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La aldea perdita

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Cuando llegaron al alojamiento de Nolo, éste se adelantó unos pasos para ver si había alguien en el portal. No había nadie. Entraron. Nolo fué á la cuadra y sacó el caballo á la calle y cerciorándose de que ningún transeunte cruzaba á la sazón, llamó en voz baja á Demetria. En un instante la subió sobre el potro, montó él detrás de un salto, y ¡arre, Lucero!

Como se hallaban en un arrabal de la ciudad pocos instantes tardaron en salir al campo. Subieron á galope tendido por la carretera de Castilla hasta el paraje en que se bifurca con la de Langreo. Entonces volvieron por primera vez la cabeza atrás. La noche era oscura y caliente. Allá abajo las luces de Oviedo brillaban como una gran constelación, destacándose sobre ella la silueta de su torre: allá arriba, espesos nubarrones tapaban casi por completo el firmamento, dejando solamente algunos móviles agujeros por donde se vislumbraba el centelleo de las estrellas.

¡Arre, Lucero! ¡up! ¡up! La gallarda pareja marcha al través de la noche sombría. ¡Up! ¡up! El Lucero botaba, corría como si en vez de dos cuerpos robustos llevase sobre el lomo un hacecillo de paja. Y resoplando furiosamente parecía decirles: «No tengáis cuidado, queridos, que por mí no quedará!» Nadie parecía por la desierta carretera. Los árboles, las granjas, las ventas quedaban atrás, como si no valiesen nada, como si no significasen nada para aquel potro valeroso. Un perro que salió furioso á ladrarle no logró aminorar su escape y se retiró pronto mohino jurando que jamás en su vida había visto correr de aquel modo á un caballo con dos jinetes. Lejos ya tropezaron una carreta tirada por dos bueyes. El carretero, que dormía tendido sobre la carga, al sentir el galope del caballo levantó la cabeza, los miró cruzar raudos y la dejó caer de nuevo como diciendo: «¡No tengáis cuidado: huíd, que por mí no quedará!»

¡Up! ¡up! Lucero galopa cuesta abajo como cuesta arriba. Sin embargo, Nolo, previsor, comprende que en aquella forma no podría resistir las cinco leguas que los separaban del valle de Laviana. Determina apearse. Mas no por eso se amengua mucho la rapidez de su marcha. Arrimado al caballo, que sólo monta Demetria, y deslizándose velozmente por la cuesta abajo, parece que los lleva á ambos sobre sus hombros hercúleos. ¡Atrás, atrás los árboles, las casas y los hórreos, los maizales, las pomaradas, masas informes, terribles en medio de la noche tenebrosa! Mas he aquí que cuando menos lo soñaban la luna asoma su disco argentado por encima de una colina. Súbito la campiña se ilumina, brillan las aguas del río, tiemblan los árboles y los maizales: todo parece un espejo donde se repiten hasta el infinito sus imágenes. Nolo y Demetria se estremecen y piensan con terror en que están ya cerca de Langreo. Pero no; la luna los mira un instante y se oculta en seguida detrás de negros nubarrones ¡Huíd, huíd, hijos míos, que por mí tampoco quedará!

Sin embargo, las nubes no se mostraron tan propicias. Comienzan á caer algunas gotas enormes de lluvia y poco después un aguacero torrencial. Se refugian debajo de un hórreo y aguardan bastante tiempo. Demetria quería seguir, pero Nolo se opone porque teme, que una mojadura le haga daño. Al cabo salen del cobertizo y emprenden con más gana su carrera. Atraviesan la villa de Sama. Las altas chimeneas como negros fantasmas, ni aun en aquella hora avanzada de la noche, dejan de vomitar vapores infernales. Nolo y Demetria las contemplan con horror y se muestran satisfechos cuando las dejan atrás. Llueve de nuevo y de nuevo se refugian bajo el corredor de una casa. Por fin llegan á la Pola, siguen á Entralgo y para vadear el río se ve necesitado Nolo á mojarse hasta la cintura porque teme que el caballo resbale con los dos y dé con ellos en el agua. Así, montada sólo Demetria y llevando él á Lucero por el diestro, se salvan de un percance. Cuando tocan en las casas de Entralgo comienza á llover con violencia. Debajo del corredor emparrado de la casa del capitán se guarecen. Era ya cerca del amanecer.

