En sueños te susurraré

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5. El funeral de Anselmo Paredes

Aprende a observarte a ti mismo con la tranquilidad de un extraño.

Roberto Assagioli, Psicosíntesis: ser transpersonal

Anselmo Paredes había visto muchas veces los ataúdes de pino casi sin desbastar que solían acompañar hasta la tumba a los mineros fallecidos en Aldea Moret. Había porteado a hombros algunos de ellos, y de esos momentos trágicos conservaba el persistente recuerdo olfativo a resina moribunda y, en sus manos, el tacto áspero entre los nudos de la madera y el temor de que alguna imperceptible astilla, ocultamente, se le clavara bajo las uñas. Pero nunca tuvo una imagen tan nítida de esas cajas alargadas y estrechas hasta que vio la suya, con su propio cadáver dentro.

Al llegar a la casa, los subalternos, obreros y aprendices se quedaban en la calle. Salvo los amigos íntimos, los únicos hombres que se atrevían a traspasar el dintel del dolor para arder en la contemplación del cuerpo insepulto eran el director, los técnicos y algunos administrativos, obligados por razón de su cargo a aparentar que aquella desgracia se debía únicamente a los inescrutables designios de la Providencia; porfiaban en que la Unión Española de Explosivos no podía en modo alguno haberlo evitado, como a su juicio probaba el incuestionable hecho de que ni el mismo Dios hubiese podido impedir que el trabajador muriera electrocutado.

Al principio del velatorio, que duró toda la noche, a Anselmo le habían entrado ganas de gritarles a tantos visitantes que salieran de su casa, que respetaran su paz. Las plañideras y las mujeres de los obreros se turnaban para acompañar a Brígida en una habitación que se convirtió en aún más diminuta por la nutrida concurrencia de personas sentadas alrededor del féretro. El espeso humo de las velas y la congoja flotante en el ambiente a veces dejaban algún resquicio menos denso a través del cual se vislumbraban los rostros de Francisco y Juan José, los dos hijos mayores de Anselmo. Francisco, el primogénito, fijaba su mirada de espanto en algún lugar del vacío mental donde no estaba sucediendo nada de aquello; Juan José, sin embargo, parecía haberse desplazado ya a ese lugar en el que nada existía. A la madre, carbonizada por la desdicha, no le quedaban fuerzas para consolar a ninguno de sus hijos.

Ella había dado orden de que sus dos hijas, Brígida y Montaña, que no superaban los diez años, fueran separadas del dolor de la escena familiar para que en otras casas intentaran dormir, si eran capaces de conciliar el sueño en el ambiente mortal que, como una lluvia de pavesas y lágrimas, encenagaba la Barriada Nueva colándose irremisiblemente por puertas, ventanas y chimeneas.

Durante aquella noche, el alma de Anselmo permaneció absorta en la contemplación de su cuerpo inerte, que se había convertido en el barreno detonante que había resquebrajado desde dentro a su familia. Y, durante las largas horas que eran arrastradas por las estrellas hacia el amanecer, tuvo tiempo de recordar los retazos de su vida que se le desprendían a jirones…

Anselmo se recordó a sí mismo abandonando Coria sin volver la vista atrás y luego el día en el que imprimió las huellas de sus dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha sobre el espacio destinado al dactilograma en la ficha de personal de la Unión Española de Explosivos… Y se vio recogiendo al principio de cada jornada, y devolviéndola al finalizar, su chapa de control, fabricada en latón, con el número 62 grabado en el centro… Y volvió a sentir que al final del turno salía aterido del pozo, deseoso de despojarse de la ropa vieja y mojada junto a la misma boca de la mina, en la sala de bombas... Y vio desfilar ante él los rostros de tantos enfermos de silicosis que habían sido enviados por la empresa al hospital de tuberculosos de Valdelatas con la esperanza de que el benefactor aire de la sierra madrileña les hiciera recuperar la salud, o al menos restara estertores a la prolongación de la agonía…

