Formas dignas de co-existencia

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Bibliografía

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Notas

1 En tanto paradigma científico, la agroecología presentó un avance sustancial para la agronomía al introducir, en la década de 1980, los aportes de la ecología y el análisis sociales como variables explicativas relevantes; sobre todo, en el estudio y el diseño de programas de desarrollo rural (González de Molina, 2011); sin embargo, el alcance de esta aproximación depende actualmente de los aportes concretos que el ámbito pluridisciplinar brinda a cualquier proceso transformador que implique un mejoramiento en la calidad de vida de los habitantes.

2 El termino agroecología se utiliza indistintamente en Latinoamérica para designar tanto una ciencia como un movimiento sociopolítico y una práctica de agricultura que, a su vez, abarca un amplio horizonte de denominaciones dentro de lo que se conoce como agriculturas alternativas al modelo de revolución verde (León et al., 2015).

Capítulo 1
La deconstrucción del desarrollo hacia formas dignas de co-existencia
Juliana Cepeda Valencia1 Nathaly Jiménez Reinales2
Resumen

Durante 2017 se presentó la propuesta de creación de la Cátedra UNESCO de Desarrollo Sostenible, cuyo objeto es promover escenarios nacionales para la integración de un sistema interdisciplinar y participativo de formación, investigación, incidencia en política pública e impacto social sobre varios de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) (Cátedra Unesco de Desarrollo Sostenible, 2017). Como estrategia, la cátedra ha promovido el Foro Agroecológico para Ciudades Sostenibles. Este ha servido como escenario para fomentar el contacto entre academia y organizaciones sociales. Uno de los resultados de dicho diálogo es la categoría social de formas dignas de co-existencia. Estas se entienden como estrategias implementadas desde las comunidades que proporcionan vida digna y un ambiente sano en el territorio. Esas formas pueden tener múltiples expresiones, por lo que aquí nos hemos enfocado en propuestas que entienden la dignidad como la búsqueda de autonomía alimentaria y protección de la vida en todas sus manifestaciones. En el presente capítulo partimos de una reflexión sobre el desarrollo y la propuesta alternativa del buen vivir, hasta presentar las reflexiones que se vienen dando desde hace cuatro años dentro del marco del Foro Agroecológico para Ciudades Sostenibles, y sobre las cuales se construye la categoría de formas dignas de co-existencia.

Palabras clave: desarrollo, buen vivir, formas dignas de coexistencia, resistencia-re-existencia, política no convencional, contrademocracia, hibridación

Abstract

During 2017, the proposal for the creation of the UNESCO Chair in Sustainable Development was presented, where the objective is the promotion of national scenarios for the integration of an interdisciplinary and participatory system of training, research, incidence in public policy and social impact on various of the Sustainable Development Goals (Unesco Chair in Sustainable Development, 2017). As a strategy, the chair has promoted the “Agroecological Forum for Sustainable Cities”. This has served as a stage to promote contact between academia and social organizations. One of the results of this dialogue is the social category of “worthy forms of coexistence”, these are understood as strategies implemented from the communities that face dignified life and a healthy environment in the territory. These forms can take multiple expressions, so here we have focused on proposals that understand dignity as the search for autonomy and protection of life in all its manifestations. In this article we start from a reflection on the development and the alternative proposal of good living, until presenting the reflections that have been giving for four years in the framework of the “Agroecological Forum for Sustainable Cities” and on which the category of “worthy forms of coexistence”.

Keywords: development, good living, dignifying forms of coexistence, resistance - re-existence, unconventional politics, counter-democracy, hybridization

Desarrollo insostenible

El concepto de desarrollo aparece hacia los años cuarenta del siglo XX, y desde ese momento hasta hoy su uso se ha extendido por todo el planeta, ya que es la expresión de un proyecto civilizatorio; es decir, un modelo ideal de sociedad al que se aspira, pero también, de una determinada manera de interpretar y entender al mundo, el cosmos y la naturaleza que llamamos modernidad (Morales, 2004).

