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El señorito Octavio

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En uno de los ángulos del prado se hallaba el grupo de los bailadores que movían las piernas con ligereza al son de la gaita y el tambor, rodeados de otro grupo más numeroso de curiosos. Pero lo que más atraía la vista era un gran nogal, colocado casi en el centro del campo, que por lo espeso de sus hojas y lo bien recortado semejaba una enorme planta de albahaca. Debajo de él una cantina, donde los cueros hinchados que guardaban el vino yacían insolentemente sobre las mesas, inmóviles como borrachos. En torno de la cantina y del árbol se había formado una danza que daba vueltas pesadamente, cantando las baladas del país.

Nuestra pareja se introdujo entre la muchedumbre. Inmediatamente se vieron rodeados por una porción de aldeanas conocidas de Laura en otro tiempo, quienes prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa y placer, saludándola con muestras de un regocijo espontáneo, y prodigándola mil epítetos cariñosos de los que tanto abundan en la lengua rústica y primitiva de estas comarcas, tales como «botón de rosa, lucero, corazón de manteca, reitana y palomina sin hiel». Ninguna, sin embargo, se atrevía á llamarla de tú, ni á besarla, aunque buena gana se les pasaba á todas. Algunas, no pudiendo resistir la tentación, le tomaban las manos y se las cubrían de besos. Laura, muy conmovida, consiguió á fuerza de trabajos desprenderse de aquel grupo y seguir adelante. Marchaba apoyándose en el brazo de Pedro aspirando con delicia todos los olores y todos los ruidos de la romería, parándose á cada instante y fijando su atención en cuanto la rodeaba. Cerca de una mesa de confites percibió al fin á una joven que hacía tiempo la miraba con ojos tímidos y ansiosos. Era la amiga más íntima que había tenido. Voló hacia ella y la estrechó entre sus brazos con fuerza. La aldeana recibió tal impresión, que no acertó á decir ni hacer nada, y se dejó acariciar por la condesa, inmóvil y desfallecida, pero soltando por sus ojos tristes un diluvio de lágrimas. Después charlaron mucho de cuanto les había pasado. Pedro, que no podía tomar parte en la conversación, derramaba la vista con semblante distraído por los contornos.

– Perico, te estás aburriendo. De buena gana bailarías un poco, ¿no es verdad?… Pues mira, por mí no has de dejar de hacerlo. Vamos allá, que quiero bailar contigo.

Y dicho y hecho: la condesa, á pesar de los ruegos y las protestas del mayordomo, le arrastró hacia el sitio del baile y se introdujo allá resueltamente. Y con gran pasmo del grupo de curiosos, puestos uno enfrente de otro, comenzaron á bailar con brío y arrogancia al son de la gaita. Los mozos, levantando los brazos y mirando á las mujeres atrevidamente á la cara, ejecutaban mil suertes de figuras, brincaban hacia atrás y hacia adelante haciendo ruido con sus fuertes y claveteados zapatos. Las mujeres, con los brazos y los ojos bajos, brincaban mucho menos y recibían la ruidosa y tosca adoración de su pareja dignamente y ruborizándose. Pero ¡quién se acordaba de ninguna de ellas teniendo á la vista la figura encantadora y risueña de la condesa de Trevia! La muchedumbre, que discurría con estrépito por el vasto prado; el manso río, que atravesaba el valle sin prisa de llegar á su destino, como un viajero que admira la amenidad del sitio; el césped florido, donde los pies se hundían con deleite; los árboles, y las imponentes montañas, que cerraban á corta distancia el horizonte, todo estaba allí colocado por Dios con el objeto exclusivo de ver á Laura. Por lo menos no habría hombre de mediano sentido práctico que no diera todas aquellas hermosuras por uno de los rizos que caían en desorden sobre su frente, alborotándose más y más con los rápidos movimientos del baile. Cuando ya tenía las mejillas encendidas como amapolas y los pies se negaban á separarse de la tierra, quedó inmóvil, y empezó á darse aire con el pañuelo. En aquel momento alzóse un poco de tumulto cerca de ellos: se oyeron algunos gritos coléricos y también el chasquido de los garrotes. La gente acudió allá en tropel. Viéronse bastantes palos enarbolados y otros tantos combatientes ebrios de furor, y alguno de ellos soltando sangre por la frente. Salió una voz del tumulto gritando: «¡Pedro, que matan á tu primo!» El mayordomo partió como un rayo, y vibrando su nudoso garrote empezó á repartir palos lindamente. Pronto trazó el miedo un círculo espacioso en torno suyo. Las mujeres se cogían á la cintura de los campeones, queriendo sujetarlos. La condesa, al igual de ellas, también trataba de contener á Pedro vertiendo lágrimas de susto. Cesó al cabo la gresca por la misma razón que había empezado, esto es, por ninguna. Quedaron algunas mesas de dulces por el suelo y no pocas cestas de fruta volcadas. Los heridos se fueron á lavar al río, que estaba cerca.

