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La Espuma

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–Está bien, Carmen. Yo no trato de imponer mi voluntad a la tuya. Eres dueña de dejar tus bienes a quien te parezca, por más que estos bienes hayan sido ganados por mí a costa de muchos trabajos. En los años que llevamos unidos, las cuestiones de intereses jamás han producido ninguna reyerta entre nosotros. Deseo que continuemos siempre lo mismo. El dinero, comparado con los afectos del corazón, no tiene ningún valor. Lo único que siento es que otra persona, por más que sea una hija queridísima, me haya perjudicado hasta tal punto en tu cariño, me haya desterrado de tu corazón….

Al pronunciar estas últimas palabras su voz se alteró un poco.

–No, Antonio, no—se apresuró a decir D.a Carmen—; ni tu hija ni nadie puede arrancarte el cariño que te pertenece…. Pero considera que tú eres bastante rico sin necesidad de mi fortuna, y que ella la necesita.

–No; no trates de desfigurarlo…. El golpe está dado: lo siento en el fondo del corazón—replicó Salabert en tono patético llevándose la mano al lado izquierdo—. Treinta y cinco años de vida matrimonial, treinta y cinco años compartiendo pesares y alegrías, temores y esperanzas, no han bastado a conquistarme la primer plaza en tu cariño. Todo lo que se diga es inútil ya. Pensaba que nuestro matrimonio, la vida de felicidad y de amor que hemos llevado tantos años, debía cerrarse por medio de un acto que la resumiese, instituyéndonos herederos de lo que juntos hemos ganado…. El cariño de los esposos nunca se demuestra mejor que en la última voluntad….

El discurso de Salabert adquiría un tono de elevación moral que pareció preocupar por un instante a su esposa. Sin embargo, replicó al fin con dulzura y firmeza a la vez:

–Aunque no la he llevado en mis entrañas, yo quiero a Clementina como si fuese mi hija; la he mirado siempre como tal. Me parece una injusticia privar a una hija de su parte de herencia.

–¡Pero mujer!—exclamó con viveza el duque:—yo ¿para quién quiero lo que tengo sino para mi hija? Déjame por heredero, que yo te prometo transmitírselo íntegro y aun con aumento….

D.a Carmen guardó silencio limitándose a hacer un signo negativo con la cabeza. El duque se levantó como si fuese presa de una violenta emoción.

–Sí, sí; bien lo comprendo. Tú no me perdonas algunos leves extravíos hijos del capricho y la tontería. Aprovechas la ocasión que se te presenta para vengarte. Está bien: satisface tu venganza; pero sabe que yo no he querido de veras a ninguna mujer más que a ti. En el corazón no se manda, Carmen, y si yo te quisiera arrancar del corazón, mi corazón diría: "No, no puedes arrancarla sin que yo me rompa…." Es triste, muy triste llevar al fin de la vida este terrible desengaño…. Si mañana te murieses tú, lo que Dios no consienta, ¡cuántos disgustos, cuántas penas me esperan además de la pérdida de una esposa adorada! Acaso este pobre anciano se viera precisado a salir de la casa donde ha vivido, que ha fabricado con ilusión para morir en ella en brazos de su esposa.

La voz del duque se alteraba por momentos; sus ojos se arrasaban de lágrimas. Todavía siguió en este tono patético un rato. Al fin cayó como desfallecido en la butaca, llevándose el pañuelo a los ojos.

Pero D.a Carmen, aunque caritativa y sensible, no dió señales de hallarse conmovida. Antes, con firmeza, dijo:

–Bien sabes tú que nada de eso es cierto. Ni soy capaz de vengarme, ni sería fuerte venganza dejar cuanto tengo a una hija tuya, que sólo es mía por el cariño que la tengo.

El duque cambió de táctica. Miró un rato a su esposa con ojos compasivos. Al cabo dijo sonriendo con amargura:

–Tú quieres mucho a Clementina, ¿verdad?… Pues mira; lo mejor que puedes hacer para darle un alegrón es reventar cuanto más antes. El pobre Osorio está con el agua al cuello. Ahora me explico por qué sus acreedores no acaban de tragárselo. Sin duda tú le has hablado a su mujer algo de testamento, y como estás un poquillo delicada aguardan tu muerte como agua de Mayo. Conque no te descuides.