Anselmo revivió su afición por el fútbol, así como el entretenimiento que le procuraban la recolección de espárragos y la caza de conejos entre matorrales y vivares cercanos... Y esa visión del campo colindante con Aldea Moret lo llevó a rememorar las ermitas próximas y vio a las mujeres que portaban las andas el día del festejo anual de Santa Bárbara… Y volvió a deslumbrarse con Brígida, aquella joven de dieciocho años que lo encandiló nada más conocerla, el cuatro de diciembre de 1945, y anduvo de nuevo con ella repitiendo su primer paseo juntos, después de la romería, y luego se vio merodeando en mañanas de domingo junto a la iglesia de Santiago para poder verla entrar a misa…

Volvió a escuchar las músicas simplonas y pegadizas que animaban los concurridos bailes que se celebraban los domingos, el único día de asueto de los mineros, bailes que constituían el ambiente primordial para que los jóvenes trabaran conocimiento entre ellos. Y observó de nuevo que en los extremos del salón se mantenían separados el público femenino y el masculino, y se fijó, ya sin ningún interés, en que cuando una chica era solicitada para bailar, antes de acceder, tenía que pedirle permiso a su vigilante madre, que solo lo concedía si la reputación del aspirante y de su familia no podía arrojar ninguna tacha de inmoralidad…

Y Anselmo oyó de nuevo a su esposa hablar de lo que había dejado a deber en el comercio de Chanclón o de algún artículo recientemente recibido en el economato de los mineros, donde se podía comprar más barato, lo cual originaba largas colas de las mujeres, quienes, para respetarse su turno, dejaban una piedra en el suelo y se marchaban a sus quehaceres domésticos...

Y Anselmo se intentó sacudir otra vez del paladar y del interior de los ojos el polvo que había provocado el derrumbe del edificio del Embarcadero que aquel aciago martes 17 de abril de 1957 había dejado un muerto y veinticuatro heridos graves, y sintió también sus manos agarrotadas de escombros y prisa, y luego tragó un nudo de rabia y frustración cuando tras horas de búsqueda desenterraron el cadáver de un carpintero de treinta y ocho años que nunca más podría volver a abrazar a su viuda y a su hijo huérfano…

Y recordó aquellos días de cobro del salario en la oficina que hacía esquina con la calle Real y cómo inmediatamente, como muchos otros mineros, continuaba por la calle hasta llegar a la iglesia de San Eugenio, y allí le entregaba una parte del dinero ganado con el sudor de su frente al Cura Obrero, el cual acogía y cuidaba de los niños huérfanos de trabajadores muertos en las minas… Y recordó que ese sacerdote había conseguido que a esos seres desvalidos les alcanzaran los alimentos del auxilio social e incluso leche en polvo y queso procedentes de la ayuda norteamericana del Plan Marshall… Y se acordó de que en la escuela los niños se sentaban a la derecha y las niñas a la izquierda y del entusiasmo con el que se entregaban al juego de las tabas…

Y Anselmo recuperó la intranquilidad acuciante de aquel vigoroso vendaval que en 1941 descuajó parte del muelle de carga… Y este pensamiento lo llevó a la lastimosa constatación de que ninguna hierba podía volver a crecer bajo las cenizas de pirita esparcidas en el terreno...

Después de eso, ya nada más se le vino a la memoria. Simplemente se sentía como esas cenizas de un hombre ardido, que impedían que bajo su manto de muerte la vida pudiera abrirse paso otra vez.

6. Los servidores del cielo

Pero aquello que produce efectos dentro de otra realidad también debe ser llamado realidad. Por ello, no siento que tengamos ninguna excusa filosófica para llamar «irreal» al mundo místico o invisible.

