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100 Clásicos de la Literatura

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Y dentro, mientras recorríamos salas de música a la María Antonieta y salones estilo Restauración, tuve la sensación de que había invitados escondidos detrás de cada sofá y cada mesa, con órdenes de guardar silencio, de ni respirar siquiera, hasta que hubiéramos pasado. Cuando Gatsby cerró la puerta de la «Merton College Library», hubiera jurado que oí la risa espectral del hombre de los ojos de búho.

Subimos a la segunda planta, pasamos por dormitorios de época tapizados en seda rosa y color lavanda y vivificados por flores frescas, y vestidores y salas de billar, y cuartos de baño con bañeras empotradas en el suelo, y aparecimos sin permiso en una habitación donde un hombre en pijama, tumbado y despeinado hacía ejercicios para el hígado. Era mister Klipspringer, el Interno. Esa mañana lo había visto deambular angustiado por la playa. Llegamos por fin al apartamento de Gatsby, un dormitorio con cuarto de baño, y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un Chartreuse que guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy ni un momento, y creo que volvió a calcular el valor de todo lo que había en la casa según la reacción que provocaba en sus ojos bienamados. Y, a veces, miraba sus posesiones como aturdido, como si ante la presencia material y prodigiosa de Daisy nada fuera ya real. Estuvo a punto de caerse por las escaleras.

Su dormitorio era el más sencillo, salvo por un juego de tocador de oro puro mate que adornaba la cómoda. Daisy cogió el cepillo con deleite, y se alisó el pelo, ante lo cual Gatsby se sentó, se llevó la mano a los ojos y se echó a reír.

—Es lo más divertido, compañero —dijo, riendo—. No puedo… Cuando intento…

Había atravesado evidentemente dos estados de ánimo y alcanzaba un tercero. Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

—¿Quién es?

—¿Ése? Es mister Dan Cody, compañero.

El nombre me resultó vagamente familiar.

—Murió hace años. Fue mi mejor amigo.

Había una foto pequeña de Gatsby, también vestido para navegar, encima del buró —Gatsby, desafiante, echaba la cabeza hacia atrás—, de cuando debía de tener dieciocho años, más o menos.

—Me encanta —exclamó Daisy—. ¡El tupé! Nunca me habías dicho que tenías tupé, ni yate.

—Mira —se apresuró a decir Gatsby—. Hay un montón de recortes de periódico… sobre ti.

Uno junto al otro, de pie, se pusieron a verlos. Iba a pedirle que me enseñara los rubíes cuando sonó el teléfono y Gatsby descolgó.

—Sí… De acuerdo, pero ahora no puedo hablar… No puedo hablar, compañero… Dije una ciudad pequeña. Pequeña… Él sabe lo que es una ciudad pequeña, ¿no? Si para él Detroit es una ciudad pequeña, no nos sirve…

Colgó.

—¡Ven, ven, deprisa! —gritó Daisy en la ventana.

Seguía lloviendo, pero las sombras se habían dividido a occidente y había sobre el mar una oleada rosa y oro de nubes que parecían espuma.

—¡Mira! —susurró Daisy, y calló unos segundos—. Me gustaría coger una de esas nubes rosa y subirte y empujarte.

Intenté irme entonces, pero no querían ni oír hablar del asunto; quizá se sintieran mejor solos si estaba yo.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Gatsby—. Klipspringer va a tocar el piano.

Salió de la habitación gritando «Ewing» y volvió a los pocos minutos acompañado por un joven algo estropeado, aturdido, con gafas con la montura de concha y el pelo ralo y rubio. En aquel momento vestía una camisa deportiva, abierta en el cuello, zapatos con suela de goma y pantalones de dril de un color nebuloso.

—¿Hemos interrumpido sus ejercicios? —preguntó Daisy, muy educada.

—Estaba durmiendo —se quejó mister Klipspringer con un escalofrío de vergüenza—. Es decir, había estado durmiendo. Luego me levanté y…

—Klipspringer toca el piano —dijo Gatsby, interrumpiéndolo—. ¿Verdad, compañero?

