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La Espuma

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–Son modorros—le respondió un empleado.

–¿Y qué son modorros?

–Los que enferman por trabajar en la mina.

–¿Y enferman muchos?

Todos—dijo el médico que había oído la pregunta—. El temblor mercurial ataca a cuantos bajan a la mina.

–¿Y por qué bajan?—preguntó cándidamente la niña.

–Por manía—repuso el médico sonriendo—. Yo creo que vale mucho más respirar el aire fresco, que no el de allá abajo.

–¡Claro! Yo sería cualquier cosa antes que minero.

Desembocaron al fin en una plaza o plazoleta, en el centro de la cual trabajaban algunos obreros levantando un artístico pedestal de mármol.

–Es el pedestal para la estatua del señor duque—dijo el director de las minas en voz alta.

–¡Ah! ¿Con qué van a colocar ahí su estatua, duque?—exclamaron unos cuantos rodeando al prócer.

Este se encogió de hombros haciendo un gesto de desprecio.

–No sé. Es una payasada que se le ha ocurrido al casino de los mineros.

–¡Oh, no, señor duque!—exclamó el director, a quien realmente correspondía la iniciativa, aunque por encargo de Llera sugestionado a su vez por el duque—. ¡Oh, no! El pueblo de Riosa quiere dar una prueba de respeto y gratitud a su decidido protector, al que en circunstancias críticas no ha vacilado en exponer un enorme capital comprando este desacreditado establecimiento y salvándolo de la ruina.

–¡Qué hermoso es hacer bien!—exclamó Lola Madariaga con voz conmovida, posando en Salabert con admiración sus dulcísimos ojos.

Todos le felicitaron, aunque muchos de ellos sabían a qué atenerse respecto a aquel admirable desprendimiento. Examinaron un momento las obras y siguieron después su marcha hacia el establecimiento minero.

Este se halla situado a la salida misma de la villa. Al exterior ofrecía el aspecto de una pequeña fabricación con algunas chimeneas que despedían humo negro. No daba idea de su importancia colosal. La comitiva entró y recorrió los cercos donde se ejecutan los trabajos auxiliares de la minería, donde se hallan además la mayor parte de las dependencias, carpintería, cerrajería, sala y gabinete de los ingenieros, etc. Lo que les llamó vivamente la atención fué el aspecto triste, enfermizo, de los operarios. Todos estaban marcados con un sello de decrepitud, que obligó a la condesa de Cotorraso a decir de pronto:

–Aquí, al parecer, no trabajan más que los viejos.

El director sonrió.

–Parecen viejos; pero no lo son, señora.

–¡Pero si todos tienen la piel arrugada, los ojos hundidos y apagados!…

–No importa; ninguno de ellos llega a cuarenta años. Los que trabajan aquí son mineros que ya no pueden bajar. Los empleamos en el exterior, aunque con menos sueldo.

–¿Y se necesita estar mucho tiempo en la mina para ponerse así?—preguntó Ramoncito.

–Poco, poco—murmuró el director; y añadió después:—Ahí donde ustedes les ven, todavía se me escapan al menor descuido a la mina…. ¡El jornal de fuera es tan pequeño!

–¿Cuánto ganan?

–Una peseta…. El máximum una cincuenta.

Penetraron en seguida en el cerco de destilación. El duque iba delante con los ingenieros ingleses encargados de proponerle las reformas necesarias para dar impulso al establecimiento. En este cerco se encuentran los hornos y grandes depósitos de cinabrio. Visitaron los almacenes de azogue y el sitio donde se pesa. Todos los operarios temblaban más o menos y ofrecían las mismas señales de decrepitud.

El director les propuso ir a ver el hospital. Algunos mostraron repugnancia; pero Lola Madariaga, que no perdía ocasión de exhibir sus sentimientos benéficos, rompió la marcha y la siguieron la mayor parte de las señoras y algunos caballeros. Otros se quedaron. El duque prescindió por un rato de sus convidados, escuchando atentamente a los ingenieros, que le iban apuntando lo que pensaban acerca del negocio.