William James, Las diversidades de la experiencia religiosa

Un leve zumbido hizo que Anselmo abriera los ojos. El orbe había echado a rodar vertiginosamente por encima de la pradera semilíquida, pero Calisté y el recién llegado permanecían suspendidos y aparentemente inmóviles en el centro de la esfera rodante. Se encaminaban hacia el centro del paisaje que acababan de contemplar desde el lugar elevado que daba acceso al Hogar del Espíritu. Cuando Calisté se dio cuenta de que el regresado había abierto los ojos, con un rápido ademán de los brazos hizo que el orbe redujera gradualmente su velocidad de rotación. El desplazamiento se convirtió en prácticamente insonoro. Entonces ella retomó sus explicaciones.

–Ahora vamos a situarnos en un punto desde el que podamos divisar todo lo que quiero contarte y después nos iremos dirigiendo a los distintos lugares por los que debes pasar.

–¿Por los que debo pasar? –advirtió Anselmo.

–No olvides, hermano, que estás aquí para explorar las potencialidades de tu alma, ahora que estás desencarnado del plano físico. Eso te dijeron en el Comité de Selección de Descensos, ¿recuerdas? Y cuando hayas pasado por todos los lugares que forman parte de este circuito, si sigues queriendo regresar a la Tierra comparecerás de nuevo ante los comisarios, que reevaluarán tu caso.

Las iridiscencias que proyectaba sobre el rostro de Calisté la luz malva que atravesaba la superficie casi transparente del orbe le conferían a su semblante una increíble belleza, más allá de todo lo que Anselmo había podido imaginar estando encarnado. Situado tan cerca de ella, se dio cuenta de que lo sobrepasaba con rotundidad en altura. Todo en su acompañante estaba tan grácilmente proporcionado que contemplarla le causaba casi arrobamiento; por eso le costaba tanto prestar atención a lo que ella decía cuando hablaba. Calisté conocía bien el efecto hipnótico que su apariencia física podía causar en algunas mentes desbordadas por tanta belleza y por eso estaba dispuesta a ser aún más paciente.

–¿Cómo dices…? Perdona, no te he entendido bien…

–No te preocupes, hermano. Iré contándote lo mismo varias veces hasta que lo asimiles –y le guiñó un ojo a su invitado, con complicidad; Anselmo sintió de nuevo que le flaqueaban las rodillas y que se le transmitía un espasmo a los brazos, que tuvo que amarrar, apretando la mandíbula, para no lanzarlos alrededor de la cintura femenina–. Antes de nada, quiero que sepas que me llamo Calisté y que me puedes llamar así porque vamos a estar una temporada juntos. Voy a ser tu acompañante.

 

–Encantado, Calisté –balbució torpemente Anselmo mientras se acercaba a ella sin saber qué hacer–. Yo soy Anselmo… o no, no sé.

Ella dejó escapar una carcajada que hizo que la pared del orbe se expandiera y que destapó la presión en el pecho de Anselmo, el cual también empezó a reír. Entonces Calisté, sin dejar de mirar bondadosamente a aquel hombre inseguro, se tocó el centro de su pecho y luego alargó el brazo hasta posar su mano derecha con suavidad a la altura del corazón de Anselmo. Él también colocó su mano derecha a la altura del corazón de ella, guiado por la mano libre de su acompañante, que esta dejó reposando sobre la de Anselmo. Inmediatamente a él le rodaron unas dulces lágrimas, fruto de esa inesperada experiencia de hospitalidad y afecto que durante unos segundos le hizo perder la noción de lo que lo rodeaba. Tardó en volver a hablar.

–¿Y dices que vas a ser mi acompañante, Calisté?

–Sí, si te parece bien.

–P0r supuesto, por supuesto –asintió él con la cabeza varias veces, en señal no ya de aprobación, sino de indisimulable entusiasmo. Al retirar la mano volvió a ver la extraña inscripción y la pregunta le brotó sin censura–. ¿Y qué es esto que tienes aquí? ¿Significa algo?

