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100 Clásicos de la Literatura

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—Sé que no resulto demasiado simpático. No doy grandes fiestas. Supongo que tienes que convertir tu casa en una pocilga para tener amigos… en el mundo moderno.

Aunque me había puesto de mal humor —como todos—, sentía verdaderas tentaciones de reírme cada vez que Tom abría la boca. Su transición de libertino a mojigato había sido perfecta.

—Tengo algo que decirle, compañero —empezó Gatsby.

Pero Daisy le adivinó la intención.

—¡Basta, por favor! —lo interrumpió con un gesto de impotencia—. Por favor, vámonos a casa. ¿Por qué no nos vamos todos a casa?

—Es una buena idea —me levanté—. Vamos, Tom. A nadie le apetece una copa.

—Quiero saber lo que mister Gatsby tiene que decirme.

—Su mujer no lo quiere —dijo Gatsby—. Nunca lo ha querido. Me quiere a mí.

—¡Usted debe de estar loco! —exclamó Tom automáticamente.

Gatsby se puso en pie de un salto, tenso por la emoción.

—Nunca lo ha querido, ¿lo oye? —gritó—. Sólo se casó con usted porque yo era pobre y estaba cansada de esperarme. Fue un terrible error, pero en su corazón nunca ha querido a nadie, sólo a mí.

En ese momento Jordan y yo intentamos irnos, pero Tom y Gatsby, compitiendo en firmeza, insistieron en que nos quedáramos, como si ninguno de los dos tuviera nada que esconder y fuera un privilegio compartir indirectamente sus emociones.

—Siéntate, Daisy —Tom buscaba, sin éxito, un tono paternal—. ¿Qué ha pasado? Quiero saberlo todo.

—Ya le he dicho lo que ha pasado —dijo Gatsby—. Durante cinco años… Y usted no lo sabía.

Tom, cortante, se volvió hacia Gatsby.

—¿Llevas cinco años viendo a este tipo?

—Viendo, no —dijo Gatsby—. No, no podíamos. Pero nos hemos querido durante todo ese tiempo, compañero, y usted no lo sabía. A veces me reía —pero no había risa en sus ojos— al pensar que usted no lo sabía.

—Ah, eso es todo —Tom unió sus dedos gordos como un sacerdote y se retrepó en el sillón—. ¡Está usted loco! —estalló—. No puedo hablar de lo que pasó hace cinco años, porque entonces yo no conocía a Daisy. Pero que me condene si entiendo cómo pudo usted acercarse a menos de un kilómetro de Daisy a no ser que llevara los ultramarinos a la puerta de servicio. Todo lo demás es una maldita mentira. Daisy me quería cuando se casó conmigo y me sigue queriendo.

—No —dijo Gatsby, moviendo la cabeza.

—Me quiere, a pesar de todo. El problema es que a veces se le meten en la cabeza tonterías y no sabe lo que hace —Tom asintió como un sabio—. Y, lo que es más, yo también quiero a Daisy. De vez en cuando me pego una juerga y me porto como un idiota, pero vuelvo siempre y, en lo más profundo de mi corazón, nunca he dejado de quererla.

—Eres repugnante —dijo Daisy. Se volvió hacia mí, y su voz, descendiendo una octava, llenó la habitación de emoción y desprecio—. ¿No sabes por qué nos fuimos de Chicago? Me asombra que no te hayan contado la historia de esa juerga.

Gatsby dio unos pasos y se puso a su lado.

—Daisy, todo eso ha terminado —dijo con pasión—. Ya no importa. Dile la verdad, que nunca lo has querido, y todo habrá acabado para siempre.

Daisy lo miró sin verlo.

—Pero ¿cómo, cómo habría podido quererlo?

—Nunca lo has querido.

Daisy dudó. Nos miró a Jordan y a mí como suplicando, como si por fin se diera cuenta de lo que estaba haciendo, y como si nunca, durante todo aquel tiempo, hubiera tenido la menor intención de hacer nada. Pero ya estaba hecho. Era demasiado tarde.

—Nunca lo he querido —dijo con evidente reticencia.

—¿Ni siquiera en Kapiolani? —preguntó Tom de repente.

—No.

