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La aldea perdita

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XVIII.

La hija del capitán.

El capitán paseaba de un ángulo á otro por el vasto salón de su casa en la mañana siguiente. Andaba encorvado y á paso lento. Alguna vez se detenía frente al retrato al óleo de su hija María. Un artista famoso que viajaba por Asturias lo había pintado el año anterior. Lo contemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba el pañuelo á los ojos y proseguía su paseo.



D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza.



– Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.



D. Félix se estremeció, echó una rápida mirada de angustia al retrato de su hija y después de una pausa dijo con voz insegura:



– No puedo… Dígale usted que no puedo recibirla ahora… Que venga otro día.



El ama de gobierno retiró su cabeza y bajó para trasmitir la nada grata respuesta. El capitán siguió midiendo el salón tristemente.



Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunas palabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar la cabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los grupos de aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y se iba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con ellos largamente. Mas á pesar de esta nueva explosión de vida, el hidalgo descaecía visiblemente; su espalda se doblaba, sus mejillas se hundían, sus ojos iban perdiendo el brillo. Hasta en su locuacidad extraordinaria había algo de anormal que inquietaba á los conocidos. El tema de su conversación casi siempre era el mismo, á saber, el ningún deseo que tenía ya de aumentar su riqueza, ni aun de cuidar de su hacienda. Llegaba un paisano y le proponía la compra de algún trozo de terreno. D. Félix se ponía encrespado como si le hiciese alguna ofensa.



– Ven acá, necio, ¿para qué quiero yo ahora tierras ni prados? ¿No sabes que ya no tengo á quién dejarlos? ¿No sabes que esta misma casa se halla destinada á servir de nido á los pájaros?



Y tanto se exaltaba que el campesino marchaba haciendo cruces y decía á sus amigos que el capitán no estaba enteramente bueno de la cabeza.



En ocasiones, cuando algún caballero de la Pola venía á visitarle, repentinamente comenzaba á dar furiosos paseos en su presencia, y parándose de improviso y señalando con extravío á las paredes y al techo de la estancia exclamaba:



– ¿Ve usted este salón? ¡Pues los pájaros no tardarán mucho tiempo en anidar aquí!



Es de advertir que tal idea extraña le perseguía sin cesar. ¿Por qué sentía tanto horror á que los pájaros anidasen en su domicilio? Supuesto que estos animalitos á todos parecen bellos é inofensivos, ¿por qué el capitán se fijaba en ellos en sus vaticinios sombríos y no se acordaba de los ratones, de las arañas ó de las cucarachas, animales más feos y temerosos? Imposible sería explicar este fenómeno si no se conociese el antiguo y profundo resentimiento que D. Félix guardaba hacia los gorriones, los cuales todos los años le comían la simiente de las coles. Había vestido un maniquí con frac y tricornio para espantarlos; pero estos desvergonzados volátiles se posaron á su lado sin temor alguno, comieron tranquilamente la semilla y llevaron su osadía hasta picotear el tricornio del maniquí. Tal desprecio había llegado á lo más vivo á D. Félix. Desde entonces les declaró guerra á muerte y los perseguía cruelmente á tiros cargando con mostacilla un enorme fusil de chispa que procedía de la guerra de la Independencia.



Al compás de su amo, también descaecía Talín y también se agriaba su carácter. Aquel perrillo siempre gruñón y fantástico se había hecho ahora insoportable. Algunas raras veces solía mostrarse amable y retozón, pero muy pronto caía en un acceso sombrío de bilis: gustaba de la soledad y pasaba largas horas acostado en las inmediaciones del cementerio, como si ya sintiese la nostalgia de la tumba. Sobre todo, le descomponía, le ponía fuera de sí el sonido de la flauta de Regalado. Mientras D. Félix estuvo de viaje lo sufría á regañadientes; comprendía que el mayordomo ejercía la suprema autoridad en la casa y que era insensato malquistarse con él. Mas desde el momento en que regresó no se creyó en el caso ya de tolerarlo. Lo mismo era ver á Regalado con el odioso instrumento en la mano que un vértigo de cólera se apoderaba de su cabeza, ladraba hasta reventar y en poco estaba que no se arrojase sobre él. En cuanto comenzaba el dulce son acordado, Talín se sentaba sobre las patas traseras, alzaba sus ojos al cielo clamando venganza y despedía de su boca tan horribles, fatídicos aullidos que el mayordomo indignado, no atreviéndose á castigar la insolencia, desarmaba con violencia la flauta y jurando amenazas la guardaba en el bolsillo.