–Por supuesto –aseguró ella, con una media sonrisa, mientras con el dedo índice de su mano derecha perfilaba el recuadro del bordado–. Es mi código y es algo personal que me identifica en este lugar. Verás, hermano, cada vez que llega alguien nuevo al Cielo se le asigna una persona que, por decir algo, es más veterana aquí. Aquí nos llamamos como te he dicho, acompañantes, porque este es el título que nos dan después de formarnos. ¿Ves la letra a? –La señaló con el mismo dedo–. Eso significa que soy acompañante. Nuestra misión es enseñaros a los recién llegados cómo está organizado el Cielo y cómo podéis explorar las potencialidades de vuestra alma. Pero espera, vamos a salir del orbe.

Calisté pareció concentrarse y cerró lentamente los ojos. A medida que sus párpados se juntaban, el orbe iba desapareciendo paulatinamente. En su rostro se dibujó una sonrisa que el viajero interpretó como una muestra de agradecimiento por el transporte. A continuación abrió los ojos y, sin perder la lozanía de su sonrisa, continuó la conversación.

–Mira, desde aquí podemos ver bien todo lo que ahora quiero mostrarte, aunque sea de lejos. ¿Ves aquel edificio de la derecha –y alargó el brazo por encima del hombro derecho de Anselmo, que se giró– que tiene hileras blancas y negras? Es el Pabellón de los Acompañantes. Allí me formé yo.

–¡Ah! –exclamó Anselmo con admiración por la inusual arquitectura del pabellón y por ser la sede en la que se había formado su cicerone.

Así prosiguió Calisté, señalando con su brazo, empezando por la izquierda del paisaje, hacia distintos lugares en los que se ubicaban los restantes pabellones, que fue nombrando: de los Sembradores, de los Tejedores, de los Sustentadores, de los Visionarios, de los Emisarios y de los Carmenadores. Anselmo los observaba con interés intentando captar alguna singularidad de cada uno, a pesar de la distancia. Ninguna construcción se parecía a las demás.

–Vas a pasar por todos ellos –añadió Calisté–. Solo así podrás conocer las potencialidades de tu alma en este momento, y, solo cuando conozcas de lo que eres capaz sin necesidad de retornar a la Tierra, podrás decidir si quieres volver a reencarnar o no. ¿Lo comprendes?

–Creo que sí, Calisté –respondió él, sin mucha convicción–. ¿Pero tú me acompañarás?

–Claro. ¿No te he dicho que soy tu acompañante mientras estés aquí? Y yo, como todos mis compañeros del Cielo, soy una servidora.

A Anselmo se le difuminó de repente todo su contumaz interés por reencarnar. Tal vez ofrecía mejor futuro una larga temporada dejándose acompañar por aquella beldad. No se daba cuenta de que de forma natural Calisté captaba telepáticamente sus pensamientos.

–Hermano, cuando termine nuestro periplo por los siete pabellones dejaré de acompañarte y tendrás que decidir qué quieres hacer. Y a mí me asignarán otra alma que acabe de ingresar aquí. Entonces nos despediremos.

Anselmo, sonrojado, sintió que de nuevo se le cargaban las espaldas, ya no con el peso de la obsesión por reencarnar, sino con el peso y la amargura de una extraña cuenta atrás. No sabía cuál sería su decisión última después de visitar todos los pabellones, pero sí había decidido que mientras durara ese viaje disfrutaría al máximo de la gozosa presencia de Calisté.

7. El pabellón de los sembradores

De buena simiente, fruto excelente.

Refrán español

Habían recurrido de nuevo al orbe para desplazarse al primero de los pabellones. Después de que se difuminara la pared translúcida del vehículo, Anselmo observó un extenso bosque con distintos matices de verde que por momentos parecía camuflarse en el color que tapizaba todo.

–Son pinos de distintas clases, e incluso algún cedro del Himalaya –puntualizó Calisté, tras captar el pensamiento de Anselmo. Él se quedó absorto contemplando las bandadas de aves que sobrevolaban la formación boscosa.

