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El idilio de un enfermo

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»Por consiguiente, ya lo sabéis… No se puede trabajar los días festivos sin causa; que lo oigan bien esos que están a la puerta… ¡sin causa legítima!… Los que trabajen pecan mortalmente y están condenados, si no se limpian en el sagrado tribunal de la Penitencia, a las penas eternas del infierno.

»Por consiguiente, ya lo sabéis… El tercer mandamiento de la ley de Dios es «santificar las fiestas.» Todos estamos obligados, me entiende usted, a guardar los días de precepto, no sólo para bien de nuestra alma, sino por el ejemplo que con nuestra buena conducta damos a los otros. Los que falten a este sagrado precepto sin necesidad, cometen un grave pecado. Dios ha descansado el séptimo día cuando hizo el Universo, y quiere que nosotros descansemos también…

»Por consiguiente, ya lo sabéis…»

Todavía siguió el cura buen rato arrastrando con esfuerzo el carro de la palabra, repitiendo los mismos conceptos, a veces con las mismas palabras, buscando en los nudillos de los dedos, que frotaba suavemente, nuevas ideas y argumentos. La voz era profunda, particularmente al terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda.

Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta descoyuntarse las mandíbulas. Andrés, el maestro y D. Jaime, fatigados de escuchar, se replegaron también hacia el banco donde estaba el escribano. Se empeñó una conversación animada acerca de lo que podía recaudarse entre los vecinos para la fiesta parroquial, que no estaba muy lejos. El escribano, D. Jaime y otro de los que allí se hallaban sostenían la causa de los vecinos y se oponían a que se les gravase, alegando que la fábrica aún tenía algunos fondos: el maestro y Celesto defendían la del cura.

Al fin terminó éste su plática, y prosiguió la misa. Todos volvieron a sus primitivos puestos. Los cantantes apenas tuvieron ya que decir en adelante más que amén y et cum spiritu tuo, respondiendo al cura. Cuando éste, después de cantar solemnemente el ite misa est, echó la bendición al pueblo, los circunstantes se volvieron unos a otros, diciendo un «buenos días» amical y apresurándose a recoger los sombreros. Algunos se marcharon; otros, entre ellos Andrés, esperaron al cura, que entró en la sacristía mascullando latines, los ojos bajos y las manos juntas. Después que se despojó de la casulla, saludó con expansión a sus amigos.

Cuando nuestro joven salió de la iglesia, las campanas repicaban alegremente. El sol bañaba ya enteramente el valle. Mozos y mozas formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que le había llamado la atención.

– Oiga usted, Celesto, ¿quién es aquella chica morena que está a la izquierda del hombre de la boina?

– ¿Cuál, la del pañuelo azul?

– No, la del pañuelo negro y corales en la garganta… la que ahora se despide, mire usted.

– ¡Ah, sí!… la hija de Tomás el molinero… No piense usted en ella, D. Andrés… (bajando la voz y en tono confidencial). Yo le daré a conocer otras mucho más amables en cuanto usted se mejore un poco… Ésa es una yegua.

VIII

Al mes de hallarse en las Brañas, Andrés había mejorado notablemente. Sin otras medicinas que el andar constantemente al aire libre, montar a veces el caballejo de su tío, salir otras con Celesto a cazar (en realidad a espantar pájaros), jugar a los bolos, acostarse y levantarse temprano, acudió el apetito y desapareció la extremada debilidad que le inquietaba. El color siempre pálido, pero se iba tostando un poco. Bajaba a menudo al pueblo, compuesto de unas cuantas docenas de casas, blancas unas, pardas otras, todas pequeñas y de un solo piso, diseminadas sin orden por el espacio de tierra llana que el río dejaba en su margen derecha. Las grandes huertas, que algunas de ellas tenían detrás o a los lados, ensanchaban bastante el perímetro de la aldea. En el centro, o hacia el centro, estaba lo que pudiera llamarse plaza, o sea un pedazo de tierra cercado a trozos por casas, a trozos por árboles, surcado por la acequia de un molino, que se salvaba por medio de un pontón de madera. Tal pedazo de tierra sin cultivar servía de desahogo al pueblo. En el medio había una columna de madera, carcomida por la intemperie, a cuyo extremo se hallaba sujeta una campana que se hacía sonar con cadena. Servía para convocar a los vecinos en caso de necesidad, y también la utilizaba el cura para rezar el Angelus cuando las horas del mediodía o el oscurecer le sorprendían entre sus feligreses. Los que anduviesen cerca se agrupaban en torno, la cabeza descubierta, los ojos bajos: el cura, de pie en la escalerilla que servía de pedestal, dominándolos a todos, rezaba en alta voz, dando con lentitud tres campanadas antes de cada Ave María. En una cierta mañana en que Andrés bajó al pueblo, halló gran número de hombres reunidos al pie de la columna. Se introdujo en el grupo para saber de lo que se trataba. Un vecino sostenía con calor (con el calor relativo que emplean los paisanos hasta en los negocios más importantes de la vida) que el toro del concejo no servía, que era demasiado corpulento y que había causado graves daños a sus vacas y a las de otros. Los perjudicados apoyaron los argumentos del preopinante, y después de breve discusión, en que sólo sostuvo la causa del toro el vecino encargado de mantenerlo (por haberse encariñado con él, según se aseguraba por lo bajo), decretose, de acuerdo general, que fuese vendido en el primer mercado, y se comprase otro de menor tamaño.