Al verse en su parroquia, tan próxima á su casa, se le dilata el pecho á Demetria y se le suelta la lengua. ¡Qué ajena estaría su madre de la sorpresa que iba á darle! ¡Cómo dormirían los pobrecitos de sus hermanos! Era necesario aguardar allí á que rayase el alba para no darles un susto. Nolo halló bueno el pensamiento y abriendo el establo de D. Félix metió y amarró el caballo dentro. Para ir á Canzana no lo necesitaban ya. Sentáronse en el famoso canapé de piedra, delicia de su amo. La lluvia batía con monótono son la gran pomarada que tenían delante y repicaba sobre la parra.

– Esta agua es una bendición para el maíz, Nolo— profirió Demetria al oído del mozo.– ¿Cómo está la siembra de mi padre?

– Buena; levanta ya más de un palmo.

– ¡Oh, es que mi padre sabe trabajar la tierra y sabe abonarla!– exclamó con arrogante alegría.– ¿Y vuestra escanda y vuestro centeno?

– Tampoco marcha mal… Nuestra tierra es peor que la de tu padre— añadió sonriendo.

– Sí, sí, pero vosotros cogéis un caudal de avellana y nosotros muy poca… Además, ¡criáis un ganado!… ¡Qué ganado, Virgen! En ninguna parte lo he visto tan lucido.

Nolo se resistía á concederlo por modestia. Ella insistía, preguntaba por todas las vacas que conocía perfectamente, se interesaba por las que habían parido y quería saber el sexo de la cría y si estaban gordas ó flacas. También se informó de las de sus padres y quedó sorprendida cuando Nolo le dijo que habían vendido la Salía.

– ¡Cómo! ¿Han vendido la Salía y no me han avisado?– exclamó con despecho.

Nolo le manifestó que la venta era muy reciente y que no habían tenido tiempo. Se tranquilizó, pero de todos modos lo sentía. ¡Cuántas veces la había ordeñado! ¡Qué noble era! ¡qué lechar, qué mantequera! No adivinaba la razón que su padre habría tenido para desprenderse de ella.

La lluvia seguía redoblando sordamente sobre los pomares y la parra. Allá en el establo, detrás de ellos, se oían de vez en cuando los mugidos del ganado.

Sin embargo, una débil claridad comenzaba á esparcirse por el Oriente. Era necesario pensar en marcharse. Aguardaron todavía algunos minutos y cuando observaron que la lluvia cedía un poco se lanzaron fuera del techado y á paso rápido llegaron al Campo de la Bolera, atravesaron el riachuelo sobre el puente de madera y comenzaron á subir por el retorcido y pintoresco sendero que conducía á Canzana.

¡No se fatigaba, no, aquella gallarda pareja por lo agrio de la cuesta! Sus piernas la conocían bien y cada piedra podía dar testimonio de la presión de sus pies. Los de Demetria iban calzados ahora de un modo bien distinto, con zapato de baile. No importa, las piedrecitas los reconocían perfectamente y les daban la bienvenida.

– Algunas veces he subido y bajado este camino con un cesto bien grande de ropa sobre la cabeza cuando venía á lavar con Flora— profirió alegremente la joven.

– Flora está en Entralgo.

– ¿Está en Entralgo? Habrá venido á ayudar á doña Robustiana… Como ahora ya está el amo ahí… ¡No se alegrará poco de verme!

– ¿Pero no sabes lo que ha pasado hace pocos días?

Demetria no sabía nada. Entonces Nolo le notició lo que había ocurrido dos días antes de su salida para Oviedo, el reconocimiento de Flora por hija del capitán y lo satisfechos que estaban todos los paisanos con aquella señorita criada entre ellos. Demetria dejó escapar también exclamaciones de alegría. ¡Ya lo creo que se alegraba! Estaba segura de que Flora, aunque rica y señorita, sería su buena amiga.

– ¡Pero tú también eres señorita!– apuntó Nolo en voz baja y sonriendo.