Según se iban acercando, ante sus ojos se fueron perfilando nuevos detalles: las extensiones de terrenos arados junto al pinar, dispuestos como antemurallas vegetales; las hortalizas espontáneas que manchaban de colores inusuales la tierra en la que crecían; las parras que ofrecían a los insectos y pajarillos sus frutos redondos, revestidos de colores entre verde y grana… Pero lo que más sorprendió a Anselmo fue descubrir un león salvaje en uno de los extremos del perímetro del bosque. Calisté lo calmó:

–Hay cuatro leones en total, uno por cada esquina. No te asustes. Solo están para proteger el lugar, no atacan.

Un intenso olor a resina saturó pronto el olfato del visitante, sorprendido de que al internarse en la espesura del bosque se hubiera adueñado de su oído el constante intercambio sonoro de trinos y rugidos de animales salvajes. Calisté lo miró y sonrió para infundirle tranquilidad. Lo consiguió a medias porque Anselmo siguió recorriendo con inquietud el sendero bordeado de helechos que conducía a un calvero. Dedujo que habían llegado al objetivo.

Una inmensa construcción de tablones ondulados apareció ante sus ojos. Aunque mostraba dos plantas, su altura total no resultaba excesiva. Un porche y un voladizo anclado en columnas espirales de madera asentadas en robustos basamentos de granito ampliaban el aspecto de la primera planta. Había gente sentada alrededor de algunas mesas redondas colocadas en el exterior; mostraban aspecto de campesinos. Calisté y Anselmo empezaron a rodear el edificio recorriéndolo hacia la derecha hasta que dieron con la entrada principal. Sus dos peldaños estaban flanqueados por jardineras rebosantes de vistosos pétalos, multicolores atracciones para la infinidad de insectos que se entregaban a recoger sin descanso la ofenda alimenticia de las flores.

Cuando iban a ascender la breve escalinata, ante ellos surgió repentinamente la figura de una mujer avejentada cuyas arrugas desvelaban las largas horas que su piel habría pasado horneándose al sol. Tras una breve inclinación de cabeza se quitó el gorro de paja que le sombreaba los ojos y se dirigió sin titubeos al visitante.

–Sin duda esperabas otra cosa, a juzgar por tu cara –Anselmo mostró extrañeza, y se detuvo–. ¿Acaso te parecen poca cosa estas flores?

–¿Las flores? –Anselmo las miró con más atención, aunque sin ocultar la contrariedad que le había causado la aspereza del recibimiento–. No, no me parecen poca cosa, aunque…

–¿Aunque qué…? –replicó la guardiana.

–Aunque no me parecen nada del otro mundo.

–¡Del otro mundo, dice el muchacho! ¡Qué gracia! –Calisté y la anciana no pudieron evitar sonreír, lo cual desconcertó aún más a Anselmo–. Bienvenida de nuevo, A60X47H.

Anselmo se giró hacia su acompañante, y volvió a ver la inscripción bordada en su traje que mostraba ese código, mientras se extrañaba del modo tan impersonal con el que se saludaban en el Cielo.

–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –replicó ella al punto, como si hubiera advertido el pensamiento de él–. Y ya que estamos, te presento a mi acompañado: se llama Anselmo y viene de la Tierra.

Él sintió el impulso de descubrirse respetuosamente la cabeza, pero nada la cubría; luego sintió el impulso de avanzar al encuentro de la interpelada, pero sus piernas no se movieron ni un solo paso; finalmente, sintió el impulso de hablar para corresponder a su acompañante, pero su boca no logró articular ningún sonido. Lo único que consiguió fue que la joven y la anciana percibieran sus azarosos pensamientos, erráticos como el vuelo de los insectos que sin descanso zumbaban alrededor.

–Pues, ya que estamos de presentaciones, me presento yo también. Mi nombre es Cibeles y soy la guardiana de este pabellón –le dijo la mujer al visitante y luego volteó la cara hacia el dintel de la puerta principal señalando con su mano encallecida el rótulo pirograbado: SE–, el Pabellón de los Sembradores.