Solía por las tardes ir a dormir la siesta a la Mata, debajo de una gran acacia, y se placía extremadamente en escuchar horas enteras los gorjeos de los pájaros, los rumores de los árboles, el canto de los insectos. Tendido boca arriba en el césped, contemplaba sin pestañear el firmamento, sumergiendo la mirada en sus profundos senos azules, pensando algunas veces descubrir detrás de ellos algún inefable misterio. Aquella posición le mareaba al cabo. Entonces solía ver el cielo como inmenso mar de cuyas aguas salían formando bosques de algas las copas de los árboles: los pájaros eran las naves que lo surcaban. Cuando el viento azotaba las hojas y removía la tenue gasa azul que las envolvía, corría gozo extraño por todo su cuerpo, acometíanle locos deseos de volar por aquellas diáfanas regiones, imaginábase en medio de ellas solo, perdido, árbitro de surcar la inmensidad en todas direcciones, sentíase envuelto y acariciado por las olas sutiles del éter; la vista entonces se le ofuscaba; el vértigo se apoderaba de su cabeza. Quedaba algunos instantes con los ojos abiertos sin ver, con el pensamiento despierto sin pensar. Era, no obstante, un mareo tan delicioso, un bienestar tan grande, que hubiera querido que durase eternamente.

En la aldea comenzaban a tratarle con familiaridad: le llamaban D. Andrés el sobrino del señor cura, y le instaban para que entrase en las casas, y le agasajaban mucho cuando le tenían dentro. Se había corrido la voz de que era rico y que «escribía en los papeles.» No había necesidad de más para que el pueblo entero le respetase y se interesase por su salud. Ningún vecino había que, al tropezarle por los caminos, no le preguntase si tenía más ganas de comer. El apetito de Andrés fue por una temporada la cuestión palpitante en Riofrío.

Cuando se hubo repuesto un poco, Celesto se atrevió a proponerle una salida nocturna a caza de aventuras galantes por los caseríos comarcanos: el cura no se enteraría de nada: tampoco D.ª Rita: después que todos se hubiesen retirado, él colocaría una escalera de mano debajo de la ventana, y por ella bajaría y subiría sin que alma alguna lo advirtiese. Pero no aceptó la proposición. Se encontraba en uno de esos períodos de la vida en que las mujeres interesan poco, en que lo femenino no basta a llenar el alma embargada por otra clase de sentimientos. De un lado, la admiración y las sorpresas que diariamente le proporcionaba aquella rica naturaleza; de otro, la necesidad imprescindible de restaurar su organismo, de renovarse, de asegurar su vida expirante.