D.a Carmen se puso mucho más pálida de lo que estaba al oir estas sangrientas palabras. Necesitó agarrarse a los brazos del sillón para no desfallecer. Lo que decía su marido era horrible, pero muy verosímil. El, que advirtió su emoción, se apresuró a ofrecerle todos los datos necesarios para confirmar la sospecha. Le expuso en un cuadro completo la situación económica de Osorio, insistiendo en lo raro de que sus acreedores aguardaran si no contasen con alguna esperanza positiva, que no podía ser más que la muerte de ella.

Entonces aquella infeliz mujer tuvo una frase sublime.

–Pues aunque Clementina desee mi muerte, yo la quiero lo mismo, con todo mi corazón. Para ella será cuanto tengo.

El duque salió de la estancia furioso, bufando como un toro con banderillas de fuego, o como un actor a quien acaban de propinar una silba.

D.a Carmen permaneció inmóvil largo rato, en la misma postura que la había dejado, con los ojos clavados en el vacío. Dos lágrimas temblaron al fin en sus ojos y rodaron silenciosamente por sus mejillas marchitas.

XI
Baile en el palacio de Requena

Transcurrieron los días y los meses. Clementina pasó el verano, como siempre, en Biarritz. Raimundo la siguió, dejando a su hermana confiada a unos parientes, y regresó cuando aquélla a últimos de Septiembre. Por la casa de los huérfanos soplaba un viento tormentoso que la había removido por completo. Raimundo, abandonando en absoluto sus estudios y costumbres metódicas, se había lanzado con ardor de neófito a los placeres mundanos. Su hermana, aterrada por este cambio, le hizo suavemente algunas advertencias, sin resultado. El joven se enfadaba como niño mimoso. Cuando la reprensión era más dura, se echaba a llorar desconsoladamente, llamándose desgraciado, diciendo que no le quería, que más le hubiera valido morirse cuando su madre, etc., etc. Aurelia, en vista de esto, había determinado callarse, padeciendo en silencio, llena de aprensiones y presentimientos tristes. Bien adivinaba la causa de aquel cambio; pero en sus conversaciones ninguno de los dos osó hacer referencia a ella: Raimundo, porque no podía dignamente declarar a su hermana las relaciones que sostenía con Clementina: aquélla, porque creía indecoroso darse por advertida.

Aquellas relaciones obligaron a nuestro joven a hacer gastos extraordinarios que no permitía su renta. Para seguir el carruaje de su amante entre la balumba de ellos en los paseos del Retiro y la Castellana compró un bonito caballo, después de dar previamente algunas lecciones de equitación. Los teatros, las flores y los regalitos a su ídolo, las francachelas con sus nuevos amigos del Club de los Salvajes, los trajes y las joyas, todo lo que constituye, en suma, el tren de un lechuguino en la corte, le hicieron desembolsar sumas enormes con relación a su hacienda. Para ello hubo necesidad de echar mano del capital. Este consistía, como ya sabemos, en acciones de una fábrica de pólvora y en títulos de la Deuda. Unos y otros documentos guardábalos su madre en un cofrecito de hierro dentro de su armario. Cuando murió, el pariente de los chicos a quien correspondía la tutela vino a examinarlos y tomó nota de ellos. Pero como Raimundo gozaba tal fama de muchacho formal, de conducta intachable, como hacía ya tiempo que manejaba y cobraba los cupones, y como en fin no le faltaban más que tres años para llegar a la mayor edad, su tío no quiso recogerlos. Los dejó en el mismo cofrecito que estaban. Pues bien; Raimundo, necesitando a toda costa dinero, y no atreviéndose a pedírselo a nadie, faltó a esta confianza vendiendo poco a poco algunos títulos. Y es lo raro del caso que siendo un chico hasta entonces tan puro de costumbres, tan recto en el pensar y tan honrado de corazón, llevó a cabo esta villanía sin grandes remordimientos. Hasta tal punto su desatinada pasión le había desequilibrado y aturdido.

