Con balas de plata VII

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En tiempo de Carlos Quinto enredada también Castilla en guerras civiles, tentaron los franceses a Fuenterrabía con mejor suceso, envió Francisco, Rey de Francia, emulo de la fortuna de Carlos, a Guillermo Boniveto, general o almirante de Francia a hacer esta expedición, capitán bien conocido cuanto aborrecido por la memoria de la reciente batalla y derrota que tuvo en la aldea de Noain, junto a Pamplona, acompañado de los tercios de la gente y banderas del Andrés de Sparroso.

Gobernaba en esta sazón a Guipúzcoa con título de capitán general de la costa, Diego de Vera, capitán veterano en muchas jornadas militares, que viendo el peligro, se había metido dentro las murallas para defenderlas, el cual a los 13 días que había puesto cerco el enemigo, no tanto fue autor de entregar la plaza, como obligado por fuerza a firmar la entrega porque levantándose un motin entre los defensores y prevaleciendo la multitud de los forasteros, que se daban prisa a rendirla, amenazando que ellos habían de tomar consejo a parte, le obligaron los discordes, que ya perdida la obediencia y respeto le amenzabaan a admitir las condiciones de la entrega.

Ni se ha de dar crédito a algunos escritores que sin averiguar bien el caso le achacan a ver apresurada la rendición de la plaza, y quisieran que hubiera mostrado en este lance el valor antiguo que en otros. Yo tengo bien averiguado que hizo todo lo que debía el más constante gobernador, y que no fue falta de valor sino de fortuna. Porque luego en el mismo .. que se entregó Fuenterabia a los franceses se hizo cabeza de proceso sobre ello en la villa de San Sebastián, por su gobernador, Juan de acuña, y depusieron muchos y muy graves testigos, y de diversas naciones que se hallaron en la entrega, y todos uniformemente concordaron en que el gobernador Vera contradijo siempre acérrimamente a los discordes, con ser muchos más en número, y unas veces con blandas palabras y otras con acres y terribles, aunque siempre en vano les procuraba traer a su sentir, añadiendo que de necesidad le debían seguir, pues él tenía larga experiencia del tiempo que había militado en Italia, que los franceses quebrantando la fe de los pactos los habían de pasar a todos a cuchillo.

Y finalmente viendo que se cansaba en valde, que quería antes morir honradamente con los vecinos y algunos caballeros ilustres, que constantísimamente eran de su parecer, que entregar la plaza al enemigo. Y hay aún hoy en Fuenterrabía 2 registros de este proceso, signados de Juan Ibáñez Plaza y Juan Sánchez Venesa, por cuyo testimonio se hizo la averiguación. A más de los vecinos del lugar merecieron en este cerco grande fama de constancia y fortaleza algunos nobles y primeros caballeros de Guipúzcoa, como fueron Martín García Oñez, señor de Loyola, Juan Ortíz Gamboa, señor de Zarauzi, y Juan Pérez Lizaur, señor asímismo de Lizava, y Juan Pérez Ugarte, capitana de la compañía de los de Vergara, fieles compañeros del gobernador, y aparejados para todo trance, que hicieron prodigios por defender la villa.

Pero el gobernador espantado de ver los pocos que le querían obedecer, viéndose tan desigual al enemigo, que sabía muy bien la discordia de los defensores y por eso con más prisa se aparejaba para dar un asalto general, porque no pereciesen todos en la desgracia se hubo de rendir con pactos para excusar el estrago. Y a la verdad que Martín García, señor de Loyola, había probado su constancia con muy reciente ejemplo de su casa y familia, pues en el mismo año pocos meses antes San Ignacio de Loyola, institutor y padre después de la compañía de Jesús, hermano menor de este Martín, había defendido valerosamente el castillo de Pamplona, poco apercibido contra la presurada fuerza de tanta gente francesa como traía Andrés Sparroso, deteniendo a los defensores, que ya se inclinaban a rendirle, en su punto y obligación, hasta que le vieron postrado del golpe de una bala de artillería. Y así ambos hermanos, el uno en Pamplona y el otro en Fuenterrabía dieron claro testimonio de la fidelidad que tenían al Emperador Carlos Quinto.