El hospital de mineros estaba fuera de los cercos, muy próximo al cementerio, sin duda para que los enfermos se fuesen acostumbrando a la idea de la muerte y también para que si no fuesen poderosos a matarles los vapores mercuriales, les secundasen en la tarea las dulces emanaciones cadavéricas. Era un caserón viejo, agrietado, húmedo y sombrío. Las damas no retrocedieron, al poner las delicadas plantas en él, de vergüenza. El médico, que se había encargado de demostrarlo, las introdujo en las salas, y puso ante su vista el cuadro espantoso de la miseria humana. La mayor parte de los infelices enfermos estaban vestidos y sentados, unos sobre las camas, otros en sillas. Sus rostros cadavéricos, desencajados, daban miedo: su cuerpo se estremecía con incesante temblor, cual si estuviesen acometidos de terror pánico. En los semblantes de las damas, sonrosados y frescos, se dibujó el miedo y la angustia. El médico sonrió de aquel modo extraño que lo hacía, mirándolas con sus grandes ojos negros, insolentes.

–No es un cuadro muy agradable, ¿verdad?—les dijo.

–¡Pobrecillos!—exclamaron varias—. ¿Son todos mineros?

–Sí, señoras; la atmósfera viciada por vapores mercuriales, la insuficiencia del aire respirable engendra fatalmente, no sólo los temblores, el hidrargirismo crónico o agudo, que es lo que más les llamará a ustedes la atención, sino también los catarros pulmonares crónicos, la disentería, la tuberculosis, la estomatitis mercurial y otra porción de enfermedades que concluyen con la existencia del obrero o le dejan inútil para el trabajo a los pocos años de bajar a la mina.

–¡Pobrecillos! ¡pobrecillos!—repetían las damas pasando revista con sus ojos aterrados a aquellas fisonomías tristes y demacradas que se volvían hacia ellas sin expresión alguna, ni siquiera de curiosidad.

–¿Y no habría medio de remediar estos efectos tan desastrosos?—preguntó Clementina con arranque.

–De remediarlos en absoluto, no; pero de aliviarlos bastante, sí—repuso el joven clavando en ella su mirada penetrante—. Si los mineros trabajasen tan sólo dos o tres días a la semana y esos pocas horas; si se les hiciese vivir alejados del establecimiento minero, en Villalegre por ejemplo; si se prohibiesen esos trabajos a los niños menores de diez y seis años; si se cambiasen la ropa inmediatamente que salen de la mina; y sobre todo si se alimentasen bien, pienso que los estragos del mercurio disminuirían notablemente. Hoy, para alimentarse malamente, necesitan bajar a la mina todos los días y permanecer allí un número considerable de horas. A los cuatro o seis años se inutilizan. Hay que sacarlos al exterior, y entonces el jornal es tan exiguo que ni patatas con agua y sal pueden comer: de modo que en vez de curar empeoran. El único medio para mejorar la condición del minero es disminuir las horas de trabajo y elevar el jornal…. Pero entonces—añadió bajando un poco la voz y sonriendo frente a Clementina—, la mina de Riosa no sería un negocio para su señor padre.

A Clementina le hirió aquella sonrisa como una bofetada.

–Ni para usted tampoco—repuso procurando sonreír—. ¿No es usted el médico de las minas?

–Sí, señora. Mi negocio consiste en dos mil quinientas pesetas al año y en una mijita de temblor que he logrado en los tres años que aquí llevo.

En efecto, las manos del joven tenían un ligero estremecimiento que se hacía visible cuando se atusaba su fino bigote negro. El grupo de convidados le contempló unos instantes con atención no exenta de hostilidad. Adivinaban en él un enemigo. La seguridad familiar que tenía para hablarles les molestaba. Pagóles él con otra mirada de impenetrable expresión y siguió diciendo sin embarazo alguno:

–En otro tiempo los jornales eran un poco mayores; la alimentación era, por lo tanto, más sana y más abundante. Pero desde que los azogues han comenzado a bajar … no sé por qué causa (aquí bajó la voz y tosió), el salario, como es natural, sufrió igualmente una baja considerable. Han llegado al mínimum. Con lo que hoy ganan los mineros no se mueren materialmente de hambre en un día o en un mes; pero al cabo de cuatro o cinco años, sí. La mayor parte de los que aquí sucumben son víctimas, en realidad, del hambre. Bien alimentados podrían resistir el hidrargirismo. Además, como los salarios son tan insuficientes, se ven precisados a dedicar a sus hijos, cuando apenas tienen ocho o diez años, a estos trabajos peligrosos (porque todos lo son cuando se anda sobre mercurio). Los niños, por su menor resistencia orgánica, son los que primero se intoxican. Perecen muchos, y los que consiguen salvar, a los veinte años son viejos….

Las damas y los pocos caballeros que con ellas habían venido, le escuchaban con atención y con pena. Jamás habían visto un cuadro tan espantoso. El trabajo, que es por sí un castigo, aquí se complicaba con el envenenamiento. Y con el corazón enternecido, llenas de buen deseo, proponían medios para aliviar a aquellos desgraciados. Unas pretendían que debía fundarse un buen hospital; otras hablaban de una tienda-asilo donde los obreros encontrasen los alimentos más baratos; otras aspiraban a que se prohibiese trabajar a los niños; otras a que los operarios trabajasen una horita al día nada más.

El médico sacudía la cabeza sonriendo.

–Está muy bien eso: yo lo creo así también…. Pero vuelvo a decirles a ustedes que entonces no sería un negocio.

Distribuyeron algunas monedas entre los enfermos, visitaron la capilla, donde dejaron también algún dinero para hacer un traje nuevo al niño Jesús. Al fin abandonaron aquel recinto lóbrego. Al respirar el aire fresco sintieron una alegría que no procuraron disimular. Hablando y riendo fueron a juntarse con el resto de la comitiva.

Los ingenieros explicaban a Salabert un nuevo método de destilación que podía introducirse, con el cual no sólo se elevaría enormemente la producción, sino que podría utilizarse el vacisco, o sea la parte menuda del mineral. Se trataba de unos condensadores formados de cámaras de ladrillos, de paredes delgadas en el primer trozo de recorrido de los humos y de cámaras de madera y cristal en lo restante hasta la chimenea. El horno con ellos podía estar encendido y en marcha constantemente. Escuchábales el duque con atención, tomaba notas, hacía objeciones, procurando ponerse al corriente de aquel negocio, en el cual su fina nariz olfateaba cuantiosas ganancias. Al llegar las damas quiso ser galante; suspendió la plática.

 

–¿Cómo van mis enfermos, señoras? No han tenido hoy poca suerte—les dijo.

–Mal, duque, mal…. El hospital deja mucho que desear….

Y aquellas damas se pusieron todas a lamentarse de las deficiencias que ofrecía el asilo, a pintarlo con negros colores, a proponer reformas en él para dejarlo confortable.

El duque las escuchaba con risueña indiferencia, con la atención un poco burlona que se presta a un niño mimoso.

–Bien, bien; ya arreglaremos eso; pero antes déjenme ustedes poner el negocio en marcha, ¿verdad Regnault?

El ingeniero asintió con la cabeza, sonriendo también con galantería.

–Además es necesario, duque, que los operarios trabajen menos horas—dijo la condesa de la Cebal.

–Y que se les aumenten los jornales—manifestó Lola Madariaga.

–Y que se hagan casas para ellos en Villalegre—añadió la marquesa de Fonfría.

–¡Oh! ¡oh! ¡oh!—exclamó el duque soltando una sonora y bárbara carcajada como las de los héroes de la Iliada—. ¿Y por qué no les hemos de traer a Gayarre y a la Tosti para recrearles por las noches? Deben ser muy aburridas aquí las noches.

Las damas sonrieron avergonzadas.

–Vamos, duque, no bromee usted, que la cosa es seria—dijo la condesa de la Cebal.

–¡Y tan seria, condesa! ¡Como que me ha costado ya quince millones de pesetas! ¿Le parecen a usted poco serios estos millones?

Las señoras le contemplaron con admiración, fascinadas por el caudal enorme que aquel hombre manejaba.