El semblante de la joven se oscureció.

– ¡Calla! ¡calla! No hables de eso.

Llegaron por fin á las primeras casas de Canzana. ¡Cómo le latía el corazón á Demetria! Se acercaron á la del tío Goro. Éste se hallaba ya en el establo ordeñando. Nolo le llamó desde la puerta. El hombre más sabio de Canzana quedó altamente sorprendido de verle en aquella hora por allí. Mas cuando salió y se encontró frente á Demetria de aquel modo ataviada se puso densamente pálido y dejó caer al suelo el jarro con la leche. Demetria le abrazó sollozando. Pocas explicaciones bastaron para darle cuenta de la escapatoria. El tío Goro se vió tan perplejo en aquella ocasión que á pesar de su reconocida profundidad no supo decir una palabra y se contentó con llorar como cualquier ignorante.

Era necesario prevenir á Felicia que aún dormía. El tío Goro subió las escaleras y la llamó diciéndole que se vistiese de prisa, que la necesitaba. Pero Demetria no esperó á que bajase: en cuanto oyó sus pasos en la sala sin poder contenerse subió la escalera gritando:

– ¡Madre! ¡madre!

– La buena mujer cayó en sus brazos.

– ¡Madre! ¡madre! ¡madre! ¡Ya estoy aquí! ¡Madre! ¡madre! ¡madre!

Demetria abrazada á ella repetía con frenesí este sagrado nombre como si quisiera indemnizarla del tiempo en que no había podido dárselo. Manolín y Pepín saltaron de la cama en camisa y se abrazaron á sus faldas gritando de alegría. Demetria los cogió al fin y elevándolos del suelo los besó con arrebato infinitas veces. Dejándolos luego exclamó:

– ¡Traedme mi vestido! ¡Traedme mi dengue, mi saya de estameña, mis corales!… ¡No quiero más estos trapos!

Y con tal ímpetu comenzó á despojarse de su rico traje que en vez de quitárselo lo desgarraba. La seda crujía entre sus dedos robustos de paisana. Al cabo entró en su cuarto y pocos instantes después salió vestida de aldeana. Nolo sintió latir su corazón con violencia y un rayo de alegría iluminó su semblante. La tía Felicia, sofocada por el llanto, no supo más que exclamar:

– ¡Cuánto más hermosa estás así!, mi reitana.

Pero el tío Goro supo al fin encontrar en lo recóndito de su cerebro una sentencia adecuada.

– La verdadera hermosura, Felicia, no está en el cuerpo, sino en el alma.

 

Sin embargo, un paisano que cruzaba á la sazón se enteró de lo que ocurría en casa del tío Goro y le faltó tiempo para comunicarlo á las vecinas que ya se habían levantado. La noticia circuló como una chispa por el pueblo. Pocos minutos después se amontonaba delante de la casa del tío Goro un grupo bien compacto de mujeres deseando ver á Demetria y saludarla. Ésta se asomó al corredor y fué victoreada como un diputado. Pero sus amigas no se contentaban con esto: fué necesario que bajase y se dejase abrazar y besar por todas y cada una.

Mientras tanto Nolo, que sentía vergüenza entre tanta gente, se deslizó sin despedirse, prometiéndose volver en seguida por si algo ocurría.

Las amigas de Demetria, aunque se mostraban alegrísimas y no cesaban de pellizcarla y empujarla para dar testimonio de ello, ocultaban no obstante en el fondo de su alma una amarga decepción. Todas habían contado hallarla vestida de señorita. Mientras había permanecido por allá habían corrido en la aldea, entre el elemento femenino, rumores de gran sensación, noticias estupendas. Se hablaba de una cola larga, larga, de terciopelo que dos pajes llevaban cuando Demetria salía á la calle, de una ristra de brillantes como avellanas que se ponía á guisa de corales en el cuello, de unos zapatos con tacón de oro y de otras maravillas innarrables que sobresaltaban la fantasía de las zagalas hasta un punto imposible de describir. Una de ellas no pudiendo contenerse al cabo le dijo tímidamente:

– Demetria, si no te incomoda, has de ponerte luego para que la veamos la cola de terciopelo… Nosotras te la llevaremos en lugar de los pajes.