Perdóneseme esta digresión que ni la piedad paternal me ha permitido olvidarme de una constancia tan hermana en la sangre como en el hecho, ni la fama de un tan insigne varón como Vera puesta en opiniones por la ignorancia de los escritores, ha dejado de hacer cosquillas para haber hecho rigorosa pesquisa del caso sucedido.

Con más firme constancia conservaron los franceses a Fuenterrabía, pues para recuperarse costó 3 años en que se derramó harta sangre de ambas partes, firmes todo este tiempo en tan adversa fortuna los ánimos de sus vecinos, y con una perpetua fidelidad a su Rey Carlos, como lo mostraron bien, en rehusar públicamente la banda blanca, insignia de la milicia francesa, por más que les apretaron con amenazas a mudar la banda colorada de España, por lo cual teniéndolos por sospechosos, 22 de ellos, los más principales del lugar fueron llevados a Baiona y a los lugares circunvecinos, donde fueron detenidos 3 años contra los pactos expresos de la rendición.

Como viese, pues, Iñigo de Velasco, gran Condestable de Castilla, que por violencia no podía recuperar a Fuenterrabía, habiéndola tentado en vano tantas veces, determinó valerse de maña, solicitando con promesas para que se pasase al servicio del Emperador Carlos, a Philipo de Nabarra, Príncipe de la facción acrimontana entre los navarros, que desterrado de su patria y fugitivo, despojado de todos sus bienes, servía en la guerra al Rey de Francia y se hallaba dentro de Fuenterrabía con una valiente escuadra de 700 secuaces suyos.

El cual habiendo estado mucho tiempo tenaz, por más promesas que le hacía el Condestable, imitando a Pedro, su padre, que habiendo acompañado en su contraria fortuna a los reyes de Nabarra Juan y Catalina, a quienes pocos años antes despojó del reino a fuerza de armas, Fernando, Rey de Castilla y de Aragón, obligándoles a pasarse a Navarra la Baja, que antiguamente fue la sexta merindad de Nabarra, por su desgracia, siendo hecho prisionero cuando intentaba rehacerse y llevado a Xatiba y a Simancas, estuvo 14 años preso y mancilló la tolerancia de su mucha desgracia, y la constancia invicta a tan grandes promesas con una muerte más del tiempo de Caton que de cristianos, atravesándose un cuchillo por la garganta, y despidiendo su alma entre cadenas.

Viéndose su hijo Philipe sin esperanza alguna y lo poco que le aprovechaba la fidelidad guardada a Francia tantos años, se hubo de rendir a la fortuna y pasarse al bando del Emperador saliendo de Fuenterrabía con toda su gente. Es fama de que se valió el condestable para este lance del consejo de Antonio de Guevara, varón elocuentísimo de este tiempo, y anda entre las epístolas familiares de Guebara, una escrita al condestable sobre esto.

Destituida Fuenterrabía de tan valeroso presidio fácilmente la obligó a rendirse el Condestable, admitiendo el gobernador francés llamado Foretto (aunque otros por yerro le llaman Frangetto) los partidos muy honrosos que le dieron, pero con tan grande sentimiento de Francisco, Rey de Francia, que indignado contra Foretto le quitó las insignias militares en la plaza ppca. de León, de Francia, y mandando le borrasen el escudo de armas de su linaje y que no se pusiese más en su presencia, le echó entre la gente plebeya.

Quedó Fuenterrabía con este cerco de 3 años casi derribadas sus murallas, las cuales mandó luego reparar el Emperador Carlos, haciendo en muchas partes el muro de 14 pies de ancho y añadiendo a la parte del medio día y occidente 3 fortísimos baluartes, que llaman de la Reina, de Leiria y de la Magdalena: aumentó también su hijo Philipo la fortaleza añadiéndole el baluarte que dedicó a su Patrón, San Phelipe. Por la parte que mira el lugar a Francia, 40 años antes de éste que vamos tratando, se había empezado una muralla de menor defensa, y no estando ésta muy en perfección, por haberse dejado la obra al mejor tiempo y por estar medio caída con las crecientes del mar que suben hasta ella por el río, la habían fortificado los vecinos con algunos bastiones y trincheras.