No sólo hizo esto sino otra cosa peor, si cabe. Su curador, al enterarse de sus gastos excesivos y de la vida que llevaba, s presentó un día en su casa, encerróse con él en el despacho y le interpeló bruscamente:

–Vamos a cuentas, Raimundo. Por lo que me han dicho y por lo que veo, estás haciendo unos gastos que de ningún modo puedes sostener con tu renta. El caso es grave. Yo, como curador, necesito saber de dónde sale ese dinero, no sólo por ti, sino principalmente por tu hermana….

Experimentó una violenta emoción. Se puso pálido y balbució algunas palabras ininteligibles. Luego, viéndose apurado, comprendiendo rápidamente que de aquella entrevista dependía su salvación, esto es, la salvación de su amor, no tuvo inconveniente en mentir descaradamente.

–Tío, es cierto que hago gastos considerables, muy superiores a los que podría hacer con mi renta…. Pero nada tiene que ver en ellos el capital que heredé de mis padres.

–¿Entonces?…

–Entonces—… dijo bajando la voz y como sí le costase trabajo hablar—, entonces … yo no puedo decirle a usted el origen de este dinero, tío…. Es una cuestión de honor.

El curador quedó estupefacto.

–¿De honor?… No sé lo que quieres decir; pero mira, chico, yo no puedo quedar conforme…. Mi posición es delicada. Si no velo como debo sobre vuestros intereses, mañana se me puede pegar al bolsillo y no tiene gracia.

Raimundo guardó silencio unos momentos. Al fin, vacilando y tropezando mucho, dijo:

–Puesto que es necesario decirlo todo, lo diré…. Usted habrá oído hablar quizá de mis relaciones con una señora….

–Sí, algo he oído de que haces el amor a la hija de Salabert.

–Pues ya tiene usted explicado el misterio …—dijo poniéndose fuertemente colorado.

–¿De modo que esa señora?…—replicó el tío haciendo resbalar la yema del dedo pulgar sobre la del índice.

Raimundo bajó la cabeza y no dijo nada, o, más exactamente, lo dijo todo con su silencio. Él, que había rechazado con indignación y tristeza los billetes de Banco de su querida, confesábase ahora culpable, sin serlo, de tal indignidad, bajo la influencia del miedo.

 

Su tío era un hombre vulgar, un almacenista de la calle del Carmen. La confesión de su sobrino, lejos de sublevarle, le hizo gracia.

–¡Bien, hombre!… Me alegro de que hayas salido del cascarón y sepas lo que es el mundo. ¡Ah, tunante, qué callado te lo tenías!

Pero como todavía se quedase en el despacho adivinándose en su actitud un resto de inquietud, Raimundo, con esa audacia peculiar de las mujeres y de los hombres débiles en las circunstancias críticas, dijo con firmeza:

–El capital de mi hermana y el mío está íntegro. Ahora mismo va usted a ver los títulos….

Y sacó la llave y se dirigió al armario. Su tío le detuvo.—No hace falta, chico…. ¿Para qué?

Así salió, casi milagrosamente, de aquel terrible compromiso, que de otro modo hubiera producido una catástrofe. Sin embargo, la victoria le costó muchos momentos de cruel amargura, un gran desfallecimiento físico y moral que por poco le hace enfermar. No es posible romper bruscamente con nuestras ideas y sentimientos, con lo que constituye nuestro carácter, sin que la ruptura produzca vivo dolor.