Del salón de baile, entre oleadas de aire caliente, nos llegaban acordes apagados y sofocantes.

—¿Ni el día que te llevé en brazos desde el Punch Bowl para que no se te mojaran los zapatos, Daisy? —había una ternura ronca en su tono.

—Por favor, basta —la voz sonó fría, pero el rencor había desaparecido. Miró a Gatsby—. Ya ves, Jay —dijo, pero le temblaba la mano cuando intentó encender un cigarrillo. De pronto tiró el cigarrillo y la cerilla encendida a la alfombra—. ¡Pides demasiado! —le gritó a Gatsby—. Te quiero, ¿no es suficiente? No puedo borrar el pasado —empezó a sollozar sin poder contenerse—. Lo he querido, pero también te quería a ti.

Los ojos de Gatsby se abrieron y se cerraron.

—¿También me querías a mí? —repitió.

—Incluso eso es mentira —dijo Tom despiadadamente—. Ni siquiera sabía si usted seguía vivo. Hay cosas entre Daisy y yo que usted no conocerá jamás, cosas que ninguno de los dos olvidará nunca.

Las palabras parecían morder en el cuerpo de Gatsby.

—Quiero hablar a solas con Daisy —insistió—. Ahora está demasiado alterada…

—Ni siquiera a solas puedo decir que nunca he querido a Tom —admitió Daisy con la voz quebrada—. No sería verdad.

—Por supuesto que no —convino Tom.

Daisy se volvió hacia su marido.

—Como si eso te importara —dijo.

—Por supuesto que me importa. Voy a cuidar mejor de ti de ahora en adelante.

—No ha comprendido usted —dijo Gatsby con una sombra de pánico—. No volverá a cuidar de ella.

—¿No? —Tom abrió los ojos de par en par y se echó a reír. Ya no tenía problemas para controlarse—. ¿Y eso por qué?

—Daisy va a dejarlo.

—Tonterías.

—Pues es verdad —dijo ella con evidente esfuerzo.

—¡Ella no va a dejarme! —las palabras de Tom cayeron súbitamente sobre Gatsby—. Y, desde luego, no por un vulgar estafador que tendría que robar el anillo que le pusiera en el dedo.

—¡Esto es insoportable! —gritó Daisy—. ¡Vámonos, por favor!

—Porque ¿quién es usted a fin de cuentas? —remató Tom—. Uno de la pandilla que rodea a Meyer Wolfshiem, por lo que he podido saber. He investigado un poco en sus asuntos, y mañana seguiré.

—Puede hacer al respecto lo que crea conveniente, compañero —dijo Gatsby con serenidad.

—He descubierto lo que eran sus drugstores —se dirigió a nosotros, hablando muy rápido—. Él y ese Wolfshiem compraron un montón de drugstores en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.

—¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.

—Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.

—Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.

—¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.

La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.

—El negocio de los drugstores sólo era calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo de lo que Walter no se atreve a hablarme.

Observé a Daisy, que clavaba los ojos, aterrada, en Gatsby o en su marido, y a Jordan, que había empezado a mantener en equilibrio sobre el mentón un objeto invisible pero absorbente. Luego me volví hacia Gatsby y me asustó su expresión. Parecía —y lo digo con absoluto desprecio hacia las calumnias que se oían en su jardín— haber matado a alguien. Por un momento la expresión de su cara habría podido ser descrita de ese modo fantástico.

Pasó ese momento, y Gatsby empezó a hablar con Daisy muy nervioso, negándolo todo, defendiendo su nombre de acusaciones que nadie había hecho. Pero a cada palabra ella iba refugiándose más en sí misma, y Gatsby se rindió, y sólo el sueño muerto siguió su combate mientras la tarde se desvanecía, tratando de alcanzar lo que ya no era tangible, peleando sin fortuna y sin desesperar, buscando la voz perdida al fondo de la habitación.

La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

—¡Por favor, Tom! No aguanto más.

Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

—Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

—Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

—¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

No contesté.

—¿Nick? —me preguntó otra vez.

—¿Qué?

—¿Quieres?

—No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.

Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.

 

Así seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer, que empezaba a refrescar.