Y esta era la forma de las murallas cuando entraron los franceses en España debajo la conducta del Príncipe de Conde. Había muy poca prevención en la villa para sufrir un cerco tan pesado. Muy poco trigo y esto de lo que había sobrado, que se dejó en Fuenterrabía más a caso que de propósito, como en lugar más cercano, cuando se volvieron las reliquias del ejército que había invadido a la tierra de la Purdia. De pólvora, plomo y cuerdas pocos días antes habían sacado los procuradores de la armada mucha cantidad con cédulas reales para aparejar los navíos en los puertos vecinos, por más que lo contradijo el gobernador de la plaza avisando cuán cercano estaba el enemigo.

Los soldados del presidio del sueldo real como siempre aún no llegaban a 500. Otros 500 pedía el Conde Duque a la provincia de Guipúzcoa, siempre que amenazasen guerra los franceses. Rehusaban los guipuzcoanos esta carga, pareciéndoles que duraría siempre aún en tiempo de paz, y temían que el ejemplo de ahora pasaría a costumbre, y la costumbre a ley, fuera de que querían más defender sus tierras y casas abiertas que estar cerrados dentro las murallas.

Despues que rompió el enemigo, aunque les pesaba de tal determinación el miedo que tenían a la caballería francesa que por todas partes discurría, les había cortado el socorro, sin acertar a mandar con el alboroto. Estaba también ausente el maese de campo Christóbal Mexía, gobernador diputado de la plaza, y por su ausencia hacía el oficio Domingo de Eguía, del lugar de Destua en Vizcaya, hombre valeroso por sus manos, y aunque no muy pronto para hallar consejo se reducía al que le daban, y no por ser suyo, era porfiado, y éste no había tenido poco en que entender con los de la villa sobre la potestad del ofico, pero luego que el enemigo se puso a la vista dejaron todas sus disensiones por el bien común y salud de la patria, trayendo la guerra fuera, como suele suceder, paz para dentro de casa.

 

Solos 700 entre vecinos y soldados se contaron dentro del lugar, que pudiesen tomar las armas, y con todo eso es cosa maravillosa para decirse, con cuánto valor y ánimo un tan pequeño escuadrón, despreciando la muerte acometió una hazaña tan grande y tan llena de peligros como atreverse a sufrir un cerco tan apretado a vista de tan grande y poderoso ejército enemigo, atreviéndose también las mujeres y muchachos más de lo que pedía su sexo y edad.

Una era la voz de todos, diciendo que si la fortuna les negase la victoria, no se había de oír de la rendición, pues era mejor morir honradamente que quedar con vida a merced del enemigo. Que esta era la primera vez que se habían atrevido los franceses a entrar de guerra en España, y que así el crédito del nombre español estaba puesto sobre sus hombros: que el crédito consistía en la primera experiencia y que habían de insistir más agriamente de allí adelante los franceses, sino les hacían volver atrás bien descalabrados de una vez.

Con estas y otras semejantes amonestaciones, que todos a cada paso, aunque con más acrimonia los valientes iban diciendo, juntándose y prometiendo mutuamente socorrerse en todo trance, se encendieron bravamente y aunque aparejaban las armas el primer cuidado que tuvieron fue el de la religión, trayendo con toda prisa al lugar (por estar muy cerca el enemigo) una imagen de Nuestra Señora de una hermita que está en cerro muy cercano y llaman Guadalupe.

Y estando junto el pueblo delante de la imagen, prometieron e hicieron voto los regidores y jurados, de si Dios les daba victoria, de guardar como fiesta aquel día y consagrarle a Nuestra Señora perpetuamente, y ayunar su víspera, y volver con solemnísima procesión y grande pompa la Imagen a su antiguo lugar, en dando lugar los enemigos. Ni se engañaron el haber implorado el socorro del cielo y cuán hermanas sean la victoria y la devoción de los santos, lo mostró bien claro la grande derrota que llevó el enemigo la víspera de la Natividad de Nuestra Señora.