Demetria la miró estupefacta y soltando una gran carcajada se abrazó á ella besándola.

XX.
Rapto de Demetria.

Naturalmente la noticia llegó al instante hasta Entralgo. Naturalmente Flora acudía pocos minutos después á Canzana tan roja por el placer como por lo agrio de la pendiente, abrazaba estrechamente á Demetria, la besaba, la pellizcaba y la mordía. Y lo que es menos natural, pero no menos cierto, poco después convencía á su padre de que debía montar inmediatamente á caballo y trasladarse á Oviedo y manifestar á sus cuñadas que aquello ya no tenía remedio. El capitán hizo como se le mandaba. En cuatro patas se hubiera puesto si Flora se lo hubiera pedido en aquellos días. No fué tan difícil su comisión como temía. Las señoritas de Moscoso se hallaban profundamente irritadas contra Demetria; no querían verla más delante de sus ojos. D. Félix se guardó de decirles que la interesada estaba resuelta á secundar de todo corazón su deseo. Pero se aprovechó para sacarles á cambio de tanta crueldad algún dinero para constituir una dote á Demetria. Este dinero no era mucho en la ciudad, pero en la aldea representaba una suma fabulosa. Satisfecho de su astucia y alegre por causar un placer á su hija, dió la vuelta nuestro hidalgo para Laviana. Las noticias que traía llenaron de gozo á todos. Pero Flora todavía tenía otra cosa que pedir. ¿Cuándo cerraría el pico aquella vivaracha niña? Quería á todo trance que la boda de Demetria se celebrase cuando la suya, en los primeros días de Agosto. Así se convino.

Comenzaron los días felices. Era ya entrada la primavera: su hálito fragante corría por el valle de Laviana tiñéndolo de todos los verdes imaginables, desde el más claro hasta el más oscuro. Caían las flores de los árboles y caían sin tristeza, porque en su puesto dejaban pequeños botones que muy pronto se trocarían en sazonados frutos. Los pájaros principiaban su certamen de amor modulando canciones en el bosque. Murmuraba el río batiendo los cristales de sus aguas contra los pedruscos que interceptaban el camino; reían las fuentes discretamente bajo su emparrado de avellanos; saltaban los chotos en la pradera de esmeralda; las altas montañas se desembarazaban majestuosamente de su cendal y exponían la blanca cabeza al sol para que la derritiese.

Todo esto sucedía cada año, es verdad, pero en éste ¿no eran más verdes los prados, no eran más claras las fuentes, no corría más límpido el río, no cantaban más dulcemente los mirlos y los jilgueros? No lo sé, pero si así no era, debiera ser así. Porque de algún modo estaban en el deber de celebrar la próxima unión de tan gallardas parejas. De todos modos, digámoslo con entereza, importaría poco aquel año que el soplo de la primavera corriese ó no corriese por el valle de Laviana. Bastarían los ojos incomparables de Demetria para iluminarlo todo bien claramente; bastaría la risa argentina de Flora para tornarlo alegre y regocijado como ningún otro valle de la tierra.

Sin embargo, mucho negro había en el valle de Laviana este año. Las bocas de las minas vomitaban cada día más carbón, las fraguas despedían más humo, la locomotora dejaba más escorias á su paso al través de los campos. Pero lo más negro de todo lo negro que había en Laviana era Plutón. Aquel hombre ya no era hombre, sino un pedazo de carbón con brazos y piernas. Desde Carrio donde se alojaba se había venido á Canzana, donde un incauto vecino le recibió por huésped. Lo fué tan molesto que á los pocos días de buena gana le hubiera echado. Pero no se atrevió á hacerlo porque al instante le inspiró un gran terror, como á todos los que se le acercaban. Lo mismo le importaba á aquel malvado dar una puñalada que beberse una copa de aguardiente. Demetria le tropezaba de vez en cuando, unas veces en la aldea, otras camino de la fuente y siempre que le veía no podía menos de estremecerse. El recuerdo del agravio que aquel hombre asqueroso la había hecho á orilla del río asaltaba su imaginación y siempre estaba temiendo que se repitiese. Pero no; Plutón se contentaba con dirigirle largas miradas entre codiciosas y burlonas sin dirigirle la palabra. Una vez, sin embargo, al asomarse al corredor por la noche, creyó ver en la calle relucir unos ojos entre las tinieblas, mirándola fijamente. Se retiró con presteza y en toda la noche no pudo conciliar el sueño. Otra vez al entrar á la hora acostumbrada en la glorieta de la fuente á llenar su herrada le encontró allí dentro sentado sobre el banco de piedra. Corriendo dió la vuelta á casa sin llenar la herrada.

