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– Este es el tiro que ha hecho Matías de Langreo. Á ver si hay en Laviana un mozo que lo haga cambiar de sitio.

Una tristeza profunda se esparce por el rostro de los lavianeses. Pachón empuña con rabia la barra, pero no logra ponerla más allá que la vez anterior. Otros hijos del valle, los unos de Entralgo, los otros de la Pola, ensayan también sus fuerzas. Nadie consigue acercarse ni con mucho á la orgullosa ramita de nogal. Entonces todos los ojos se vuelven hacia Nolo de la Braña, que allá lejos seguía departiendo con Demetria sin acercarse al teatro de la lucha.

– Nolo— le grita uno,– Matías de Langreo nos ha vencido á todos. ¿Quieres probar tu fuerza?

– Si os ha vencido á todos, ¿por qué no ha de vencerme á mí?– replica con orgullosa malicia el héroe de la Braña.

Todos deploran que no tome parte en el certamen. Porque Nolo pasaba por el mejor tirador de barra de toda la ría del Nalón caudaloso.

Entonces Jacinto de Fresnedo, aguijado por el deseo de honrar al dueño de su albedrío más que de mostrarse vencedor en el juego, sale al medio del corro. Rápidamente se descuelga la chaqueta de paño verde, se despoja del chaleco floreado, tira la montera y agarrando la barra afianza sus pies en el tiro y se yergue. No hay nadie que no admire la gentileza de aquel mozo imberbe. Su musculatura atlética contrasta con las líneas puras, delicadas de su rostro de adolescente.

La barra se escapa de sus manos, vibra en el aire con zumbido temeroso, roza al caer la rama de nogal plantada por Matías y va á clavarse más lejos.

«¡Viva! ¡Viva!» grita la muchedumbre frenética.

El mozo de Langreo se muerde los labios de despecho, toma de nuevo la barra y la hace partir. No logra mejorar su tiro. Segunda vez pide al jurado permiso para probar fortuna y lo obtiene. Mas ahora, agotadas sus fuerzas, la barra se queda más atrás de la rama.

Entonces, de aquella multitud ebria de entusiasmo se eleva un clamoreo inmenso.

«¡Viva Laviana!» «¡Viva Villoria!» Éstos son los gritos que resuenan sin cesar por el Campo de la Bolera. Todos quieren abrazar al gallardo mancebo.

Regalado se aproxima con el reloj en la mano y abandonando su acostumbrada ironía le dice con visible emoción, pues al cabo también él había nacido en Villoria:

– El jurado te declara vencedor, Jacinto. Elige la moza que ha de entregarte el reloj.

Jacinto tarda algunos instantes en responder. Al cabo haciendo un esfuerzo pronuncia muy quedo el nombre de Flora.

– Ven acá, Florita— grita Regalado.– Tú eres la elegida. Toma el reloj y entrégaselo.

– Yo no tengo nada que entregar, puesto que nada es mío— responde con acritud la doncella.

– Pero has sido elegida por el vencedor, niña. Ningún trabajo te cuesta entregarlo.

– Si me cuesta ó no trabajo no lo sabe usted. Lo que le digo es que no quiero.

En vano fué que la instaran muchos de los presentes. Á todos sus ruegos y razones respondía cada vez con mayor energía: «¡no quiero! ¡no quiero!» El mismo capitán fué desairado.

– Perdóneme usted, D. Félix— le respondió con resolución la altiva zagala.– Todo cuanto usted me mande lo haré menos eso.

– ¡Dejarla! ¡dejarla!– exclamó Jacinto con voz alterada.– No la molestéis más. Ya no quiero esa prenda de sus manos. Que me la entregue quien no me desprecie.

Y colgándose de nuevo la chaqueta del hombro tomó el reloj que le dió el mismo capitán, volviendo en seguida la cabeza para ocultar las lágrimas que saltaban á sus ojos.

– ¡Bendita sea tu sandunga! ¿No te parece, Plutón, que ha hecho bien la morenita en negarse á dar el reloj á ese palurdo?– dijo uno de los mineros de la boina colorada á otro de sus compañeros.

– ¡Y que lo digas, Joyana!– respondió el interpelado dirigiendo sus ojos á Nolo y Demetria que allá lejos proseguían su plática amorosa.

– ¿No sería lástima que un caramelo tan rico cayese en la boca de este zángano de la cara de pan?– volvió á decir Joyana apoyando su proposición con una blasfemia.

