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La Espuma

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Entró en la sala tranquilo ya y aun con una vaga predisposición a la hostilidad que el estrambótico paso de aquella señora le infundía. Hizole una profunda reverencia. La situación era tan extraña, que Clementina, a pesar de su orgullo, su experiencia, su desenfado, y hasta bien puede decirse su desgarro, se encontró repentinamente cohibida. Tuvo necesidad de hacer un esfuerzo para adquirir brío.

–Aquí me tiene usted—le dijo en tono agrio que resultó inoportuno y descortés.

–Usted me dirá a qué debo el honor de esta visita—repuso Raimundo con voz un poco temblorosa.

–Pues…. (la dama vaciló unos instantes) lo debe usted al honor que me hace siguiéndome hace dos meses como una sombra chinesca a todas partes. ¿Le parece a usted agradable traer un espantajo detrás en cuanto una sale a la calle? Ha conseguido usted ponerme nerviosa. Para no enfermar como el lego de los Madgyares, he dado el paso ridículo de subir hasta aquí a rogarle que cese en su persecución. Si usted tiene que decirme algo interesante, dígamelo de una vez y concluyamos.

Fueron estas palabras pronunciadas arrebatadamente, como quien se encuentra en una situación falsa y quiere salir de ella exagerando el enojo. Raimundo la miró lleno de asombro, cosa que molestó a Clementina y aun más la precipitó.

–Señora, siento en el alma haberla ofendido…. Estaba muy lejos de mi ánimo…. ¡Si usted supiera los sentimientos que en mí despierta su figura!… (balbució con trabajo).

Clementina le atajó diciendo:

–Si usted va a declararme su amor, puede ahorrarse la molestia. Soy casada … y aunque no lo fuese sería lo mismo.

–No, señora, no voy a hacerle una declaración—repuso el joven entomólogo sonriendo—. Voy a explicarle a usted mi persecución. Comprendo bien que usted se haya equivocado respecto a los sentimientos que me inspira, y encuentro natural que le hayan ofendido. ¡Qué lejos estará usted de sospechar la verdad! Yo no estoy enamorado de usted. Si lo estuviese, es bien seguro que no la seguiría como un pirata callejero … sobre todo en las circunstancias en que ahora me encuentro….

Raimundo se puso serio al llegar aquí e hizo una pausa. Luego dijo precipitadamente, con voz alterada por la emoción:

–Señora, mi madre se ha muerto hace poco tiempo … y usted se parece muchísimo a mi madre.

Al pronunciar estas palabras se quedó mirándola con una atención ansiosa, húmedos los ojos, haciendo esfuerzos heroicos por no romper a sollozar.

Esta revelación produjo en Clementina asombro y duda al mismo tiempo. Permaneció inmóvil y muda mirándole también fijamente. Raimundo comprendió lo que pasaba por su espíritu, y dijo empujando la puerta de su despacho:

–Vea usted, vea usted si no es verdad lo que le digo.

La dama avanzó dos pasos y vió en la pared fronteriza, sobre el sillón mismo de la mesa de escribir, el retrato en fotografía ampliada de una señora excepcionalmente hermosa, y que, sin duda, guardaba cierto parecido con ella, aunque no tan claro como el joven decía. Sobre el retrato, sujeto al marco, había un ramo de siemprevivas.

–Algo nos parecemos—dijo después de contemplar el retrato con atención—. Pero esa señora era más hermosa que yo.

–No; más hermosa, no. Tenía más dulzura en los ojos, y eso daba a su fisonomía un encanto indecible. Era su alma pura y bondadosa que brillaba en ellos.

Pronunció estas palabras con entusiasmo, sin reparar en la falta de galantería que estaba cometiendo. El orgullo de Clementina padeció aún más por la inocencia y sinceridad con que fueron pronunciadas. Ambos contemplaron el retrato en silencio algunos segundos. En los ojos de Raimundo temblaban dos lágrimas. La dama dijo al cabo:

–¿Qué edad tenía su mamá?

–Cuarenta y un años.

–Yo tengo treinta y cinco—replicó con mal disimulada satisfacción.

Raimundo volvió hacia ella la vista.

–Es usted joven aún y muy bella…. Pero mi madre tenía la tez más fresca a pesar de llevarle algunos años. Su cutis era terso como el raso. En los ojos no se notaba cansancio alguno. Parecían los de un niño…. Es natural. La vida de mamá fué suave y tranquila. Ni su cuerpo ni su alma se habían gastado.

No observaba que indirectamente estaba diciendo algunas groserías a la señora que tenía presente. Esta se sintió fuertemente picada; pero no osó mostrarlo porque el dolor del joven y la sinceridad con que hablaba le impusieron respeto. Lo que hizo fué cambiar de conversación, echando una mirada de curiosidad por el despacho.

–Parece que se dedica usted a coleccionar mariposas.

–Sí, señora; desde niño. He logrado reunir una cantidad de especies bastante respetable. Las tengo muy lindas y curiosas. Mire usted.

Clementina se acercó a uno de los armarios. Raimundo se apresuró a abrirlo y le puso en la mano un cartón donde estaban fijadas algunas lindísimas de vivos y brillantes colores.