De estos recelos y sobresaltos no daba cuenta á nadie. Era la zagala reservada y valerosa, y por otra parte imaginaba que si Nolo se enteraba podría buscar quimera al minero. Dios sabe lo que entonces sucedería. Porque era un traidor aquel hombre, ¡un diablo del infierno! Pero una tarde, como viniese emparejada con su novio de la Pola, á donde había ido á comprar algunos enseres de cocina, se cruzaron con algunos mineros que, lejos de saludarles al uso tradicional de la tierra, los miraron con burlona curiosidad. Caminaron algunos instantes en silencio, heridos de aquella hostilidad inmotivada. Demetria exclamó de pronto:

– ¡No quisiera vivir más en Canzana, Nolo! ¡Llévame á la Braña, llévame lejos de estos hombres blasfemos y malditos!

Nolo alzó los hombros con desesperación.

– Donde quiera que vayamos, Demetria, nos seguirán. Dentro de poco tiempo no quedará en este valle ningún sitio sin agujerear.

Había sido convenido que Nolo, después de casado, viniese á habitar á Canzana con Demetria y sus padres. El tío Goro se hacía ya viejo y necesitaba quien le ayudase á cultivar las tierras: su labranza era mucha: sus hijos tan pequeños, que en largo tiempo aún no debía contar con ellos. Por otra parte, el capitán había resuelto comprar con la dote de Demetria algunos prados y tierras labradías en la parroquia de Entralgo para que allí se asentasen. Flora rogaba por Dios y por la Virgen que no la apartasen de aquella amiga tan querida que por afinidad era ya próxima deuda de su padre.

Al día siguiente de este insignificante suceso se amasaba la borona en casa del tío Goro. Felicia solía enviar á sus chicos á los castañares á buscar hoja para cubrir la pasta y echar el rescoldo encima. Demetria quiso hacerlo por sí misma esta vez, pues los chicos iban á perder la escuela. Salió á la tarde provista de una pequeña hoz de mango corto y se internó por los bosques de castaños que rodean á Canzana, buscando uno que era propiedad de su padre. Se hallaba bastante lejos: era necesario bajar al fondo de la garganta por donde corría un arroyo que separaba la parroquia de Entralgo de la de Carrio y subir luego un trecho más. Así lo hizo y en esto se placía mucho. Su corazón, después de la estancia en la ciudad estaba ansioso de la libertad de los bosques, del canto de los pájaros, de aquella luz tan suave, de aquella brisa fragante que recordaba con dolor mientras estuvo prisionera en Oviedo.

Llegó por fin á su castañar, que no había visto haría cerca de un año, y se sintió enternecida. Conocía los árboles y tenía de cada uno algún recuerdo. «Al pie de éste hicimos una hoguera Telva, Rosaura y yo y asamos castañas. De este tan alto se cayó Celso el de la tía Basilisa, antes de ir al servicio del rey, y no se hizo daño ninguno… ¡qué susto nos dió!… En ese otro escribió Juanín de Mardana mi nombre… ¡aquí está!»… Tales recuerdos dilataron su corazón. Comenzó á cortar algunas pequeñas ramas, aquellas que no hacían falta á los árboles, y mientras tanto soltó el torrente de su voz cantando una de las baladas del país. En Oviedo no podía cantar de aquel modo con todo el aliento de su pecho. ¡Siempre el horrible solfeo, el aburrido piano! En cuanto daba una voz más alta que otra ¡chut, chut, silencio!