Al punto luego repartió el gobernador Eguía los lugares y puestos de las murallas con los capitanes y oficiales. El bastión que mira a la parte de Francia tomó para si Diego Butrón, alcalde de la villa y capitán en tiempo de guerra, con una valiente escuadra de vecinos. Diose esta preeminencia por privilegio antiguo a los del lugar, en que en la parte más flaca de la muralla, como era entonces aquella, se disputase a su antiguo esfuerzo y valor: el defensivo contiguo a este bastión que cercaba la muralla bien flaca, tan cercano en el peligro como en el lugar al dicho bastion, le pidió para si Juan de Essain, capitán de esforzados bríos, y le llenó con la gente de su compañía.

La puerta y baluarte de Santa María le ocupó Juan Garcés. El baluarte que llaman de la Reina y la parte de muralla adyacente se encomendó a Juan de Beaum.te. García de Albarado tomó a su cargo la parte de muralla que corría desde el puesto de Essain hasta el balaurte de la Magdalena, y por hallarse él indispuesto mandaba su compañía el alférez Esteban de Lesaca. El baluarte de San Phelipe defendían 50 hombres de Tolosa y 22 de Aspeita que habían entrado de refresco en la plaza con los capitanes Hieraldo y Ondarra. Otra compañía, de quien era especial capitán el mismo gobernaor Eguía, y los restantes soldados del lugar, dejó en ínterin para dar pronto socorro a donde quiera que llamase el enemgio, y les mandó hacer poner su cuartel en el palacio.

El cuidado de la artillería se dio a Juan de Urbina, hombre experimentado en esta arte. Diego de Isasi, de la compañía de Jesús, muy versado en las artes matemáticas, cuidaba de la forma de los defensivos y reparos. Todo el trigo y demás bastimentos que se hallaron en las casas particulares se llevó a las tablas pp.cas. para que fuese común a todos, sin contradecirlo sus dueños. Escribió luego el gobernador al Rey dándole cuenta de la invasión de los franceses, de que ya con repetidos propios había avisado cuando querían romper, y ahora que habían entrado y cogido todos los lugares del contorno, daba nuevo aviso.

Que todos los vecinos y soldados conforme al crédito de valientes guerreros, estaban dispuestos a no entregar la plaza con condición alguna y a morir en su defensa, pero que aunque tenían tan valientes ánimos, se hallaban con pocas fuerzas, por lo cual si pronta y oportunamente no les entraba socorro, poco les serviría su valor, si no es teniendo por precio una honrada muerte, que quisieran más recibir quedando por su Rey los castillos y fortalezas. Que no había duda que si los capitanes hubieran metido dentro la plaza 1000 soldados, pudieran haber hecho grande estrago en los franceses, por ser el terreno montuoso y desigual, lleno de arboledas y muy acomodado para celadas, pero que con tan poca gente apenas podrían defender las murallas, cuanto más hacer surtidas contra los enemigos, a quienes el descuido de los nuestros había hecho más dichosos que valientes, teniendo hoy concluida gran parte del cordón por haber cogido sin costarles gota de sangre los puestos más acomodados para asegurar sus cuarteles, arrimadas ya las banderas muy cerca de los fosos.

Capítulo 5.

Causa gran susto en España esta invasión, prevenciones para la defensa por mar y tierra: nombrase general al almirante, y a Miguel Pérez, gobernador de Fuenterrabía: averíguase la causa de la tardanza de España en todo.

Mas cuando por las ciudades de España se divulgó la nueva de la improvisa entrada de los franceses, se puso tal semblante como del que despierta de un profundo sueño al ruido de un horrible trueno. La paz de tantos años había enajenado de la guerra de tal suerte los ánimos de todos, que tenían como por cosa de milagro ver en casa la guerra. Desde el Emperador Carlos ningún mediano ejército enemigo se había visto dentro de España, contábanse muchas guerras desde lejos allá en Italia y Flandes, pero sin peligro, las batallas más parecía que eran por la gloria de la nación, que por la vida o hacienda.