Por esta época vino a visitarle un caballero chileno, aficionado a la zoología y dedicado también a la especialidad de las mariposas como él. Venía de Alemania y se disponía a regresar a su país. Había leído algunos de sus artículos científicos, y teniendo además noticia de su colección, no quiso pasar por Madrid sin verla. Raimundo le recibió con alegría y un poco de vergüenza también. Hacía ya algunos meses que no se ocupaba poco ni mucho en asuntos de ciencia, que tenía su colección abandonada. A pesar de eso el chileno la halló muy notable y simpatizó extremadamente con él. Le dijo que tenía encargo de su Gobierno para llevar algunos jóvenes de valer que se pusiesen al frente de las cátedras recién creadas en Santiago de Chile. Si quería venirse, una de ellas sería para él. El sueldo que se le ofrecía era bastante crecido, la posición brillante en un país nuevo y ansioso de instrucción. En otras circunstancias, Raimundo, que ya no tenía más vínculo en España que su hermana, quizá se hubiera decidido a emigrar con ella. Más ahora, enloquecido por el amor, encontró tan absurda la proposición que no pudo menos de sonreír con cierta lástima al rechazarla cortésmente, como si fuese un millonario o un hombre colocado en la cima de la sociedad española.

Para costear su viaje a Biarritz necesitó enajenar más papel de la Deuda. Llevó en metálico a Francia unas cinco mil pesetas, cantidad más que suficiente para pasar el verano. Sin embargo, a los pocos días, arrastrado del ejemplo de sus amigos, se le antojó jugar en el Casino a los caballitos. En dos sesiones perdió todo el dinero. No estando avezado a estos lances, lo único que se le ocurrió fué regresar precipitadamente a Madrid, vender más títulos y volverse otra vez. Su hacienda mermaba de día en día. Cuando empezó el invierno tenía ya de menos algunos miles de duros; mas esto no le impidió seguir gastando lindamente. Aurelia, que tal vez por indicación de su tío y curador, o por propias sospechas, creía saber de dónde procedía aquel dinero, andaba melancólica, recelosa. No podía menos de mirar a su hermano con ojos donde se reflejaba la pena, la lástima y la indignación también.

Así continuaran las cosas hasta Carnaval. La duquesa de Requena había mejorado bastante en unos baños de Alemania, adonde su marido la había llevado. Desde que tenía hecho testamento a favor de su hijastra, éste la prodigaba extremados cuidados, sabiendo cuánto le importaba su vida. Los negocios del célebre especulador marchaban también prósperamente. La mina de Riosa se había comprado como él pretendía, al contado. Desde entonces, sordamente, había comenzado a hacer guerra a las acciones, vendiéndolas cada vez más baratas para depreciarlas. Llevaba buen camino para conseguirlo. En pocos meses habían bajado desde ciento veinte, a que se habían puesto poco después de la venta, hasta ochenta y tres. Salabert esperaba de un momento a otro, por medio de una gran oferta que tenía preparada, introducir el pánico en el mercado y hacerlas bajar a cuarenta. Entonces, por medio de sus agentes en Madrid, en París y en Londres, se haría dueño de la mitad más una, y por lo tanto del negocio.

Porque le interesaba para sus fines políticos y económicos y por satisfacer al genio fanfarrón que, a pesar de su avaricia, habitaba dentro de él, resolvió dar un gran baile de trajes en su magnífico palacio, invitando a toda la aristocracia madrileña y a las personas reales. Los preparativos comenzaron dos meses antes. Aunque el palacio estaba espléndidamente amueblado, el duque hizo desterrar de los salones algunos muebles demasiado grandes y pesados y traer de París otros más sencillos y ligeros. Se quitaron algunos tapices; se compraron muchos objetos de arte, de los cuales estaba un poco necesitada la casa. Veinte días antes del designado para el baile, se enviaron las grandes tarjetas de invitación. Era necesario todo este tiempo para que los invitados pudiesen preparar sus disfraces. Exigíase traje de capricho: a los caballeros, cuando menos, la talmilla veneciana sobre los hombros. La prensa comenzó a esparcir el anuncio del baile por todos los rincones de España.