Aunque estaba bien distraída al cabo de un rato creyó percibir detrás leve ruido y se volvió. Frente á ella y bastante próximo se hallaba Plutón, negro y endemoniado como un tizón y con su lámpara encendida colgada del brazo como si acabase de salir de la mina.

Se puso pálida, pero no dió un paso atrás.

– Buenas tardes, Demetria— dijo él.

– Felices— respondió ella secamente.

– ¿Por qué no sigues cantando?

– Porque no tengo ganas.

– ¿Soy yo quien te las quito?

– Quizá.

Hubo una pausa. Plutón dijo avanzando un paso hacia ella:

– Pues más que las rosquillas de Santa Clara bañadas de azúcar, más que el vino de Rueda y el aguardiente de sobre-mar me gusta oirte á ti… ¡Canta, Demetria!

– Te digo que no tengo gana… ¡No te acerques!

Y retrocedió algunos pasos asustada.

– ¡Si no es para hacerte daño, mujer!– profirió él deteniéndose.– Sólo quiero decirte dos palabras al oído… dos palabras solamente.

– Pues yo no quiero oirlas… ¡No te acerques!

Plutón avanzó algunos pasos y ella retrocedió otros tantos blandiendo en su mano derecha la hoz.

– En cuanto te las diga me marcho— manifestó él sonriendo diabólicamente.

– ¡No te acerques!– exclamó de nuevo retrocediendo.

Esto era lo que apetecía Plutón. Detrás de ella, á dos pasos nada más, se hallaba una chimenea ó boca de respiración de la mina que él mismo había concluído de abrir el día anterior y que nadie conocía.

– ¿Por qué no quieres escucharme?

– ¡Porque no!… ¡Vete!

Retrocedió los dos pasos que le faltaban y cayó en el agujero. Pero ya Plutón había dado un salto prodigioso y antes que desapareciese la agarró por el brazo. No la alzó, sin embargo, sino que, teniéndola suspendida, él mismo se precipitó en el agujero, y con su agilidad de mono y adiestrado en bajarlo y subirlo, descendió con su carga velozmente, apoyándose con los pies en las escalerillas que su mano había tallado.

Bajaron hasta la galería de la mina y allí cayeron. Plutón de pie, Demetria de espalda. Aquél quiso ayudarla á levantarse, pero ella se alzó bravamente en seguida y recogiendo precipitadamente la pequeña hoz que brillaba en el suelo porque la había dejado caer en su descenso, se alejó de él blandiendola con su mano crispada. Se hallaban casi en tinieblas. Por el largo y estrecho agujero por donde habían descendido apenas penetraba un tenue rayo de luz.

– Estás en mi poder, Demetria. No te escapes, porque es inútil— dijo el minero sordamente recogiendo del suelo su lámpara que se había apagado.

Se oía la respiración anhelante de la joven que no respondió una palabra.

– Me tienes miedo, ¿verdad?… Pues dentro de poco llorarás por mí, pichona. Te parezco feo, ¿verdad? Pues no tardarás en besar esta cara tan fea y tan negra. Y no temerás mancharte acercando á ella la tuya, blanca como la leche y suave como la manteca. Ya verás cómo debajo de esta capa de carbón hay un hombre que sabe tratar como se merecen á las niñas bonitas…

Aquí Plutón soltó una formidable carcajada. Su triunfo le embriagaba. Demetria estaba muda.

– ¿Quién te había de decir, hermosa, cuando arrastrabas hace poco la cola por Oviedo, que tan pronto habías de llegar á pedir perdón á este pobre minero y á besarle los pies?… Porque has de besármelos, ¿sabes? De otra suerte no saldrás más de aquí. No quisiste ser señorita, preferiste ser aldeana. No te aplaudo el gusto y menos que lo hayas hecho por amor á ese zote de Villoria. Pero no creas que me opongo á que te cases con él. Sigue tu camino. Lo único que quiero es que ántes me pagues el portazgo…

 

Volvió á soltar Plutón otra satánica carcajada, enteramente seguro de que Demetria sucumbiría á su deseo.