Verdad era que Phelipe Segundo había entrado con ejército en Portugal, defendiendo su derecho con las armas, pero muerto el Rey se batían en la infelicísima jornada de Africa, y junto con él la nata de su ejército, y dividida en facciones la nobleza restante del reino, y por la mayor parte no arrostrando al Príncipe Antonio por ser bastardo, más esperanzas que peligro habían causado la guerra a los ánimos de los españoles. La armadada inglesa en tiempo del mismo Phelipe aunque se había arrimado 2 veces a las costas de España y cogido a Cádiz por torpe descuido de nuestra gente, con todo eso dio más cuidado que temor, pues la gente de la armada era muy desigual a los batallones de tierra firme, y los socorros de Inglaterra eran muy tardos y dudosos, estando Inglaterra tan adesamano con tan grandes mar océano en medio. La rebelión de las reliquias de los moros en las Alpujarras, que sucedió también en tiempo del mismo Rey, y la alteración del Reino de Aragón, con la fuga de Antonio Pérez, más había sido tumulto que guerra verdadera. En tiempo de Phelipe Tercero hubo una continuada paz en España. Los pacíficos principios de Phelipe Quarto algún tanto turbó la venida de la armada inglesa infestando otra vez a Cádiz, pero más fue para vengar la repulsa de su príncipe, que había venido personalmente a pretender el casamiento de la infanta Margarita, y para ostentar su poder, que con esperanza de hacer alguna cosa de importancia. Después todo fue paz hasta el principio de la guerra de Francia. Habiendo rompido el francés, aunque entraron algunas compañías por tierra de la Purdia e intentaron poner cerco a Leocada, fue guerra fuera de España. Pero invadiendo ahora el de Condé, mudaban todas las cosas de semblante, el ejército poderoso, las fuerzas, de improviso, el enemigo en casa, confinando Francia por el Pirineo muy acomodada para enviar suplementos y socorros por el sitio, y por las riquezas que goza. El mismo general muy querido del Rey y lo que más hacía al caso del de Richeleu, ni se podía presumir que había de salir sino para jornada de grandísima importancia y con muy poderoso ejército, para aumentar con las armas el reino y dominio de Francia, que había de tener en algún tiempo, estando ya cercano a la suprema fortuna, por no tener el Rey sucesión alguna, y lo que más hace al caso entre franceses, no tener el hermano del Rey sucesión varonil.

Todo era en fin, ruido y más ruido, con el alboroto unos temor y otros con diferente aunque igual flojedad, despreciar las fuerzas del enemigo, ganar antes de tiempo la victoria, hablar mucho de guerra y no hacer nada, guardar pocos el medio en que consiste la virtud sin temor ni menosprecio con ánimo varonil, aumentar más todas las cosas. La gente plebeya tan temerosa como deseosa de novedades, andar en corrros por encrucijadas y cantones, las cartas, dárseles y negárseles crédito, no por causas verosímiles y por experiencia sino según el afecto de los ánimos.

Y con todo eso creerse por la mayor parte las peores nuevas, mayor ejército que era en la realidad, había la fama divulgado diciendo que pasaban de 30.000 infantes y 6000 caballos, que venía detrás una poderosísima armada, que le habían mandado al de Condé nuevos suplemenos, y que tenía orden de su Rey para entrar a lo más interior de España. Y aumentaban todas las cosas los franceses, alegre gente para la guerra y que no sabe contenerse en los principios, y de propósito querían espantar los pueblos que no están acostumbrados a ver guerras, echando voz de la multitud de tropas que traían y grandes conquistas que pensaban hacer.

En la corte de España con la novedad del caso y grandeza del peligro que amenazaba había igual cuidado, pero con menos ruido, mayor providencia. Consultado el Rey mandó juntar el consejo pleno de guerra y el que llaman de estado, y se tuvo en el cuarto del Conde Duque. Todos convinieron en un mismo parecer, ya fuese por la autoridad el Conde Duque, o ya obligados por la necesidad de las cosas. La seguridad que suele ser en las consultas de las facciones, o fomenta o sufre los pareceres diversos, pero el temor y peligro los une y aconseja lo mejor.

Salió pues un edicto con decreto urgentísimo del Rey por toda España, que todos los que gozaban gages de su Majestad se partiesen luego al punto a la provincia de Guipúzcoa, añadiendo pena de la vida como a traidores sino obedeciesen al instante. Diose también en Madrid el sueldo de 2 meses a todos los soldados viejos que volviesen a tomar las armas. Para tasar el sueldo según cada cual lo hubiese merecido o hubiese tenido oficio asistieron García de Haro, Conde de Castrillo, oidor de Cámara y del consejo de Estado, el Marqués de Castro Fuerte, presidente del de Indias, y el de Valparaíso, ambos del consejo de guerra.