– ¡Más lástima que aquella paloma blanca caiga entre las uñas del zote que tiene á su lado!– replicó Plutón devorando con los ojos á la hermosa Demetria y remachando sus palabras con otra blasfemia.

Joyana y Plutón, así llamados el primero por el pueblo en que nació, el segundo por mote que le puso un ingeniero, eran dos mineros hábiles que había traído consigo el director. Llevaban ya bastantes años en el oficio y habían recorrido algunas provincias mineras de España ejerciéndolo. De casi todas habían sido arrojados por su natural díscolo, propenso á bullas y reyertas. Plutón había estado ya dos años en presidio. Joyana unas cuantas veces en la cárcel. Eran temidos por sus compañeros. Los capataces los mimaban por su destreza y acaso también por miedo. Ambos eran bajos de estatura y no muy corpulentos. Sin embargo, Plutón, aunque de piernas flacas, tenía el torso robusto, los brazos largos, la mirada dura, insolente, denotando su estructura de mono bastante agilidad y fuerza.

Nolo de la Braña pagó la mirada agresiva y sarcástica de los mineros con otra de curiosidad no exenta de desprecio. Alzando su arrogante figura de atleta frente á la de aquellos gorilas los estuvo contemplando largo rato sin pestañear. Después, como su oído experto le dijera que allá en la romería había algún tumulto, hizo seña á sus compañeros y despidiéndose de Demetria se alejó con ellos atravesando el puente y dirigiéndose á Villoria por la margen izquierda del riachuelo.

Ya era tiempo de que lo hiciera. Allá en la romería, á espaldas de la iglesia, los de Lorío, después de provocar con pesadas palabras y acciones groseras la cólera de los de Entralgo, habían logrado al cabo despertarla. Sin considerar su inferioridad numérica, pues muchos de los combatientes habían bajado ya á la Bolera, se precipitaron á la lucha. La desesperación les prestó una fuerza incontrastable. Animándose los unos á los otros, lograron contener en los primeros momentos el empuje de los de Lorío. Chasqueaban los palos, arremolinábase la gente, rodaban las cestas de fruta por el castañar abajo, volcábanse las mesas de los confiteros ambulantes, quebrábanse vasos y botellas. Todo era confusión y alarma y gritería y polvo en el campo de la romería. Las mujeres, los niños y los pocos hombres de edad madura que habían quedado buscaban refugio en el pórtico de la iglesia. Desde allí seguían con ojos ansiosos las peripecias del combate. Los niños enardecidos alentábamos con gritos á los nuestros. Costaba gran trabajo á las mujeres sujetarnos para que no volásemos al medio de la pelea.

Prosiguió ésta encendida é indecisa bastante tiempo. Por una y otra parte se peleaba con vivo ardor. Los de Lorío, engreídos por sus victorias pasadas y confiados en sus fuerzas, se lanzaban con impetuoso alarde sobre los de Entralgo. Éstos, con el alma sangrando de coraje y despecho, se defendían sin retroceder una pulgada, inmóviles en su sitio, como si estuviesen clavados á la tierra. Allí vi á Angelín de Canzana repartiendo garrotazos con tanta furia y cólera que nadie se ponía al alcance de su palo que no sintiese pronto sus efectos perniciosos. Este palo era un regalo primoroso que le había hecho un pastor de Sobrescobio. Buscaba éste por los montes de Raigoso una ternera que se le había perdido. Angelín, que allí estaba apacentando sus vacas, le ayudó en la tarea durante largas horas: por este servicio le hizo presente de aquel magnífico garrote pintado y esculpido finamente, con su correa para sujetarlo á la mano, adornado en la porra con lucientes clavos dorados. Allí estaba Simón de María, llamado el Cojo de Mardana que, aunque lisiado de nacimiento, se revolvía mejor que los que estaban bien completos. El garrote pesado de acebuche parecía una paja entre sus manos indomables. No lejos de él combatía furiosamente Tanasio de Entralgo, que en vez de garrote liso empuñaba un cayado enorme con el cual llevaba la ruina y el estrago á las huestes enemigas.

