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100 Clásicos de la Literatura

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-La próxima vez que escriba usted a su buen padre, miss Elliot, transmítale mis saludos y los de mistress Croft, y dígale que estamos aquí muy cómodos y que no encontramos ningún defecto al lugar. La chimenea del comedor humea un poco, a decir verdad, pero sólo cuando el viento norte sopla fuerte, lo cual no ocurre más que tres veces en invierno. En realidad, ahora que hemos estado en la mayor parte de las casas de aquí y podemos juzgar, ninguna nos gusta más que ésta. Dígale eso y envíele mis saludos. Quedará muy contento.

Lady Russell y Mrs. Croft estaban encantadas la una con la otra, pero la relación que entabló esta visita no pudo continuar mucho tiempo, pues cuando fue devuelta, los Croft anunciaron que se ausentarían por unas pocas semanas para visitar a sus parientes en el norte del condado, y que era probable que no estuvieran de vuelta antes de que Lady Russell partiera a Bath.

Se disipó así el peligro de que Ana encontrara al capitán Wentworth en Kellynch Hall o de verlo en compañía de su amiga. Todo era seguro; y sonrió al recordar los angustiosos sentimientos que le había inspirado tal perspectiva.

CAPITULO XIV

Aunque Carlos y María permanecieron en Lyme mucho tiempo después de la partida de los señores Musgrove, tanto que Ana llegó a pensar que serían allí necesarios, fueron, sin embargo, los primeros de la familia en regresar a Uppercross, y apenas les fue posible se dirigieron a Lodge. Habían dejado a Luisa comenzando a sentarse; pero su mente, aunque clara, estaba en extremo débil, y sus nervios, muy susceptibles, y aunque podía decirse que marchaba bastante bien, era aún imposible decir cuándo estaría en condiciones de ser llevada a casa; y el padre y la madre, que debían estar a tiempo para recibir a los niños más pequeños en las vacaciones de Navidad, tenían escasa esperanza de llevarla con ellos.

Todos habían estado en hospedajes. Mrs. Musgrove había mantenido a los niños Harville tan apartados como le había sido posible, y cuanto pudo llevarse de Uppercross para facilitar la tarea de los Harville había sido llevado, mientras éstos invitaban a comer a los Musgrove todos los días. En suma, parecía haber habido puja en ambas partes por ver cuál era más desinteresada y hospitalaria.

María había superado sus males, y en conjunto, según era además evidente por su larga estadía, había hallado más diversiones que padecimientos. Carlos Hayter había estado en Lyme más de lo que hubiese querido. En las cenas con los Harville, no había más que una doncella para atender y al principio la señora Harville había dado siempre la preferencia a la señora Musgrove, pero luego había recibido ella unas excusas tan gratas al descubrirse de quién era hija, y se había hecho tanta cosa todos los días, tantas idas y venidas entre la posada y la casa de los Harville, y ella había tomado libros de la biblioteca y los había cambiado tan frecuentemente, que el balance final era a favor de Lyme, en lo que a atenciones respecta. Además la habían llevado a Charmouth, en donde había tomado baños y concurrido a la iglesia, en la que había mucha más gente que mirar que en Lyme o Uppercross. Todo esto, unido a la experiencia de sentirse útil, había contribuido a una permanencia muy agradable.

Ana preguntó por el capitán Benwick. El rostro de María se ensombreció y Carlos soltó la risa.

-Oh, el capitán Benwick está muy bien, eso creo, pero es un joven muy extraño. No sé lo que es, en verdad. Le pedimos que viniera a casa por un día o dos; Carlos tenía intenciones de salir de cacería con él, él parecía encantado, y yo, por mi parte, creía todo arreglado. Cuando, vean ustedes, en la noche del martes dio una excusa bastante pobre, diciendo que “nunca cazaba” y que “había sido mal interpretado”, y que había prometido esto y aquello; en una palabra no pensaba venir. Supuse que tendría miedo de aburrirse, pero en verdad creo que en la quinta somos gente demasiado alegre para un hombre tan desesperado como el capitán Benwick.