Como su madrastra ni entendía mucho en estos asuntos, ni estaba en disposición, a causa de su quebrantada salud, de tomar parte activa en los preparativos, el alma de ellos fué Clementina. Pasaba el día en casa de su padre, robando sólo algunos ratos que dedicaba a Raimundo. Osorio tuvo la mala ocurrencia de traer a las dos niñas que tenía en el colegio de Chamartín, una de diez y otra de once años, a pasar unos días con ellos. Las pobrecitas tuvieron que marcharse antes de lo que les había prometido su padre, porque Clementina estaba tan ocupada que apenas podía fijar en ellas la atención. Esto indignó tanto a Osorio, que un día, sin que se despidiesen de su madre, las metió en el coche y las llevó él mismo al colegio. Por cierto que a la noche, cuando Clementina regresó, hubo con este motivo una escena violenta entre los esposos. Raimundo también padecía con las ocupaciones de su amante. Pero no dejaba de gozar puerilmente con la perspectiva del baile, al cual pensaba asistir vestido de paje de los Reyes Católicos. Fué una idea que le suministró Clementina. El modelo lo sacaron de un célebre cuadro que había en el Senado. Ella estaba enamorada del retrato de D.a Margarita de Austria, esposa de Felipe III, hecho por Pantoja. Se mandó hacer un traje igual de terciopelo negro muy ajustado al talle, con saya interior color de rosa recamada de plata. Este traje era muy a propósito para realzar la gallardía de su figura y la belleza majestuosa de su rostro.

El duque trabajaba también en la parte menos delicada de los preparativos, en la erección del estrado para la orquesta, que hizo colocar adosado a la pared medianera de los dos grandes salones de baile contiguos, rodeándolo de plantas y arbustos, en el arreglo del guardarropa, en la colocación de alfombras, en la traslación de muebles, etc. Salabert era un terrible sobrestante para sus operarios, un verdadero mayoral de ingenio. No los dejaba reposar: les exigía un cuidado incesante: jamás se le daba gusto en nada. Se trataba un día de trasladar cierto armario de ébano tallado, desde el salón que iba a ser de conversación, a la sala destinada a jugar. Los obreros, dirigidos por el maestro carpintero, lo llevaban suspendido, mientras el duque los seguía recomendándoles atención con una sarta de interjecciones que dejaba escapar oscuramente entre el cigarro y sus labios sinuosos, nauseabundos.

–¡F…., despacio!… ¡Despacio tú, papanatas, el de las narices largas!… Cuidado con esa lámpara…. Baja un poco tú. Pepe … ¡F…., no seas jumento, baja más!… ¡Eh! ¡eh! arriba ahora….

Al llegar al hueco de una puerta, el maestro, viendo que era fácil lastimarse, les gritó:

–¡Cuidado con las manos!

–¡Cuidado con los relieves, F….!—se apresuró a gritar el duque—. ¡Lo que menos me importa a mí son vuestras manos, babiecas!

Uno de los obreros levantó la vista y le clavó una mirada indefinible de odio y desprecio.

Cuando el mueble estuvo en su sitio, el duque mandó enganchar y se dirigió a sus habitaciones a quitarse el polvo. Poco después bajaba por la gran escalinata del jardín y montaba en coche, dando orden que le condujesen al hotel de su querida.

La pasión brutal del banquero por la Amparo había crecido mucho en los últimos tiempos. Todavía fuera conservaba su razón; pero en cuanto ponía el pie en la casa de la hermosa malagueña, la perdía por completo, se transformaba en una bestia que aquélla hacía bailar a latigazos. Ni se crea que esto es enteramente figurado. Contábase en Madrid que el duque traía un aro de hierro con una argolla al brazo en señal de esclavitud, y que la Amparo le ataba con cadena cuando bien le placa. Algunos amigos, para cerciorarse, le habían apretado el brazo burlando y certificaban que era cierto. La ex florista, aunque de inteligencia limitadísima y de cultura más limitada aún, tenía suficiente instinto para remachar los clavos de esta esclavitud. Con su genio arisco y desigual, aumentaba el fuego de la sensualidad en aquel viejo lúbrico. El duque había llegado a persuadirse de que su querida, a pesar de las sumas fabulosas que con ella gastaba, era muy capaz de dejarle plantado si un día se atufaba. Esta convicción le tenía siempre sobresaltado y rendido, dispuesto a humillarse, a cometer cualquier bajeza por complacerla. Aunque muy sagaz, su lascivia le cegaba hasta el punto de no comprender que la Amparo era más interesada y astuta de lo que él se figuraba.