Sin embargo, en este sosiego físico y espiritual que disfrutaba todavía su temperamento, excesivamente impresionable, se alarmaba alguna vez. Eran leves y periódicas sacudidas que, por fortuna, duraban poco. Los domingos, cuando iba a misa, solía contemplar a aquella muchacha morena del primer día arrodillada en el mismo sitio y ejecutando a la lectura del Evangelio la misma operación de levantarse y encender su hacha. Desde la puerta de la sacristía se la veía admirablemente. Y como no hubiese por allí cerca otro objeto más interesante en que fijarse (salvo la misa), la verdad es que Andrés se fijaba en ella más de la cuenta. Esto se iba murmurando, por lo menos, en un grupo de mujeres cierto domingo al salir de la iglesia. Mas no se crea que a nuestro joven se le daba un ardite de la morenita. La prueba de ello es que en toda la semana volvía a acordarse de su figura ni del santo de su nombre. Creía estar a demasiada altura en achaques de amor para ir a enamorarse en un dos por tres de una muchacha morena que enciende un hacha de cera en misa. Pero lo que es mirarla, no hay más remedio que confesarlo, la miraba con profunda y escrupulosa atención. Y ¡quién sabe! si no hubiera sido por aquella malhadada mueca de desagrado que hizo la chica el primer día, no hubiera sido imposible que nuestro héroe procurase ponerse al habla con ella. Pero era tan susceptible como impresionable; tenía aquella mueca siempre delante de los ojos como barrera insuperable. Por otra parte, después que salía de la iglesia, ya no hallaba ocasión de verla en toda la semana. Según le habían dicho, no habitaba en el mismo pueblo, sino algo más lejos; cosa de un tiro de bala hacia la montaña. No había, pues, modo de verla sino haciéndole una visita. Andrés no pensaba en ello.

 

Cierto suceso, puramente casual, vino, sin embargo, a modificar un tanto sus planes y sentimientos en este punto. Celebrábase en los términos del concejo, pero a distancia respetable, la romería de Nuestra Señora de la Peña, en el corazón mismo de la sierra. Aunque para llegar al santuario la ascensión fuese penosa, era siempre de las más concurridas. En las aldeas acaece a menudo que no son las más próximas y asequibles las romerías animadas; quizá por el deseo que nos arrastra a todos a vencer dificultades, aunque sea para divertirnos. Celesto vino a proponerle el sábado por la tarde la excursión a ella; se la pintó con tan hermosos colores que, aun a riesgo de fatigarse, consintió en ir, con tal que la vuelta no fuese de noche.

– Vendremos antes de ponerse el sol, D. Andrés… y le aseguro que vendremos bien acompañados.

Esto dijo el seminarista guiñando un ojo. Y, en efecto, al día siguiente de madrugada, cuando aún no se veía del todo claro, llamó a grandes golpes a la puerta de la rectoral. Despertaron a Andrés de su profundo sueño, y después de mucho sacudirle, consiguieron ponerle en pie y que se aderezase.

El viaje, aunque largo y difícil, no dejó de ser alegre. El tiempo estaba sereno; el sol todavía no molestaba gran cosa. Celeste iba armado de gaita. Andrés llevaba las provisiones. Cuando pasaban por delante de algún caserío, se detenían a instancia del seminarista; descolgaba éste la gaita de los hombros y comenzaba a soplar con furia. El toque de alborada, risueño y bullicioso, estremecía de júbilo la silenciosa aldea; las gallinas batían las alas despertándose, ladraban los perros, los puercos gruñían en su pocilga, las vacas sacudían la cadena que las sujetaba en el establo, dentro de las casas oíase rumor de pasos y conversaciones. No tardaba en abrirse algún ventanillo y aparecer por él un rostro fresco y sonrosado que al ver a Celesto sonreía mostrando unos dientes admirables.

– ¿Eres tú, capellán?

– Soy yo, Josefina.

– ¿Qué vientos te traen por aquí?… ¡Ah! sí, la romería de la Peña; ya no me acordaba.

– ¿Te vienes con nosotros?

– No; iré hacia la tarde.

– Vente ahora, y te llevaremos en brazos.

– Soy muy pesada.

– ¡Aunque fueses de plomo!

– ¿De veras? Ya sé que no te falta voluntad; pero esta última vez has venido muy flojo del seminario.

– Ven a probarlo.

– No tengo gana.

– ¿Lo ve usted, D. Andrés? Me tiene miedo. Adiós, Josefina, hasta la tarde. ¡Cuidado que faltes!

– ¡Ya! Porque sin mí no hay romería.

– ¡Mucho que sí! Adiós, resalada.

Tornaba Celesto a inflar los carrillos, y tornaba la gaita a exhalar sus notas penetrantes alegrando la campiña. Cuando salía de la aldea, se echaba otra vez el instrumento a la espalda.