Para el mundo construido con esta perspectiva, los conceptos de desarrollo y progreso se oponen a la idea de conservación, al igual que lo urbano y lo rural son contrapuestos. Así, en las relaciones que establecen las sociedades modernas con su entorno también se considera que el mundo en estado natural posee poco valor, y, en contraste, el desarrollo busca transformar este mundo para valorizarlo (Morales, 2004). La mirada moderna hacia la naturaleza deja una profunda ruptura que alcanza un punto de no retorno en el que esta última pasa de ser la herramienta para un futuro brillante a la tragedia; o, como lo enuncia Berman, “Encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegrías, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos…” (1989, p. 1). Esta crisis civilizatoria ha obligado a la reavivación y la construcción de otras miradas y otros conceptos que buscan reemplazar la hegemonía moderna cuestionando esa concepción dual del mundo; principalmente, la dualidad naturaleza-cultura, que ubica lo humano por fuera de la naturaleza y su orden (Maya, 1995).

Esta crisis ambiental también ha llevado a la reflexión sobre el lugar del conocimiento y la ciencia en el mundo; así, la crisis ambiental es también una crisis de la ciencia y la tecnología, que han pretendido negar los límites de la naturaleza, una crisis del conocimiento (Leff, 2006). Una situación que, vista como oportunidad, invita a pensar en otras formas de conocer, a romper con la creencia de ideas absolutas y de la voluntad de un conocimiento unitario, y que propone, en cambio, la posibilidad y la apertura hacia la dispersión del saber, la diferencia y el principio de incertidumbre sobre lo que se conoce.

Hablamos de crisis porque no ha sido la reflexión la que nos ha llevado como sociedad a los cambios: hasta el momento hemos optado, y seguimos haciéndolo, por improvisar respuestas a desastres que nosotros mismos hemos provocado, en lugar de prevenirlos. Así, aunque el despertar de la conciencia ambiental ha surgido de múltiples maneras como respuesta natural al amor y el respeto por la naturaleza, la mayor parte de autores sitúan este llamado como respuesta a diversos desastres ambientales.

Estas mismas situaciones son las que, además, ayudan a que el discurso ambiental pase de ser considerado meramente científico a irrumpir en los discursos sociales y políticos, más o menos, desde la década de 1960. Y así se ha logrado, desde los hechos científicos, generar serias críticas en la opinión pública hacia el desarrollo y abrir el camino a la ecología como propuesta política permeando las instituciones en busca de una salida para la crisis ambiental y el reconocimiento a la importancia de un cambio cultural e institucional. Los nexos entre lo social y lo humano son más evidentes que nunca; después de sentirnos dueños de la naturaleza, ahora entendemos que nuestro devenir está aunado al del planeta; la naturaleza, antes distante, se ha vuelto presente, se ha transformado en un importante actor político.

 

Esta incursión fue generada por hechos heterogéneos que, si bien aislados, tenían dos denominadores comunes: 1) todos eran problemas causados por el desarrollo y 2) todos habían alterado el equilibrio de la naturaleza, con consecuencias negativas tanto para la sociedad como para el ecosistema. León (2007) lista algunos de estos hechos o hitos despertadores de la conciencia mundial: el esmog de Londres y la muerte de 4000 personas a causa de la lluvia ácida (1954); el derrame de 177.000 toneladas de petróleo del buque Torrey Canyon en aguas de la costa sur de Inglaterra (1967); Rachel Carson escribe The silent spring, primera crítica científica a los plaguicidas (1962); Bophal (India) sufre el desastre causado en una planta de la empresa Union Carbide por el escape del gas tóxico metil isocianato, un químico usado para la elaboración del insecticida Sevin, que causó más de 30.000 muertes directas e innumerables indirectas (1984). En la actualidad, temas como el cambio climático o el declive en las poblaciones de abejas también son los detonantes que continúan dinamizando la política internacional y nacional y cuestionando el desarrollo, que, pese a su denominación de “sostenible”, sigue profundizando la problemática ambiental.