Cuando llegó al hotelito de mazapán, serían las tres de la tarde. Amparo estaba conferenciando gravemente con la modista; de modo que se vió obligado a esperar un rato leyendo los periódicos. Al salir del gabinete, la joven exclamó:

–¡Ah! ¿Estaba usted ahí duque?

–Sí; no he querido sorprender secretos de Estado.

–¡Y que lo diga! ¿Verdá usté?—dijo la ex florista echando una mirada significativa a la modista.

Esta sonrió discretamente y se fué. El duque abrazó por el talle a su querida y la llevó al gabinete.

–¿Cómo te va, chiquita? ¿Bien, eh?

–¡Al pelo, hijo! ¿Cómo quieres que me vaya con un hombre tan retrechero?

Al mismo tiempo se colgó de su cuello y le dió un largo y sonoro beso en la mejilla. Los párpados del duque temblaron de placer; mas por sus ojos pasó al mismo tiempo un reflejo de inquietud. Siempre que la Amparo se le colgaba del cuello era para darle un sablazo formidable, una entrada a saco en el bolsillo.

–¡Y que no tiene quita el gachó! ¡Y que no sabe lo que son mujeres!—siguió la hermosa contemplándole con admiración.

"¡Malo! ¡malo!" dijo para sí el banquero. Sin embargo, las caricias de su querida le hacían feliz.

–Mira, Tono, no hay cosa que más me guste que decirles por lo bajo a todas las sin vergüenzas que pasean por el Retiro: "¡Andad, andad, hambronas, que si a mí se me antoja os puedo enterrar en billetes de Banco!…" ¿Verdá tú, salao?

"¡Malísimo!" volvió a decir el duque en su interior; y en voz alta:

–Algunos hay, preciosa; algunos hay en casa.

Y llevando la mano al bolsillo para sacar la cartera, dijo brutalmente:

–¿Cuántos necesitas?

–¡Ninguno, canalla!—exclamó ella soltando a reir—. Pensabas que me estaba preparando para darte un sablazo, ¿eh?

–¡Claro! No te veo cariñosa sino cuando necesitas dinero.

–¡Habrá embusterazo, marrullero! Cualquiera que te oyese, pensaría que es cierto. Confieso que soy un poco bruta y testaruda, ¡pero no siempre, hijo, no siempre!… Además, no me sienta mal este geniecillo agrio, ¿verdá tú?

La hermosa odalisca se había sentado sobre las rodillas del duque y le daba fuertes palmadas con entrambas manos en sus carrillos de trompetero recién rasurados. Vestía una bata de color azul oscuro con adornos más claros, que le sentaba admirablemente. Su tez era cada día más fina, más tersa, más nacarada. Era un milagro de la naturaleza. Y sobre aquella tez lucían sus grandes ojos negros sombríos, salvajes, con un fuego misterioso y sensual. Sus cabellos, que daban en azules de tan negros, caían ondeados sobre la frente ocultándola a medias. Su garganta, amasada con leche y rosas, pedía a gritos el homenaje de los labios. El duque estaba contentísimo desde que había conjurado el peligro: se derretía en caricias, que la Amparo aceptaba sumisa contra su costumbre.

–Espera un poquito. Hoy quiero que tomes café conmigo.

 

–Ya lo he tomado, hija.

–No importa, lo vas a tomar otra vez. Hace ya muchos días que no lo tomamos juntos. ¡Claro, con ese dichoso baile te van a saltar los sesos!

Al mismo tiempo se levantó y comenzó a maniobrar con los enseres de hacer café, que estaban dispuestos sobre la mesa.

–Yo mismita te lo voy a hacer para que te relamas, so canalla: y voy a echar en él unos polvitos que me ha vendido una gitana para ponerte blandito, ¿sabes?… Porque tengo que pedirte una cosa.