Trascurrieron bastantes días. Flora no pareció por Entralgo. Sin duda la repulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día que D. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departía amigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ª Robustiana se aventuró á decirle:



– Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa de dos semanas… ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga á ayudarme?



Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijo sordamente:



– No hay necesidad de avisar á nadie… Arréglate con las criadas como has hecho otras veces.



D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombre de su gentil amiguita.



Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente y en voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo:



– Cuando quieras puedes avisar á Flora… Acaso la necesitemos… porque la faena de la yerba va á comenzar pronto…



El ama de gobierno vió el cielo abierto.



– Sí señor, sí; va á comenzar pronto… ¡Ya lo creo que comenzará!… ¡Como que el tiempo se echa encima de un modo!…



No era cierto. Faltaban aún más de quince días para pensar en la siega; pero D.ª Robustiana no vaciló en mentir con tal de facilitar el viaje de su protegida.



Llegó Flora. El capitán la recibió con afabilidad, pero sin gran calor. En los días siguientes, aunque se mostraba traba atento con ella, no buscaba su conversación como otras veces; antes huía de las ocasiones de hablarla en particular. La zagala no pudo menos de sentir tal frialdad, y un día con lágrimas en los ojos le dijo á D.ª Robustiana que se iba, que su presencia en la casa no era grata al amo. La mayordoma trató al instante de disuadirla.



– ¡Eres tonta, rapaza! ¿No comprendes que el amo está bajo el peso de una desgracia, que para él se ha concluído el mundo, que todo lo ve ahora negro? Deja que trascurra el tiempo y ya verás cómo todo vuelve á su ser, cómo al cabo se irá calmando su pena y serás para él lo que siempre fuiste. No te apures ni te disgustes, querida mía, pues el mismo amo fué quien envió á llamarte.



Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto suceso imprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita, en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solía agasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso», «salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estas lisonjas. Cuando recibía de regalo alguna golosina se apresuraba á compartirla con él. El bilioso can no acogía con gratitud tales pruebas de consideración. Comía lo que le daban, pero inmediatamente se alejaba con grosera frialdad de su bienhechora y si ésta quería pasarle la mano y acariciarle comenzaba á gruñir como si no la conociese. Esta conducta tenía sorprendida y disgustada á Flora. Porque si bien el perro de D. Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había mostrado con ella á tal punto desabrido.



Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla. Y con la mayor inocencia se acercó á él y le puso la mano encima para acariciarle. El neurasténico perro gruñó irritado. D. Félix volvió la cabeza y dijo:



– No tengas miedo, que no hace nada.



Entonces la zagala, más por obedecer á D. Félix que por deseos de seguir acariciándole, volvió á pasarle la mano sobre la cabeza. Talín dejó escapar otro gruñido más áspero, abrió la boca y le clavó los dientes. Flora dió un grito: la mano quedó al instante manchada de sangre. Verlo D. Félix y volverse loco fué cosa de un instante. Se arrojó como un león sobre el ingrato perro, le hartó de puntapiés y maldiciones y, no contento aún, agarró el bastón que tenía arrimado á una esquina y le molió á palos. Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo su muerte cercana. Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de la sala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca.



Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidos lastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño! ¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata? Ni cuando se comió el arroz con leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña! Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia. No sabía qué era, pero lo había, ¡vaya si lo había! En su consecuencia determinó acomodarse mejor al giro de los sucesos, capear el temporal y ver en qué paraba aquello. Desde entonces no sólo prescindió de todo gruñido irrespetuoso con Flora, sino que procuró, sin arrastrar su dignidad por los suelos, con algunos adecuados meneos de rabo, hacer olvidar su desmán.