De caserío en caserío fueron subiendo hasta el paraje donde se celebraba la romería. Era una pradera en declive, cerca ya de la cima de una de las más altas montañas. Formaba pequeña hondonada verde entre dos escuetos picachos blancos: la capilla de la Virgen en el centro completamente aislada. No había por allí ningún otro edificio. Desde las primeras horas de la mañana acudió la gente de los contornos y mucha también de sitios lejanos. Al mediodía estaba la romería en todo su esplendor. La muchedumbre se derramaba por los alrededores de la capilla en pintoresca y agradable confusión. Los vivos colores de los pañuelos y delantales resaltaban prodigiosamente sobre el terciopelo negro de los dengues y faldas de estameña, lo mismo que las chaquetas verdes y amarillas de los hombres lucían sobre los calzones negros de pana. El constante movimiento de aquella multitud abigarrada producía una especie de titilación que deslumbraba. Todo era ruido y algazara. Aquí en un grupo bailaban al son de la gaita y el tambor unas cuantas parejas: allá en otro hacían lo mismo otras al toque destemplado de una zanfonia. Las mesas de confites, más duros que el pedernal, y las cestas de fruta estaban rodeadas de mujeres y niños: los puestos de vino y sidra, atestados de hombres.

Andrés había tropezado a primera hora con Rosa; pero ésta pasó tan seria a su lado, que no le entraron deseos de requebrarla. Celesto le llevó de un lado a otro, haciéndole beber contra su voluntad algunos sorbos de sidra en los corros de los hombres (los que el seminarista se propinaba eran tragos horrendos) y tomar avellanas de mano de las mozas que le iba presentando. Las tales mozas, amigas de Celesto, eran excesivamente amables, enseñaban mucho los dientes al reír y bromeaban con harta desenvoltura. De uno en otro grupo iban rodando, parándose a saludar a éste y al otro paisano, casi todos ebrios ya, que les entretenían larguísimo rato con charla impertinente y grosera. Andrés se aburría soberanamente. Por el contrario, Celesto parecía cada vez más alegre, y seguía con marcado interés todas las conversaciones, por necias y disparatadas que fuesen.

A la tarde dieron con su cuerpo cerca de un grupo de muchachas que bailaban la giraldilla un poco apartadas del grueso de la gente Detuviéronse a contemplarlas. Rosa estaba entre ellas, moviéndose con más ligereza y garbo que ninguna, luciendo su talle flexible, que aprisionaba un pañuelo de Manila, regalo de su señor tío el americano D. Jaime, y adornada la cabeza con otro colorado de seda, por debajo del cual asomaban los rizos de su negro cabello. Un collar de gruesos corales le ceñía la garganta, y pendientes largos de perlas colgaban de sus orejas. Tenía la hija del molinero de Riofrío figura arrogante y esbelta, y en sus movimientos había gracia inexplicable. Su rostro trigueño y sonrosado ofrecía ordinariamente expresión dura y hasta desdeñosa; pero era tan vivo, tan fresco, tan salado, que causaba en los hombres impresión placentera y picante al mismo tiempo.

En pie, a cierta distancia del corro, Andrés la contempló sin pestañear buen rato, siguiendo con atención sus movimientos. Celesto se había colado dentro de la giraldilla, y estaba causando entre las mozas mucha risa y algazara con sus dicharachos y muecas: las abrazaba, les pasaba la mano por el rostro cuando bien le venía, les pegaba fuertes empujones, sin que ninguna se diese por ofendida.

– Vamos, D. Andrés, véngase a menear un poco las piernas, que estas chicas lo desean.

Las mozas, avergonzadas, protestaron. Andrés sonrió, sin atreverse a aceptar. Al fin, atraído por el deseo irresistible de aproximarse a Rosa y por la necesidad de sacudir el aburrimiento, se introdujo también en el corro.

La primera a quien sacó a bailar fue a Rosa. Creía con esto rendirle un homenaje; trataba de captarse su simpatía. Mas, contra lo que esperaba, la joven aldeana, al verle frente a ella en actitud de invitarla al baile, le volvió rápidamente la espalda y se puso a bailar con la compañera que tenía al lado. Andrés quedó un instante suspenso y corrido. Luego, fingiendo indiferencia, sacó a otra muchacha y siguió bailando. Pero el desaire, siquiera fuese el de una zafia aldeana, le roía el alma. Por más que aparentase alegría, y brincase y cantase como un estudiante crapuloso, lo cierto es que tenia los nervios excitados y prestos a dispararse. Después de bromear largo rato, sin dignarse mirar a su linda enemiga, pero con el pensamiento fijo en ella, atraído por el desaire pasado como por un imán, y buscando el desquite como el jugador que ha perdido, se puso de improviso otra vez frente a ella y la invitó de nuevo. El mismo resultado. Rosa dio la vuelta y se puso a bailar con otra amiga. Entonces los nervios de Andrés no pudieron sufrir más. Soltose bruscamente de la rueda, y murmurando algunas palabras coléricas, se alejó del corro. Celesto le siguió inmediatamente, muy apurado.