Michaelis, el joven griego que regentaba el café que había junto a los montones de cenizas, fue el principal testigo de la investigación. Se había dormido por el calor hasta después de las cinco, luego había dado un paseo hasta el garaje y había encontrado a George Wilson, enfermo en su oficina, verdaderamente enfermo, pálido como su pelo descolorido, y tiritando, temblando. Michaelis le aconsejó que se acostara, pero Wilson no quiso, diciendo que si lo hacía perdería mucho dinero. Mientras su vecino intentaba convencerlo, arriba estalló un violento alboroto.

—Tengo encerrada a mi mujer —explicó Wilson muy tranquilo—. Va a estar ahí hasta pasado mañana. Y ese día nos vamos.

Michaelis se quedó asombrado; eran vecinos desde hacía cuatro años, y nunca había creído a Wilson capaz de decir algo como lo que acababa de decir. Habitualmente era uno de esos hombres derrotados: cuando no trabajaba se quedaba sentado en una silla, a la entrada, y miraba a la gente y a los coches que pasaban por la carretera. Si alguien le hablaba, se reía siempre de un modo agradable y cándido. Era de su mujer, no de sí mismo.

Y, como es natural, Michaelis intentó averiguar qué había sucedido, pero Wilson no decía una palabra y lanzaba sobre su vecino extrañas miradas recelosas y le preguntaba qué había hecho a determinadas horas determinados días. Michaelis empezaba a sentirse molesto cuando pasaron unos trabajadores por la puerta camino del restaurante y aprovechó la oportunidad para irse, con la intención de volver más tarde. Pero no volvió. Cree que se le olvidó. Cuando volvió a salir, poco después de las siete, recordó la conversación porque oyó los gritos indignados de mistress Wilson en la planta baja del garaje.

—¡Pégame! —la oyó gritar—. ¡Tírame al suelo y pégame, cobarde asqueroso, miserable!

Un momento después se lanzó a la oscuridad de la calle, agitando los brazos y chillando, y antes de que Michaelis pudiera moverse de su puerta todo había terminado.

El «coche de la muerte», como lo llamaron los periódicos, no paró; salió de la noche cada vez más cerrada, titubeó trágicamente un instante y desapareció en la curva más próxima. Michaelis no estaba seguro del color: al primer policía le dijo que era verde claro. Otro coche, que iba en dirección a Nueva York, se detuvo casi cien metros más allá y su conductor se apresuró a volver donde Myrtle Wilson, después de perder la vida violentamente, había quedado de rodillas en la carretera y mezclaba su sangre espesa y oscura con el polvo.

Ese hombre y Michaelis llegaron los primeros, pero cuando le rompieron y abrieron la blusa, todavía húmeda de sudor, vieron que el pecho izquierdo, suelto, se movía como un colgajo, y no era necesario intentar oír los latidos del corazón. La boca se le había abierto de par en par, con las comisuras ligeramente desgarradas, como si le hubiera resultado traumático liberar la tremenda vitalidad que había acumulado durante tanto tiempo.

Vimos a los tres o cuatro automóviles y al grupo de gente cuando todavía estábamos a cierta distancia.

—¡Un accidente! —dijo Tom—. Eso es bueno. Por fin Wilson tendrá algo de trabajo.

Disminuyó la velocidad, aunque aún no tenía intención de detenerse, hasta que, más cerca, las caras enmudecidas y reconcentradas de la gente en la puerta del garaje lo obligaron a frenar automáticamente.

—Vamos a echar un vistazo —dijo, inseguro—, sólo un vistazo.

Tomé conciencia en ese momento de un sonido sordo y quejumbroso que brotaba sin cesar del garaje, un sonido que, cuando nos bajamos del cupé y nos acercábamos a la puerta, se convirtió en las palabras «Dios mío, Dios mío», susurradas una y otra vez en una especie de estertor.

—Aquí ha pasado algo grave —dijo Tom, preocupado.

Se puso de puntillas para mirar por encima de un círculo de cabezas el interior del garaje, iluminado por una solitaria luz amarilla que, protegida por una rejilla metálica, pendía del techo. Su garganta emitió entonces un sonido ronco y, a empujones, se abrió paso con la potencia de sus brazos.