El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la herida. Se hizo traer hilas, extendió un ungüento que para casos análogos poseía, lo puso sobre la herida y ciñó la mano con un pañolito de seda; todo con tanta habilidad y delicado esmero que parecía un cirujano y una madre cariñosa al mismo tiempo. Después de un rato le dijo á Regalado, no sin cierta vergüenza que se le traslucía en la voz:

 



– Hoy tienes que ir á la Pola, ¿verdad?



– Sí señor, á entablar la demanda de reconocimiento del foro de Piñeres.



– Pues si ves á D. Nicolás explícale lo que ha pasado y díle que me alegraría de que diese esta tarde una vuelta por aquí.



El mayordomo quedó petrificado. ¡Llamar al médico para una sencilla mordedura de perro! «Esto marcha viento en popa!» le dijo á su mujer. D.ª Robustiana sonrió con perspicacia.



Desde aquel día, en efecto, cambió mucho ya la actitud de D. Félix con la zagala. Sin embarazo alguno fueron tantas y tan vehementes las pruebas de afecto que le prodigó que Flora quedó tan admirada como conmovida. En casa la hablaba y la mimaba: cuando salía á dar algún corto paseo por el contorno la invitaba para que le acompañase, aunque tuviese que abandonar alguna faena doméstica, le mostraba sus haciendas y comunicaba con ella sus planes de reforma. Nada de esto escapaba al ojo avizor de los campesinos que al paso de ellos se dirigían miradas y sonrisas de inteligencia.



D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas y frecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada y de letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ª Robustiana:



– Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado.



Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostró su extrañeza.



– Ya es el mediodía y ese señor no parece.



– Puedes poner la sopa que no tardará en llegar.



Mientras D.ª Robustiana se preparaba á dar cumplimiento á la orden, no sin salir con frecuencia al balcón y echar ojeadas al camino por ver si divisaba al huésped, D. Félix llamó aparte á Flora y la condujo por la mano al gabinete más lejano de la cocina. Cerró sigilosamente la puerta y plantándose delante de ella y volviendo á tomarle la mano, dijo con voz alterada:



– Flora, ya sabes quién ha sido tu madre; pero ¿tu padre, sabes quién es?



La zagala se puso roja como una amapola: tardó algunos momentos en contestar. Al cabo, bajando los ojos al suelo articuló con voz débil:



– No lo sé… pero lo presumo.



Entonces el capitán abrió los brazos y el padre y la hija quedaron estrechamente enlazados. Así estuvieron largo rato llorando dulcemente en silencio. Al cabo don Félix se apartó y secando con su pañuelo las lágrimas de la joven y besándola repetidas veces en la mejilla, le dijo al oído:



– Que no turbe, hija mía, la alegría de este momento un pensamiento de dolor. Ya sé que mantienes amores hace tiempo con un muchacho de Fresnedo. Pues bien, no temas que al darte mi nombre y mi fortuna arranque tus ilusiones y contraríe las inclinaciones de tu corazón. Cásate con quien mejor te plazca; cásate con un aldeano; yo me alegro de ello… Sí, me alegro— añadió en voz más alta— porque quiero que se oree esta casa… ¡Basta de tísicos!… Quiero que corra por mi descendencia sangre nueva y generosa; quiero morir rodeado de niños frescos, sonrosados.



Flora, embargada por la emoción, se apoderó de una mano de su padre y la besó.



– ¡Basta, basta ya!– exclamó éste.– Ahora vamos á comer.



Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente en aquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz:



– Señor, señor, que la sopa ya está fría.



Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedó sorprendida.



– Robustiana, aquí tienes á mi hija— manifestó el capitán presentándola.



La mayordoma pasó instantáneamente de la sorpresa á la alegría.



– ¡Oh, señor, todos lo sabíamos!… y todos ansiábamos que llegase pronto este momento.