–¿Pero a esos millones no piensa usted sacarles un rédito?—dijo Lola que presumía de entender algo de negocios.

El duque volvió a soltar otra carcajada.

–No, señora, no, ¡qué rédito! Pienso dejarlos aquí para el primero que pase.

Y poniéndose grave de pronto:

–¿Quién diablos les ha metido por la cabeza esas ideas? Crean ustedes, señoras, que lo que hace aquí falta ¡pero mucha falta! es moralidad. Moralicen ustedes al obrero y todos estos estragos que ustedes han visto desaparecerán. Que no beban, que no jueguen, que no malgasten el jornal, y esos efectos del mercurio no serán para ellos funestos…. Pero, claro está—añadió volviéndose hacia los caballeros que se habían acercado—: ¿cómo ha de resistir en la mina un cuerpo que en vez de alimento, sea el que sea, tiene dentro un jarro de aguardiente amílico? Estoy convencido de que la mayor parte de las enfermedades que aquí hay son borracheras crónicas. Sepan ustedes, señores, que en Riosa se desconoce por completo el ahorro … ¡el ahorro! sin el cual "no es posible el bienestar ni la prosperidad de un país…."

Esta frase la había oído el duque muchas veces en el Senado. La repitió con énfasis y convencimiento.

–Pero duque, ¿cómo quiere usted que ahorren con una o dos pesetas de jornal?—se atrevió a apuntar la condesa de la Cebal.

–Perfectamente, condesa. El ahorro es ante todo una idea (esto lo había oído a un economista amigo suyo), la idea de separar algo del goce de hoy para evitarse el dolor de mañana. Dos pesetas para un obrero son lo mismo que dos mil para usted. ¿No puede usted separar algo de las dos mil? Pues ellos pueden de igual modo separar algo de las dos. Considere usted que se trata de quince céntimos, de diez … aunque sean cinco céntimos. La cuestión es ahorrar algo. El que ahorra algo está salvado.

–¡Oh Dios mío!—exclamó por lo bajo la condesa dando un suspiro—. Lo que yo no comprendo es cómo se puede vivir con dos pesetas, cuanto más ahorrar.

Los ingenieros les invitaron a visitar su sala de estudio y laboratorio. En éste había un magnífico microscopio, que fué lo que les llamó la atención. El médico era quien más lo manejaba por dedicarse con mucha afición a los trabajos de histología. El director le invitó a que mostrase a aquellos señores algunas de sus preparaciones. Vieron una porción de diatomeas: las señoras se entusiasmaron con sus caprichosísimas formas. También vieron el gusano que había concluído con el célebre puente de Milán. No se cansaban de admirarse de que un bicho tan pequeñísimo pudiese demoler una fábrica tan inmensa.

–Calculen ustedes los millones de estos seres que habrán tenido que trabajar en la demolición—dijo un ingeniero.

Quiroga (que así se llamaba el médico) concluyó mostrándoles una gota de agua. Uno por uno todos fueron contemplando el mundo invisible que dentro de ella existe.

–Veo un animal mayor que los otros—manifestó el duque, aplicando con afán uno de sus grandes ojos saltones al agujerito del aparato.

–Observará usted que delante de él todos los demás huyen—dijo el médico.

–Es cierto.

–Ese animal se llama el rotífero. Es el tiburón de la gota de agua.

–Aguarde usted un poco…. Me parece que ahora se oculta detrás de una cosa así como algas….

–Algas se pueden llamar en efecto. Quizá se ponga ahí para acechar una presa.

–¡Sí, sí! ¡Ahora se arroja sobre otro bicho más pequeño!… El bicho desapareció; sin duda se lo ha comido.

El duque levantó su rostro, radiante de satisfacción, por haber tenido ocasión de observar aquella tragedia curiosa.

Quiroga fijó en él sus ojos atrevidos, y dijo con su eterna sonrisa irónica:

–Es la historia de siempre. En la gota de agua, como en el mar, como en todas partes, el pez grande se traga al chico.