El círculo volvió a cerrarse entre un enérgico murmullo de protesta y por un momento no pude ver nada. Luego llegó más gente, se rompió la fila y, de pronto, a Jordan y a mí nos empujaron al interior.

El cuerpo de Myrtle Wilson, cubierto por una manta sobre la que habían echado otra manta, como si hubiera sentido frío aquella noche de calor, yacía sobre una mesa de trabajo, junto a la pared, y Tom, dándonos la espalda, se inclinaba sobre él, inmóvil. A su lado un policía de tráfico, sudando y corrigiendo mucho, apuntaba nombres en un cuaderno. Al principio no podía localizar la fuente de las palabras y los gemidos agudos que resonaban clamorosamente en el garaje sin muebles, y luego vi a Wilson, en el umbral de su oficina, de pie en el único escalón, bamboleándose, agarrado a las jambas de la puerta con las dos manos. Un hombre le hablaba en voz baja y, de vez en cuando, intentaba ponerle una mano en el hombro, pero Wilson ni oía ni veía. Bajaba muy despacio los ojos, de la luz que pendía del techo a la mesa y su carga junto a la pared, para volver con un espasmo a la luz, sin dejar de emitir nunca su grito agudo y terrible:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

De pronto, como sobresaltado, Tom levantó la cabeza y, después de recorrer el garaje con una mirada vidriosa, le masculló algo incoherente al policía.

—Eme, a, uve… —decía el policía en ese momento—, o…

—No, erre… —corrigió el hombre—. Eme, a, uve, erre, o…

—¡Présteme atención! —murmuró Tom, feroz.

—erre… —dijo el policía—, o…

—ge…

—ge… —alzó la mirada cuando la ancha mano de Tom cayó de repente sobre su hombro—. ¿Qué quiere, amigo?

—¿Qué ha pasado? Eso es lo quiero saber.

—La pilló un coche. La mató en el acto.

—La mató en el acto —repitió Tom, con la mirada perdida.

—Salió corriendo a la carretera. Ese hijo de puta ni siquiera paró el coche.

—Había dos coches —dijo Michaelis—. Uno que iba y otro que venía, ¿me entiende?

—¿Qué iba adónde? —preguntó el policía con mucho interés.

—Cada uno en una dirección. Bueno, ella… —la mano se levantó hacia las mantas pero se detuvo a medio camino y volvió a caer a lo largo del costado—. Ella salió corriendo y el coche que venía de Nueva York le dio de lleno. Iba a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.

—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el agente.

—No tiene nombre.

Se acercó un negro pálido, bien vestido.

—Era un coche amarillo —dijo—, amarillo y grande. Nuevo.

—¿Vio usted el accidente? —preguntó el policía.

—No, pero el coche pasó a mi lado en la carretera. Iba a más de sesenta. Iba a ochenta o noventa.

—Venga y dígame su nombre. Ahora, silencio. Quiero apuntar su nombre.

Algunas palabras de la conversación debieron de llegarle a Wilson, que se bamboleaba en la puerta de la oficina, porque de repente un nuevo tema cobró voz entre sus gritos gemebundos.

—¡No hace falta que me diga cómo era el coche! ¡Sé cómo era!

Miré a Tom y vi que se le tensaban bajo la chaqueta los músculos de la espalda. Fue hacia donde estaba Wilson y, deteniéndose ante él, lo cogió con fuerza por los brazos.

—Tiene que sobreponerse —dijo con brusquedad, para tranquilizarlo.

Los ojos de Wilson repararon en Tom. Se levantó sobre la punta de los pies y, si Tom no lo hubiera sujetado, se habría desplomado de rodillas.

—Oiga —dijo Tom, zarandeándolo—. Acabo de llegar de Nueva York hace un momento. Le traía el cupé del que habíamos hablado. El coche amarillo que yo conducía esta tarde no es mío. ¿Me oye? No lo he visto en toda la tarde.

El negro y yo éramos los únicos que estábamos lo suficientemente cerca para oír lo que decía Tom, pero el policía captó algo en el tono de la voz y nos miró con ojos hostiles.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó.

—Soy amigo suyo —Tom volvió la cabeza, pero sus manos siguieron sosteniendo con firmeza el cuerpo de Wilson—. Dice que conoce el coche del accidente… Ha sido un coche amarillo.