Mas ¿quién fué el bravo que brillaba en la batalla como un astro refulgente que hace empalidecer á los que fulguran á su lado? Celso, el animoso y magnánimo nieto de la tía Basilisa. Celso, anhelando tomar venganza, se lanzaba impetuosamente dando gritos horribles sobre los de Lorío. No consideraba que sus fuerzas estaban mermadas por los estacazos de la noche anterior. Ni su cabeza vendada y dolorida ni sus riñones derrengados podían abatir su coraje. En cada uno de sus asaltos desesperados hacía rodar por el suelo á algún enemigo, de tal modo que Lázaro del Condado, dejando su puesto, se lanzó á toda la carrera hacia aquel más lejano donde peleaba Toribión de Lorío.

– Toribio— le dijo,– ¿por qué te entretienes aquí sacudiendo á esta morralla que no vale una castaña asada, cuando allá abajo el nieto de la tía Basilisa, más furioso que un jabalí, está volcando los mozos como si fuesen pucheros de barro?

El grande y fuerte Toribión escucha estas palabras y sin responder abandona prontamente aquel sitio y se precipita al paraje en que Celso peleaba con gloria imperecedera. Delante de él huían los mozos de Entralgo y Villoria como los corzos al aproximarse el cazador. En aquella carrera furiosa sacudió un garrotazo á Gabriel de Arbín que le hizo morder el polvo, machacó las costillas á Pepín de Solano y alcanzó también con un palo en la cabeza al bravo Angelín de Canzana, que se vió necesitado á retirarse del combate. Antes de llegar cerca de Celso éste le salió al encuentro. ¡El insensato! No sabía que Toribión le aventajaba mucho en valor y en fuerzas. El poderoso mozo de Lorío rompe las filas de los suyos y aproximándose á Celso, antes que éste hubiera tenido tiempo á levantar su palo, le sacudió con ambas manos un garrotazo en medio de la cabeza que le hizo venir al suelo sin conocimiento. Cuando el ingenioso Quino pudo verle así extendido por tierra, un violento dolor oscureció sus ojos. Y mezclándose cautelosamente entre los combatientes sin ser percibido por Toribión arrastró á su amigo fuera de la pelea y echándoselo luego sobre los hombros lo condujo hasta el pórtico. Allí las manos piadosas de las mujeres le rociaron la cara con agua fresca hasta volverle al sentido, oprimieron los tolondrones, tamaños como huevos, que tenía en la cabeza con monedas de cobre de dos cuartos y restañaron la sangre de sus arañazos con telarañas que recogieron en la iglesia.

 

Sin embargo, el valiente y artificioso Quino, después que dejó á su amigo en seguro, se lanzó otra vez á la refriega. Observando que los suyos, antes tan animosos, cedían al empuje poderoso de Toribión y perdían terreno gradualmente, una tristeza profunda le traspasó el corazón. Entendió claramente que no tardarían en darse á la fuga. Entonces se acercó á ellos en cuatro saltos y les gritó con voz penetrante:

– ¡Había de daros vergüenza, mastuerzos! Esta mañana tanta ronca en el lagar y que habíais de hacer y acontecer y comeros crudos cada uno á siete mozos de Lorío, y ahora vais á volver el culo delante de un hombre solo. ¿Dónde están vuestros hígados? ¿Es que no servís más que para mascar la torta al pie del lar y asar las castañas?

Así dijo; y dando ejemplo de heroísmo se precipitó como un jabalí lleno de audacia sobre los enemigos. Pero fértil siempre en astucias, en vez de atacarlos por donde combatía Toribión, se lanzó por el sitio en que las filas le parecían más flacas. Y en efecto, las rompió fácilmente. Los de Entralgo, picados del ejemplo y aún más de las palabras de su compañero, redoblaron sus esfuerzos. Combatieron con tanto coraje que en pocos minutos lograron ganar el terreno perdido y aun hicieron retroceder á los de Lorío. Entonces Toribión, viéndoles flaquear, quiso reanimar su valor y les gritó con voz fuerte:

– «¡Amigos, compañeros, mozos del Condado y de Lorío, arread firme á esa canalla! ¿Semos hombres ó no semos hombres? Acordaos de la romería del Obellayo cuando estos pobretes corrían delante de nosotros como una manada de carneros. Acordaos de ayer noche cuando á estacazo limpio los metimos en sus casas y los dejamos acurrucados en la cocina debajo de las sayas de sus madres y hermanas. Si sois hombres y sabéis tener el palo, no tardarán mucho tiempo en volver el culo. ¡Arrea, Lázaro! ¡Arrea, Firmo!