La sonrisa del duque se apagó. Dirigió una mirada oblicua al médico, que no apartó la suya fija y misteriosa, y dijo bruscamente:

–Creo, señoras, que deben ustedes ir aburridas de ciencia. Es hora de almorzar.

El gran atractivo de la excursión, el que había arrancado a casi toda aquella gente de sus palacios para trasladarla a región tan áspera y triste, era un proyectado almuerzo en el fondo de la mina. Cuando Clementina lo anunció a los tertulios en uno de sus tresillos, hubo una verdadera explosión de entusiasmo—. "¡Qué cosa tan original!… ¡Qué extraño!… ¡Qué hermoso!" Las damas, sobre todo, mostraban deseo tan vivo, que bien parecía antojo. A una indicación del duque, todas se proveyeron de magníficos impermeables y botinas altas, pues la mina destilaba agua por muchos sitios y formaba charcos. Sin embargo, la noche anterior, ante la proximidad del suceso, muchas, atemorizadas, habían desistido. El duque se vió precisado a dar órdenes para que se sirviese el almuerzo en la dirección y en la mina. Las valientes que persistían en bajar, no pasaban de ocho o diez.

Toda la comitiva se dirigió a una de las bocas de la mina llamada "Pozo de San Jenaro". Cerca de este pozo hay un edificio destinado a la inspección y al peso, donde las damas y los caballeros cambiaron de calzado y se pusieron los impermeables. Al verlos de aquel modo ataviados, un estremecimiento de anhelo y de entusiasmo corrió por el resto de los excursionistas. Acometidas súbito de una ráfaga de valor, casi todas las damas declararon que estaban dispuestas a bajar con sus compañeras. Fué necesario enviar inmediatamente a Villalegre por los impermeables.

La jaula, movida por vapor, estaba preparada para recibir a los ilustres expedicionarios. Constaba de dos pisos, en cada uno de los cuales cabían ocho personas en pie. Se la había tapizado con franela y se le habían añadido algunas argollas de bronce para sujetarse. Acomodáronse en ella el director, el duque y las damas valientes que no habían vacilado nunca, para bajar los primeros. Dióse orden al maquinista para que el descenso fuese lento. La jaula se estremeció subiendo y bajando algunos centímetros con rapidez. De pronto se sumergió de golpe en el agujero. Las señoras ahogaron un grito y quedaron mudas y pálidas. Las paredes del agujero eran sombrías, desiguales y destilaban agua. En cada departamento de la jaula un minero sujetaba, con su mano trémula de modorro, una lámpara. Todos, menos el director y los mineros avezados a subir y bajar, sentían cierta ansiedad en el estómago. Un vago terror les imposibilitaba de hablar y les crispaba las manos con que se agarraban a las argollas.

–El primer piso—dijo el director al pasar por delante de una abertura negra.

Nadie hizo observación alguna. Aquella suspensión en el abismo, en lo desconocido, paralizaba su lengua y hasta su pensamiento.

–El segundo piso—volvió a decir el director al cruzar rápidamente otro agujero negro.

Y así fué dando cuenta de todos hasta llegar al noveno. Allí percibieron ruido de voces y vieron iluminada la abertura.

–Aquí es donde vamos a almorzar. Antes visitaremos el onceno para ver los trabajos.

Después de pasar el décimo, gritó con toda su fuerza:

–¿Están echados los taquetes?

Se oyó una voz lejana en el fondo que decía:

–No.

–¡Echarlos ahora mismo!—gritó el director agitado.

–¡No puede ser!—respondieron de abajo.

–¡Cómo! ¡Cómo!… ¡Esos taquetes! ¡Echar esos taquetes!

Y con las mejillas inflamadas, agitado, convulso, gritaba como un energúmeno mientras la jaula descendía lentamente.

Un frío glacial penetró en el corazón de todos. En el compartimiento de arriba algunas damas lanzaban chillidos penetrantes. Las de abajo gritaban también y se cogían con fuerza al brazo de los caballeros. Algunas se desmayaron. Fué un momento de angustia indescriptible. Creían llegado el fin de su vida.

Y el director no cesaba de gritar:

–¡Esos taquetes! ¡Esos taquetes!

