es cierto que se había visto obligada a sacrificar sus esperanzas de acceder a la vida privada; la cuestión social en el continente estaba salpicada de obstáculos incluso más numerosos que los que se había encontrado en Inglaterra. Pero en el continente había una vida exterior, que era palpable y visible a cada instante, a la que se podía dar un uso literario con más facilidad que a las costumbres de los opacos isleños. Como la señorita Stackpole comentaba con mucho ingenio, al aire libre, en tierras extranjeras, uno tenía la impresión de estar viendo la parte frontal del tapiz; al aire libre, en Inglaterra, la impresión que se tenía era la de contemplarlo por detrás, con lo cual no se percibía el dibujo. Resultaba mortificante verse obligada a confesarlo, pero Henrietta, harta de ocultismos, centraba ahora toda su atención en la vida de la calle. Había estado dos meses en Venecia estudiándola, y desde dicha ciudad había enviado al Interviewer descripciones minuciosas de las góndolas, de la Piazza, del puente de los Suspiros, de las palomas y del joven gondolero que cantaba los versos de Taso. Su propósito actual era dirigirse a Roma antes de que llegase la malaria (parecía suponer que esta lo hacía en fecha fija); y, de acuerdo con su plan, tan solo pasaría unos días en Florencia. El señor Bantling iba a acompañarla a Roma, y Henrietta le comentó a Isabel que, dado que él había estado antes allí, era hombre de la milicia y había recibido una educación clásica (había estudiado en Eton, donde, aseguraba la señorita Stackpole, no se estudiaba más que latín y a Whyte-Melville), iba a ser un acompañante ciertamente útil en la ciudad de los césares. Aprovechando la coyuntura, a Ralph se le ocurrió la feliz idea de proponerle a Isabel que también ella, con su primo de acompañante, fuese de peregrinaje a Roma. Sabía que la joven planeaba pasar en la ciudad parte del próximo invierno, y eso estaba muy bien, pero entretanto no le vendría mal explorar el territorio. Restaban diez días del hermoso mes de mayo, que era el más apreciado por los auténticos enamorados de Roma, e Isabel, se aventuraba a pronosticar, acabaría por convertirse en una de ellos. Contaría además con la compañía de una persona de confianza de su propio sexo, cuya presencia, gracias al hecho de que otros reclamaban asimismo su atención, no tenía por qué resultar opresiva. Madame Merle se quedaría con la señora Touchett: había dejado Roma para pasar fuera el verano y no le iba a apetecer regresar. La dama en cuestión se confesó encantada de quedarse tranquila en Florencia. Había cerrado su apartamento y enviado a la cocinera a su Palestina natal; con todo, animó a Isabel a aceptar la propuesta de Ralph y le aseguró que no se podía despreciar una introducción a Roma como aquella. Isabel, para ser sinceros, no necesitó hacerse de rogar, y los cuatro emprendieron los preparativos para el corto viaje. En esta ocasión, la señora Touchett aceptó con resignación la ausencia de su dama de compañía; como ya hemos visto, ahora se inclinaba por la idea de que su sobrina debía arreglárselas por sí misma.



Antes de iniciar el viaje, Isabel vio a Gilbert Osmond y le mencionó el plan.



—Me gustaría mucho estar en Roma con usted —dijo el caballero—. Me encantaría verla allí.



—Pues, entonces, venga —dijo la joven tras un instante de titubeo.



—Pero va a estar acompañada de mucha gente.



—Sí —reconoció Isabel—, está claro que no voy a estar sola.



Por un momento, Osmond se quedó callado.



—Le gustará —prosiguió al fin—. La han echado a perder, pero sin duda quedará fascinada.



—¿Es que no tendría que gustarme porque a la pobre, esa Niobe de las naciones, la hayan echado a perder? —preguntó ella.



—No, creo que no. La han maltratado tan a menudo… —Sonrió—. Pero si yo fuese, ¿qué iba a hacer con mi hijita?



—¿No puede dejarla en la villa?



—No sé si eso me gustaría… aunque hay una mujer mayor muy buena que se encarga de cuidarla. No puedo permitirme una institutriz.



—Pues en ese caso, tráigala con usted —dijo Isabel con una sonrisa.



El señor Osmond adoptó un gesto serio.



—Ha estado en Roma todo el invierno, en el convento; y es demasiado joven para hacer viajes de placer.



—¿Es que no le agrada la idea de que vea mundo? —sugirió Isabel.



—No, yo creo que a las jovencitas hay que mantenerlas alejadas de él.



—Pues a mí me educaron de forma diferente.



—¿A usted? Ya, pero en su caso funcionó porque usted… usted era excepcional.