Los ojos del duque volvieron a reflejar inquietud. Pero se apresuró a disimularla riendo.

–¡Ya lo decía! ¿Qué tienes que pedirme, rubita?

–En tomando el café lo sabrás.

No pudo arrancarle antes el secreto. Arrimó una mesilla japonesa a la butaca donde estaba el duque. Para sí trajo una sillita dorada. Y charlaron con animación o, por mejor decir, charló ella mientras él la escuchaba arrobado, con la cabeza echada hacia atrás, acercando de vez en cuando con su mano trémula de hombre gastado la taza a los labios.

–Oye, Tono—dijo ella cuando terminaron, poniendo con decisión los codos sobre la mesa y mirándole fijamente:—¿qué te parece de ir yo a tu baile?

Otro que no fuese Salabert hubiese dado un brinco al oir semejante atrocidad. El no hizo más que abrir los ojos repentinamente, para dejar caer los párpados otra vez quedando en la misma actitud soñolienta.

–No me parece mal.

–¿De modo que puedo ir?

–¡Ya lo creo que puedes ir! Lo que no podrás será entrar.

–¿Pues?—exclamó ya encrespada la bella.

–Porque no te recibirían.

Amparo se levantó furiosa.

–¿Y por qué no me recibirían, dí, por qué?—profirió sacudiéndole un brazo y acercando su cara a la de él.

–¡Calma, chica, calma! Porque mi hija no puede soportar a su lado una mujer más bonita que ella. Si te presentases en mi casa, todas las miradas se irían tras de ti: serías la verdadera reina del baile…. Ya comprendes que eso no le haría maldita la gracia.

Amparo miró al duque fijamente para averiguar "si se estaba quedando con ella". La fisonomía de aquél permanecía inalterable.

–Bien; pues de todos modos quiero ir—dijo con mal humor y recelosa—. Me traerás una invitación.

–¿Qué más quisiera yo, querida, que traerte una invitación? Si sabes de alguna persona a quien yo deseara más ver en el baile que a ti, dilo…. Pero mi mujer y mi hija me sacarían los ojos, ¿sabes?

–¿Y qué tengo yo que ver con tu mujer y tu hija?—preguntó la irascible malagueña—. Tú eres el amo. Yo quiero una invitación y la tendré. Quedamos, pues, en que mañana me la traerás….

–Dispensa, chiquita….

–¡Ah! ¿Conque no quieres? ¿Conque te niegas a darme ese gusto? Entonces, grandísimo gorrino, embustero, ¿por qué no hablas claro? Es decir que yo te estoy aguantando, viejo sucio, te estoy siendo fiel como si fueses el chico más guapo de Madrid, y cuando se trata de complacerme en una cosa insignificante te llamas andana. ¡Ay, que tío! La tonta es una en guardar consideraciones a quien no las merece. Y luego, ¿quién me va a rechazar? ¡La de Osorio! ¡Olé mi vida!… Siento mucho decírtelo, hijo, aunque bien debes saberlo. Clementina, en cuanto a conducta, vale tanto como yo … menos que yo, porque al fin y al cabo soy libre, y ella no…. Pero tú tienes menos vergüenza que ella…. ¡Qué se puede esperar de un hombre que se pone de rodillas delante de una p… y se deja abofetear por ella! Lo mismo que de todos esos pendones viejos que irán a tu baile y que nos pueden poner a nosotras escuela de porquerías.

La bella soltaba o mejor vomitaba estos y otros insultos acompañados de interjecciones de cochero, paseando furiosa por la estancia. De pronto se paró delante del duque y le gritó hecha una hiena:

–¡Sal de aquí, so gorrino! Sal de mi casa. Me escupo yo en tí y en tus millones.

Salabert soltó una carcajada.

–Amparito, nunca te he visto tan enfadada, ni tan guapa tampoco…. Aquí está la invitación—dijo sacando la cartera.

–Métela en …—exclamó la sultana con desprecio.

Fué preciso que el banquero se humillase a rogarle que la aceptara. Al cabo de muchas súplicas se dignó tomarla.