– ¿No se lo decía yo a usted, D. Andrés?– le dijo cuando le hubo alcanzado.– ¿Por qué no ha querido usted hacer caso de mí? ¡Al fin le ha dado la coz!

En tanto, las mozas rodeaban a Rosa y le afeaban su conducta. A cuantas advertencias le hacían contestaba con acento irritado y un gesto altivo de reina salvaje:

– Yo soy una aldeana. No quiero bailar con los señores.

Tal resultado obtuvo el primer paso de Andrés para acercarse a su morenita de la iglesia. Cuando al meterse en la cama aquella noche recordaba el lance, se le encendía la sangre y disparaba injurias mentales contra la rústica chicuela. Por la mañana, al vestirse, todavía las seguía disparando, porque todavía seguía recordando el desaire. Al mediodía lo mismo. Allá en el pensamiento, y aun entre dientes, la apellidaba tonta, soez, presumida y hasta fea. Pero, contra su voluntad y sus esfuerzos para distraerse, no podía apartarla de la imaginación.

Después del mediodía, en vez de irse a dormir la siesta a la Mata, como tenía por costumbre, se bajó pian, pianito, al pueblo, sin objeto determinado. Estaba casi desierto. La gente se había marchado al trabajo: la mayoría de las casas cerradas. El sol de Junio alumbraba y quemaba en la plaza a unos cuantos niños medio desnudos que jugaban arrastrándose por el suelo. Andrés la atravesó lentamente, como quien marcha a la ventura, y fue a salir por el extremo opuesto de la aldea. Allí se abría una cañada que iba a la montaña, por donde bajaba un arroyo tributario del río de las Brañas.

La cañada era frondosa y amena, y tenía el atractivo de lo desconocido para nuestro joven, quien, al dar los primeros pasos en ella, de ningún modo se hubiera confesado que le impulsaba otro móvil que el puro amor a los paisajes. Si se lo hubiera confesado, seguro que hubiese dado la vuelta.

Para mejor recrearse, no quiso seguir el camino que ceñía la ladera: prefirió caminar por el álveo mismo del arroyo, que en el verano estaba casi enjuto. Formaban sobre él los avellanos que salían de las fincas lindantes una espesísima bóveda, tan baja que a veces no permitía el paso de un hombre sin doblarse: en ocasiones llegaba hasta interponerse como una barrera, como una muralla de verdura: entonces nuestro joven se veía obligado a buscar un agujero por donde colarse, sosteniendo con las manos el ramaje mientras pasaba. A un lado y a otro veía, por entre las hojas, la alfombra verde de las praderas que el sol matizaba de oro. En el cauce del arroyo no penetraban sus rayos. Era un túnel fresco y oscuro; tan fresco que, a pesar de lo elevado de la temperatura, sentía de vez en cuando leves escalofríos. Si las ramas de los avellanos no le permitían caminar derecho, la naturaleza del suelo tampoco le dejaba afirmar el pie con desembarazo. El lecho del arroyo era pedregoso y desigual. Además, aunque no trajese mucha agua, todavía era la bastante para formar menudos charcos, que se veía obligado a salvar saltando de piedra en piedra. Éstas alguna vez falseaban y se mojaba la punta de las botas. Entonces soltaba alguna violenta interjección y se detenía a tomar aliento; porque el tránsito, aunque no vivo, era fatigoso. Paseaba la vista en torno, y en todas partes tropezaba a corta distancia con una tupida cortina verde. Estaba como perdido, anegado en un mar de verdura. La monotonía del color empezaba a marearle. Sólo el hilo de agua que corría por el suelo despedía hermosa vislumbre de plata, que alegraba la oscura galería.