Carlos rió nuevamente y dijo:

-Vamos, María, bien sabes lo que en realidad ocurrió. Fue por ti -volviéndose a Ana-. Pensó que si aceptaba iba a encontrarse muy cerca de ti; imagina que todo el mundo vive en Uppercross, y cuando descubrió que Lady Russell vive tres millas más lejos le faltó el ánimo; no tuvo coraje de venir. Esto y no otra cosa es lo que ocurrió y María lo sabe.

Esto no era muy del agrado de María, fuera ello por no considerar al capitán Benwick lo bastante bien nacido para enamorarse de una Elliot o bien porque no podía convencerse que Ana fuera en Uppercross una atracción mayor que ella misma; difícil adivinarlo. La buena voluntad de Ana, sin embargo, no disminuyó por lo que oía. Consideró que se la halagaba en demasía, y continuó haciendo preguntas:

-¡Oh, habla de ti -exclamó Carlos- de una manera... ! Maria interrumpió:

-Confieso, Carlos, que jamás le oí mencionar el nombre de Ana dos veces en todo el tiempo que estuve allí. Confieso, Ana, que jamás habló de ti.

-No -admitió Carlos-, sé que nunca lo ha hecho, de manera particular, pero de cualquier modo, es obvio que te admira muchísimo. Su cabeza está llena de libros que lee a recomendación tuya y desea comentarlos contigo. Ha encontrado algo en alguno de estos libros que piensa... Oh, no es que pretenda recordarlo, era algo muy bueno... escuché diciéndoselo a Enriqueta y allí “miss Elliot” fue mencionada muy elogiosamente. Declaro que así ha sido, María, y yo lo escuché y tú estabas en el otro cuarto. “Elegancia, suavidad, belleza.” ¡Oh, los encantos de miss Elliot eran interminables!

-Y en mi opinión -exclamó María vivamente que esto no le hace mucho favor si lo ha hecho. Miss Harville murió solamente en junio pasado. Esto demuestra demasiada ligereza. ¿No opina usted así, Lady Russell? Estoy segura de que usted compartirá mi opinión.

-Debo ver al capitán Benwick antes de pronunciarme -contestó Lady Russell sonriendo.

-Y bien pronto tendrá usted ocasión, señora -dijo Carlos-. Aunque no se animó a venir con nosotros y después concurrir aquí en una visita formal, vendrá a Kellynch por su propia iniciativa, puede usted darlo por seguro. Le enseñé el camino, le expliqué la distancia, y le dije que la iglesia era digna de ser vista; como tiene gusto por estas cosas, yo pensé que seria una buena excusa, y él me escuchó con toda su atención y su alma; estoy seguro, por sus modales, de que lo verán ustedes aquí con buenos ojos. Así, ya lo sabe usted, Lady Russell.

-Cualquier conocido de Ana será siempre bienvenido por mí -fue la bondadosa respuesta de Lady Russell.

-Oh, en cuanto a ser conocido de Ana -dijo María- creo más bien que es conocido mío, porque últimamente lo he visto a diario.

-Bien, como conocido suyo, también tendré sumo placer en ver al capitán Benwick.

-No encontrará usted nada particularmente grato en él, señora. Es uno de los jóvenes más aburridos que he conocido. Ha caminado a veces conmigo, de un extremo al otro de la playa, sin decir una palabra. No es bien educado. Le puedo asegurar que no le agradará.

Yo discrepo contigo, María -dijo Ana-. Creo que Lady Russell simpatizará con él y que estará tan encantada con su inteligencia que pronto no encontrará deficiencia en sus modales.

-Eso mismo pienso yo -dijo Carlos- . Estoy seguro de que Lady Russell lo encontrará muy agradable y hecho a medida para que ella simpatice con él. Dadle un libro y leerá todo el día.