Por algún instinto indeterminado el policía consideró sospechoso a Tom.

—¿Y de qué color es su coche?

—Azul. Es un cupé.

—Hemos llegado directamente de Nueva York —dije.

Uno que durante un tramo nos había seguido con su coche confirmó lo que yo decía, y el policía dio media vuelta.

—A ver si ahora puedo escribir correctamente su nombre…

Cogiendo a Wilson como a un muñeco, Tom lo metió en la oficina, lo sentó en una silla y volvió.

—Por favor, que alguien venga a hacerle compañía —soltó con verdadera autoridad.

Se mantuvo vigilante hasta que los dos hombres que estaban más cerca intercambiaron una mirada y entraron de mala gana en el cuarto. Tom cerró entonces la puerta, bajó el único escalón y evitó mirar hacia la mesa del garaje. Cuando pasó a mi lado, murmuró:

—Vámonos.

Tímidamente, pero con la autoridad de los brazos de Tom para abrirnos paso, avanzamos a través del grupo de gente, que seguía aumentando, y dejamos atrás a un médico que llegaba a toda prisa con su maletín en la mano, y al que habían llamado media hora antes en un arranque de disparatada esperanza.

Tom condujo despacio hasta que pasamos la curva. Entonces pisó a fondo el acelerador y el cupé se adentró en la noche a toda velocidad. Poco después oí un sollozo ronco, contenido, y vi que las lágrimas le corrían por la cara.

—¡Maldito cobarde hijo de puta! —gimoteó—. Ni siquiera paró.

La casa de los Buchanan flotó de improviso hacia nosotros a través del rumor y la oscuridad de los árboles. Tom se detuvo ante el porche y miró a la segunda planta, donde dos ventanas se abrían iluminadas entre las enredaderas.

—Daisy está en casa —dijo. Mientras nos apeábamos del coche, me miró y arrugó la frente—. Debería haberte dejado en West Egg, Nick. Esta noche no podemos hacer nada.

Había sufrido un cambio, y hablaba con gravedad y decisión. Recorríamos a la luz de la luna el sendero de grava que lleva al porche, y Tom liquidó la situación con un par de frases concluyentes.

—Pediré un taxi por teléfono para que te lleve a casa y, mientras lo esperas, lo mejor es que vayas con Jordan a la cocina para que os preparen algo de cena, si te apetece —abrió la puerta—. Pasad.

—No, gracias. Pero te agradeceré que me pidas un taxi. Esperaré fuera.

Jordan me puso la mano en el brazo.

—¿No quieres entrar, Nick?

—No, gracias.

Me sentía mal y quería estar solo. Pero Jordan insistió un poco más.

—Sólo son las nueve y media —dijo.

Quedarme hubiera sido una maldición: un día entero en su compañía ya me parecía bastante, y aquello, inesperadamente, incluía también a Jordan, que debió de percibir algo de eso en mi expresión, porque dio media vuelta, subió corriendo las escaleras del porche y se metió en la casa. Me senté un rato con la cabeza entre las manos hasta que oí descolgar el teléfono y la voz del mayordomo que pedía un taxi. Entonces bajé despacio el paseo con la idea de esperar junto a la cancela.

No había recorrido veinte metros cuando oí mi nombre y Gatsby salió de entre dos arbustos. Yo debía de estar muy descentrado en ese momento porque en lo único que podía pensar era en la luminosidad del traje rosa de Gatsby bajo la luna.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Sólo estar aquí, compañero.

Me pareció una ocupación despreciable, no sé por qué. Por lo que yo sabía, podía desvalijar la casa en cualquier instante; no me hubiera sorprendido ver las caras siniestras de «la pandilla de Wolfshiem» detrás de él, en la oscuridad de los matorrales,

—¿Habéis visto algo en la carretera? —preguntó al cabo de unos segundos.

—Sí.

—¿Ha muerto?

—Sí.

—Eso me pareció, y se lo dije a Daisy. Era mejor que recibiera la impresión de golpe. Lo soportó muy bien.

Hablaba como si la reacción de Daisy fuera lo único importante.

—Fui a West Egg por una carretera secundaria —continuó— y dejé el coche en mi garaje. Creo que no nos vio nadie, pero, claro, no estoy seguro.