—No lo toco bien. No…, casi ni sé tocarlo. Y llevo sin tocar…

—Vamos abajo —lo cortó Gatsby.

Giró un interruptor. Las ventanas grises desaparecieron cuando la casa se inundó de luz.

En la sala de música Gatsby sólo encendió una lámpara, junto al piano. Acercó una cerilla temblorosa al cigarrillo de Daisy, y se sentó con ella en un sofá al fondo de la habitación, donde no había más luz que la que, procedente del vestíbulo, rebotaba en el suelo flamante.

Cuando Klipspringer tocó El nido de amor giró en su taburete y, desolado, buscó a Gatsby en la penumbra.

—Ya ven, tendría que ensayar más. Les había dicho que no sé tocar. Y tendría que ensa…

—No hables tanto, compañero —ordenó Gatsby—. ¡Toca!

De día,

de noche,

¿no lo pasamos bien?

Fuera soplaba fuerte el viento y había, muy débiles, truenos en el estrecho. En West Egg ya estaban encendidas todas las luces; los trenes eléctricos, que llegaban de Nueva York cargados de gente, corrían a casa a través de la lluvia. Era la hora en que se produce un cambio profundo en la humanidad y la atmósfera genera tensión.

Hay una cosa segura, más segura que ninguna:

los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.

En las horas muertas,

entre rato y rato.

Cuando fui a despedirme vi que la expresión de perplejidad había vuelto a la cara de Gatsby, como si acabara de sentir una duda levísima acerca de la calidad de su felicidad presente. ¡Casi cinco años! Incluso aquella tarde tuvo que haber algún momento en que Daisy no estuviera a la altura de sus sueños, no tanto por culpa de la propia Daisy, sino por la colosal vitalidad de su propia ilusión. Su ilusión iba más allá de Daisy, más allá de todo. Y a esa ilusión se había entregado Gatsby con una pasión creadora, aumentándola incesantemente, engalanándola con cualquier pluma que cogiera al vuelo. No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

Mientras yo lo observaba, se recompuso perceptiblemente. Su mano cogió la de Daisy, ella le dijo algo al oído y, al sentir su voz, Gatsby se volvió a mirarla, emocionado. Creo que aquella voz era lo que más lo subyugaba, con su calidez febril y vibrante, porque no cabía en un sueño: aquella voz era una canción inmortal.

Se habían olvidado de mí, pero Daisy levantó la vista y me hizo una señal con la mano; Gatsby ya no tenía conciencia de quién era yo. Los miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, desde muy lejos, poseídos por la intensidad de la vida. Entonces salí de la habitación y bajé los escalones de mármol bajo la lluvia, dejándolos juntos.

6

Por aquel tiempo un periodista de Nueva York, joven y ambicioso, llegó una mañana a la puerta de Gatsby y le preguntó si tenía algo que decir.

—¿Algo que decir? ¿Sobre qué? —preguntó Gatsby, muy correcto.

—Bueno, alguna declaración que hacer.

Se supo al cabo de cinco minutos de confusión que aquel individuo había oído el nombre de Gatsby en el periódico en relación con algo que no quiso revelar o que no había entendido del todo. Era su día libre y había tomado inmediatamente la encomiable iniciativa de acercarse a «ver».

Disparaba al azar, pero su instinto periodístico era certero. La notoriedad de Gatsby, difundida por los cientos de personas que habían aceptado su hospitalidad para convertirse así en especialistas sobre su pasado, fue creciendo a lo largo del verano hasta el punto de que faltaba poco para que Jay Gatsby alcanzara la categoría de noticia. Leyendas contemporáneas, como la del «conducto subterráneo a Canadá», las relacionaban con él, y se decía con insistencia que no vivía en una casa, sino en un barco que parecía una casa y navegaba en secreto por la costa de Long Island. Por qué semejantes inventos eran una fuente de satisfacción para James Gatz, de Dakota del Norte, no es fácil de explicar.