Con estas palabras reanimó el valor de sus amigos. Al cabo lograron rechazar á los de Entralgo hacia el camino de Villoria. Así como un león confiado en sus garras se precipita sobre un rebaño de bueyes y desgarra á uno y á otro y á todos los aterra, del mismo modo Toribión, lleno del sentimiento de su fuerza, se abandona á todo su furor con el palo en la mano. Los de Lorío y Condado á su vista se arrojan con más brío sobre los de Entralgo y Villoria y redoblan su valor y sus esfuerzos. Ni el coraje indomable de Angelín de Canzana, que después de refrescarse un poco la cabeza con agua había vuelto á la pelea con más ardor que antes, ni el esfuerzo heroico del Cojo de Mardana ni el cayado fulminante de Tanasio de Entralgo fueron bastante á detener el retroceso gradual de los suyos.

Sin embargo, allá enmedio del campo, lejos ya de sus amigos, combatía el magnánimo Quino. Delante de su palo asolador caían los mozos de Rivota y Lorío. Pero arrastrado de su ardimiento había ido demasiado lejos. Cuando menos lo pensaba se encontró solo. Entonces, al echar una mirada en torno y verse rodeado enteramente de enemigos, flaqueó su corazón y olvidó su fuerza indomable. Tres veces gritó con voz penetrante demandando socorro á sus amigos. Cinco mozos de Rivota y tres de Lorío le tenían envuelto y acosado como jauría de perros á un jabalí feroz. Quino, rodeando con la chaqueta su brazo izquierdo á modo de escudo, paraba y contestaba con habilidad los garrotazos que le dirigían, pues era diestro esgrimidor de palo. Llegó un instante, sin embargo, en que los golpes menudeaban de tal manera que le fué imposible pararlos.

Entonces hubiera sucumbido ciertamente si Tanasio de Entralgo no oyese sus gritos. Se batía éste en retirada al lado del Cojo de Mardana, pero en buen orden y causando grandes estragos en las filas enemigas, cuando llegó á sus oídos las voces de auxilio de su enemigo.– «Simón— le dijo al Cojo,– oigo la voz de Quino. Me parece que está en mucho aprieto allá arriba. Si pronto no le ayudamos estoy en fe que le van á poner esos cerdos como un higo.» Ambos se lanzan en socorro suyo, animados de un valor intrépido. Llegan al círculo de enemigos que acorralaban al industrioso Quino. Tanasio, para romperlo, se vale de su enorme cayado cortado en el monte Raigoso. Con él tira velozmente de las piernas á tres ó cuatro mozos de Rivota y los hace caer de bruces. Gracias á la confusión que origina con tal estratagema logran romper las filas, arrancan á Quino de las manos de sus adversarios. Unidos los tres se baten con arrojo y cuando ven la ocasión propicia vuelven la espalda y se dan á la fuga.

Los de Lorío quedaron otra vez dueños del campo. Una parte de ellos persigue á los fugitivos por el camino de Villoria; otros siguen á los que huyen por la calzada de Entralgo. Toribio desdeña esta persecución. Con el garrote en alto y dando feroces gritos, que resuenan temerosamente en el valle pasea su furor y su triunfo por todo el campo de la iglesia.

VI.
Bartolo.

Media hora después no quedaba un ser viviente en este campo. La noche había cerrado, y todo el mundo se retiró á sus casas. Los confiteros, las fruteras, los taberneros ambulantes habían levantado y plegado sus bártulos, los habían acomodado sobre sendos borricos y caminaban la vuelta de sus casas comentando la aciaga jornada de los de Entralgo. En la Bolera tampoco había nadie. Sólo dentro del lagar de D. Félix, esclarecido por un candil, departían amigablemente cinco ó seis paisanos apurando vasos de sidra. Martinán les escanciaba. Hacía años que había contratado con el capitán la venta de la sidra, y aunque no tenía la taberna allí, sino en su propia casa, situada en el centro del pueblo, los días festivos solía trasladarse al lagar y hacer en él su comercio; porque la Bolera era el campo acostumbrado para los recreos del vecindario.