 

Había llegado a resultarme tan desagradable que no consideré necesario decirle que se equivocaba.

—¿Quién era la mujer? —preguntó.

—Se llamaba Wilson. Su marido es el dueño del garaje. ¿Cómo diablos ha sido?

—Intenté girar el volante… —dejó de hablar y de repente adiviné la verdad.

—¿Conducía Daisy?

—Sí —dijo al cabo de unos segundos—, pero diré que fui yo, por supuesto. Ya sabes, cuando salimos de Nueva York estaba muy nerviosa y pensó que conducir la tranquilizaría… Y esa mujer apareció corriendo en el momento en que nos cruzábamos con un coche que venía en dirección contraria. Todo sucedió en un instante, pero creo que la mujer quería decirnos algo, que nos confundía con algún conocido. Bueno, Daisy giró primero hacia el otro coche para esquivar a la mujer, pero entonces perdió los nervios y volvió a girar. En el momento en que mi mano alcanzaba el volante, sentí el impacto. Debió de matarla en el acto.

—La destrozó.

—No me lo cuentes, compañero —hizo un gesto de dolor—. Bueno, Daisy aceleró. Traté de hacer que parara, pero ella no podía, así que tiré del freno de mano. Entonces se echó entre mis brazos y ya seguí conduciendo yo. Mañana estará bien —añadió enseguida—. Voy a esperar aquí por si trata de molestarla por lo que ha pasado esta tarde, tan desagradable. Se ha encerrado con llave en su habitación y, si él intenta alguna brutalidad, encenderá y apagará la luz varias veces.

—Tom no la tocará —dije—. No piensa en ella.

—No me fío de él, compañero.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar?

—Toda la noche, si es necesario. Por lo menos, hasta que se acuesten todos.

Vi entonces el asunto desde otra perspectiva. Supongamos que Tom descubría que la que conducía era Daisy. Podía intuir alguna conexión, cualquier cosa… Miré hacia la casa; había dos o tres ventanas con luz y, en el segundo piso, el resplandor rosa de la habitación de Daisy.

—Espera aquí —le dije a Gatsby—. Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.

Volví bordeando el césped, crucé sin hacer ruido el sendero de grava y subí de puntillas los escalones de la galería.

Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas y comprobé que no había nadie en la habitación. Pasando el porche donde habíamos cenado aquella noche de junio tres meses antes, llegué a un pequeño rectángulo de luz que imaginé la ventana de la antecocina. La persiana estaba echada, pero descubrí una rendija en el alféizar.

Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.

Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados. Había en la escena un aire de intimidad, de naturalidad, y cualquiera los hubiera tomado por dos conspiradores.

Cuando salía de puntillas del porche, oí mi taxi, que se acercaba a la casa por la carretera a oscuras. Gatsby esperaba en el sendero, donde lo dejé.

—¿Está todo tranquilo? —me preguntó, preocupado.

—Sí, está todo tranquilo —titubeé—. Sería mejor que te vinieras a casa, a dormir.

Dijo que no con la cabeza.

—Esperaré aquí hasta que Daisy se acueste. Buenas noches, compañero.

Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y volvió a escudriñar celosamente la casa, como si mi presencia manchara lo sagrado de su misión de centinela. Así que me fui y lo dejé allí, a la luz de la luna, vigilando la nada.

8

No pude dormir en toda la noche; una sirena antiniebla no dejó de gemir en el estrecho, y yo me debatí como un enfermo entre la realidad grotesca y pesadillas desquiciadas y pavorosas. Hacia el amanecer oí que un taxi subía el camino a la casa de Gatsby, e inmediatamente salté de la cama y empecé a vestirme: sentía que tenía algo que decirle, que debía avisarle de algo, y que por la mañana ya sería demasiado tarde.

Cuando cruzaba el césped, vi que la puerta principal estaba abierta todavía y que Gatsby se apoyaba en la mesa del vestíbulo, vencido por el abatimiento o por el sueño.

—No ha pasado nada —dijo, sin fuerzas—. Esperé, y a eso de las cuatro Daisy se asomó a la ventana un minuto y luego apagó la luz.