 

James Gatz: ése era su verdadero nombre o, por lo menos, su nombre legal. Se lo cambió a la edad de diecisiete años en el momento exacto que fue testigo del comienzo de su carrera: cuando vio cómo el yate de Dan Cody echaba el ancla en el bajío más insidioso del lago Superior. Era James Gatz, el muchacho que haraganeaba por la playa aquella tarde con un jersey verde roto y unos pantalones de lona, pero ya era Jay Gatsby el que pidió prestado un bote de remos, se acercó al Tuolomee, e informó a Cody de que el viento podía sorprenderlo y destrozarlo en media hora.

Supongo que tenía preparado el nombre desde hacía mucho tiempo. Sus padres eran gente de campo, sin ambiciones ni fortuna: su imaginación jamás los aceptó como padres. La verdad era que Jay Gatsby, de West Egg, Long Island, surgió de la idea platónica de sí mismo. Era hijo de Dios —frase que, si significa algo, significa exactamente eso—, y debía ocuparse de los asuntos de su Padre, al servicio de una belleza inmensa, vulgar y mercenaria. Así que inventó el tipo de Jay Gatsby que un chico de diecisiete años podía inventarse, y fue fiel a esa idea hasta el final.

Durante un año recorrió la costa sur del lago Superior, cogiendo almejas y pescando salmones, o dedicándose a cualquier otra cosa a cambio de comida y cama. Su cuerpo, bronceado y cada día más fuerte, aprovechó instintivamente aquellos días vigorizantes de trabajo, entre la dureza y la indolencia. Muy pronto conoció mujeres y, como lo mimaban, acabaron resultándole despreciables: las jóvenes vírgenes porque no sabían nada; las otras porque se ponían histéricas con cosas que él, de una presunción aplastante, daba por sentadas.

Pero su corazón vivía en una revuelta turbulenta, constante. Las más grotescas y fantásticas ambiciones lo asaltaban de noche, en la cama. Un universo de extravagancias indecibles se desarrollaba en su cerebro mientras el reloj hacía tictac sobre el lavabo y la luna bañaba de luz húmeda la ropa, tirada de cualquier forma en el suelo. Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.

El instinto de gloria futura lo había llevado meses antes a Saint Olaf, al pequeño Lutheran College, en el sur de Minnesota. Aguantó dos semanas, desmoralizado por la feroz indiferencia del lugar hacia los tambores de su destino, hacia el destino mismo, y aborreciendo el trabajo de conserje con que iba a pagarse la estancia. Volvió al lago Superior, y seguía a la busca de algo que hacer el día que el yate de Dan Cody echó el ancla en los bajíos de la costa.

Cody tenía cincuenta años entonces, y era un producto de los yacimientos de plata de Nevada, del Yukon y de todas las fiebres mineras desde 1875. Las operaciones con el cobre de Montana que lo hicieron mucho más que multimillonario lo encontraron todavía fuerte, físicamente hablando, pero próximo a la decrepitud intelectual, y, sospechándolo, un número infinito de mujeres intentó separarlo de su dinero. Los enredos de no demasiado buen gusto con los que la periodista Ella Kaye representó el papel de Madame de Maintenon a costa de la debilidad de Cody y lo empujó a hacerse a la mar en un yate eran habituales en el indigesto periodismo de 1902. Cody llevaba cinco años costeando orillas demasiado hospitalarias cuando, en Little Girl Bay, se convirtió en el destino de James Gatz.

Para el joven Gatz, que se apoyaba en los remos y miraba hacia cubierta, el yate representaba toda la belleza, todo el glamour del mundo. Supongo que le sonrió a Cody: probablemente había descubierto que cuando sonreía le caía bien a la gente. El caso es que Cody le hizo unas cuantas preguntas (de una de esas preguntas salió el nuevo nombre) y descubrió que era listo y ambicioso hasta la extravagancia. Pocos días después lo llevó a Duluth y le compró una chaqueta azul, seis pares de pantalones de dril blanco y una gorra de marino. Y cuando el Tuolomee zarpó hacia las Indias Occidentales y las costas de Berbería, Gatsby zarpó también.