Y las voces de abajo se oían cada vez menos distantes:

–¡No puede ser! ¡No puede ser!

Cuando ya se creían rodando por el abismo, la jaula se detuvo tranquilamente. Oyeron unas frescas carcajadas y sus ojos espantados miraron, a la trémula luz de los candiles, un grupo de mineros cuyos rostros risueños cambiaron repentinamente de expresión reflejando el temor y el asombro.

–¿Qué es eso? ¿Qué broma es ésta?—exclamó el director saltando furioso de la jaula y dirigiéndose a ellos.

Los obreros se despojaron del sombrero respetuosamente. Uno de ellos, sonriendo avergonzado, balbució:

–Perdone usted, señor director…. Creímos que eran compañeros y queríamos darles un susto….

–¿No sabíais que bajábamos ahora nosotros?—volvió a decir con irritación.

–Señor director, nosotros pensábamos que se detenían en el noveno, donde han hecho preparativos estos días….

–¡Creíais, creíais!… Pues tened cuidado con creer estupideces.

El duque recobró el uso de la palabra.

–¡Sabéis, hijos míos, que gastáis unas bromas ligeras con vuestros compañeros!… ¡Ponerles la muerte delante de los ojos!

–¡La muerte!—exclamó el minero que había hablado.

–No, señor duque—dijo el director—. Si no echan los taquetes nos hubiéramos bañado hasta la cintura.

–¿Nada más?

–¿Le parece a usted poco meternos en agua sucia?

–Hombre, no era plato de gusto; pero al verle a usted tan agitado y furioso, todos creímos en un peligro de muerte, ¿verdad, señoras?

Las damas se deshacían en exclamaciones, llorando unas, riendo otras. Se prodigaron cuidados a dos que se habían desmayado, refrescándoles las sienes con agua y haciéndoles aspirar el frasco de sales de la condesa de Cotorraso. Volvieron por fin al sentido. Las demás se fueron calmando felicitándose con alegría de haber escapado de aquel espantoso peligro, pues no se resignaban a no haberlo pasado. Todas se proponían conmover a sus amigas de Madrid con el relato de tan horrible aventura. Creíanse ya heroínas de una novela de Julio Verne.

El espectáculo que se ofreció a su vista cuando tuvieron ojos para contemplarlo era grandioso y fantástico. Inmensas galerías embovedadas cruzándose en todas direcciones e iluminadas solamente por la pálida luz de algunos candiles colgados a largos trechos. Y por aquellas galerías discurriendo con tráfago incesante una muchedumbre de obreros, cuyas gigantescas siluetas allá a lo lejos temblaban a la vacilante y tenue luz que reinaba. Oíanse sus gritos unidos al chirrido de las carretillas: parecían presa de un vértigo, como si tuvieran que cumplir su labor misteriosa en plazo brevísimo. Las paredes de algunas galerías, tapizadas con los cristales del mercurio, que en muchos puntos se presentaba nativo, brillaban cual si fuesen de plata. Escuchábanse detrás de aquellas paredes golpes sordos, acompasados. Por ciertas aberturas que de trecho en trecho tenían, caminando algunos pasos en la oscuridad, veíase al fin una cueva iluminada, donde cuatro o seis hombres desgreñados y pálidos agujereaban el mineral con barrenos. A poco que se reposasen, observábase en sus miembros el temblor característico del mercurio.

 

Creíase uno transportado al hogar mismo de los gnomos, al centro de sus trabajos profundos y misteriosos. El hombre roía aquella tierra con esfuerzo incesante como un topo, llenándola de agujeros. Pero al morderla se envenenaba. Sin ayuda de gato, los dioses se desembarazaban perfectamente del ratón humano.

Lola Madariaga dió un grito penetrante que hizo volver la cabeza a todos. Luego soltó una carcajada. Un hilito de agua que caía del techo se le había introducido por el cuello. Hizo reir el suceso, pero sin espontaneidad. En el fondo, todos experimentaban un vago temor, cierta ansiedad que trataban de ocultarse. La jaula trajo de la superficie otro montón de gente. La tercera vez llegó casi vacía. El resto de la comitiva había optado por quedarse en el noveno piso: el trabajo de los mineros no les interesaba. Los que habían descendido hasta allí también sentían vivos deseos de encontrarse en paraje más cómodo. Preguntaban a cada instante al director si aquello estaba seguro; si no había casos de hundimientos.