—No veo yo por qué —dijo Isabel, quien, sin embargo, no estaba segura de que no hubiese algo de verdad en aquellas palabras.



El señor Osmond no las explicó, se limitó a añadir:



—Si creyese que por unirse a un grupo social en Roma mi hija iba a parecerse a usted, me la llevaría allí mañana mismo.



—No haga que se parezca a mí —dijo Isabel—. Déjela tal como es.



—Podría enviarla con mi hermana —sugirió Osmond.



Parecía casi estar pidiéndole consejo; daba la impresión de que le agradase comentar sus asuntos domésticos con Isabel.



—Sí —dijo la joven—. No creo que eso contribuyese mucho a hacer que se pareciese a mí.



Cuando la joven ya había partido hacia Roma, Gilbert Osmond se reunió con madame Merle en casa de la condesa Gemini. Había otras personas presentes; el salón de la condesa solía estar concurrido, y la conversación había sido de tono general; pero al cabo de un rato, Osmond abandonó su sitio y fue a sentarse en un otamán, donde quedó medio de espaldas, medio de lado, junto a la butaca de madame Merle.

 



—Quiere que vaya a Roma con ella —anunció en voz baja.



—¿Que vayas con ella?



—Que esté allí mientras está ella. Fue ella la que lo propuso.



—Supongo que querrás decir que la propuesta fue tuya y que ella la aceptó.



—Por supuesto que yo le di pie. Pero se muestra alentadora… muy alentadora.



—Me alegra oírlo, pero no cantes victoria demasiado pronto. Por supuesto que irás a Roma.



—Ah —dijo Osmond—, ¡cuánto trabajo está dando esa idea tuya!



—No finjas que no estás disfrutando: eres muy desagradecido. Hacía muchos años que no estabas tan bien ocupado.



—Me encanta cómo te lo tomas —dijo Osmond—. Eso sí que debería agradecerlo.



—Sí, pero no demasiado —respondió madame Merle. Hablaba sin perder su habitual sonrisa, reclinada en la butaca y sin dejar de mirar a su alrededor—. Has causado muy buena impresión, y he comprobado con mis propios ojos que la que has recibido también ha sido buena. Si has ido de visita en siete ocasiones a casa de la señora Touchett, no ha sido precisamente por mí.



—La joven no es desagradable —comentó en voz baja Osmond.



Madame Merle posó la mirada en él un instante, y al hacerlo sus labios se cerraron con cierta firmeza.



—¿Es eso todo cuanto tienes que decir de esa criatura maravillosa?



—¿Todo? ¿Es que no es suficiente? ¿De cuántas personas me has oído decir más?



Madame Merle no respondió, pero siguió ofreciendo su sonrisa habitual a toda la estancia.



—Eres increíble —murmuró al fin—. Me asusta el abismo al que la he precipitado.



Osmond soltó una carcajada.



—Ya no te puedes echar atrás… has ido demasiado lejos.



—Está bien; pero el resto corre de tu cuenta.



—Así será —dijo Osmond.



Madame Merle se quedó callada, y Osmond cambió de nuevo de sitio; pero cuando ella se levantó para irse, el caballero hizo lo propio. El coche de la señora Touchett la esperaba en el patio, y tras ayudarla a entrar en él, Osmond se quedó allí demorando su partida.



—Has sido muy indiscreto —dijo la dama con cierto aire cansino—. No tendrías que haberte movido cuando lo hice yo.



Él se había despojado del sombrero y se pasó la mano por la frente.



—Siempre me olvido, he perdido la costumbre.



—Eres absolutamente increíble —repitió la dama, alzando la vista hacia las ventanas de la casa, una estructura moderna en la parte nueva de la ciudad.



Osmond hizo caso omiso del comentario, pero se dirigió a madame Merle con toda sinceridad.



—Es verdaderamente encantadora; no creo haber conocido a nadie que tenga más gracia.



—Me alegra oírte decir eso. Cuanto más te agrade, mejor para mí.



—Me gusta muchísimo. Es tal como me dijiste, y además, creo yo, capaz de sentir gran afecto. Solo le encuentro un defecto.



—¿Cuál?



—Que tiene demasiadas ideas.



—Ya te advertí que era inteligente.



—Por fortuna, son todas muy malas —dijo Osmond.



—¿Por qué por fortuna?



—¡Porque habrán de ser sacrificadas!



Madame Merle se reclinó en el asiento y miró al frente; después se dirigió al cochero, pero una vez más, Osmond la retuvo.



—Si voy a Roma, ¿qué haré con Pansy?



—Ya iré yo a verla —dijo madame Merle.