Su función no era precisa: mientras permaneció con Cody fue sucesivamente camarero, segundo de a bordo, patrón de yate, secretario, e incluso carcelero, porque, sobrio, Dan Cody sabía a qué derroches era propenso borracho, y prevenía tales contingencias depositando cada día más confianza en Gatsby. El acuerdo duró cinco años, en los que el yate dio tres veces la vuelta al continente. Podría haber durado indefinidamente, pero Ella Kaye subió a bordo una noche en Boston y una semana después Dan Cody, de manera poco hospitalaria, se murió.

Recuerdo su retrato en el dormitorio de Gatsby, un hombre saludable, con el pelo gris y expresión dura, vacía: el pionero disipado que durante una fase de la vida de los Estados Unidos de América devolvió a la costa este la violencia salvaje de los burdeles y los tugurios de la frontera. A Cody se debía indirectamente que Gatsby apenas bebiera. Alguna vez, en las fiestas, las mujeres le echaban champagne en el pelo. Él tenía como costumbre no probar el alcohol.

Y de Cody heredó el dinero: veinticinco mil dólares que jamás recibió. Nunca entendió a qué artimaña legal recurrieron contra él, pero lo que quedaba de los millones acabó íntegro en manos de Ella Kaye. A Gatsby le quedó su educación, tan apropiada, tan singular: el vago perfil de Jay Gatsby adquirió la consistencia de un hombre.

Todo esto me lo contó mucho más tarde, pero lo escribo ahora con la idea de desmentir aquellos primeros rumores disparatados sobre sus antecedentes, que no eran ni remotamente verdad. Me lo contó además en un momento de confusión, cuando yo había llegado a creérmelo todo y a no creerme nada sobre él. Así que aprovecho esta breve interrupción, mientras Gatsby, por decirlo así, recobraba el aliento, para disipar toda esa serie de ideas falsas.

Hubo también una interrupción en mis relaciones con él. Durante algunas semanas dejamos de vernos y de hablar por teléfono —la mayor parte del tiempo la pasaba en Nueva York, dando vueltas con Jordan e intentando congraciarme con su tía, un vejestorio—, pero fui por fin a su casa un domingo por la tarde. No llevaba allí ni dos minutos cuando alguien apareció con Tom Buchanan, a tomar una copa. Me sobresalté, como es natural, aunque lo verdaderamente asombroso es que aquello no hubiera pasado antes.

Eran tres, a caballo: Tom, un tal Sloane y una mujer muy agradable, con un traje de amazona marrón, que ya conocía la casa.

—Estoy encantado de verles —dijo Gatsby, de pie en el porche—. Estoy encantado de que hayan venido.

¡Como si a ellos les importara!

—Siéntense. Cojan un cigarrillo o un puro —se movió deprisa por la habitación, pulsando timbres—. En un momento estarán listas las bebidas.

La presencia de Tom Buchanan lo afectaba profundamente. Pero se sentiría incómodo de todas formas hasta que no les sirviera algo, pues en el fondo se daba cuenta de que ése era el único motivo por el que habían ido a su casa. Mister Sloane no quería nada. ¿Limonada? No, gracias. ¿Un poco de champagne? Nada en absoluto, gracias… Lo siento.

—¿Qué tal el paseo?

—Por aquí los caminos son buenos.

—Supongo que los automóviles…

—Sí.

Obedeciendo a un impulso irresistible. Gatsby se volvió hacia Tom, que había reaccionado a la presentación como si no lo conociera.

—Creo que ya nos conocíamos, mister Buchanan.

—Ah, sí —dijo Tom, brusco y correcto, aunque era obvio que no se acordaba—. Sí, lo recuerdo perfectamente.

—Hace unas dos semanas.

—Es verdad. Usted estaba con Nick.

—Conozco a su mujer —continuó Gatsby, casi con agresividad.

—¿Sí?

Tom se volvió hacia mí.

—¿Vives cerca, Nick?

—En la casa de al lado.

—¿Sí?

Mister Sloane no participaba en la conversación, sino que se retrepaba en la silla con arrogancia; la mujer tampoco hablaba, hasta que inesperadamente, después de dos whiskys con soda, se volvió cordial.