La danza siguió dando vueltas en torno del gran nogal. Á la condesa también le vino en apetencia el entrar en ella. Ya los hombres y las mujeres no estaban separados como en los antiguos tiempos, sino agradablemente confundidos, aunque agarrándose sólo por el dedo meñique. Los mozos terciaban sus garrotes haciéndolos descansar sobre el brazo, lo cual prestaba á la danza el aspecto guerrero que indudablemente tuvo en su origen. Cuando la condesa y Pedro entraron, la mitad de la danza decía cantando:

 
¡Ay, un galán d'esta villa!
¡Ay, un galán d'esta casa!
La otra mitad contestaba:
 
 
¡Ay, diga lo qu'él quería!
¡Ay, diga lo qu'él buscaba!
 

La melodía era suave y monótona. En una mitad cantaban las voces agudas, y en la otra las graves, prolongando todas mucho la vocal final del segundo verso:

 
¡Ay, busco la blanca niña!
¡Ay, busco la niña blanca!
Al instante respondían los otros:
 
 
¡Ay, que no l'hay n'esta villa!
¡Ay, que no l'hay n'esta casa!
 

La condesa se balanceaba cogida al dedo del mayordomo. Á menudo volvía la cabeza para dirigirle una sonrisa. Todos tenían los ojos puestos en ella, mostrando gran satisfacción de verse tan honrados.

 
Si no era una mi prima,
Si no era una mi hermana.
 

Y cantaban las voces graves en seguida, bien enteradas de todo:

 
¡Ay, del marido pedida!
¡Ay, del marido velada!
 

– Pedro— dijo en voz baja la condesa,– ¿cómo eres tan quimerista? Yo te creía más pacífico… ¡Me has dado un susto!… Todavía me late el corazón con prisa.

– ¡Ah, señorita! ¡Si usted supiera el sentimiento que tengo por haber hecho esa barbaridad!… Me estaría dando de palos hasta romperme la cabeza, por bruto. Pero ya ve usted, era mi primo… Usted es muy buena, señorita, y me perdonará, ¿no es cierto?

– Sí, Periquillo, estás perdonado— repuso haciendo una mueca graciosa y soltando el dedo para apretar la mano del joven.

 
¡Ay, bien qu'ora la castiga!
¡Ay, bien que la castigaba!
 

Y mejor enterados los otros, respondían:

 
¡Ay, con varillas de oliva!
¡Ay, con varillas de malva!
 

Los mozos y las mozas se dirigían en los intermedios del canto palabras sueltas y se daban leves empellones á guisa de caricias, no siendo al parecer estos requiebros de hombros los que menos estimaban las doncellas de sus galanes. Todos cantaban maquinalmente y sin darse cuenta del drama sombrío que se iba desenvolviendo en su romance. La misma Laura, que pudiera ver en él tristes analogías, no fijaba la atención. Pocas veces se la vió tan risueña y despegada de malos pensamientos. Con la boca entreabierta, los ojos brillantes y el vaivén incitante de su cuerpo garrido, parecía otra Laura evocada y traída de los abismos del tiempo por aquel ritmo primitivo.