Otro punto importante aquí es la forma como los problemas ambientales han logrado que la sociedad civil se movilice —especialmente, los jóvenes— y actúe frente a las propuestas gubernamentales que amenazan el futuro. Ejemplo de esto es el reciente discurso de Greta Thunberg (2019):

Me han robado mis sueños y mi infancia con sus palabras vacías. Y, sin embargo, soy de los afortunados. La gente está sufriendo. La gente se está muriendo. Ecosistemas enteros están colapsando. Estamos en el comienzo de una extinción masiva. Y de lo único que pueden hablar es de dinero y cuentos de hadas de crecimiento económico eterno. ¿Cómo se atreven? Por más de 30 años, la ciencia ha sido clarísima. ¿Cómo se atreven a seguir mirando hacia otro lado y venir aquí diciendo que están haciendo lo suficiente, cuando la política y las soluciones necesarias aún no están a la vista?

Consideremos ahora la discusión ambientalista de las décadas de 1950 y 1960: estas se centraron en el tema fundamental de los límites del planeta y de los recursos que este provee a la humanidad, dado el crecimiento demográfico y la necesidad creciente de consumir mayores niveles de energía y materiales por la propuesta universal del desarrollo, pues el crecimiento económico implica mayores tasas de consumo de materiales (Tamames, 1980). En este escenario se crearon dos posturas definidas, las cuales, aunque con múltiples matices, marcan el imaginario de qué es conservación. Por una parte, los ecologistas partidarios del crecimiento “cero”; por otra, los desarrollistas partidarios de la continuidad del modelo imperante, con la idea de que la ciencia y la tecnología resolverán a futuro los problemas ambientales (Tamames, 1980).

Por lo anterior, se generalizó la idea de que si se quería conservar la diversidad y la funcionalidad de los ecosistemas se debía abandonar el desarrollo. Dicha propuesta generó enormes conflictos

[…] y colocaba a los partidarios de la ecología al margen de las aspiraciones de la mayor parte de las comunidades, especialmente de aquellas de los llamados países del Tercer Mundo, donde las malas condiciones de vida de un gran porcentaje de habitantes se atribuyen a la falta de desarrollo. (Wilches-Chaux, 1997, p. 58)

Se pensaba entonces que los ambientalistas eran enemigos del progreso, y, por lo tanto, de los intereses de las clases más pobres; o, visto de otra manera, que la conservación y la lucha por el medio ambiente eran cosa exclusiva de los países ricos. No obstante, el auge del pensamiento ambiental desde países no desarrollados y las críticas a los ideales del desarrollo y el progreso, como alternativa única para conseguir el bienestar humano, han transformado la visión inicial de la conservación y el ambientalismo como un asunto de “ricos”.

Muchos científicos del denominado “Tercer Mundo” han contribuido a deconstruir esta visión. Entre ellos podemos citar a: Augusto Ángel Maya (colombiano), quien plantea una nueva visión de la relación sociedad-naturaleza; Arturo Escobar (colombiano), con su obra La invención del Tercer Mundo; Amartya Sen (indio), premio Nobel de Economía en 1998, por su trabajo sobre la economía del bienestar; Manfred Max-Neef (chileno), con su propuesta de desarrollo a escala humana y famoso por su frase “La economía está para servir a las personas y no las personas para servir a la economía”, y, finalmente, Miguel Altieri (chileno), con su propuesta de la agroecología para lograr una agricultura sustentable.

Todos ellos, aunque desde diversas disciplinas y enfoques, convergen al indicar la imposibilidad del desarrollo como se lo ha planteado desde las Naciones Unidas, y, por tanto, sugieren la necesidad de que este ideal se transforme para alcanzar un “real bienestar conjunto”. La crítica central al desarrollo supera el argumento demográfico, y propone, en cambio, que el problema es que este proyecto civilizatorio pretende reproducir en todo el mundo las mismas condiciones de los países llamados “desarrollados”: altos niveles de industrialización y urbanización, tecnificación de la agricultura, rápido crecimiento de la producción material y de los niveles de vida, adopción cultural y educativa de los valores de vida “modernos”, y la consecuente extensión de la tríada de capital, ciencia y tecnología como camino único hacia la paz (Escobar, 1998).

El hecho de que el desarrollo se construya como una solución única para un sinnúmero de realidades diversas, diferentes opuestas y contrastantes, hace que para la mayor parte de las sociedades “no desarrolladas” los costos de dicha estrategia sean enormes. Esto se ha observado desde hace mucho; incluso, por las Naciones Unidas, que en 1951 reunió un grupo de expertos a fin de crear políticas y acciones para el desarrollo económico de los llamados “países subdesarrollados”. En tal documento se reconocen claramente los costos del desarrollo:

Hay un sentido en el que el progreso económico acelerado es imposible sin ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrales deben ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse. Los lazos de casta, credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de una vida cómoda. Muy pocas comunidades están dispuestas a pagar el precio del progreso económico… (Escobar, 1998, p. 20).