—Vendremos a su próxima fiesta, mister Gatsby —sugirió—. ¿Qué me dice?

—De acuerdo, será un placer tenerlos aquí.

—Será muy agradable —dijo mister Sloane sin la menor gratitud—. Bueno, creo que debemos irnos ya a casa.

—Por favor, no hay prisa —dijo Gatsby con calor. Había recuperado el control de sí mismo y quería seguir hablando con Tom—. ¿Por qué… por qué no se quedan a cenar? No me sorprendería que se dejara caer por aquí alguna gente de Nueva York.

—No. Ustedes se vienen a cenar conmigo —dijo la señora con entusiasmo—. Los dos.

Me incluía también a mí. Mister Sloane se puso de pie.

—Vamos —dijo, pero sólo a ella.

—Hablo en serio —insistió la señora—. Me encantaría que nos acompañaran. Hay sitio de sobra.

Gatsby me miró, interrogándome. Quería ir y no había entendido que mister Sloane había decidido que no fuera.

—Me temo que no puedo acompañarles —dije.

—Bueno, pues viene usted —insistió ella, concentrándose en Gatsby.

Mister Sloane le murmuró algo al oído.

—No llegaremos tarde si nos vamos ahora mismo —contestó ella en voz alta.

—No tengo caballo —dijo Gatsby—. Montaba en el ejército, pero nunca he comprado un caballo. Los seguiré en el coche. Discúlpenme un momento.

Los demás salimos al porche, donde Sloane y la señora se apartaron para iniciar una apasionada conversación.

—Dios mío, creo que ese tipo se viene —dijo Tom—. ¿No se da cuenta de que ella no quiere que venga?

—Ella dice que quiere que vaya.

—Da una gran cena en la que ese Gatsby no va a conocer a nadie —arrugó la frente—. Quisiera saber dónde diablos conoció a Daisy. Por Dios, puede que mis ideas ya no estén de moda, pero, para mi gusto, las mujeres de hoy andan demasiado sueltas. Y tropiezan con toda clase de chiflados.

De repente mister Sloane y la señora bajaron la escalera y montaron en sus caballos.

—Vamos —dijo mister Sloane a Tom—, llegamos tarde. Tenemos que irnos —y a mí—. Dígale que no hemos podido esperar, por favor.

Tom y yo nos estrechamos la mano; con los otros intercambié un frío saludo con la cabeza, y desaparecieron al trote, camino abajo, entre el follaje de agosto, en el momento en que Gatsby salía por la puerta principal con el sombrero y un abrigo ligero en la mano.

A Tom lo perturbaba evidentemente que Daisy saliera sola, y el sábado siguiente, por la noche, la acompañó a la fiesta de Gatsby. Puede que su presencia le diera una especial sensación de opresión a la velada: aquella fiesta la recuerdo entre todas las que Gatsby dio aquel verano. Había la misma gente, o por lo menos el mismo tipo de gente, la misma abundancia de champagne, el mismo bullicio de voces y colores, pero yo percibía algo desagradable en el aire, una aspereza en todo que antes no existía. O puede que simplemente me hubiera acostumbrado a aceptar West Egg como un mundo completo en sí mismo, con sus propias normas y sus propias grandes figuras, no inferior a nada porque no tenía conciencia de serlo, y ahora lo estaba viendo de nuevo, a través de los ojos de Daisy. Es inevitablemente triste mirar con nuevos ojos cosas a las que ya hemos aplicado nuestra propia capacidad de enfoque.

Llegaron al anochecer, y, mientras paseábamos entre cientos de seres resplandecientes, la voz susurrante de Daisy hacía travesuras en su garganta.

—Estas cosas me emocionan tanto… —murmuró—. Si quieres besarme durante la fiesta, Nick, dímelo y lo solucionaré encantada. Basta con que pronuncies mi nombre. O con que presentes una tarjeta verde. Voy a repartir tarje…

—Mirad a vuestro alrededor —sugirió Gatsby.

—Estoy mirando. Lo estoy pasando maravillosa…

—Veréis en persona a mucha gente de la que habéis oído hablar.