Luego abrazó y besó á Flora con entusiasmo y la felicitó de todo corazón.



– Que sea por muchos años. Dios y la Virgen del Carmen le dé, señor, larga vida para gozar el cariño de una hija tan buena y tan hermosa.



Así pasaron al comedor llevando á Flora en el medio. Una vez allí, se dibujó en los labios del ama de gobierno una sonrisa maliciosa y profirió dirigiéndose á Flora:



– Siéntese, señorita; siéntese frente á su padre.



Flora se dejó caer en sus brazos ruborizada.



– ¡Oh, por Dios, no me hable usted así!



XIX.

Señorita y aldeana.

Nolo había tenido tiempo á meditar su resolución. De día y de noche no pensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo y pocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta por allá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría. Como el proyecto era aceptable y Nolo jamás había estado en la capital, tanto por interés como por dar un respiro á su hijo, el tío Pacho cedió de buen grado y le facilitó los medios para realizarlo. El mozo de la Braña encargó en la Pola un traje de pantalón largo hecho de pana gris, mercó un sombrero de anchas alas y unos borceguíes de piel amarilla. Así ataviado y con su faja de seda encarnada á la cintura y camisa fina con botones de plata, más parecía un chalán segoviano que un rústico de las montañas de Asturias. Y en verdad que no desmerecía su gallarda figura con el nuevo atavío; antes bien resaltaba. Iba tan suelto y airoso como si toda la vida lo llevase puesto.



Cuando llegó el día señalado, una hora antes de amanecer montó en su jaco tordo, que él había criado con mimo y al cual había puesto por nombre Lucero, y bajó por el camino de Villoria hasta el llano. Cuando pasó por Entralgo aún no había amanecido. Dirigió una mirada á Canzana y estuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, pero llevaba él ciertos proyectos en la cabeza… ¡Quién sabe, quién sabe! Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola y pasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo y cuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte. Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas de humo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y tenía vivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carretera llamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delante de Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con su cesta sobre la cabeza por la carretera. Más de una volvió la cara para seguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos. Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana.



¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad que guardaba el más caro tesoro de su existencia! La torre de la catedral con sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba ante sus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la Puerta Nueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella. Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas de jamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso. Supo cómo Demetria había dejado ya el colegio y estaba otra vez con su mamá y con su tía, supo cómo se llamaba la calle en que éstas habitaban y las señas que la casa tenía, y supo también el nombre de todos los hijos de la señora Felisa y el temperamento especial que cada uno de ellos tenía, así como las pruebas brillantes de ingenio que el penúltimo, Joaquinín, había dado en más de una ocasión de su existencia, aunque sólo contaba cuatro años y cinco meses. También se enteró por separado de ciertas costumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa, cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en el cuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pan candeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastar una mosca.



Y así que almorzó se fué á dar una vuelta por la ciudad y por la feria. Una y otra estaban bien animadas. Pululaban los forasteros por las calles en muchedumbre apretada y en mucho mayor número piafaban los caballos allá en el real de la feria. Mas ni la muchedumbre, ni los monumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermosos jacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestro aldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese. Del encargo de su padre ni se acordó siquiera: no tenía ojos más que para el oscuro y vetusto caserón de Moscoso. ¡Qué negra era aquella casa! ¡qué grandes y severos los balcones de hierro! ¡qué imponente aquel casco de piedra que coronaba el escudo esculpido sobre la fachada! La impresión que en Nolo produjo fué de pena, casi de terror. Le parecía que Demetria debía de estar allí cautiva como en una cárcel y sometida á crueles tormentos. Examinó con profunda atención el edificio, que estaba situado en la calle llamada de Traslacerca y formaba esquina á una callejuela solitaria, lo rodeó repetidas veces, escrutó sus balcones y ventanas, pero no consiguió divisarla. En las horas que allí permaneció, disimulándose en un portal ó detrás de algún carro, sólo vió salir dos ó tres mujeres que parecían criadas y entrar y salir un sacerdote. Mas cuando ya pensaba en retirarse se abrió un balcón de la fachada principal y apareció una señorita. ¡Qué rico vestido! ¡qué peinado extraño! ¡qué blanca, qué majestuosa! ¿Quién será?… ¡Virgen sagrada del Carmen! ¡es ella! ¡ella, sí!… Nolo sintió un frío intenso en el corazón. Las sienes comenzaron á latirle fuertemente y se apoyó en la pared para no caerse. Luego, pegado á ella, se deslizó cautelosamente temblando de ser reconocido y cuando estuvo lejos se dió á correr locamente hacia su posada. Subió al mezquino cuarto que le habían destinado y se dejó caer sobre el lecho llorando como un niño. «No, aquella señorita tan rica, tan hermosa, tan elegante, quizá no recordaría ya al pobre aldeano de la Braña, quizá se avergonzaría si le recordasen que había correspondido á su amor y en prueba de él le había regalado los cordones de su justillo.»