 
¡Ay, que su amigo l'espera
¡Ay, que su amigo l'aguarda!
 
 
Al pie de una fuente fría,
Al pie de una fuente clara,
 
 
Que por el oro corría,
Que por el oro manaba.
 

– ¿No le parece á usted, señorita, que podemos ir dejando la romería? El sol está ya muy bajo…

Laura sacudió la cabeza como si despertase de un sueño y soltó sus manos del corro. Cuando se alejaron de la danza las voces agudas cantaban:

 
Ya su buen amor venía,
Ya su buen amor llegaba.
Y las graves respondían:
 
 
Por donde ora el sol salía,
Por donde ora el sol rayaba.
 

Despidiéronse de cuantos amigos hallaron. La sombra, en efecto, había invadido todo el valle y empezaba á escalar lentamente las montañas. Compraron confites y avellanas tostadas y bebieron unos sorbos de vino para tomar fuerzas. Algunas aldeanas los acompañaron un buen trozo del camino, despidiéndolos á la salida del valle. Al entrar en la cañada, una brisa perezosa y blanda vino á acariciarles el rostro y las manos. Caminaban charlando y comiendo avellanas. Cuando la condesa tenía reunidos en la mano algunos cascos, los arrojaba riendo á la cara de su acompañante. La voz de la gaita se perdía moribunda ya en los repliegues y concavidades de las peñas. El río se quejaba amargamente del poco sitio que éstas le dejaban. Cerrábanse los avellanos formando túnel y oscureciendo mucho el camino. Los honrados castaños alargaban sus palmas sobre las cabezas de los romeros brindándoles protección. Al pasar cerca del molino Laura le dirigió una mirada. La gran culebra triste y oscura no acababa de encontrar guarida y seguía arrastrándose silenciosamente entre las sombras del crepúsculo. Los pedazos del lagarto que Pedro había matado se reflejaban aún en su lomo tembloroso y plomizo. Cuando llegó la pareja al palacio era ya noche cerrada.

IX.
Fragmentos de un diario.

Cierto no habrá lector que haga al señorito Octavio la ofensa de suponerle desprovisto de un diario. Los héroes de novela tienen ciertas obligaciones á las que no pueden sustraerse.

 

Hé aquí algunos trozos arrancados de su cuaderno.

Son de gran utilidad para el curso de esta historia. Están escritos de su mismo puño en una magnífica letra inglesa.

Julio 26.

Lo mismo que ayer. ¡Qué tiempo tan fatal! No tengo disculpa para ir allá con esta lluvia que ahora da en caer por las tardes… ¡Y yo que atravesaría el Océano en una lancha por tocar un dedo de su hermosa mano!

Julio 27.

Lo mismo que ayer y que anteayer. Las mañanas están limpias y claras, y á la tarde es precisamente cuando estalla la borrasca. Me desespero. Hoy no pude resistir la tentación: tomé el impermeable y me fuí hacia allá. Después de pasar el puente salté á los prados para atravesar el camino. Si me hubieran visto caminar con aquel temporal no sé lo que hubieran pensado. Mi objeto único y exclusivo era verla, aunque fuese de lejos. Me aposté detrás de un árbol y estuve esperando no sé cuánto tiempo. El agua me bañaba el rostro y el cuello. Al fin oí su voz clara y perlada. Salió al corredor con su hijo y ambos se divirtieron un rato en extender las manos para recibir en ellas los hilos de agua que caían del techo, secándose después con el pañuelo. ¡Qué aspecto infantil tan encantador toma á veces! Y no obstante, yo la prefiero altiva y soberbia, cuando pasea su mirada distraída por los objetos y contesta á un saludo profundo con leve inclinación de cabeza. Mujeres hay muchas; damas muy pocas. Cuando me acerco á ella tiemblo de los pies á la cabeza, pero este temblor me hace gozar extraordinariamente. Son misterios de mi organismo que á nadie se pueden confiar, porque nadie los entendería.