A Anselmo le sorprendió más la denominación de la inmensa nave que el nombre de la mujer; no recordaba conocer nada de mitología ni de panteones divinos. Observó el letrero y durante unos segundos permaneció impasible admirando la suave curvatura de las letras, que no contenían ningún trazo recto, tal vez por guardar similitud con la inusual y sinuosa construcción a la que identificaban.

–¿Y cómo has dejado la Tierra? ¿Está bien? –quiso saber Cibeles.

–Sí. Supongo. –Y, al responder, Anselmo por primera vez fue consciente de que nunca hasta entonces había reparado en que había estado habitando un planeta que no era solo una superficie inanimada, sino que también podía ser un ser vivo necesitado de cuidados y de afectos; la reflexión lo turbó, porque una ráfaga de culpabilidad le silbó como un cortante puñal helado junto al sobrecogido corazón. Había pasado años pisándola, sin desprecio pero sin darse cuenta del sustento que le procuraba; años desentrañándole vetas de fosforita sin entusiasmo, sin darse cuenta del valor de la ganga que desechaba en el vertedero; años rindiendo culto a las tumbas excavadas en ella sin veneración, sin darse cuenta de que el auténtico santuario quedaba aún más profundo que los despojos orgánicos de sus ancestros.

–Soy una apasionada de la Tierra, lo confieso –el tono de voz de Cibeles resultaba creíble y veraz–. Es mi debilidad. A veces me escapo y bajo a ver cómo van las cosas por allá. Aunque tengo a los elementales de la naturaleza haciendo una buena labor, me gusta volver para ver cómo sigue lo que yo contribuí a poner en marcha. No es por soberbia pero quiero que sepáis que me esforcé sin límite en domesticar a esas fuerzas naturales que eran tan necesarias para crear un soporte a la vida humana. El entorno inicial era demasiado hostil, y aunque el tiempo fue limando las asperezas de lo inhóspito, tuvimos que aplicar inteligencia superior para acelerar el proceso de habitabilidad del planeta. Si en su momento no hubiéramos sido encomendadas a esa tarea, la evolución del globo terráqueo habría sido demasiado lenta y quién sabe si del todo adecuada para el plan concebido de albergar vida humana inteligente.

–¿Cómo que el «plan concebido»? ¿A qué te refieres? –exclamó extrañado Anselmo, que ante el silencio de Cibeles clavó sus ojos en Calisté.

–Anselmo –dijo la acompañante–, creo que tal vez resulta temprana tu pregunta y puede que a Cibeles le apetezca mostrarte el interior del pabellón.

La guardiana asintió en silencio y empezó a alejarse seguida por Calisté. El visitante aceptó la falta de respuesta a su pregunta y se conformó con escoltar a la silente interpelada y a su acompañante. Se detuvieron ante una larga jardinera, también repleta de flores, colocada en paralelo frente a la puerta principal del pabellón. Allí los insectos habían hallado otra fértil base de operaciones.

–No me has aclarado lo de las flores –dijo Cibeles tras detenerse en seco y volverse impacientemente hacia Anselmo–. ¿Entonces de verdad no te parecen poca cosa?

–No, claro que no –respondió él, sintiéndose un punto violentado por la aparente irritación de la guardiana–. Pero no sé qué más decir…

 

Cibeles se dio cuenta de que estaba incomodando en exceso a su invitado y le pidió disculpas, alegando que su pasión por la Naturaleza la había convertido en un ser demasiado impulsivo que no se paraba a calibrar cómo encajarían los demás sus actos y opiniones. Ella era la diosa que gobernaba los cambios en la Naturaleza, pero no siempre estaba a la altura de las relaciones humanas.