Martha Nussbaum aporta, con su enfoque de las capacidades, un valioso argumento acerca del desarrollo, al señalar que en realidad todos los países están “en vía de desarrollo”, aun cuando esa expresión se utilice en ocasiones tan solo para referirse a las naciones más pobres: todos los Estados tienen mucho margen de mejora en lo tocante a proporcionar una calidad de vida adecuada para toda su población, dado que los países a los que se considera “desarrollados” también contienen grandes desigualdades (Nussbaum, 2012).

Aquí es importante resaltar el nexo existente entre dos miradas críticas del desarrollo, la social y la ecológica, que muestran cómo los conflictos sociales están muchas veces ligados a la contaminación y la pérdida de acceso a los recursos naturales y a la pérdida de servicios ecosistémicos. En consecuencia, la conservación y el ecologismo no son un asunto de países ricos: son un asunto de equidad y justicia social; por tanto, se puede hablar de un conflicto distributivo central a causa del desarrollo, y en el que algunos países reciben más perjuicios ecológicos y sociales que otros en ese juego económico (Martínez-Alier, 2000).

Si el desarrollo tiene que ver con mejorar la calidad de vida de las personas, parece necesario tomar decisiones inteligentes y con la participación dedicada de muchos individuos: las teorías dominantes que han orientado históricamente la decisión política en este terreno han canalizado la política del desarrollo hacia elecciones que son erróneas desde el punto de vista mismo de una serie de valores humanos ampliamente compartidos en todo el mundo, como el respeto a la igualdad y el respeto a la dignidad (Nussbaum, 2012).

Diversificando la hegemonía del desarrollo

Hoy el mundo está en el fondo de una grave crisis de diversidad ecosistémica y cultural. Ambas diversidades están amenazadas por las mismas causas: las tendencias de “progreso” y “modernización” bajo un discurso de desarrollo basado en principios como la competencia, la especialización, la hegemonía y la uniformidad. La diversidad se percibe entonces como problema, debido a los paradigmas de racionalidad económica y tecnológica dominantes. Como señala Ehrenfeld, “hemos perdido la capacidad de fascinarse con lo específico para admirar las leyes generales y científicas que lo produjeron. Esta es la era de la generalidad, es una forma oficial de ver el mundo” (citado por Toledo y Barrera-Bassols, 2008).

La globalización es un ejemplo de esta generalidad, y como un proceso impulsado por las empresas y las políticas neoliberales, es cada vez más un factor que amenaza todas las formas de diversidad, heterogeneidad y variedad; especialmente, la de expresión biocultural.

Así pues, se hace necesaria una apuesta que facilite la configuración del territorio como soporte para un conjunto de significados hechos por la experiencia vital de la comunidad humana, que ha interactuado con él y en él a través de generaciones sucesivas. Este llamado tiene en cuenta una perspectiva crítica y una ruptura asociada a la tendencia a la desterritorialización por parte de los discursos dominantes. Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols (2008) insisten en la importancia de reconocer el territorio como fuente de las mayores reservas de biodiversidad, al mismo tiempo que lugar de práctica y recreación de la diversidad sociocultural. Es esta relación entre la diversidad biológica y la cultural (la memoria biocultural) el punto de partida a través del cual los pueblos son reconocidos como moradores y conocedores de hábitats bien conservados, cuya funcionalidad se mantiene gracias a sus creencias, sus conocimientos y sus prácticas. Sin caer en el esencialismo, es importante reconocer la importancia de los pueblos indígenas para la conservación de la biodiversidad, y viceversa, ya que ellos habitan una porción sustancial de los ecosistemas menos perturbados del planeta (Toledo y Barrera-Bassols, 2008).