-Eso sí -dijo María groseramente-. Se sentará con un libro y no prestará atención cuando una persona le hable, o cuando a una se le caigan las tijeras, o cualquier otra cosa que pase a su alrededor. ¿Creen ustedes que a Lady Russell le gustará esto?

Lady Russell no pudo menos que reír:

-Palabra de honor -dijo-, jamás creí que mi opinión pudiera causar tanta conjetura, siendo como soy tan simple y llana. Tengo mucha curiosidad de conocer a la persona que despierta estas diferencias. Desearía que se le invitara a que viniese aquí. Y cuando venga, María, ciertamente le daré a usted mi opinión. Pero estoy resuelta a no juzgar de antemano.

-No le agradará a usted; estoy segura.

Lady Russell comenzó a hablar de otra cosa. María habló animadamente de lo extraordinario de encontrar o no a Mr. Elliot.

-Es un hombre -dijo Lady Russell- a quien no deseo encontrar. Su negativa a estar en buenos términos con la cabeza de su familia me parece muy mal.

Esta frase calmó el ardor de María, y la detuvo de golpe en medio de su defensa de los Elliot.

Respecto al capitán Wentworth, aunque Ana no aventuró ninguna pregunta, las informaciones gratuitas fueron suficientes. Su ánimo había mejorado mucho los últimos días, como bien podía esperarse. A medida que Luisa mejoraba, él había mejorado también; era ahora un individuo muy distinto al de la primera semana. No había visto a Luisa, y temía mucho que un encuentro dañase a la joven, razón por la que no había insistido en visitarla. Por el contrario, parecía tener proyectado irse por una semana o diez días hasta que la cabeza de la joven estuviese más fuerte. Había hablado de irse a Plymouth por una semana, y deseaba que el capitán Benwick lo acompañase. Pero, según Carlos afirmó hasta el final, el capitán Benwick parecía mucho más dispuesto a llegarse hasta Kellynch.

Tanto Ana como Lady Russell se quedaron pensando en el capitán Benwick. Lady Russell no podía oír la campanilla de la puerta de entrada sin imaginar que sería un mensajero del joven, y Ana no podía volver de algún solitario paseo por los que habían sido terrenos de su padre, o de cualquier visita de caridad en el pueblo, sin preguntarse cuándo lo vería. Sin embargo, el capitán Benwick no llegaba. O bien estaba menos dispuesto de lo que Carlos imaginaba o era demasiado tímido. Y después de una semana, Lady Russell juzgó que era indigno de la atención que se le dispensara en un principio.

 

Los Musgrove vinieron a esperar a sus niños y niñas pequeños, que volvían del colegio acompañados de los niños Harville, para aumentar el alboroto en Uppercross y disminuirlo en Lyme. Enriqueta se quedó con Luisa, pero todo el resto de la familia había regresado.

Lady Russell y Ana efectuaron una visita de retribución inmediatamente, y Ana encontró en Uppercross la animación de otrora. Aunque faltaban Enriqueta, Luisa, Carlos Hayter y el capitán Wentworth, la habitación presentaba un violento contraste con la última vez que ella la había visto.

Alrededor de la señora Musgrove estaban los pequeños de la quinta, especialmente venidos para entretenerlos. A un lado había una mesa, ocupada por unas niñas charlatanas, cortando seda y papel dorado, y en el otro había fuentes y bandejas, dobladas con el peso de los pasteles fríos en donde alborotaban unos niños; todo esto con el rumor de un fuego de Navidad que parecía dispuesto a hacerse oír pese a la algarabía de la gente. Carlos y María, como era de esperar, se hicieron presentes, y mister Musgrove juzgó su deber presentar sus respetos a Lady Russell y se sentó junto a ella por diez minutos, hablando en voz muy alta, debido al griterío de los niños que trepaban a sus rodillas; pero generalmente, se le oía poco. Era una hermosa escena familiar.