Sintió la necesidad de marcharse, de huir de aquel sitio donde todo le avergonzaba, de volver otra vez á su rincón de la Braña. Alzóse resueltamente, se lavó los ojos y bajó á la cuadra á enjaezar su jaco. Mientras ejecutó esta operación se fué tranquilizando. Ya estaba avanzada la tarde y consideró que, saliendo á tal hora de Oviedo, sólo muy entrada la noche podría llegar á su casa. Temió asustar á sus padres y no saber explicar su vuelta intempestiva. Mejor sería aguardar á la mañana siguiente. Volvió á quitar el aparejo al caballo y salió á refrescar un poco su cabeza calenturienta. Caminó á la ventura huyendo de aproximarse á la casa de Moscoso. El sol acababa de ponerse y comenzaba el crepúsculo. Dió algunas vueltas por las calles principales, paseó por el parque de San Francisco y al cabo notó con sorpresa que estaba perfectamente tranquilo. Aquel amor no había sido más que un sueño. Pero si una señorita tan encopetada no podía amar á un rústico, también pensó que era hacerle una ofensa el sospechar que se avergonzaría de conocerle. Las cartas cariñosas que enviaba á Canzana no podían infundir semejante recelo. Poco á poco y haciendo justicia al carácter de Demetria se puso á imaginar que si ésta le viese no apartaría de él los ojos, antes le saludaría afectuosamente, si no como amante, al menos como un buen amigo suyo y de sus padres adoptivos.



Y cuando menos lo pensaba se encontró de nuevo frente á la severa y heráldica casa de Moscoso. Acababa de oscurecer y empezaban á encender los faroles. Discurría alguna gente, no mucha, por aquella calle apartada del centro. Nolo, fingiendo ser un mozo que torna alegre de la feria, pasó por delante de la casa entonando en alta voz este cantar, que hemos repetido alguna vez cuantos nacimos en el valle de Laviana:





Dicen que tus manos pinchan,

para mí son amorosas.

También los rosales pican

y de ellos nacen las rosas.

No llores, niña,

no llores, no;

no llores, niña,

que aquí estoy yo.



Se detuvo en la esquina, aguardó algunos momentos y al cabo repitió en voz más alta el estribillo:





No llores, niña,

no llores, no;

no llores, niña,

que aquí estoy yo.



Chirrió un balcón; se asomó una cabeza.



– ¡Nolo!



– ¡Demetria!



– Da la vuelta á la esquina y arrímate á esa ventana de rejas.



El joven hizo como se le mandó. Entró en la estrecha callejuela y se acercó á la ventana. Un minuto después una linda frente coronada de cabellos rubios se apoyaba en la reja.

 



– ¿Cómo estás aquí?



– He venido á la feria para mercar una yegua.



– ¡Qué salto me dió el corazón cuando oí tu voz! Temía engañarme. Por esa aguardé á que cantases otra vez, pero te había oído muy bien la primera. ¿Y cómo han quedado todos allá arriba?



– Buenos y recordándote sin cesar… ¡No sabes cuánto llora la tía Felicia!