–Disculpa, Anselmo, me pongo un poco intransigente a veces cuando me domina la pasión… En realidad no estoy muy acostumbrada a tratar con humanos. Más bien me paso la vida relacionándome con seres vivos de eso que en la Tierra consideráis escalones menos evolucionados dentro de la pirámide de las especies. Me sigue haciendo mucha gracia que habléis de reino mineral, reino vegetal y reino animal, supongo que para colocaros encima de todos ellos a vosotros como superespecie y así sentiros más importantes para regir tres reinos distintos. Estáis equivocados, sin duda, porque regir, lo que se dice regir, no regís nada: la Naturaleza es la que os rige a vosotros. Aunque, claro, es verdad que a veces se os olvida y vivís en el espejismo de que podéis controlarla y dominarla… No digo que no la podáis transformar, como de hecho estáis haciendo y aún más lo vais a hacer en los próximos años, no… Lo que quiero decir es que si tenéis esa falsa ilusión de que domináis a la Naturaleza no es porque la Naturaleza se deje dominar, sino más bien porque ella os permite ensayar los supuestos que queréis experimentar, porque, en su humildad, os deja que os engañéis.

La cara de Anselmo mostraba cierta incomprensión, no solo por el contenido de lo que Cibeles le estaba espetando, sino por la motivación que la llevaba a hablarle así. Ella se dio cuenta y prefirió modificar su discurso.

–Ya veo que tampoco tú me entiendes… Estoy acostumbrada. A veces pienso que los únicos que realmente me comprenden son los elementales, ¡y eso que tanto ellos como yo nos desvivimos por satisfacer vuestras necesidades básicas! Pero creo que va a ser mejor que me calle y os deje en manos de alguien más preparado para conversar con humanos… Acompañadme, por favor.

Los tres traspasaron al mismo tiempo el umbral del pabellón. El portón corredero estaba escamoteado dentro de uno de los muros, de modo que el vano de unos diez metros de anchura quedaba abierto de par en par. La repentina penumbra del interior de la sala sorprendió a Anselmo. Una vez se hubieron dilatado lo suficiente, deseosas de captar detalles antes imperceptibles, sus pupilas empezaron a distinguir las diversas figuras que se movían dentro de aquel recinto. El espacio interior rectangular aparecía dividido en cuatro sectores panelados con mamparas grises de material indefinido. De repente oyeron a sus espaldas una recia voz masculina.

–Bienvenidos al pabellón. Soy Empédocles y me ofrezco a guiaros.

Calisté dirigió su mano derecha hacia el pecho de aquel hombre, que estaba ataviado con una larga túnica dorada recogida parcialmente sobre su antebrazo derecho.

–Gracias por tu atención –le dijo ella, y después retiró la mano hasta hacerla descansar junto a su costado. Anselmo permaneció callado y expectante.

–Seguidme si os place –indicó Empédocles, que con una extraordinaria vitalidad impropia de la edad que delataba su semblante nonagenario iba sorteando con rapidez pilas de troncos, cajas entreabiertas, montones de minerales, recipientes rebosantes de líquidos y otros materiales de difícil identificación–. Permitidme que os explique brevemente qué hacemos en este pabellón. –Se detuvo bruscamente; se giró y esperó unos segundos hasta que se pudieron colocar de nuevo junto a él Calisté y Anselmo, que iba jadeante e inquieto. Entonces prosiguió su presentación–. Cibeles me ha pedido que os lo cuente yo… En fin, es lógico, yo estoy más acostumbrado a hablar en público. ¿Cómo no había de estarlo si llevo veinticinco siglos practicando desde aquellos remotos tiempos de mi natal Agrigento…? Pero no nos desviemos con historias que sé que no te interesan, Anselmo, y vayamos a la raíz del problema... ¡La raíz! ¡Eso es! ¿Pero por qué a la raíz? Porque la raíz es el principio de todo. ¿No es acaso el principio del más portentoso árbol que hayáis podido ver jamás en vuestra vida?