Ana, juzgando de acuerdo con su propio temperamento, hubiera presumido aquel huracán doméstico como un mal restaurador para los nervios de Luisa, que habían sido tan afectados; pero Mrs. Musgrove, que se sentó junto a Ana para agradecerle cordialmente sus atenciones, terminó considerando cuánto había sufrido ella, y con una rápida mirada alrededor de la habitación recalcó que después de lo ocurrido nada podía haber mejor que la tranquila alegría del hogar.

Luisa se recobraba con tranquilidad. Su madre pensaba que hasta quizá fuese posible su vuelta a casa antes de que sus hermanos y hermanas regresaran al colegio. Los Harville habían prometido ir con ella y permanecer en Uppercross.

El capitán Wentworth había ido a visitar a su hermano en Shropshire.

-Espero que en el futuro -dijo Lady Russell cuando estuvieron sentadas en el coche para volver- recordaré no visitar Uppercross en las fiestas de Navidad.

Cada quien tiene sus gustos particulares, en ruidos como en cualquier otra cosa; y los ruidos son sin importancia, o molestos, más por su categoría que por su intensidad. Cuando Lady Russell, no mucho tiempo después, entraba en Bath en una tarde lluviosa, en coche desde el puente Viejo hasta Camden Place, por las calles llenas de coches y pesados carretones, los gritos de los anunciadores, vendedores y lecheros, y el incesante rumoreo de los zuecos, por cierto, no se quejó. No, tales ruidos eran parte de las diversiones invernales. El ánimo de la dama se alegraba bajo su influencia, y, al igual que la señora Musgrove, aunque sin decirlo, juzgaba que después de una temporada en el campo nada podía hacerle tan bien como un poco de alegría.

Ana no sentía igual. Ella seguía experimentando una silenciosa pero segura antipatía por Bath. Recibió la nebulosa vista de los grandes edificios, nublados de lluvia, sin ningún deseo de verlos mejor. Sintió que su marcha por las calles, pese a ser desagradable, era muy rápida, porque, ¿quién se alegraría de su llegada? Y recordaba con pesar el bullicio de Uppercross y la reclusión de Kellynch.

La última carta de Isabel había comunicado noticias de algún interés. Mr. Elliot estaba en Bath. Había ido a Camden Place; había vuelto una segunda vez, una tercera, y había sido excesivamente atento. Si Isabel y su padre no se engañaban, había tomado tanto cuidado en buscar la relación, como antes en descuidarla. Eso sería maravilloso en caso de ser cierto, y Lady Russell se sentía en un estado de agradable curiosidad y perplejidad acerca de Mr. Elliot, casi retractándose, por el sentimiento que había expresado a María, hablando de él como de un hombre a quien “no deseaba ver”. Sentía gran deseo de verlo. Si realmente deseaba cumplir con su deber de buena rama, sería perdonado por su alejamiento del árbol familiar.

Ana no se sentía animada a lo mismo por estas circunstancias, pero sí que prefería ver a Mr. Elliot, cosa que en verdad podía decir de muy pocas personas en Bath.

Descendió en Camden Place y Lady Russell se encaminó a su alojamiento en la calle River.

CAPITULO XV

Sir Walter había alquilado una buena casa en Camden Place, en una elevación, digna, tal como merece un hombre igualmente digno y elevado. Y él e Isabel se habían establecido allí enteramente satisfechos.

Ana entró en la casa con el corazón desmayado, anticipando una reclusión de varios meses y diciéndose ansiosamente a sí misma: “Oh, ¿cuándo volveré a dejarlos?” Sin embargo, una inesperada cordialidad a su arribo le hizo mucho bien. Su padre y su hermana se alegraban de verla, por el placer de mostrarle la casa y el mobiliario, y fueron a su encuentro dando muestras de cariño. El que fueran cuatro para las comidas era además una ventaja.