Martinán era un hombre famoso y popular, no sólo en la parroquia, sino en todo el valle de Laviana. Y aun no diríamos mentira si afirmásemos que su fama se extendía á los concejos limítrofes de Sobrescobio y Langreo. Nadie recordaba haberle visto triste jamás. En medio de las mayores tribulaciones, conservaba el humor jovial, los chascarrillos, las grotescas salidas de payaso á las cuales daba realce su cara espantosamente fea, surcada de costurones causados por la viruela. Tampoco le abandonaba su genio filosófico, inclinado á buscar las causas de todos los efectos y escudriñar las ocultas relaciones de las cosas. Su fuerte era la dialéctica. Recoger una idea vertida por cualquiera en la conversación, examinarla en todos sus aspectos, darle vueltas, tirarla al alto, jugar con ella á la pelota y luego arrojarla á las narices del que la había soltado, tal era el mayor, el único placer de su vida. Porque Martinán comía poco y sólo bebía por complacer á algún parroquiano que se empeñase en ello. En cuanto á los goces del hogar, eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo. Guardaba para ella las caricias más tiernas, los regalos, los epítetos más apasionados que emplean los amantes. Apellidábala medio en serio medio en broma «estrella», «botón de rosa», «lucero», «clavel». De tal modo que la gente de la parroquia dió en llamar á esta desagradable mujeruca Clavel, y no se la conocía por otro nombre. «¿Cómo va Clavel?» le preguntaban los parroquianos á Martinán al entrar en la taberna. «Tan buena— respondía.– Allá está en la cocina amasando la torta.»

Vivía con este matrimonio una sobrina, aquella Eladia simpática que ya conocemos. No sufría por cierto con tanta paciencia los rigores y asperezas de su tía. Respondía á veces de mal talante; había disputas frecuentes, gritos, amenazas y hasta golpes. Costábale á Martinán mucho trabajo poner paz entre ellas. Cuando después de una de estas reyertas quedaba la pobre Eladia llorosa y con algún rasguño en las mejillas, solía tomarla su tío de la mano y conducirla á un rincón para emplear con ella las fuerzas dialécticas con que Dios le había dotado.

– Vamos á ver, niña, respóndeme. ¿Quién ha hecho á tu tía?

Eladia le miraba estupefacta sin despegar los labios.

– Vamos, respóndeme, ¿quién ha hecho á tu tía?… ¿La has hecho tú?

– Yo no.

– Entonces ¿quién?

– Será Dios— respondía la joven con mal humor.

– ¡Ah, Dios!– exclamaba triunfante Martinán.– Y si tú la hubieras hecho, ¿no la habrías dado un genio más suave, más alegre?

– ¡Ya lo creo!

– Luego tú eres capaz de hacer las cosas mejor que Dios, ¿no es cierto?

– ¡Vaya, vaya, tío, déjeme en paz!– replicaba la chica exasperada y saliendo como un huracán por la puerta.

Esto mismo le acaecía á Martinán con todos los que aprisionaba en las redes de su lógica. En vez de declararse rendidos y confesar que no tenían sentido común, ó se marchaban, ó se mofaban de él, ó le insultaban.

El descrédito de Martinán, como el de los grandes filósofos alemanes, procedía de que no siempre lograba ponerse al alcance de las inteligencias vulgares. Como Kant y Hegel solía abroquelarse detrás de un tecnicismo extraño, incomprensible, bárbaro, que á muchos hacía reir y á otros indignaba. Había, por ejemplo, en sus discursos una fuente hipervertical de la cual manaban rayos convergentes que nadie sabía qué mil diablos significaba ni de dónde la había traído, aunque la emplease como soberano recurso en las disquisiciones más profundas. Había también unas ínsulas metódicas y unas gravitaciones intermitentes que dejaban estupefactos é inquietos á sus oyentes. Pero, en general, se debe confesar que Martinán no se sumía en estas obscuridades de la lógica sino cuando algún paisano tenía la mala ocurrencia de hacerle beber quieras que no unas copas de aguardiente.

Formaban la base de su sistema ciertos axiomas que consideraba fuera de discusión. El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puede ser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe por ninguna parte». Después había otros de menos importancia, pero igualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un sí me planto yo en Pekín». «El cuándo no existía al comenzar el mundo». De aquí que Martinán no admitiese en la discusión ni síes ni cuándos, lo cual como debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta la posición de sus contrarios. No es maravilla, pues, que éstos llegasen alguna vez á exasperarse y que el filósofo tropezase en más de una ocasión con más de una bofetada de cuello vuelto. Pero no turbaba bofetada más ó menos la admirable serenidad de su espíritu. Seguro de que realizaba una obra de redención persuadiendo á su adversario de que era un asno, proseguía su tarea con nuevo ardor hasta ponerlo por completo en evidencia.