La casa no me había parecido nunca tan enorme como aquella madrugada, cuando nos lanzamos a la caza de cigarrillos por las habitaciones inmensas. Descorrimos cortinas que eran como carpas y buscamos a tientas interruptores de la luz por innumerables metros de paredes en tinieblas. Me caí una vez escandalosamente sobre el teclado de un piano fantasma. El polvo lo cubría todo de un modo inexplicable, y las habitaciones olían a cerrado como si no las ventilaran desde hacía muchos días. Encontré el estuche del tabaco en una mesa en la que nunca había estado, con sólo dos cigarrillos amarillentos y secos. Abrimos las cristaleras del salón y nos sentamos a fumar en la oscuridad.

—Deberías irte —le dije—. Localizarán el coche, seguro.

—¿Irme precisamente ahora, compañero?

—A Atlantic City una semana, o incluso a Montreal.

No quería ni pensarlo. No podía separarse de Daisy antes de saber lo que ella iba a hacer. Se aferraba a una última esperanza y yo no me sentía capaz de zarandearlo hasta liberarlo.

Esa madrugada me contó la extraña historia de su juventud con Dan Cody. Me la contó porque «Jay Gatsby» se había roto como un cristal contra la malicia implacable de Tom, y el espectacular montaje y su secreto, que tanto habían durado, llegaban a su fin. Creo que en aquel momento hubiera admitido cualquier cosa, sin reservas, pero quería hablar de Daisy.

Era la primera chica «bien» que había conocido. En algún trabajo que no me precisó había tenido contacto con gente parecida, pero siempre con una alambrada invisible por medio. Daisy le pareció arrebatadoramente deseable. Fue a su casa, al principio con otros oficiales de Camp Taylor, luego solo. Estaba asombrado: nunca había pisado una casa tan maravillosa. Pero lo que le daba a la casa un aire de intensidad que hacía difícil respirar era que Daisy vivía allí. Y a ella la casa le parecía tan normal como a Gatsby su tienda en el campamento. Honda y misteriosa, prometía dormitorios más hermosos y frescos en el piso de arriba que otros dormitorios, actividades radiantes y alegres a lo largo de sus pasillos, romances que no olían a cerrado y lavanda, sino nuevos, fragantes y palpitantes como los espléndidos coches último modelo, como los bailes en los que las flores apenas habían empezado a marchitarse. Y aumentaba su fervor el que muchos hombres ya hubieran querido a Daisy: esto la hacía más valiosa a sus ojos. Sentía la presencia de aquellos extraños en cada rincón de la casa, impregnando el aire con las sombras y los ecos de emociones que aún vivían.

Pero sabía que estaba en casa de Daisy por un colosal azar. Por glorioso que pudiera ser su futuro como Jay Gatsby, por el momento sólo era un joven sin dinero y sin pasado, y de la noche a la mañana la capa que lo volvía invisible, su uniforme de oficial, podía caérsele de los hombros. Así que aprovechó el tiempo al máximo. Tomó todo lo que tuvo a su alcance, vorazmente, sin escrúpulos. Y tomó a Daisy una noche tranquila de octubre. La tomó porque no tenía derecho a cogerle la mano.

Podría haberse despreciado a sí mismo, porque es innegable que la consiguió con engaños. No digo que recurriera a sus millones fantasmagóricos, pero, con premeditación, le dio a Daisy una sensación de seguridad, le hizo creer que era una persona de su misma clase social: que estaba plenamente capacitado para hacerse cargo de ella. La verdad es que no eran ésas sus posibilidades: no contaba con el respaldo de una familia acomodada, y estaba sujeto al arbitrio impersonal de un gobierno que podía mandarlo a cualquier lugar del mundo.

Pero no se despreció a sí mismo y las cosas no salieron como él había imaginado. Probablemente su intención era coger lo que pudiera e irse, pero de pronto se dio cuenta de que se había consagrado a la busca del Santo Grial. Sabía que Daisy era extraordinaria, pero no era consciente de hasta qué punto puede ser extraordinaria una niña «bien». Daisy se desvaneció en su casa riquísima, en su vida de riquezas y plenitud, y a Gatsby no le dejó nada. Él se sentía casado con ella, eso era todo.