– ¡No será más que yo!– exclamó sordamente la joven.



Hubo algunos momentos de silencio.



– ¿Cuándo piensas marcharte?



– Mañana bien temprano.



– ¿Y te ibas sin darme aviso de que estabas aquí?



Nolo vaciló y dijo sonriendo melancólicamente:



– Pensaba que no te importaría mucho el verme.



– ¿Y por qué pensabas eso?– preguntó con inocencia Demetria.



– Porque… porque tú eres una señorita y yo no soy más que un pobre aldeano.



– ¡No esperaba eso de ti, Nolo!– exclamó ella cerca de romper á llorar.– ¿Te he dado algún motivo para sospechar que no te estimaba como antes? ¿Has sabido de alguno de por allá á quien no le haya hablado como siempre cuando le vi por aquí? ¿Piensas que soy señorita, que visto este traje por mi gusto?… No, si pudiera no lo vestiría… ¡Desde que vine á este pueblo soy tan desgraciada!… ¡Si supieras, Nolo, qué desgraciada soy!



Y no pudiendo más tiempo retener sus lágrimas las dejó correr. Á Nolo se le humedecieron también los ojos por el acento verdaderamente desesperado con que la joven pronunció las últimas palabras. Cuando ésta se hubo desahogado un poco dijo en voz baja secándose las lágrimas.



– Bien está, Nolo; vete con Dios. Cuando veas á mis padres… cuando veas á mis padres díles que el día menos pensado me planto en Canzana, que un día ú otro me escaparé porque no puedo sufrir más…



– ¿Es de veras eso?– exclamó Nolo en el colmo de la sorpresa.



– ¡Y tan de veras!… No lo he hecho ya porque no he tenido ocasión para ello.



El mozo permaneció silencioso. Al cabo preguntó con timidez:



– ¿Te atreves á venirte conmigo?



Demetria guardó silencio también. Después profirió con firmeza:



– Sí; me atrevo.



– Pues ya está dicho todo— exclamó el mancebo recobrando su carácter resuelto.– Mañana bien temprano tomamos el camino de Laviana.



– Mañana no; esta noche. De día llamaríamos demasiado la atención y nos detendrían.



Nolo quedó admirado, aunque ya conocía el valor y la firmeza de su amada en los casos difíciles.



– Espera— siguió ella,– esta noche voy con mi tía Rafaela á un baile en casa de Valledor… un caballero que vive frente á la Fortaleza en el paseo de Porlier… Cualquiera te podrá dar razón de la casa… Iremos á las diez, poco más ó menos. Espérame en el portal. Yo buscaré un pretexto cualquiera para salir del salón y tomaré la escalera… Ten el caballo aparejado donde mejor te parezca… ¿Crees que podrá llevar á los dos?



– ¡Ya lo creo que podrá! Es el Lucero.



– ¡Ah, es el Lucero!– exclamó ella con alegría.– Adiós, que ya me están buscando. No faltes… Aunque tarde mucho, aguarda siempre en el portal… Adiós, hasta luego.



Nolo se apartó de la ventana lleno de gozo y de zozobra al mismo tiempo. No se le pasó por la imaginación que aquel paso arriesgado pudiera tener consecuencias graves para ambos: era demasiado valeroso para pensar en el resultado de sus acciones. Lo que temía era que Demetria se volviese atrás después que hubiera reflexionado ó que le fuera imposible realizar lo que proyectaba.



Corrió á la posada, cenó apresuradamente, manifestó á su huéspeda que necesitaba partir aquella misma noche con unos amigos de su parroquia, pagó la cuenta y bajó á enjaezar el caballo. Pero una vez que lo enjaezó con toda prolijidad y esmero (¡como que iba á sentarse allí Demetria!) quedó vacilante y confuso frente á él. ¿Qué iba á hacer ahora? ¿Dónde dejarlo? Aunque meditó largo rato, ninguna inspiración pudo obtener de su cerebro. Al cabo, aburrido de tanta perplejidad, resolvió dejarlo en la cuadra bien cerca de la puerta para poder tomarlo al instante cuando le pluguiese. Antes de salir le dió pienso. Lucero quedó maravillado de la enorme cantidad de cebada que le echó en el pesebre. ¡Este chico se va á arruinar! Con tanta cebada había para seis veces.