Mrs. Clay estaba muy amable y sonriente, pero sus cortesías y sus sonrisas no eran sino eso mismo: cortesía. Ana sintió que ella haría siempre lo que más le conviniera, pero la buena voluntad de los otros era sorprendente y genuina. Estaban de excelente humor, y bien pronto supo por qué. No les interesaba escucharla. Después de algunos cumplidos acerca de haber lamentado las antiguas vecindades, tuvieron pocas preguntas que hacer y la conversación cayó en sus manos. Uppercross no despertaba interés; Kellynch, muy poco; lo más importante era Bath.

Tuvieron el placer de asegurarle que Bath había sobrepasado sus expectativas en varios aspectos. Su casa era sin discusión la mejor de Camden Place; su sala tenía todas las ventajas posibles sobre las que habían visitado o que conocían de oídas, y la superioridad consistía además en lo adecuado del mobiliario. Buscaban relacionarse con ellos. Todos deseaban visitarlos. Habían rechazado muchas presentaciones, y sin embargo, vivían asediados por tarjetas dejadas por personas de las que nada sabían.

¡Qué cantidad de motivos para regocijarse! ¿Podía dudar Ana de que su padre y su hermana eran felices? Podía verse que su padre no se sentía rebajado con el cambio; nada lamentaba de los deberes y la dignidad de un poseedor de tierras y encontraba satisfacción en la vanidad de una pequeña ciudad; y debió marchar, aprobando, sonriendo y maravillándose de que Isabel se pasease de una habitación a otra, ponderando su amplitud, y sorprendiéndose de que aquella mujer que había sido la dueña de Kellynch Hall encontrara orgullo en el reducido espacio de aquellas cuatro paredes.

Pero además tenían otras cosas que les hacían felices. Tenían a Mr. Elliot. Ana tuvo que oír mucho sobre Mr. Elliot. No sólo le habían perdonado, sino que estaban encantados con él. Había estado en Bath hacía más o menos quince días (había pasado por Bath cuando se dirigía a Londres, y Sir Walter, pese a que éste no estuvo más que veinticuatro horas, se había puesto en contacto con él), pero en esta ocasión había pasado unos quince días en Bath y la primera medida que tomó fue dejar su tarjeta en Camden Place, seguida por los más grandes deseos de renovar la relación, y cuando se encontraron su conducta fue tan franca, tan presta a excusarse por el pasado, tan deseosa de renovar la relación, que en su primer encuentro el contacto fue plenamente reestablecido.

No hallaban ningún defecto en él. Había explicado todo lo que parecía descuido de su parte. Había borrado toda aprehensión de inmediato. Nunca había tenido la intención de tomarse mucha confianza; temía haberlo hecho, aunque sin saber por qué, y la delicadeza le había hecho guardar silencio. Ante la sospecha de haber hablado irrespetuosa o ligeramente de la familia o del honor de ésta, estaba indignado. ¡El, que siempre se había enorgullecido de ser un Elliot!, y cuyas ideas, en lo que se refiere a la familia, eran demasiado estrictas para el democrático tono de los tiempos que corrían. En verdad estaba asombrado. Pero su carácter y su comportamiento refutarían tal sospecha. Podía decirle a Sir Walter que averiguara entre la gente que lo conocía; y en verdad, el trabajo que se tomó a la primera oportunidad de reconciliación para ser puesto en el lugar de pariente y presunto heredero fue prueba suficiente de sus opiniones al respecto.

Las circunstancias de su matrimonio también podían disculparse. Este tema no debía ser puesto por él, pero un íntimo amigo suyo, el coronel Wallis, un hombre muy respetable, todo el tipo del caballero (y no mal parecido, agregaba Sir Walter), que vivía muy cómodamente en las casas de Malborough y que había, a su propio pedido, trabado conocimiento de ellos por intermedio de Mr. Elliot, fue quien mencionó una o dos cosas sobre el matrimonio, que contribuyeron a disminuir el desprestigio.