Empédocles ahuecó la voz y ralentizó su dicción mientras alzaba los brazos y miraba de hito en hito mostrándose así como el gran amante del teatro griego que era. Sabiendo capturada la atención de sus oyentes, prosiguió:

–Mi mano, que veis aquí –la elevó sobre su cabeza mientras lo decía–, el agua de la lluvia, una flor que veis allá, la mariposa que aletea sobre ella…, todo en la vida está formado por cuatro posibles raíces, o por cuatro elementos, como le gusta denominarlos a ese jovencito llamado Aristóteles... ¿Sabéis cuáles son esas cuatro únicas raíces de todo lo que existe? –Y sin aguardar ninguna contestación prosiguió–. Tú no contestes, Calisté, que ya te lo sabes de sobra: ¡la tierra, el agua, el fuego y el aire! No hay más. Dependiendo de la proporción en la que se mezclen entre sí, se genera un ser u otro. ¿Alguna pregunta?

Anselmo se miró las manos y por un instante volvió a creerse vivo. Pero, al recordar cómo los comisarios le habían demostrado que ya había muerto, se dio cuenta de que la explicación que estaba oyendo de Empédocles no satisfacía plenamente sus dudas. Por eso se atrevió a preguntar:

–Pero no entiendo bien. ¿Cómo no va a haber más que esas cuatro cosas? Yo veo más. ¿Y qué pasa cuando un cuerpo muere? ¿Qué pasa cuando un barreno revienta una veta en la mina? ¿Qué pasa cuando se muele un mineral y se convierte en polvo? ¿Y qué pasa con el agua que sacamos del pozo minero y que fuera, en la piscina, se evapora?

–Muy bien –el filósofo pareció satisfecho por haber sembrado la curiosidad en el visitante–, todo eso se explica porque, además de esas cuatro raíces que conforman todo, hay dos poderosísimas fuerzas que permiten la combinación entre sí de tales raíces. Esas fuerzas son el amor y el odio. El amor une mientras que el odio separa. Según actúen esas dos fuerzas y la proporción de los elementos que entren en juego, una sustancia se va transformando en otra. Aunque en realidad lo único que cambia es su apariencia exterior, ya que esas raíces interiores que la conforman permanecen inalteradas. Así se resuelve la paradoja de que todo cambie para nuestros sentidos, mientras que en realidad nada cambia, pues sus raíces permanecen siendo siempre las mismas, sin modificación.

Cibeles pasó junto al grupo y no disimuló su cara de disgusto. Le dirigió una recriminación a Empédocles:

–¿Otra vez contando batallitas? Basta con que les muestres el pabellón. No hace falta que les expongas toda tu filosofía…

–Claro, claro, ¡qué fácil es decir eso porque no eres filósofa sino únicamente diosa! Pretender pedirle a un filósofo que no aproveche cada aliento para compartir sus dudas y hallazgos con los demás es como esperar que una abeja melífera se abstenga de libar el néctar de una flor sobre la que está posada –replicó Empédocles mientras Cibeles se alejaba de ellos. Cuando estaba tan lejos como para no escucharlo prosiguió, dirigiéndose a Anselmo y Calisté–. Hablando de flores, ¿os ha hablado Cibeles de las flores de la entrada?

–Algo ha dicho –reconoció Anselmo.

–No me extraña –continuó el filósofo–, es su tema preferido. Lo hace con todas las visitas. Pero no nos desviemos con historias que no te importan, Anselmo, y vayamos a la raíz del problema… Mira, en muchas cosas coincido plenamente con Cibeles. Pero sigamos andando mientras hablamos. –El grupo empezó a moverse lentamente, en la dirección y con las pausas que iba marcando Empédocles–. Para que salga una sola flor en un parterre a lo mejor han tenido que caer en ese terreno cientos de semillas, y lo habrán regado miles de gotas de agua, y quién sabe cuántos millones de rayos de sol han tenido que bañarlo... La Naturaleza produce su magia a base de perseverancia y paciencia. Puede que en el momento en el que se produce un resultado este parezca instantáneo, pero ten por seguro que obedece a un lento proceso en el que el ojo humano no suele reparar. Para que pueda aparecer un único ejemplar de una especie en la Tierra o en cualquier otro planeta antes hay que haber creado las condiciones ideales. Una tarea ardua… Es como si hubiera que asegurar la fertilidad de un medio antes de implantar en él lo que se quiere que arraigue y crezca.