–¡Oh, no!—decía el director sonriendo—. Los hundimientos son de las minas particulares. Esta perteneció al Estado, y todo se hace con lujo de seguridad.

–En ciertas minas donde yo he estado—apuntó un ingeniero—tenía que ir una cuadrilla detrás de los mineros para desenterrarlos.

–¡Qué horror!—exclamaron a una voz todas las damas.

Acomodáronse al fin de nuevo en la jaula, y subieron al noveno piso. Aquí la decoración era distinta. En este piso no se trabajaba hacía tiempo. Habíase tomado en la galería más ancha un trozo; se había cerrado, tillado y luego alfombrado. De suerte que parecía el salón de un palacio. El techo y las paredes estaban tapizados con tela impermeable, adornados con trofeos de minería. Veíase una mesa espléndida en medio de él para cincuenta o más cubiertos. Estaba profusamente iluminado por medio de grandes arañas con centenares de bujías. Se habían prodigado, en suma, todos los refinamientos del lujo y la elegancia en aquel recinto. De tal modo, que una vez dentro de él costaba trabajo representarse que se estaba en el fondo de una mina, a trescientos metros de la superficie.

Los convidados se sentaron en medio de una agitación entre placentera y angustiosa, que se revelaba en sus caras risueñas y pálidas a la vez. Los criados, correctamente vestidos, ocupaban sus puestos como si se hallasen en el palacio de Requena. Al empezar el servicio del primer plato, la orquesta, que estaba oculta en una de las galerías contiguas, empezó a tocar un precioso vals, cuyos sones, amortiguados por la distancia, llegaban dulces y halagüeños. Las damas, con las manos trémulas, los ojos brillantes, murmuraban a cada instante—: "Qué original es todo esto!… ¡Cuánto me alegro de haber venido!… Ha sido un capricho magnífico el de Clementina". Y todas procuraban encontrar el equilibrio de espíritu charlando de cosas indiferentes. Mas no lo lograban. La idea de tener encima tanta tierra pesaba sobre su pensamiento y lo turbaba. Con algunos hombres pasaba lo mismo. Otros estaban perfectamente serenos. Entre éstos, el que menos pensaba en su situación corporal era, sin duda, Raimundo, absorto por completo en la que ocupaba moralmente. Clementina, a despecho de su amor y de sus promesas, no dejaba de coquetear con Escosura. Estaban sentados en dos sillas contiguas, frente al asiento que él ocupaba. Veíalos charlar animadamente, reir a cada momento: veíale a él rendido, obsequioso, prodigándola mil atenciones galantes; a ella complacida, risueña, aceptando con gratitud sus finezas. Y aunque de vez en cuando le clavaba una larga mirada amorosa para indemnizarle, Raimundo la consideraba como una limosna, el mendrugo que se arroja a un pobre para que no se muera de hambre. ¡Qué le importaba a él en aquel instante hallarse en la superficie o en el centro de la tierra, ni aun que ésta se hundiese y le aplastase como un insecto!

Otro que tampoco se preocupaba poco ni mucho con la situación geográfica era Ramoncito, aunque por contrario modo. Esperancita estaba con él amabilísima, tal vez porque creyera con ello guardar mejor la ausencia a su prometido Pepe Castro. El concejal, ebrio, loco de alegría, no se apartaba de ella ni un milímetro más de lo que exige la decencia. Pio, feliz, triunfador, dirigía de vez en cuando al concurso vagas miradas de piedad y condescendencia. Y cuando sus ojos tropezaban con la faz rentística de Calderón, se enternecía visiblemente y le costaba ya trabajo no llamarle papá.