El coronel Wallis hacía mucho tiempo que conocía a mister Elliot; había conocido muy bien a su esposa y entendió a la perfección el problema. No era ella una mujer de buena familia, pero era bien educada, culta, rica y muy enamorada de su amigo. Allí residía el encanto. Ella lo había buscado. Sin aquella condición, no hubiera bastado todo su dinero para tentar a Elliot, y además, Sir Walter estaba convencido de que ella había sido una mujer muy honrada. Todo esto hizo atractivo el matrimonio. Una mujer muy buena, de gran fortuna y enamorada de él. Sir Walter admitía todo ello como una excusa en forma, y aunque Isabel no podía ver el asunto bajo una luz tan favorable, se vio obligada a admitir que todo era muy razonable.

Mr. Elliot había hecho frecuentes visitas, había cenado una vez con ellos y se había mostrado encantado de recibir la invitación, pues ellos no daban cenas en general; en una palabra, estaba encantado de cualquier muestra de afecto familiar y hacía depender su felicidad de estar íntimamente vinculado con la casa de Camden.

Ana escuchaba, pero no entendía. Muy buena voluntad había que poner por las opiniones de los que hablaban. Ella mejoraba todo lo que oía. Lo que parecía extravagante o irracional en el progreso de la reconciliación podía tener su origen nada más que en el modo de hablar de los narradores. Sin embargo, tenía la sensación de que había algo más de lo que parecía en el deseo de mister Elliot, después de un intervalo de tantos años, de ser bien recibido por ellos. Desde un punto de vista mundano, nada sacaría en limpio con la amistad de Sir Walter, nada ganaría con que las cosas cambiaran. Con seguridad él era el más rico y Kellynch sería alguna vez suyo, lo mismo que el título. Un hombre sensato, y parecía haber sido, en verdad, un hombre muy sensato, ¿por qué había de poner objeciones? Ella podía presentar una sola solución; tal vez fuera a causa de Isabel. Tal vez en un tiempo hubo cierta atracción, aunque la conveniencia y los accidentes los hubieran apartado, y ahora que podía permitirse ser agradable podría dedicarle sus atenciones. Isabel era muy hermosa, de modales elegantes y cultivados, y su modo de ser no era conocido por mister Elliot, que la había tratado pocas veces, en público, cuando muy joven. Cómo habrían de recibir la sensibilidad y la inteligencia de él el conocimiento de su presente modo de vida, era otra preocupación muy penosa. En verdad deseaba Ana que no fuera él demasiado amable u obsequioso, de ser Isabel la causa de sus desvelos; y que Isabel se inclinaba a creer tal cosa y que su amiga mistress Clay fomentaba la idea, se hizo clarísimo por una o dos miradas entre ambas mientras se hablaba de las frecuentes visitas de Mr. Elliot.

Ana mencionó los vistazos que había tenido de él en Lyme, pero sin que se le prestara mucha atención. “Oh, sí, tal vez era Mr. Elliot.” Ellos no sabían. “Tal vez fuera él.” No podían escuchar la descripción que ella hacía de él. Ellos mismos lo describían, sobre todo Sir Walter. El hizo justicia a su aspecto distinguido, a su elegante aire a la moda, a su bien cortado rostro, a su grave mirada, pero al mismo tiempo “era de lamentar su aire sombrío, un defecto que el tiempo parecía haber aumentado”; ni podía ocultarse que diez años transcurridos habían cambiado sus facciones desfavorablemente. Mr. Elliot parecía pensar que él (Sir Walter) tenía “el mismo aspecto que cuando se separaron”, pero Sir Walter “no había podido devolver el cumplido enteramente”, y eso lo había confundido. De todos modos, no pensaba quejarse: mister Elliot tenía mejor aspecto que la mayoría de los hombres, y él no pondría objeciones a que lo vieran en su compañía donde fuere.