A punto estaba ya de suspender la excursión por ella, pues le iba enfriando y fatigando un poco, y saltar a los prados y luego al camino, cuando acertó a oír detrás del follaje rumor de voces. El corazón le dio un salto; él sabría por qué; y sin vacilar, apoyó los pies en la paredilla de guijarros, cubierta de musgo, que separaba el prado del arroyo, apartó las ramas, se agarró fuertemente a una más gruesa que las otras, y dando un brinco, cayó sobre el césped mullido de una muy hermosa pradera.

El paisano, que encorvándose liaba un hacecillo de varas, levantó la cabeza sorprendido. La muchacha, que algo más lejos, sentada en el suelo, miraba pastar a unas vacas, también se volvió instantáneamente.

– ¡Diablo de señorito!– exclamó el paisano tranquilizándose inmediatamente.– Me ha asustado… Salta como un contrabandista.

La muchacha le miró fijamente sin despegar los labios.

– Dispensen ustedes— dijo Andrés un poco acortado.– Venía siguiendo el cauce del arroyo, y no sabía ya dónde estaba… Oí voces y salté…

– ¿Y qué caza venía usted siguiendo, señorito?– preguntó el paisano con acento socarrón.

– No traigo carabina… ya lo ve usted… Venía tan sólo por conocer estos lugares, que todavía no he visto.

– Y también por ver a esta reitana, ¿verdad?– dijo el aldeano soltando una grosera carcajada.

La reitana se puso encendida como una cereza. Andrés también se ruborizó y no supo qué contestar.

– Vaya, estoy viendo— continuó el paisano— que voy a tener que armar garduñas alrededor de casa para los señoritos que me quieren comer las uvas.

 

– ¡Padre!– exclamó la muchacha sofocada.

Andrés sonreía estúpidamente.

– ¿Que no se las quieren comer?– repuso el paisano.– ¡Anda, anda! ¡Pues si tú no las guardases bien, ya darían buena cuenta de ellas! ¿verdad, D. Andrés?

– Tiene usted unas hijas muy guapas— dijo éste, ya sereno.

– Pero la que más le gusta a usted es Rosa.

– ¡Padre!– volvió a exclamar la chica con voz angustiada.

– Verdad que sí… Pero como yo no le gusto a ella, no tendrá usted necesidad de poner garduñas.

– ¡Quiá!– exclamó el aldeano, soltando otra vez la carcajada.– No crea usted eso, D. Andrés… Las muchachas están rabiando porque alguno les diga algo, y si es un señorito, mejor que mejor… Mire usted, yo tengo dos hijas; pues no sé cuál de ellas tiene más ganas de salir de casa… Yo les digo: ¿cuándo diablos me atrapáis un señorón rico que os mantenga para que me dejéis en paz?… Pero nada… se pasa el tiempo… van al mercado los jueves, van a las romerías, y nada… no acaban de dejarme solo a mis anchas.

– Pues yo me atrevo a desembarazarle de una— dijo Andrés adoptando el mismo tono zumbón del paisano.– De las dos no me comprometo.

– No me lo jure, que lo creo… Pero en estos asuntos me gusta mucho que intervenga también el cura… Y ustedes no lo pueden ver más que al demonio, ¿verdad, señorito, verdad?

Y el paisano no cesaba de reír con socarronería.

– Según— repuso Andrés, otra vez acortado.– Algunas veces también nos gusta…

– Cuando tropiezan una moza guapa y rica. ¡Ya!… Aquí viene usted equivocado… Ni lo uno ni lo otro… Aquí no podemos ofrecerle más que miseria y compañía… Vaya— concluyó, echándose a la espalda el haz que acababa de liar,– hasta luego, que me voy… Rosa, a ver si te das arte para atrapar a este señorito… Quede con Dios, D. Andrés…

Y se alejó riendo, con paso perezoso, hacia la casa, que estaba situada en la parte superior de la finca, al borde del camino.

Andrés le estuvo mirando hasta que desapareció, por no atreverse a convertir los ojos hacia Rosa. Mas al fin tuvo que hacerlo. Entonces vio que lloraba, ocultando el rostro con las manos. Acercose a ella y se sentó silenciosamente a su lado.

– ¿Por qué llora usted, Rosa?… ¿Tengo yo la culpa?

– No, señor— contestó en tono colérico.

– ¿Entonces?

– ¡Este padre, que no tiene más gusto que avergonzarme!