A medida que el almuerzo avanzaba, la tierra pesaba menos sobre ellos. Los ricos vinos enardecían su sangre, la charla los animaba. Todo el mundo se olvidaba de la mina, creyéndose, como otras veces, en algún comedor aristocrático. Rafael Alcántara se divertía en emborrachar a Peñalver. Animado por la risa de sus compañeros, que le contemplaban, hacía lo posible por burlarse del filósofo, tuteándole en voz alta, guiñando el ojo a sus amigos cada vez que profería una cuchufleta, abusando, en fin, groseramente del carácter benévolo y la inocencia del insigne pensador. Era el encargado de vengar a todos aquellos ilustres culoteadores de pipas, de las altas dotes intelectuales que toda España reconocía en Peñalver.

Al llegar los postres levantóse a brindar Escosura. A éste le respetaban algo más los salvajes por su corpulencia, por su carácter fogoso y sobre todo por su dinero. Presumía de orador tribunicio. Con voz potente y campanuda hizo el panegírico del duque, a quien llamó "genio financiero" unas cuantas veces. Habló del trabajo, del capital, de la producción, pasando en seguida a la política, que era su fuerte. Escosura no vivía hacía tiempo más que para la política. Desde el fondo de aquella galería subterránea dirigió terribles dardos contra el presidente del Consejo de ministros, que no le había dado una cartera en la última crisis. Salabert contestó con palabra estropajosa dando las gracias, echándose por los suelos. Para llegar al puesto que ocupaba no tenía otros méritos que el trabajo y la honradez. (Murmullos de aprobación.) La nación, el soberano, al ennoblecerle a él había ennoblecido a un hijo del trabajo. Luchando toda su vida contra infinitos obstáculos había logrado reunir un puñado de oro. Este oro le servía ahora para alimentar a algunos miles de obreros. Era su mayor satisfacción. (Aplausos.) Brindaba por las hermosas damas que con tal valentía habían llegado hasta aquel agujero, dejando en él un perfume de caridad y alegría que no se borraría jamás del corazón de los mineros.

En aquel instante, al destaparse algunas botellas de champagne, se oyeron en la mina algunas detonaciones estruendosas que hicieron empalidecer a los comensales.

–No hay que asustarse—dijo el director—. Son los barrenos. Ha llegado la hora de darlos.

Momento grandioso e imponente a la verdad. El estrépito de cada uno, centuplicado por los mil ecos y resonancias que las galerías producían, no podía menos de infundir alguna chispa de pavor hasta en el corazón de los más bravos. Todos guardaron silencio. Por algunos segundos escucharon con recogimiento y ansiedad aquellos ecos formidables que hacían retemblar la tierra. La mesa se estremecía y el cristal de la vajilla y el de las arañas cantaban con agudo repiqueteo.

En tal momento se alzó de su silla el médico de las minas, y después de pasear su negra mirada agresiva por los comensales, alzó una copa y dijo:

–El egregio duque de Requena nos acaba de decir, con una modestia que le honra, que el secreto de su fortuna estaba simplemente en el trabajo y la honradez. Permitidme que lo dude. El señor duque de Requena representa algo más que estas cualidades vulgares; representa la fuerza ¡la fuerza!, único sostén del Universo. Esta fuerza está repartida desigualmente entre los organismos. A unos les ha tocado una parte mayor, a otros menor. Y en esta batalla incesante que sostienen los unos contra los otros perecen los más débiles; se salvan los más aptos y los más fuertes. Adoremos, pues, en nuestro ilustre anfitrión, a la fuerza. Merced a esta fuerza de que la Naturaleza le ha dotado, ha podido someter y aprovechar el esfuerzo particular de millares de hombres que inconscientemente sirven a sus planes. Merced a esta fuerza ha podido reunir su inmenso capital. Al tender la vista por esta distinguida asamblea, observo con júbilo que todos los que la componen han sido dotados también de una buena parte de esta fuerza nativa o acumulada por la herencia. Por ello les felicito con toda mi alma. Lo esencial en este mundo que habitamos es nacer aptos para la lucha. Para no ser aplastados es menester aplastar. Y yo me felicito, repito, de encontrarme entre los elegidos de los dioses, aquellos que su providencia ha marcado con el sello de la felicidad….