 

Mr. Elliot y su amigo fueron el principal tema de conversación toda la tarde. “¡El coronel Wallis había parecido tan deseoso de ser presentado a ellos! ¡Y mister Elliot tan ansioso de hacerlo!” Había además una señora Wallis a quien sólo conocían de oídas por encontrarse enferma. Pero Mr. Elliot hablaba de ella como de “una mujer encantadora digna de ser conocida en Camden Place”. Tan pronto se restableciera la conocerían. Sir Walter tenía un alto concepto de la señora Wallis; se decía que era una mujer extraordinariamente bella, hermosa. Deseaba verla. Sería un contrapeso para las feas caras que continuamente veía en la calle. Lo peor de Bath era el extraordinario número de mujeres feas. No quiere decir esto que no hubiese mujeres bonitas, pero la mayoría de las feas era aplastante. Con frecuencia había observado en sus paseos que una cara bella era seguida por treinta o treinta y cinco espantajos. En cierta ocasión, encontrándose en una tienda de Bond Street había contado ochenta y siete mujeres, una tras otra, sin encontrar un rostro aceptable entre ellas. Claro que había sido una mañana helada, de un frío agudo del que sólo una mujer entre treinta hubiera podido soportar. Pero pese a ello... el número de feas era incalculable. ¡En cuanto a los hombres...! ¡Eran infinitamente peores! ¡Las calles estaban llenas de multitud de esperpentos! Era evidente, por el efecto que un hombre de discreta apariencia producía, que las mujeres no estaban muy acostumbradas a la vista de alguien tolerable. Nunca había caminado del brazo del coronel Wallis, quien tenía una figura arrogante aunque su cabello parecía color arena, sin que todos los ojos de las mujeres se volviesen a mirarlo. En verdad, “todas las mujeres miraban al coronel Wallis”. ¡Oh, la modestia de Sir Walter! Su hija y mistress Clay no lo dejaron escapar, sin embargo, y afirmaron que el acompañante del coronel Wallis tenía una figura tan buena como la de éste, sin la desventaja del color del cabello.

-¿Qué aspecto tiene María? -preguntó Sir Walter, con el mejor humor-. La última vez que la vi tenía la nariz roja, pero espero que esto no ocurra todos los días.

-Debe haber sido pura casualidad. En general ha disfrutado de buena salud y aspecto desde San Miguel.

-Espero que no la tiente salir con vientos fuertes y adquirir así un cutis recio. Le enviaré un nuevo sombrero y otra pelliza.

Ana consideraba si le convendría sugerir que un tapado o un sombrero no debían exponerse a tan mal trato, cuando un golpe en la puerta interrumpió todo:

“¡Un llamado a la puerta y a estas horas! ¡Debían ser más de las diez! ¿Y si fuera mister Elliot?” Sabían que tenía que cenar en Lansdown Crescent. Era posible que se hubiese detenido en su camino de vuelta para saludarlos. No podían pensar en nadie más. Mrs. Clay creía que sí, que aquella era la manera de llamar de Mr. Elliot. Mistress Clay tuvo razón. Con toda la ceremonia que un criado y... un muchacho de recados pueden hacer, mister Elliot fue introducido en la sala.

Era el mismo, el mismo hombre, sin más diferencia que el traje. Ana se hizo algo atrás mientras los demás recibían sus cumplidos, y su hermana las disculpas por haberse presentado a hora tan desusada. Pero “no podía pasar tan cerca sin entrar a preguntar si ella o su amiga habían cogido frío el día anterior, etcétera”. Todo esto fue cortésmente dicho y cortésmente recibido. Pero el turno de Ana se acercaba. Sir Walter habló de su hija más joven. “Mr. Elliot debía ser presentado a su hija más joven” (no hubo ocasión de recordar a Maria), y Ana, sonriente y sonrojada, de manera que le sentaba muy bien, presentó a Mr. Elliot las hermosas facciones que éste no había en modo alguno olvidado, y pudo comprobar, por la sorpresa que él tuvo, que antes no había sospechado quién era ella. Pareció tremendamente sorprendido, pero no más que agradado. Sus ojos se iluminaron y con la mayor presteza celebró el encuentro, aludió al pasado, y dijo que podía considerársele un antiguo conocido. Era tan bien parecido como había semejado serlo en Lyme, y sus facciones mejoraban al hablar. Sus modales eran exactamente los apropiados, tan corteses, tan fáciles, tan agradables, que sólo podían ser comparados con los de otra persona. No eran los mismos, pero eran así de buenos.