De acuerdo con lo planteado, revisemos algunas de las características del territorio en el que nos encontramos, para poner en contexto los desafíos regionales del desarrollo. América Latina posee gran biodiversidad: en ella se ubican tres de los países más diversos del planeta: Colombia, Brasil y Ecuador. La mayor parte de dicha biodiversidad está representada por especies endémicas; es decir, especies con distribución restringida (NatureServe, 2005). Además, es territorio de gran diversidad cultural, encarnada en diferentes grupos humanos y sus expresiones simbólicas y sociales (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). En nuestro continente, además, cobra importancia la agricultura tradicional campesina, con alrededor de 16 millones de unidades de producción campesina, que originan el 51 % del maíz, el 77 % del fríjol y el 61 % de la papa (León y Altieri, 2010). Entonces, aunque desde 1980 la población urbana es predominante, todavía hoy la agricultura tradicional campesina es responsable de la seguridad alimentaria del país (Forero et al., 2013) y de la región (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). Desde este breve contexto latinoamericano, consideramos que resaltan dos ideas: la necesidad de valorar y conservar nuestra diversidad biológica y cultural, así como la apremiante necesidad de generar un desarrollo con enfoque rural, que haga tangible un bienestar común.

Históricamente, la naturaleza y las sociedades latinoamericanas han sido protagonistas, ininterrumpidamente, de constantes procesos de hibridación3. Esto último no es sinónimo de fusión sin contradicciones; dicha hibridación, producida en un espacio intercultural, está llena de proyectos nacionales de modernización y nuevas formas de conflicto. En ese sentido, como señala Papastergiadis, es “tanto el ensamblaje que ocurre cada vez que dos o más elementos se encuentran, y la iniciación de un proceso de cambio” (2000, p. 170).

 

Papastergiadis destaca también el aspecto de una transgresión que pueda tener la hibridación, al señalar que

[…] en la medida en que el proceso de formación de identidad se basa en la premisa de una frontera exclusiva entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, lo híbrido, que nace de la transgresión de esta frontera, figura como una forma de peligro, pérdida y degeneración. (2000, p. 174)

Es decir, la hibridación podría inscribirse en una hegemonía reproduciendo relaciones de dominación; sobre todo, si se la considera, por ejemplo, un símbolo de resistencia del colonizado, quien genera una contaminación de la ideología, la estética y la identidad imperial que ataca la dominación colonial (Kraidy, 2005, p. 58).

Para el caso de Colombia y desde esta necesidad de deconstruir el desarrollo insostenible y reconstruir manifestaciones tangibles de bienestar mutuo, la hibridación va dirigida a trascender las únicas formas de referenciación o identificación sobre el desarrollo, teniendo en cuenta que, sin ser un caso único o aislado, Colombia es un país fascinante como lugar de observación, porque presenta varias formas de conflicto: el que concierne al uso de la tierra, la protección del territorio y los problemas políticos; en particular, su soberanía frente, entre otras cosas, a la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos o los acuerdos de La Habana (2016). Y la evidencia del enorme potencial como país en diversidad biocultural, acompañada al mismo tiempo por una asociatividad que busca protegerla, pero difícilmente se mantiene.

Esto plantea varias cuestiones, relacionadas con: ¿cómo las lógicas y los modos de acción hacia la protección de la diversidad biocultural ponen a prueba la capacidad del Estado colombiano? Y, al mismo tiempo, ¿cómo es posible la configuración de un bienestar territorial según una apuesta de desarrollo propio? De ahí se desprenden otros interrogantes relacionados con las formas de conflicto, cuando se observan experiencias colectivas que buscan defender la producción de alimentos sin modificación genética o las reservas naturales del extractivismo, o que buscan asegurar una reactivación del verde de los espacios urbanos y la protección de las semillas nativas, o, finalmente, que tratan de construir una ética de cuidado ambiental capaz de minimizar las consecuencias del modelo económico actual, el cambio climático y el olvido de la memoria biocultural.