De esta manera asentaron plaza y se despacharon a toda prisa casi 500 soldados viejos, los más de ellos capitanes de armadas, tenientes de maese de campo, capitanes y oficiales de otros diversos órdenes, gente que asiste siempre en la corte a pretensiones por la avaricia de los porteros, y tantos circumloquios de ministros, a que está siempre sujeto el peso de un grande imperio. El primero que asentó plaza fue el mismo Conde Duque echando un memorial muy humilde y pidiendo licencia para partirse a Fuenterrabía, no sin calumnia de los que interpretaban que pedía lo que sabía de cierto que le habían de negar, a que respondió el Rey con benignidad, teniendo primero consejo privado sobre el caso, que mas quería su consejo en la corte que su obrar en Fuenterrabía. Juan Alonso Enríquez de Cabrera, supremo gobernador del mar en el reino de Castilla (llámanle almirante y es título de honor, no de oficio, dado a este linaje por merced de los príncipes de tiempos muy atrás, sin interpolación, por los grandes servicios que hicieron a los reyes antiguos), había sido nombrado capitán general de Castilla la Vieja los años pasados, y así le tocaba Guipúzcoa, que solía obedecer a los virreyes de Nabarra mientras no había general de Castilla.

Mandósele, pues, que a toda prisa caminase a Guipúzcoa para ordenar el ejército que se había de juntar de tropas de diversas provincias, y que a los señores y caballeros voluntarios, de quienes se aparejaban grandes compañías, les hiciesen asentar plaza por escuadrones y banderas señaladas, para que suelta la milicia de tantos voluntarios no sirviese más de estorbo que de provecho. Y el almirante, habiendo tomado las órdenes del Rey e instruido en el modo que había de guardar en hacer la guerra, se partió a 30 de junio acompañado de gran comitiva de próceres, entre los cuales fue también el Duque de Alburquerque para aprender los rudimentos de la milicia, a los pechos de su abuelo, el general.

 

A Miguel Pérez Egea, maese de campo que había ganado gran fama en al arte militar, en particular en hacer defensivos en las islas de San Honorato y Santa Margarita, cerca de la costa de Francia, haciendo cuanto era imaginable en el cerco de los franceses, se le encargó la defensa de Fuenterrabía, en caso que Christóbal Mexía, a quien se había dado antes, no estuviese ya en el puesto. A Lope de Ocio se le mandó que con la armada de 12 navíos grandes que tenía en la costa de Galicia, junto al puerto de La Coruña, se arrimase a Guipúzcoa y trajese un tercio de irlandeses que había allí, y que por mar metiese socorro de gente y bastimentos a los cercados.

Al Conde Gerónimo de Roo, que se hallaba maese de campo general en Cataluña, que llevase a Guipúzcoa lo más presto que pudiese el tercio de Guzmán y el del Conde de Aguilar, y más 300 italinos del tercio del maese de campo Moleso, y 4 compañías de caballos. Al Conde de Santa Coloma, que estaba por Virrey en Cataluña, que hiciese nuevas levas en los distritos del Principado y los juntase con la gente que quedaba, porque no acometiese el enemigo la provincia viéndola vacía de presidios.

A Antonio de Oquendo que con poderosa armada guardaba a Puerto Mahón en la isla de Menorca, que dejando los navíos que había alquilado y otros 5 de la escuadra de Nápoles para presidio de las costas de Italia, con lo restante de la armada pasase el Estrecho de Gibraltar y con toda presteza navegase hacia la costa de Cantabria, y de paso trajese consigo 300 soldados de Cartagena, y las piezas de artillería, y de Cádiz toda la gente que hubiese quedado del tercio de Gaspar de Carbajal.