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Agosto 1.º

Hoy, hablando con ella de la antigüedad de mi familia, me enredé en un lío de mentiras tan grande, que no sé cómo pude salir de él. Me puse colorado hasta las orejas, y cuantos más esfuerzos hacía por aparecer sereno, más me sofocaba. Si lo notó, como es de presumir, ¡qué idea tan baja habrá formado de mí! Estoy vendido con este rubor estúpido que me asalta por el más leve motivo. Se me figuró que al despedirme hizo un gesto de desprecio, ¡Dios mío, que estúpido soy!

Agosto 2.

Cuando creí que iba á encontrarla fría y seria por mi necedad de ayer, recibí la deliciosa sorpresa de hallarla más amable y jovial que nunca. Jamás se acaba de entender á esta clase de mujeres; pero estos vaivenes y misterios son los que más encienden el amor. Al verla hoy dirigirse á mí tan cariñosa y risueña, me dió un vuelco el corazón; se me cortó la voz: seguramente me puse pálido. Nunca me ha pasado esto con Carmen. Á los ocho días de tratarla ya me la sabía de memoria y predecía todas sus respuestas y ademanes. ¡Pobre Carmen, qué mal le pago el amor que me tiene! Pero ella, ó el diablo por ella, se empeña en quitarme las ilusiones. Ayer me decía con gran amabilidad que esperaba que hoy fuese á su casa á comer de mediodía. ¿Tengo yo la culpa de que la pobre niña sea tan chabacana?… Hoy ha estado cariñosa en extremo conmigo, hasta el punto de que su marido fijase alguna vez con insistencia su mirada en nosotros. Esto ha contenido un poco los ímpetus de la lengua, pronta á dejar escapar mi dulce secreto. Yo pensaba que á los maridos se les tenía siempre lástima; pero no es así. Ese hombre me causa pavor. Su mirada me hace temblar. Hemos merendado en el campo, que estaba delicioso. He gozado pocas veces tanto en mi vida. El humor de ella excelente, aunque á veces decaía repentinamente y sin motivo. Como yo me negase á tomar cierto confite del que se hacían grandes elogios, levantóse de improviso con una cucharilla en la mano; se acercó á mí; me hizo con un gesto encantador abrir la boca y me introdujo allá la cuchara cargada de dulce. Dudo que la ambrosía tuviese mejor gusto.

Agosto 3.

(Aquí apunta el héroe la escena que se ha descrito al final del capítulo séptimo.)

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Agosto 5.

Ayer me llamó el conde aparte con aparato de misterio. Confieso que le seguí más muerto que vivo. No dudé que había sospechado mi pasión; pero la amable sonrisa con que inauguró su discurso me tranquilizó completamente. Me dijo que se acercaban las elecciones para diputados á Cortes y que contaba con mi apoyo y el de mi padre. No tuve valor para contestarle que yo no tengo ninguna influencia, y que mi padre, como hombre afiliado á un partido político, tiene compromisos ineludibles, contrarios, sin duda, á las ideas que él representa. ¡Cuánto siento que papá figure en un partido tan avanzado! No sé por qué ha tenido la desdichada ocurrencia de enamorarse de esa chusma insolente que escarnece todo lo grande y elevado. La igualdad que esa gente pide es la igualdad en la grosería y la bajeza. Les molesta el brillo de los salones, y sienten envidia y piden que todo el mundo habite en desvanes. Se sienten molestados por la superioridad de los nobles, por su cultura, por su valor, por su exquisita educación, y pretenden que sean torpes y cobardes como ellos, sin que sus nombres ilustres, que van unidos á las inmarcesibles glorias de España, les infundan respeto. Odian también la religión, porque se opone á sus apetitos y les encarece la humildad. Quieren, en una palabra, destruir las dos cosas más hermosas que los hombres han poseído jamás: el culto á la divinidad y esa sublime magistratura de los siglos, que se llama poder real. Me avergüenzo de haber querido también su destrucción. Todo el que tenga alma de artista sentirá siempre repugnancia hacia el triunfo de la fuerza numérica.