Frente a la necesidad de generar un acuerdo alternativo al desarrollo que pase del discurso hegemónico respeto a la diversidad biocultural presente en Colombia, se ha estudiado la alternativa del buen vivir, alternativa potenciada por la firma de los acuerdos de paz de La Habana, entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), donde, a través de esta narrativa, ambos actores se comprometen a impulsar el bienestar de las comunidades y los territorios. Claro para algunos, difuso para muchos, esta forma de entender la idea de “desarrollo”, principalmente en América Latina, nos invita a indagar sobre su origen, sus fundamentos y las implicaciones que para cada territorio genera la adopción de esa narrativa. Buscar animar la discusión sobre el buen vivir como narrativa desarrollista anticolonial o como referente de reconocimiento de las buenas co-existencias en los territorios, responde al esfuerzo por reforzar procesos políticos y organizativos de comunidades rurales y urbanas en Colombia, así como por visibilizar sus prácticas y facilitar el intercambio de conocimiento y saberes en diversidad biocultural desde un enfoque territorial. No obstante, aquí es importante reconocer que muchas comunidades no se sienten identificadas con el buen vivir, al que nuevamente miran de reojo, al considerarlo una etiqueta homogeneizante.

La narrativa del buen vivir está ligada a la reproducción de formas comunales de vida y a una visión del futuro que no necesariamente está conciliada con ideas como “progreso” y “desarrollo”, sino, más bien, como revaloración de la Madre Tierra, de la Pacha Mama, y que cuestiona, por lo tanto, el antropocentrismo y encuentra en la reciprocidad una racionalidad a la cual recurrir; tal vez no de manera exclusiva, pero tampoco excluyéndola por completo, sino, más bien, enhebrando con otras, de manera compleja y creativa (Montoya et al., 2017)4, a partir de esa transgresión de la que se hablaba desde la hibridez.

El llamado que estas prácticas del vivir bien lanzan a la academia invita a insistir cada vez más en la exploración que desde la comprensión del universo, las necesidades y el sentir del otro, podemos dar para generar los primeros pasos en una relación de mutuo reconocimiento diverso y plural de los procesos de construcción de nuevas realidades, que se concretan según la voluntad de actores subalternos con capacidad para crear nuevas formas de relacionamiento social y con el territorio.

Durante 2018, y gracias a los Foros Agroecológicos para Ciudades Sostenibles, realizados en Bogotá, Medellín y Popayán, pudimos acercarnos a las definiciones de buen vivir desde las comunidades y desde algunas instituciones como la Alianza por el Buen Vivir.

De esa forma, desde la Alianza por el Buen Vivir se propone al buen vivir como estrategia que incluye tres principios: 1) sobriedad, en relación con el consumo y la forma de vivir; 2) inclusión, como apuesta por el respeto a la diversidad y a las diferencias individuales, y, por último, 3) democracia para la recuperación del sentido de lo público (Gallego, 2018, comunicación personal5). Compartiendo, sin duda, los dos primeros principios, el último, sin embargo, tan amplio y ligado tan estrechamente a la lógica del pensamiento desarrollista, nos motiva, desde un esfuerzo colaborativo, a replantear ese principio a partir de lo que Pierre Rosanvallon llama la contrademocratie.6 Traducida al español, esa expresión no sugiere ir en “contra de la democracia”: más bien, propone entender el ejercicio democrático desde un lugar donde, de forma complementaria, se nutre el sentido de la participación de las personas en política procurando espacios de transformación y de apropiación mucho más solidarios y colaborativos.

En esa dirección, identificamos las ideas que algunos asistentes asociaron con el buen vivir durante el encuentro de Popayán (Samboní, 2018). En estas se hace evidente la relación recíproca entre naturaleza y comunidad, así como la inclusión del desarrollo espiritual y emocional en relación con el sustento material, a diferencia de lo que tradicionalmente hemos entendido por desarrollo. A saber:

• Satisfacer las necesidades básicas de la población con los elementos de su entorno natural

• Compartir con la familia y las personas de la comunidad

• Reproducir la vida

• Estar en equilibrio espiritual

• Comunicarse con los elementos, la tierra, el agua y la naturaleza, y vivir en armonía con el medio ambiente

• Satisfacer las necesidades a través de experiencias intangibles

• Trabajar en un oficio digno

• Acciones de bienestar con la naturaleza

• Autorreproducción y apoyo mutuo entre el mercado y la competencia

• Posibilidad de pensarnos y sentirnos como seres armónicos con nosotros, otros seres y la naturaleza

• Una forma de vivir incluyente que permita vivir armónicamente con los demás elementos del sistema

• Tener una vida que valga la pena vivir