Se sentó con ellos y la conversación mejoró al momento. No cabía duda que de era un hombre inteligente. Diez minutos bastaron para comprenderlo. Su tono, su expresión, la elección de los temas, su conocimiento de hasta dónde debía llegar, eran el producto de una mente inteligente y esclarecida. En cuanto pudo, comenzó a hablar con ella de Lyme, deseando cambiar opiniones respecto al lugar, pero deseoso especialmente de comentar el hecho de haber sido huéspedes de la misma posada y al mismo tiempo, hablando de su ruta, sabiendo un poco la de ella, y lamentando no haber podido presentarle sus respetos en aquella ocasión. Ella informó en pocas palabras de su estancia y de sus asuntos en Lyme. Su pesar aumentó al saber los detalles. Había pasado una tarde solitaria en la habitación contigua a la de ellos. Había oído voces regocijadas. Había pensado que debían ser personas encantadoras y deseó estar con ellos. Y todo esto sin saber que tenía el derecho a ser presentado. ¡Si hubiera preguntado quiénes eran! ¡El nombre de Musgrove habría bastado! “Bien, esto serviría para curarle de la costumbre de no hacer jamás preguntas en una posada, costumbre que había adoptado desde muy joven, pensando que no era gentil ser curioso.”

-Las nociones de un joven de veinte o veintidós años -decía- en lo que se refiere a buenas maneras son más absurdas que las de cualquier otra persona en el mundo. La estupidez de los medios que emplean sólo puede ser igualada por la tontería de los fines que persiguen.

Pero no podía comunicar sus reflexiones a Ana solamente; él lo sabía; y bien pronto se perdió entre los otros, y sólo a ratos pudo volver a Lyme.

Sus preguntas, sin embargo, trajeron pronto el relato de lo que había pasado allí después de su partida. Habiendo oído algo sobre “un accidente”, quiso conocer el resto. Cuando preguntó, Sir Walter e Isabel lo hicieron también; pero la diferencia de la manera en que lo hacían no podía menos que quedar de manifiesto. Ella sólo podía comparar a Mr. Elliot con Lady Russell por su deseo de comprender lo que había ocurrido, y por el grado en que parecían comprender también cuanto había sufrido ella presenciando el accidente.

Se quedó una hora con ellos. El elegante relojito sobre la chimenea había tocado “las once con sus argentinos toques”, y el sereno se oía a la distancia cantando lo mismo, antes de que Mr. Elliot o cualquiera de los presentes creyera que había pasado tan largo rato.

¡Ana nunca imaginó que su primera velada en Camden Place sería tan agradable!

CAPITULO XVI

Había algo que Ana, al volver entre los suyos, hubiera preferido saber, incluso más que si mister Elliot estaba enamorado de Isabel, y era si su padre lo estaría de Mrs. Clay. Después de haber permanecido en casa algunas horas, más se intranquilizó a este respecto. Al bajar para el desayuno a la mañana siguiente, encontró que había habido una razonable intención de la dama de dejarlos. Imaginó que mistress Clay habría dicho: “Ahora que Ana está con ustedes, ya no soy necesaria”, porque Isabel respondió en voz baja: “No hay ninguna razón en verdad; le aseguro que no encuentro ninguna. Ella no es nada para mí comparada con usted”. Y tuvo tiempo de oír decir a su padre: “Mi querida señora, esto no puede ser. Aún no ha visto usted nada de Bath. Ha estado aquí solamente porque ha sido necesaria. No nos dejará usted ahora. Debe quedarse para conocer a Mrs. Wallis, a la hermosa Mrs. Wallis. Para su refinamiento, estoy seguro de que la belleza es siempre un placer”.