– Vamos, ven acá, cacho de cielo… Algo bueno nos había de tocar una vez siquiera á estos pobres que nos pasamos la vida dentro de la tierra como los topos comiendo y respirando carbón… ¿Tú no sabes, palomita, que estoy envenenado desde que te robé aquellos besos junto al río? ¿Tú no sabes que me he pasado muchas noches en vela pensando en ti? ¿No sabes que aquí dentro del pecho todo el gas que tenía se ha inflamado de pronto y estoy ardiendo en vida por ti?… ¡Ven acá, rosa temprana!… ¡ven, cerecita dulce!

Plutón avanzó unos pasos con los brazos extendidos. Demetria, cuyos ojos se habían acostumbrado ya á la oscuridad, le vió venir y retrocedió por la galería.

– ¡No te acerques, granuja, malvado!

– ¡Qué! ¿nos hacemos remolones? De nada te valdrá, princesa— dijo el monstruo.– Escucha, Demetria. Has caído en una ratonera. En esta galería nadie trabajará ni nadie pasará hasta que yo abra otra chimenea, y tardaré lo menos quince días. ¡Figúrate si hay tiempo para que se pudra ese cuerpecito amasado con rosas y leche! Gritarás y no te oirán; tratarás de salir y te extraviarás cada vez más, porque no conoces ni los pisos ni las galerías y marcharás á oscuras… Así, pues, allánate á ser un poco dulce, ó me marcho y te dejo aquí sepultada en vida…

– Márchate ya, bandido. Déjame morir, que si no las pagas en este mundo las pagarás en el infierno.

– ¡El infierno!– exclamó Plutón riendo.– ¡Estás en él, querida! ¿No has aprendido en la doctrina que el infierno está debajo de la tierra? Pues debajo te encuentras y nada menos que en compañía del diablo mayor. Pero este diablo que tú aborreces, cuando está enamorado es más blando que un cordero y sabe hacer caricias como los ángeles… ¡Ya verás, ya verás!… La sangre que corre debajo de esta corteza de carbón es encarnada como la de ese palurdo de la Braña y es más caliente… ¡Ya verás, ya verás!… Nadie nos oye, nadie nos ve… Al fin saldrás de aquí, te lavarás… y como si no hubiera pasado nada… Plutón se quedará en el infierno y tú volverás al cielo… ¡Ven á mis brazos, terrón de azúcar! ¡ven, pedazo de gloria!…

Plutón avanzó rápidamente y quiso echar mano á la zagala; pero ésta, arrojándose atrás con igual presteza, alzó la pequeña hoz y la descargó con toda la fuerza de su brazo sobre la cabeza del traidor. Cayó al suelo. Demetria le vió inmóvil y creyó ver también la sangre que le cubría el rostro. Pensó que le había matado y huyó despavorida por la mina y quedó envuelta al instante en completa oscuridad. Sin embargo, marchaba, marchaba siempre. No pensaba en su situación, sino en la muerte que acababa de cometer. Pero las tinieblas se espesaban y sus pies iban dando tropezones, hasta que al fin cayó. Alzóse y siguió marchando y volvió á caer y tornó á levantarse. Al cabo creyó percibir un tenue rayo de luz á lo lejos. Marchó hacia él con la esperanza de hallar salida. Pero la luz procedía de una chimenea como aquella por donde habían descendido. Dió gritos á la boca de ella. Nadie le respondió. Gritó hasta que quedó sin voz. Sólo entonces se dió cuenta de su situación horrible. Intentó volver sobre sus pasos al sitio donde había estado; pero las piernas se negaron á obedecerla. Veía á aquel hombre tendido y manando sangre: sus cabellos se erizaban de terror. Siguió avanzando. Y otra vez cayó y otra vez se alzó: tropezaba con las paredes, con los puntales de sostén. Caminaba con las manos extendidas siguiendo el trayecto de la galería. Algunas veces penetraba en el hueco de un tajo, pero se encontraba sin salida y volvía atrás y de nuevo seguía el curso de la mina. Al cabo volvió á percibir otro rayo de luz. Su corazón se dilató con la esperanza de hallar salida. Pronto se disipó no obstante: la luz procedía de otro respiradero. Sin embargo, al acercarse á él observó que era menos largo que los otros. Allá en lo alto se divisaba un puntito de cielo. Entonces, con las pocas fuerzas que le quedaban gritó hasta romperse la garganta. Nadie respondió.