Se echó á la calle y dió vueltas en todos sentidos esperando las diez. ¡Cuánto tardaban en sonar! Media hora antes se situó frente al palacio del prócer. Desde allí vió entrar muchas señoras y caballeros; ellas rebujadas en largos abrigos con faldas resonantes de seda, ellos con botas de charol y sombrero de copa alta más reluciente aún que las botas. Al cabo también ella vino. La reconoció por su estatura, por sus cabellos; de otro modo en nada se parecía aquella arrogante dama á la aldeana de Canzana. Pero la vió volver la cabeza á uno y otro lado hasta que le divisó, y su corazón experimentó un consuelo indecible. Su tía era más baja. Detrás de ellas marchaba un criado que se retiró en cuanto llamaron á la puerta y les abrieron.



Una hora de espera. No se atrevió á meterse en el portal porque de vez en cuando todavía llegaba algún tertulio. Pero sonaron las once, y como hacía ya rato que nadie acudía, decidió colocarse á la puerta como le ordenaron. Sonaron las once y media; las doce menos cuarto. Nada. La impaciencia de Nolo iba degenerando en tristeza profunda.



No menos impaciente se hallaba Demetria. Ni el brillo del salón la seducía, ni las notas del piano la alegraban, ni conseguían llamar su atención las sonrisas burlonas de las damas ni las miradas codiciosas de los caballeros. Porque es de saber que aquéllas la encontraban ordinaria hasta el extremo, una verdadera moza de cántaro, y se reían de su encogimiento y rudeza; pero éstos la consideraban un bocado exquisito, un pimpollo, y chasqueaban la lengua y ponían los ojos en blanco siempre que de la niña de Moscoso se hablaba. Por eso, aunque sólo hacía un mes que Demetria asistía á los bailes semanales que se celebraban en aquella casa, ya tenía una muchedumbre de adoradores que giraban en torno suyo zumbando lisonjas y ansiando libar la miel de tan espléndida rosa. Mas su ingenuidad y simpleza los desconcertaba no pocas veces. Uno de aquellos pisaverdes contaba noches atrás en el Casino, coreado por las carcajadas de sus amigos, cómo en el momento crítico de estar espetando una sentida declaración de amor á la gentil aldeanita, ésta se bajó repentinamente para llevar la mano á un pie exclamando: «¡Dios mío, qué daño me está haciendo este zapato!» No importa. Á pesar de eso todos convinieron en que con su rusticidad á cuestas se quedarían de buen grado con ella.



Después de largo vacilar Demetria se resolvió al cabo. Pretextando una necesidad urgente salió del salón. Se dirigió á uno de los criados que había en la antesala y le dijo:



– Deme usted el abrigo.



– ¿Va á salir la señorita?



– Sí; voy á casa.



– Pepe— volvió á decir el criado dirigiéndose á otro,– enciende un farol y acompaña á la señorita.



– Es inútil— repuso ésta con la presencia de espíritu que caracteriza á las niñas enamoradas en los momentos más difíciles.– Mi criado debe aguardar en el portal porque tenía orden para ello… Venga usted, sin embargo, á ver…



El doméstico la siguió por la escalera y adelantándose luego abrió la puerta de la calle.



– Verdad es… Aquí aguarda— manifestó divisando la silueta de Nolo.



– Retírese usted… muchas gracias… adiós— se apresuró á decir ella.



El criado cerró la puerta. Demetria avanzó por el portal y salió á la calle, pasando por delante de Nolo sin dirigirle la palabra. Éste la siguió, emparejándose con ella.



– ¿Dónde está el caballo?



– Lo tengo en la posada… porque no sabía dónde dejarlo— manifestó el mozo con timidez.



– No importa, vamos allá