 

La mirada arrogante de Tom se paseó por la multitud.

—No salimos mucho —dijo—; de hecho estaba pensando que no conozco a nadie.

—Quizá conozca a esa señora —Gatsby señalaba a una magnífica mujer orquídea, apenas humana, sentada con dignidad regia bajo un ciruelo blanco.

Tom y Daisy la miraron sorprendidos, con esa peculiar sensación de irrealidad que nos acompaña cuando reconocemos a una celebridad del cine, fantasmal hasta ese momento.

—Es preciosa —dijo Daisy.

—El hombre que ahora se inclina sobre ella es su director.

Gatsby los llevó ceremoniosamente de grupo en grupo:

—Mistress Buchanan… y mister Buchanan —después de vacilar unos segundos añadió—. El jugador de polo.

—No —protestó Tom—, yo no.

Pero era evidente que el sonido de aquellas palabras le había gustado a Gatsby, y Tom siguió siendo «el jugador de polo» toda la noche.

—Nunca había visto a tantas celebridades —exclamó Daisy—. Era simpático ese hombre… ¿Cómo se llama? El de la nariz como azul.

Gatsby le dijo quién era y añadió que se trataba de un pequeño productor.

—Bueno, pues me cae simpático de todas formas.

—Casi preferiría no ser el jugador de polo —dijo Tom, contento—. Me gustaría ver a toda esa gente famosa… de incógnito.

Daisy y Gatsby bailaron. Recuerdo que me sorprendió la manera graciosa, conservadora, con que Gatsby bailaba el fox-trot: nunca lo había visto bailar. Y luego fueron dando un paseo hasta mi casa y pasaron media hora sentados en los escalones, mientras que, por deseo de Daisy, yo vigilaba en el jardín. «Por si hay un incendio o una inundación», me explicó, «o en caso de fuerza mayor».

Tom salió de su incógnito cuando los tres nos sentábamos a cenar.

—¿Os importa que cene con aquella gente de allí? —dijo—. Un tipo está contando cosas muy divertidas.

—Adelante, ve —respondió Daisy, feliz—, y si quieres apuntar alguna dirección, aquí tienes mi lápiz de oro.

Un momento después se volvió a mirar y me dijo que la chica era «vulgar pero bonita», y me di cuenta de que, aparte de la media hora a solas con Gatsby, no lo estaba pasando bien.

Compartíamos mesa con un grupo especialmente borracho. La culpa era mía. A Gatsby lo habían llamado por teléfono, y yo lo había pasado bien con aquella gente hacía sólo dos semanas. Pero lo que entonces me había divertido, ahora se envenenaba en el aire.

—¿Cómo está, miss Baedeker?

La chica a la que le hablaban intentaba sin éxito recostarse en mi hombro. Al oír la pregunta, se puso derecha y abrió los ojos.

—¿Cómo?

Una mujer imponente y letárgica, que le había estado pidiendo a Daisy que jugara al golf con ella al día siguiente en el club local, asumió la defensa de miss Baedeker.

—Ya está perfectamente. En cuanto se toma cinco o seis cócteles se pone siempre a gritar de esa forma. Le he dicho que debería dejarlo.

—Lo he dejado —afirmó la acusada con voz cavernosa.

—La hemos oído gritar, así que le dije al doctor Civet, aquí presente: «Hay alguien que necesita su ayuda, doctor».

—Y ella le está muy agradecida, estoy segura —dijo otra de las amigas, sin la menor gratitud—, pero usted le ha mojado todo el vestido cuando le ha metido la cabeza en el estanque.

—Si hay algo que no soporto es meter la cabeza en un estanque —musitó miss Baedeker—. Estuvieron a punto de ahogarme en Nueva Jersey.

—Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.

—¡Mira quién habla! —gritó con violencia miss Baedeker—. ¡Le tiemblan las manos! ¡Nunca dejaría que usted me operara!