Quiso seguir, pero comprendió que ya era inútil. Un sudor frío bañaba su frente. Mirando aquel puntito claro de cielo permaneció largo rato con los ojos muy abiertos. Poco á poco aquel puntito también se fué oscureciendo. La tarde declinaba. Pronto se borró por completo. Quedó en tinieblas. Entonces cayó de rodillas y oró con fervor, pidiendo á la Virgen su salvación. Oró hasta que no pudo más y al cabo cayó deshecha sobre el duro suelo y quedó dormida. Y soñó en poco tiempo multitud de cosas. Creía estar en Oviedo en los salones de Valledor. De pronto se abría la puerta, aparecía un hombre y preguntaba por ella. Todos la miraban con sorpresa. Aquel hombre era su confesor. La sacaba del salón, la llevaba á la catedral y la encerraba en un confesonario: luego se marchaba, y las puertas del templo se cerraban. ¡Qué angustia! ¡qué desesperación!… Pero á fuerza de golpes lograba romper la puerta, y sin saber cómo se encontraba en medio del campo… Un golpe de gente venía hacia ella gritando: «¡Huye, Demetria, huye! ¡Ahí viene! ¡ahí viene!– ¿Quién viene?– preguntaba ella.– ¡Un lobo! ¡un lobo que está rabioso!» Y ella se daba á correr; pero no podía: las piernas le pesaban como si fuesen de plomo: los demás corrían y ella no podía seguirles. Y detrás se escuchaba el jadear de la fiera. Se volvió para mirarla; el lobo tenía la cabeza de Plutón. Lanzó un grito y despertó…

Al principio no se dió cuenta de su situación: creía estar en la cama como todos los días y mostró alegría al verse libre de aquella pesadilla horrible. Pero cuando se recobró y se hizo cargo de dónde se hallaba, un estremecimiento de terror paralizó sus miembros. No pudo gritar ni moverse. Al cabo se incorporó: sus labios murmuraron: «¡Jesús, asísteme!» Comprendió que era necesario morir y pidió al cielo que no le hiciese sufrir mucho tiempo. Se despidió con el pensamiento de sus padres, de sus hermanos, de sus amigas, de Nolo… Y un sollozo que se había ido formando poco á poco dentro de su pecho estalló al cabo como una nube cargada de agua. Lloró largo rato, lloró copiosamente. Las lágrimas bañaban su rostro, caían sobre sus manos y las escaldaban. Cuando ya no pudo llorar más sintió una sed abrasadora. Pero gotas de agua filtraban por las paredes y por el techo. Con el hueco de las manos recogió á tientas algunas de estas gotas y las bebió. Sabía el agua á carbón, pero no importaba. Al cabo su sed se calmó. Volvió á orar con todo fervor, se encomendó á Dios de todo corazón y de nuevo quedó dormida.

Al despertar penetraba ya la luz por la chimenea. De nuevo sintió una sed abrasadora y otra vez volvió á calmarla con el agua sucia que manaba de las paredes. Miró por el agujero y vió el puntito de cielo. Esta vista infundió en su pecho un ansia loca de vivir. Se levantó haciendo un esfuerzo y quiso proseguir su marcha buscando la salida. Mas apenas había dado algunos pasos sus piernas se doblaron y no pudo seguir. Cayó desfallecida. Un sudor frío, el sudor de la agonía volvió á correr por su frente. Pero en aquel instante creyó oir una voz que llegaba á ella de la tierra por el respiradero. Se alzó, se aproximó más á él y con más claridad oyó la voz de un hombre que cantaba allá arriba. El canto no era del país sino playera andaluza. Entonces arrimando la boca al agujero gritó con todas las fuerzas que le quedaban: «¡Celsoo!» Fué un grito horrible, extraño, semejante á un aullido. Como si con él exhalara toda la vida que aún tenía, después de lanzarlo cayó al suelo desmayada.