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Agosto 9.

Estoy inquieto; no puedo dormir. Me levanto de la cama y escribo estos cuatro renglones en un estado casi febril. Todo el mundo nota que ando ojeroso y pálido estos días. Y en efecto, siento una intranquilidad tan grande en mi alma y en mi cuerpo, como si tuviera una pila de electricidad en la cabeza y otra en el corazón. ¡Dios mío, por darle un beso, aunque fuese en su lindo pie desnudo, renunciaría á todas las dichas de este mundo! Por besar su cuello blanco y perfumado me parece que daría también las del otro. Hoy hemos dado un paseo relativamente largo. Seguimos el arroyo que baja de la montaña á unirse en la Segada con el Lora, caminando siempre entre árboles. Como íbamos formando grupo, apenas pude hablar con ella. Llevaba un vestido azul oscuro; el cabello al desgaire; en el brazo derecho un brazalete de esmeraldas y en el cuello un medallón de las mismas piedras. No necesitaba estampar estos pormenores, porque los he de recordar mientras me dure la vida. En cierto paraje estrecho tropezó en una piedra grande, y gracias á D. Primitivo, que la sostuvo, no cayó. Me he fijado en la piedra, porque pienso arrojarla al río… Pero no; mejor será llevarla á mi jardín y conservarla. Llegamos cerca de una capilla llamada de la Consolación. La condesa se empeñó en entrar; yo la seguí. Los demás, incluso el cura de la Segada, se quedaron fuera con el pretexto de que estaban sudando. La luz se filtraba con trabajo dentro del exiguo templo por dos ventanillas estrechas que más parecían grietas. Colgada frente al altar de la Virgen, chisporroteaba una lámpara de bronce. Aquella Virgen solitaria, de mejillas y pies rosados, de ojos cándidos y piadosos, recibiendo como única adoración el triste chisporroteo de la lámpara, infundía en el alma tierna y amorosa devoción. El silencio era grande. Las sombras descendían del techo por intervalos y cubrían con tupido manto alternativamente el altar, el confesonario, la Virgen y el pavimento. La condesa se hincó de rodillas y me dijo en voz baja y sonriendo:

– ¿Quiere usted rezar unas Ave-marías conmigo?

Me apresuré á hincarme también á su lado. Empezó á rezar delante, muy bajo, y yo á responderle. No puedo describir la sensación deliciosa que tal oración me causó, aunque sí presumo que no aprovechó nada á mi alma. Aquel cuchicheo tan suave que salía de su boca, penetraba en todo mi ser y lo henchía de voluptuosidad. Hubiese querido prolongar unos instantes más aquel estado, y morirme después.

Cuando volvíamos para casa traté de explicarle algo de lo que me pasaba, para que conociese siquiera un parte del amor infinito que me inspira; pero siempre rehuía la conversación. Una vez, sin embargo, logré que se fijase.

– Quisiera morirme pronto— le dije repentinamente.

– ¿Y por qué?– repuso volviendo el rostro con sorpresa.

– Porque llevo dentro de mí un demonio que me atormenta sin cesar.

– ¿Qué demonio es ése?

– Una pasión imposible.

Siguió caminando en silencio unos momentos y se puso grave. Hasta entonces había estado risueña y habladora.

– No encuentro motivo para que usted desee la muerte, Octavio. Una pasión, por imposible que sea, arrastra consigo muchos y dulces placeres. Solamente el amar es ya una felicidad inmensa… á mi entender mucho mayor que la de ser amado. Si es verdad que usted siente una pasión, y esa pasión es noble, procure usted encerrarla en el fondo del alma como una joya preciosa, como una flor delicada. Las flores no crecen en los parajes infectos ó áridos. Quizá le preserve de cometer malas acciones; y aunque no fuese más que por esto, debe usted bendecirla.