Una cosa sorprendente. Á pesar de su vocación metafísica y de la atención intensa que necesitaba para desenvolver sus intrincados razonamientos, jamás se equivocaba en el número de vasos de sidra ó vino que escanciaba á los parroquianos. Al llegar la hora de retirarse y hacer la cuenta, Martinán decía sin vacilar: «Manuel tiene diez y siete; el tío Goro trece; Pepón treinta y cuatro, etc.» ¡Maravilloso cerebro que aun elevándose á las más altas esferas de la filosofía no abandonaba la inspiración matemática!

En este momento se debatía la cuestión de las minas y del ferrocarril proyectado para extraer sus productos. El asunto preocupaba hondamente á los labradores. Vagamente todos sentían que una transformación inmensa, completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundo silencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar, y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, se posesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas. Corría por todo el valle un estremecimiento singular, el ansia y la inquietud que despierta siempre lo desconocido. En los lagares, en las tierras, en los senderos de las montañas y en torno del lar no se hablaba de otra cosa. Los paisanos en general, aunque un poco recelosos, se mostraban satisfechos. Esperaban tomar algún dinero, ya sea de los jornales de sus hijos, pues se aseguraba que admitían en la mina hasta los niños de diez años, ya de la venta de las frutas, huevos, manteca, etc. Pero las mujeres aparecían unánimemente adversas á la reforma. Su espíritu más conservador les hacía repugnar un cambio brusco. Luego aquellos hombres de boina colorada y ojos insolentes, agresivos que tropezaban por las trochas de los castañares les infundían miedo. Luego, y esto era lo principal, temían por sus hijos. La idea de que al padre le acomodase enviarlos á la mina y quedasen sepultados ó quemados dentro, como se decía que pasaba en otras partes, las hacía estremecer.

 

«¿Todo eso para qué?– decían acercando con mano trémula los pucheros al fuego.– ¿No habéis vivido hasta ahora sin necesidad de hurgar la tierra como los topos? ¿Os ha faltado un pedazo de borona y un sorbo de leche? ¿Qué más queréis? ¡Servid á Dios y morid en vuestras camas como cristianos y no como perros en esas cuevas de infierno!»

Los maridos, sentados alrededor del fuego y picando sus cigarros en espera de la cena, rebatían tales argumentos. «Era necesario beneficiar lo que Dios había puesto debajo de la tierra. Si en aquel valle había leña en otras partes no, y necesitaban el carbón para calentarse y guisar su comida. Además, pasar toda la vida con borona, leche y judías era bien duro. Puesto que debajo de los pies tenían el dinero necesario para procurarse algunas comodidades, ¿por qué no recogerlo? En otras partes los jornaleros comían pan blanco, tomaban café, bebían vino y en vez de aquellas camisas de hilo gordo que ellos gastaban se ponían á raíz de la carne unas camisetas de punto suaves, suaves, como la pura manteca.»

Los niños estaban de parte de sus padres. Éstos les prometían comprarles un tapabocas y unas botas altas como gastaban los mozalbetes en Langreo, así que ganasen por sí mismos algunos cuartos. Con tal perspectiva no les arredraba bajar á la mina. Hasta preferían esto á la escuela, orgullosos de la precoz independencia que su calidad de obreros les proporcionaba.

En Canzana y en Carrio, parajes donde se habían hecho las primeras excavaciones y donde se proyectaba trazar el ferrocarril para mejor beneficiarlas, el viento de la ambición había levantado los cerebros. Fuera del tío Goro, que por su cualidad de hombre letrado se creía en el caso de opinar siempre como el párroco y el capitán de Entralgo, apenas quedaba un individuo del sexo masculino que no se hallase excitado por la idea de enriquecerse. Y como de Carrio y Canzana eran los cinco ó seis paisanos que en el lagar quedaban rezagados, no es maravilla que todos estuviesen conformes en celebrar los nuevos acontecimientos y en vaticinar enormes prosperidades para el concejo.

Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D. Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo y aficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto le producía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en el horizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de su carcaj una saeta para encajársela. Todos contra él. Él contra todos. Los labriegos, bien cargados ya de sidra, voceaban, se descomponían, mientras el tabernero, con la cabeza siempre despejada y bien repleta de argumentos (quizá también de sofismas) sonreía con desdén.

– Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.

– ¡Eso! ¡eso digo!– exclamaba el paisano con furor.

– Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.