Así estaba la cosa. Casi lo último que recuerdo es que fui con Daisy a mirar al director de cine y a su estrella. Seguían bajo el ciruelo blanco y entre sus caras, que se rozaban, sólo había un rayo de luna pálido y delgadísimo. Se me ocurrió que el director se había ido inclinando muy despacio sobre la estrella toda la noche hasta alcanzar esta proximidad, y entonces, mientras los miraba, vi que descendía un último grado y la besaba en la mejilla.

—Me gusta —dijo Daisy—. Me parece preciosa.

Pero todo lo demás la ofendía, y sin discusión, porque no se trataba de una pose, sino de un sentimiento. Le repugnaba West Egg, esa «sucursal» sin precedentes que Broadway había engendrado en una aldea de pescadores de Long Island: le repugnaba su vigor obsceno, que pujaba impaciente bajo los viejos eufemismos, y le repugnaba el destino desvergonzado que había reunido a sus habitantes en aquel atajo entre la nada y la nada. Veía algo terrible en aquella simplicidad que no podía entender.

Me senté en los escalones de la entrada mientras esperaban el coche. Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.

—Pero ¿ese Gatsby quién es? —soltó Tom de repente—. ¿Un traficante de licores a lo grande?

—¿Dónde has oído eso? —pregunté.

—No lo he oído. Me lo he imaginado. Casi todos estos nuevos ricos son traficantes a lo grande, ya sabes.

—Gatsby no —respondí escuetamente.

Tom guardó silencio un instante. La grava del camino crujía bajo sus pies.

—Bueno, debe de haberle costado lo suyo montar este zoológico.

La brisa agitó la neblina gris del cuello de piel de Daisy.

—Por lo menos son más interesantes que la gente que conocemos —dijo con esfuerzo.

—Tú no demostrabas demasiado interés —respondió Tom.

—Pues lo tenía.

Tom se rio y se volvió hacia mí.

—¿Te diste cuenta de la cara de Daisy cuando esa chica le pidió que la duchara con agua fría?

Daisy empezó a cantar, a acompañar la música con un susurro rítmico y ronco, y de cada palabra extraía un significado que nunca había tenido y que jamás volvería a tener. Cuando la melodía subió unos tonos, la voz se le quebró suavemente al seguirla, como suele ocurrirles a las voces de contralto, y cada cambio derramaba en el aire un poco de su magia humana y cálida.

—Viene mucha gente que no ha sido invitada —dijo de pronto—. Esa chica no estaba invitada. Se cuelan, y él es demasiado educado para protestar.

—Me gustaría saber quién es y qué hace —insistió Tom—. Y creo que me voy a preocupar de descubrirlo.

—Te lo digo yo ahora mismo —contestó Daisy—. Es dueño de varios drugstores, de muchos drugstores. Los ha montado él.

La limusina tan esperada subía ya por el camino.

—Buenas noches, Nick —dijo Daisy.

Su mirada me abandonó para buscar lo más alto de la escalinata iluminada, donde Las tres de la mañana, un vals triste, estupendo e insignificante de aquel año salía por la puerta abierta. Después de todo, el azar de las fiestas de Gatsby entrañaba posibilidades románticas totalmente desconocidas en su mundo. ¿Qué había en aquella canción que parecía llamarla, pedirle que volviera a entrar en la casa? ¿Qué pasaría ahora, en las horas turbias e imprevisibles? Quizá se presentara algún invitado increíble, una persona infinitamente rara ante la que maravillarse, alguna chica radiante de verdad, que con una sola mirada a Gatsby, en un encuentro mágico e instantáneo, aniquilaría aquellos cinco años de devoción inquebrantable.

Aquella noche me quedé hasta muy tarde. Gatsby me pidió que esperara a que lo dejaran libre, y vagabundeé por el jardín hasta que el inevitable grupo de bañistas, helado y exaltado, llegó corriendo de la playa a oscuras, hasta que en la planta de arriba se apagaron las luces de las habitaciones para invitados. Cuando Gatsby bajó por fin las escaleras, tenía la piel bronceada más tensa que nunca, y los ojos brillantes y cansados.

—No le ha gustado nada —dijo inmediatamente.

—Claro que le ha gustado.

—No le ha gustado nada —insistió—. No se lo ha pasado bien.