A Diego de Isaz, maese de campo de los guipuzcoanos, se le escribió que había parecido importante el haber hecho alto en Ernani, que prosiguiese en fortificar el puesto, que tuviese buen ánimo, pues se iba disponiendo un grande ejército, y que en el ínterin con las tropas que tenía inquietase cuanto pudiese al enemigo, que a los que salían sin orden a forrajear los fuese matando, espiándolos por los bosques, y que hiciese la guerra como si fuera ladrón a hurtadillas, que luego que llegasen bastantes tropas para el intento procurase recuperar el puerto del Pasage por ser tan a propósito para la armada enemiga por el muelle y puesto tan acomodado. Que a los soldados viejos que se enviasen de Madrid, los fuese repartiendo por sus compañías entre los guipuzcoanos para que a ejemplo suyo aprendiesen y se asegurasen los bisoños.

A Alonso Idiáquez, que con los navíos que tuviese de conserva y con los que se pudiesen disponer, en los vecinos puertos fatigase a los enemigos y con las embarcaciones menores metiese socorro y víveres a los cercados, hasta que Ocio viniese con más fuerzas de mar. A Sebastián Granero que gobernaba la artillería con nombre de teniente y se hallaba en Pamplona, se le mandó que partiese a Ernani y ayudase con su consejo a Isaz. Al Marqués de las Nabas se le dio el mando de la caballería con título de general, porque este cargo tocaba al Conde Duque, como a gobernador supremo de toda la caballería de España. Mandose comprar grandísima cantidad de trigo y cebada.

A Fermín de Marichalar, oidor del consejo de Nabarra, se le dio el cargo de proveedor general del ejército por haber dado tan buena cuenta de este cargo el año pasado. Diosele a entender al supremo consejo de Aragón que convenía en el presente estado de cosas pasar grandes cantidades de trigo por los distritos del reino. Concedioseles a todas las ciudades de España que hiciesen levas particulares de soldados, las oficinas de armas que hubiesen Guipúzcoa, por ser tierra tan abundante de yerro y acero, mandaron se guardasen con todo cuidado, añadiéndoles soldados de guarnición, en particular las villas de Tolosa y Plasencia, insignes en la fábrica de todas armas.

Pareció también conveniente traer de Flandes los navíos ligeros de Dunquerque, que llaman los naturales fragatas o caprés, por ser por su ligereza más a propósito para entrar socorros, a más de que con seguridad se pueden arrimar a cualquiera orilla y como tienen poco peso, no han menester mucha profundidad para navegar, y la boca del río Vidaso, por donde más se estrecha, apenas tiene de ondura 7 varas, y eso es cuando crece la marea, que cuando baja no tiene más de vara y media. El puerto de Santander se mandó fortificar con buen presidio de gente y defensivos de labores.

Al de los Vélez se le escribió también que hiciese por todo el reino de Nabarra grandes levas y que todas las compañías las condujese a Guipúzcoa. Y a la verdad que de ninguna parte se podían esperar socorros más al caso ni más prontos que de Nabarra. Y esto mucho antes lo habían prevenido los franceses y por este motivo habían arrimado a Nabarra otros trozos, y no despreciables de infantería y caballería, desde que entró rompiendo el de Condé por el río Vidaso, y habían hecho asiento junto a los confines del reino o para hacer al de Condé fácil la invasión, esparcidas las fuerzas de Nabarra con el miedo de sus casas, o si con todo eso fuesen a dar socorro, para entrar con ímpetu a fuego y sangre en el reino, viéndole destituido de los presidos de la tierra. Y era consejo peligroso dejar abiertos los suyos al enemigo por ir a defender lo ajeno: para guardarse de estos 2 peligros no había fuerzas bastantes, especialmente en tan breve tiempo. Por lo cual se fue muy despacio el de los Vélez en cumplir este orden escribiendo a su Majestad.

Con brava prisa y deseo de abreviar se mandaron estas cosas por España, pero no se ejecutaron con tanta, porque embargados una vez los ánimos del miedo la misma prisa sirve de estorbo, fuera de la acostumbrada tardanza de más cosas, la cual no atribuyo yo, como otros quieren, a vicio de la nación, pues de poco tiempo acá tenemos esta fama, y que sea nuestra España muy pronta para reparar las guerras, en el cual tiempo importa más la presteza y todo el esfuerzo consiste en la prisa, lo han dejado así dicho muchos historiadores antiguos, ni les falta ahora a nuestros españoles ardor en los ánimos, ni vigor en los consejos, ni agilidad en los cuerpos.

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