– ¡Martinán, eres un burro!– gritó otro paisano que allá en un rincón libaba silenciosamente el jugo de la manzana.

– Te digo que acaso sean nuestra desgracia y voy á probártelo— expresó Martinán con calma sin hacer caso de la interrupción.– Tú bien sabes que en las minas se matan algunas veces los hombres… ¿no me lo negarás?…

– ¿Y eso qué importa?– profirió Juan más enfurecido.– Porque un pelafustán se muera ¿va á dejar el concejo de aprovechar la riqueza que tiene bajo tierra?

– ¿Pero me lo niegas?

– No te lo niego.

– Pues bien, por la muerte de un hombre se pierde una familia. Ya sabes que cuando falta el padre se marcha el pan; la mujer y los hijos perecen. ¿No me lo negarás?

– No te lo niego: ¡adelante!

– Por la ruina de una familia se pierde un caserío; tampoco me lo negarás. Ya ves lo que sucedió en las Llanas. En cuanto el tío Roque cerró el ojo, los rapaces vendieron al capitán los prados y las tierras y embarcaron en Gijón para la Habana: las rapazas se fueron á servir á Oviedo: el tío Meregildo, que mientras vivió su hermano fué buen paisano, comenzó á dormir en las tabernas hasta que hundió lo que tenía… En fin, ya lo sabes; allí ya no hay más que unos cuantos establos.

– Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco.

– ¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que tú has dicho se lo lleva el viento.

– ¡Martinán, eres un burro!– volvió á gritar el borracho recalcitrante desde su rincón.

Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo:

– Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré las gracias.

Los paisanos rieron á carcajadas. Todos le abrazan hechizados por tan espiritual salida.

Martinán, henchido de orgullo y regodeándose anticipadamente con la derrota de aquellos bobalicones, iba á proseguir y cerrar su victorioso sorites, cuando de pronto se abre con estrépito la puerta que daba á la Bolera y aparece Bartolo, el hijo belicoso de la tía Jeroma, con el rostro espantosamente pálido, sin garrote en las manos y sin montera en la cabeza. Echó una mirada torva y ansiosa por el recinto, y antes que los presentes pudiesen decirle una palabra, corrió á un tonel vacío y se metió de cabeza por la pequeña compuerta, desapareciendo como un relámpago. No habían pasado cinco segundos cuando se dibujó en la puerta la silueta de Firmo de Rivota.

– Buenas noches, amigos.

– Buenas las tengas, Firmo.

– ¿No ha entrado aquí hace un momento Bartolo el de la tía Jeroma?

Martinán, dando prueba brillante de diplomacia y corazón, le respondió:

– Sí; acaba de entrar, pero ha salido sin detenerse por la otra puerta y se ha metido en la pomarada.

Firmo quiso seguirle. Martinán le dijo:

– Es inútil que le busques. La pomarada está más oscura que una cueva y tú no la conoces como él. Antes que dieras muchos pasos en ella ya él la habrá saltado y estará en su casa.

El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profirió sordamente:

– Bueno… otro día será. Échame un vaso de sidra, Martinán.

El tabernero se apresuró á cumplir la orden. Firmo se arrimó para beberlo al tonel mismo en que estaba escondido Bartolo. Al cabo de unos momentos de silencio uno de los paisanos le preguntó sonriendo:

– ¿Querías decir un recado á Bartolo?

– Sí, una palabrita al oído nada más— respondió el mozo fijando sus ojos airados en el techo.

Nuevo silencio. Todos le contemplan con atención y curiosidad.

– Si tienes mucha prisa, esta misma noche antes de retirarme pasaré por su casa y se lo diré— manifestó con sorna Martinán.

– No— replicó Firmo,– es menester que yo le vea.– Y después de vacilar un poco añadió:– Es que quiero que me enseñe los pedazos de un garrote…

– Toma, ¿y por eso tienes tanta prisa?– exclamó Martinán riendo.– De noche se ve mal. Déjalo para cuando haga día claro… Además, ¿para qué diablos quieres ver un palo roto?

– Es que dice que lo ha roto ayer en mis espaldas y anda por ahí enseñando los cachos á todo el mundo.

– ¿Á todo el mundo menos á ti?

– ¡Claro!… Y ya ves tú, ¿quién ha de tener más gusto que yo en ver cómo ha quedado ese vardasco?

Los paisanos celebraron la ocurrencia. El mozo se humanizó y bebió sonriendo otro vaso.