27





No intentaré relatar las impresiones que Isabel tuvo de Roma, ni analizar sus sentimientos mientras recorría las antiguas calzadas del Foro, ni tampoco enumerar sus pulsaciones al atravesar el umbral de San Pedro. Baste con decir que la percepción que obtuvo del infinito interés de dicho lugar era la que se podía esperar en una joven de su inteligencia y cultura. Siempre había sentido inclinación por la historia, y allí había historia en los adoquines de la calle y en los átomos de la luz del sol. La imaginación de Isabel se avivaba ante la mención de grandes hazañas, y allí donde fuera siempre se había realizado alguna gran hazaña. Todas esas cosas le provocaban gran emoción, pero era una emoción callada. Sus acompañantes tenían la impresión de que hablaba menos de lo habitual, y Ralph Touchett, cuando aparentaba mirar con aire lánguido y torpe por encima de la cabeza de su prima, lo que en realidad hacía era observarla. Por su parte, la joven se sentía inmensamente feliz; incluso habría estado dispuesta a creer que aquellas eran en general las horas más felices de su vida. La sensación de un pasado humano poderoso le resultaba abrumadora, pero se veía entremezclada de la forma más extraña, repentina y caprichosa con la brisa fresca y reconfortante del futuro. Las sensaciones se fundían unas con otras de tal forma que apenas distinguía cuál de ellas la guiaba, y deambulaba sumida en una especie de éxtasis de contemplación contenido, y aunque con frecuencia veía en las cosas que contemplaba más de lo que allí había, dejaba de ver muchas de las piezas que la guía Murray enumeraba. Roma, como decía Ralph, se entregaba plenamente al momento psicológico. El tropel de turistas estrepitosos había abandonado la ciudad, y la mayor parte de los lugares solemnes había recobrado su solemnidad. El cielo era un resplandor azulado, y el agua de las fuentes, en sus hornacinas musgosas, había perdido su helor y redoblado su música. En las esquinas de las calles luminosas y cálidas uno tenía que andar entre una profusión de flores. Una tarde, la tercera de su estancia en la ciudad, nuestros amigos habían ido a visitar las excavaciones más recientes del Foro, cuyos trabajos se habían ampliado mucho desde hacía algún tiempo. Habían bajado desde la calle moderna hasta el nivel de la Vía Sacra, que recorrían con paso reverente aunque distinto en cada caso. A Henrietta Stackpole la sorprendía el hecho de que la antigua Roma estuviese pavimentada de forma muy parecida a Nueva York, e incluso encontró una analogía entre los profundos surcos de las cuadrigas que se podían distinguir en la antigua calzada y los raíles de hierro entrecruzados que denotan la intensidad de la vida en Estados Unidos. El sol había iniciado el descenso, el aire era una bruma dorada, y las largas sombras de las columnas rotas y los difusos pedestales se proyectaban sobre el campo de ruinas. Henrietta se alejó en compañía del señor Bantling, aparentemente encantada de oírle hablar de Julio César como «ese viejo pícaro», y Ralph dirigió todas las aclaraciones que estaba preparado para ofrecer al oído atento de nuestra heroína. Uno de los modestos arqueólogos que pululan por el lugar se había puesto a disposición de los dos jóvenes, y recitaba su lección con una fluidez que no se había visto en absoluto mermada pese a lo avanzado de la temporada. En un rincón remoto del Foro se estaba realizando una excavación y el arqueólogo les dijo que si a los signori les apetecía ir hasta allí un momento a mirar, quizá viesen algo de interés. La propuesta sedujo más a Ralph que a Isabel, fatigada ya de tanto andar. De manera que encareció a su primo que fuese a satisfacer su curiosidad mientras ella esperaba su vuelta tranquilamente. El momento y el lugar eran plenamente de su agrado, de modo que le resultaría placentero quedarse un rato a solas. Así pues, Ralph se alejó en compañía del cicerone mientras Isabel tomaba asiento en una columna caída cerca de la base del Capitolio. Quería tener un momento de soledad, pero apenas pudo disfrutar del mismo. Pese al profundo interés que despertaban en ella aquellas maltrechas reliquias del pasado de Roma que yacían diseminadas a su alrededor y en las que la corrosión de los siglos no había conseguido eliminar las huellas de la vida individual, sus pensamientos, tras detenerse un tiempo en aquellas cosas, habían empezado a divagar, mediante una concatenación de estadios que requeriría mucha perspicacia reconstruir, hasta regiones y objetos revestidos de un atractivo más vivo. Del pasado romano al futuro de Isabel Archer había un largo trecho, pero su imaginación lo había salvado de un solo vuelo y ahora revoloteaba en despaciosos círculos sobre este nuevo campo más cercano y fecundo. E