No me cabe duda que entendió mi declaración. Su mirada huía de la mía al decirme estas palabras; su voz temblaba; su paso era precipitado… ¡Oh, sí, me ama, me ama!… Siento no obstante una turbación… Me encuentro tan agitado… Todas las noches sueño cosas espantosas…

Agosto 15.

Me causa vergüenza escribir lo que acaba de sucederme; pero ¿no ha de ser este libro solamente para mí? No quiero dejar de apuntarlo, aunque me cueste trabajo. Tendré siempre á la vista la historia exacta de mi vida.

Hemos estado en el monte á cazar. Salimos á las cinco y media de la mañana y regresamos á las siete de la tarde. El conde se empeña en que ella cace también: ¡y por qué sitios! Por mucho que la imaginación trabaje, es imposible que se forje nada tan fragoso y espantable. Hemos estado en la misma Peña Mayor; pero antes de llegar allá necesitamos atravesar bosques espesos de hayas, donde se deja en pedazos la ropa y hasta la piel, senderos labrados en la roca sobre negros abismos, donde un tropezón cuesta la vida, y puentes rústicos, formados á veces de un solo tronco de árbol, que por maravilla no se va uno cien veces al torrente. Las montañas se elevan á menudo perpendicularmente sobre nuestras cabezas, dejando sólo un estrecho paso que se reparten el hombre y el arroyo. En otras ocasiones los peñascos se aglomeran en un punto, los unos sobre los otros, de tal suerte que el hombre y el arroyo se ven obligados á dar mil vueltas y rodeos para hallar salida. Ella pasa por los sitios más peligrosos sin ningún miedo. Á veces parece gozar desafiando á la muerte. Verdad que lleva consigo á Pedro el mayordomo, que conoce todos aquellos parajes al dedillo y anda por ellos lo mismo que por una sala. Le he visto hoy coger á la condesa como si fuese una muñeca y atravesar de dos brincos un puente hecho de troncos podridos. Después de andar inútilmente bastante tiempo, y ya bien mediada la tarde, echamos un rebaño de nueve corzos. Ni ella ni yo, por haber disparado con precipitación, conseguimos tocar á ninguno. El conde esperó con calma que estuviesen cerca y dejó dos muertos de dos disparos. La impasibilidad con que este hombre lo ejecuta todo es para sorprender á cualquiera. Ella le tiene miedo, y esto me obliga á odiarle con todo mi corazón, por más que reconozca que es un hombre distinguido. No creo que la maltrate, pues al fin y al cabo «nobleza obliga», pero me da el corazón que no la quiere. ¡Qué sacrilegio! ¿Dónde tendrá los ojos el señor conde de Trevia?

Después que presenciamos las últimas convulsiones de los corzos (cuando contemplé el dolor de aquellos inocentes animalitos, por nada en el mundo hubiera querido ser su matador), subimos aún más para ver el lago Ausente, que es un capricho grandioso de la Naturaleza. Está rodeado de altas y descarnadas montañas que forman un anfiteatro en el cual la superficie tranquila del agua forma el redondel. Nos asomamos por uno de los peñascos que lo circundan. La soledad de aquel sitio es aterradora y oprimió mi corazón. Parece el lugar donde los genios de la montaña vienen á llorar sus tristezas, y aquellas aguas opacas y pesadas como el plomo, las lágrimas que derraman. El conde, apenas hubo arrojado sobre él una mirada, se volvió con Pedro. Quedamos ella y yo en pie sobre el abismo. ¡Qué hermosa estaba sobre su pedestal granítico! Después de Dios, jamás contempló aquellas aguas un ser tan bello. Sentí que el corazón me latía fuertemente; me pasó como un carbón encendido por la garganta; turbóseme la vista, y sin saber cómo, me encontré á sus pies, diciendo:

 

– Más vale morir una vez que morir mil veces cada día. Hace un mes que tengo un infierno en el corazón… Una palabra, una mirada, un gesto de usted puede elevarme repentinamente al cielo… Porque quiero que usted sepa que la amo… sí… la amo como un insensato que soy. Soy un insensato… pero ya no tiene remedio… Si esa palabra ó esa mirada no viene, tendrá usted la triste satisfacción de verme rodar ahora hasta esas negras aguas que me taparán para siempre.