–Bien; déjala ahí y vete al pasillo por haberme puesto tan nerviosa.

Esto de mandarle al pasillo era un castigo que la Amparo había inventado últimamente. Cuando el duque la impacientaba o la aburría, echábale de la habitación y le tenía a veces horas enteras en la antesala o en el pasillo esperando como un perro. Ahora no tardó tanto en abrirle de nuevo. Estaba sonriente y serena y le abrazó cariñosamente.

–Oye, Tono, ¿estaría bien, disfrazada de María Estuardo?

–Estarías admirablemente. Creo que debes encargarte el traje en seguida.

Amparo sonrió maliciosamente.

–Ya está encargado y ya está hecho. Mira.

Y abriendo el cuarto guardarropa le mostró un maniquí vestido de reina de Escocia.

Llegó al fin el día del baile. Los periódicos lo anunciaron por última vez haciendo resonar fuertemente el bombo y los platillos. El duque de Requena había gastado en los preparativos más de un millón de pesetas, según contaban los revisteros a sus lectores. Decían además ¡oh caso inaudito! que las flores habían venido casi todas de París. Y era cierto. El duque, nacido en Valencia, el más hermoso jardín de Europa, para su baile hacía traer las flores de Francia. Un capital de algunos miles de duros en flores. Las camelias rodaban por el suelo sirviendo de alfombra en la antesala y los corredores. Centenares de plantas, casi todas exóticas, adornaban aquélla, el vestíbulo y los dos salones de baile. Legiones de criados con calzón corto y vistosas casacas aguardaban apostados estratégicamente en todos los puntos necesarios. Una pareja de guardias de caballería permanecía al lado de la verja del jardín manteniendo el orden en los coches, ayudada de algunos agentes de orden público. El guardarropa, construído nuevamente, era una estancia lujosa donde todo estaba prevenido para que los magníficos abrigos, sereneros o salidas de baile, como ahora se nombran, no sufriesen el más mínimo desperfecto. La gran escalinata estaba iluminada con luz eléctrica: el vestíbulo y el comedor con gas: los salones de baile con bujías. En la sala de conversación y en la de juego había algunas lámparas de petróleo con enormes y artísticas pantallas. En éstas ardía además un fuego claro y brillante en las chimeneas.

Clementina recibía a los invitados en el primer salón, cerca de la antesala. Sustituía a su madrastra porque ésta, a causa de su debilidad, no podía mantenerse tanto tiempo en pie. La duquesa estaba en la sala de conversación rodeada de algunas amigas: allí recibía a los que iban a saludarla. El duque y Osorio, a la puerta de la antesala, ofrecían el brazo a las damas que iban llegando y las conducían hasta Clementina. El atavío de ésta realzaba, como había presumido bien, su espléndida belleza. Su gallarda figura parecía aún más fina y más esbelta con aquel traje ajustadísimo. Su linda cabeza rubia resaltaba sobre el terciopelo negro como una rosa blanca. El rey Felipe III hubiera trocado de buena gana su Margarita auténtica por ésta contrahecha. Un pormenor que comenzó a correr por los salones y que al día siguiente noticiaron los revisteros, era que había venido un peluquero de París en el sud-exprés exprofeso a peinarla.

La abigarrada muchedumbre comenzó a invadir los salones. Todas las épocas de la historia, todos los pueblos de la tierra mandaron su representación al baile de Requena. Moras, judías, chinas, damas godas, venecianas, griegas, romanas, de Luis XIV, del Imperio, etc., etc.; reinas, esclavas, ninfas, gitanas, amazonas, sibilas, chulas, vestales, paseaban amigablemente del brazo o formaban grupos charlando y riendo entre caballeros del siglo pasado, soldados de los tercios de Flandes, pajes y nigrománticos. La mayoría de los hombres, no obstante, había limitado el disfraz a la talma veneciana. La orquesta había tocado ya dos o tres valses y rigodones; pero nadie bailaba. Se esperaba la llegada de las personas reales para dar comienzo.