Quedó un momento suspensa, mostrando gran sorpresa. Me dirigió una mirada altiva y prolongada; y sin proferir palabra volvió la espalda y echó á andar lentamente.

No sé lo que pasó por mí. Cuanto tenía delante, el lago, la tierra, el cielo, quedaron confundidos y se oscurecieron. Sentí que era necesario morir, y vi la muerte delante de los ojos. Pero un pensamiento maldito de temor se alzó en mi corazón con poder invencible. Vi de improviso y en un solo instante todo mi pasado: los sitios donde corrieron las dulces horas de mi infancia, el pequeño lecho donde me dormía oyendo los cuentos de la criada; sentí sobre la frente los tiernos besos de mi madre y en las mejillas la áspera caricia de la mano de mi padre, más suave para mí que el ala de un ángel… ¡El lago estaba tan negro!… ¡Qué rumor lúgubre levantaría mi cuerpo ensangrentado al penetrar en él!… ¡Ay! Faltóme el valor… ¡Qué vergüenza!… Metí el rostro entre las manos y rompí á llorar como un niño.

Noté que ya no andaba, y sin verla sentí que su mirada se posaba sobre mí más dulce y compasiva.

Durante el camino no me atreví á despegar los labios. Ella también iba silenciosa. El conde y Pedro charlaban de las ocurrencias de la caza. Cuando llegamos á casa era ya noche. Lo primero que vimos en el portal fué á la monísima Emilia que extendió los bracitos hacia su madre gritando de alegría. Ésta se apresuró á levantarla y le dió un sonoro beso en la frente. Después, señalándomela con ademán imperioso, me dijo: «¡Ahí!»

Obedecí sumiso y besé también la frente de la niña.

Agosto 16.

Salgo de la cama en este instante. No he soñado monstruosidades como otras veces, pero ha sido tan triste mi sueño, que aún estoy conmovido. Siento dentro del alma una melancolía honda y desgarradora como si me encontrase solo en el mundo.

Soñé que me hallaba en medio de un salón de baile espléndido y hermoso y profusamente iluminado. Pero lo raro es que en aquel salón no había nadie más que yo, que me paseaba en traje de etiqueta, viendo repetirse mi imagen en todos los espejos. El silencio era casi absoluto. Mis pies se hundían en la mullida alfombra sin producir ruido. Al cabo de algún tiempo observé que se abría una puerta y aparecía en ella la torneada figura de la condesa, rica y elegantemente vestida. Dirigióse á mí sonriendo y me dijo: «¿Quiere usted que bailemos un poco?» Al mismo tiempo escuché los acordes de un vals de Strauss, tocado admirablemente por una orquesta invisible. Nos pusimos á bailar. Ella se abandonó en mis brazos como una niña y corrimos el salón de un cabo á otro sin tocar apenas en el suelo. Yo, sin gastar preámbulos, le declaré mi amor con palabras fogosas y apasionadas. Me respondió que su amor era tan grande como el mío y empezó á estrecharse más contra mi pecho. Turbado y ebrio de voluptuosidad, quise acercar mis labios á los suyos; pero en aquel momento me sentí cogido por unas manos de hierro. Volví la cabeza y se me figuró ver el rostro pálido del conde. Todo desapareció y mi sueño quedó disipado, como las imágenes de un cuadro disolvente.

Desperté muy agitado. Aunque estoy mejor, aún me dura la alteración nerviosa. No sé si llegaré á presentarme otra vez en la Segada. Quisiera tener fuerzas para huir de estos sitios.