–En efecto, son bonitas y originales. ¿Qué utilidad saca usted de coleccionarlas? ¿Las vende usted?

–No, señora—repuso sonriendo el joven—. Es con un fin puramente científico.

–¡Ah!

Y le echó una rápida mirada de curiosidad. Clementina no simpatizaba mucho con los hombres de ciencia, pero le infundían cierto vago respeto mezclado de temor, como seres extraños a quienes una parte del mundo concede superioridad.

–¿Es usted naturalista?—le preguntó después.

–Estudio para serlo. Mi padre lo ha sido….

Mientras le mostraba su preciosa colección con el gozo especial no exento de desdén con que los sabios enseñan sus trabajos a los profanos, le fué enterando de su vida sencilla. Al llegar a la enfermedad de su madre volvió a conmoverse y las lágrimas a brotar a sus ojos. Clementina le escuchaba con atención, recorriendo con la vista los cartones que le ponía delante, dejando escapar algunas palabras, ora de elogio a los matizados insectos, bien de compasión cuando Raimundo llegó a describirle la muerte de su madre. Afectaba desembarazo, distracción. No lograba, sin embargo disipar la confusión en que la ponía el extraño paso que había dado, la situación anómala en que se hallaba. Salió de ella bruscamente, como hacía siempre las cosas. Se puso seria y tendió la mano al joven, diciéndole:

–Mil gracias por su amabilidad, señor Alcázar. Me voy, celebrando mucho que no haya sido el objeto de su persecución el que yo sospechaba…. De todos modos, sin embargo, le ruego no continúe en ella…. Ya ve usted; soy casada, y cualquiera podría pensar que yo la aliento o doy algún motivo….

–Pierda usted cuidado, señora. Desde el momento en que a usted le molesta me guardaré de seguirla. Perdóneme usted en gracia del motivo—respondió el joven apretándole la mano con naturalidad y afectuosa simpatía que lograron interesar a la dama. Pero no lo demostró. Al contrario, se puso más seria y emprendió la marcha hacía la sala. Raimundo la siguió. Al pasar delante de ella para abrirle la puerta, le dijo con franqueza seductora:

–No valgo nada, señora; pero si algún día quisiera usted servirse de mi insignificante persona, ¡no sabe usted el placer que me causaría con ello!

–Gracias, gracias—repuso secamente Clementina sin detenerse.

Al llegar a la puerta de la escalera y al tirar del pasador, el joven vió asomar la cabecita curiosa de su hermana en el fondo del pasillo.

–Ven aquí, Aurelia—le dijo.

Pero la niña no hizo caso y se retiró velozmente.

–Aurelia, Aurelia.

Bien a su pesar, ésta salió al pasillo y avanzó hacia ellos sonriente y roja como una cereza.

–Aquí tienes a la señora de quien te he hablado, que tanto se parece a mamá.

Aurelia la miró sin saber qué decir, sonriente y cada vez más ruborizada.

–¿No se parece muchísimo? Dí.

–Yo no lo encuentro …—respondió la joven después de vacilar.

–¿Lo ve usted?—exclamó la dama volviéndose a Raimundo con la sonrisa en los labios—. No ha sido más que una fantasía, una alucinación.

Traslucíase un poco de despecho debajo de estas palabras. La presencia de Aurelia hacía más falsa aún su situación.

–No importa—repuso Raimundo—. Yo veo claro el parecido, y basta.

La puerta estaba ya abierta.

–Tanto gusto …—dijo Clementina dirigiéndose a Aurelia sin extenderle la mano, inclinándose con una de esas reverencias frías, desdeñosas, con que las damas aristócratas establecen rápidamente la distancia que las separa del interlocutor.

Aurelia murmuró algunas frases de ofrecimiento. Raimundo salió hasta la escalera para despedirla, repitiéndole algunas frases amables y cordiales que no impresionaron a la dama, a juzgar por su continente grave.

Bajó las escaleras descontenta de sí misma, embargada por una sorda irritación. No era la primera vez, ni la segunda tampoco, que su temperamento impetuoso la colocaba en estas situaciones anómalas y ridículas.

VI
Desde el «Club de los Salvajes» a casa de Calderón

Pintorescamente diseminados por los divanes y butacas de la gran sala de conversación del Club de los Salvajes, yacen a las dos de la tarde hasta una docena de sus miembros más asiduos. Forman grupo en un rincón el general Patiño, Pepe Castro, Cobo Ramírez, Ramoncito Maldonado y otros dos socios a quienes no tenemos el gusto de conocer. Algo más lejos está Manolito Dávalos, solo. Más allá Pinedo con algunos socios, entre los cuales sólo conocemos a Rafael Alcántara y a León Guzmán, conde de Agreda, por haber sido los de la fiesta nocturna en casa de la Amparo que tanto disgustó al duque de Requena. Las posturas de estos jóvenes (porque lo son en su mayoría) responden admirablemente a la elegancia que resplandece en todas las manifestaciones de su espíritu refinado. Uno tiene puesta la nuca en el borde del diván y los pies en una butaca, otro se retuerce con la mano izquierda el bigote y con la derecha se acaricia una pantorrilla por debajo del pantalón; quién se mantiene reclinado con los brazos en cruz; quién se digna apoyar la suela de sus primorosas botas en el rojo terciopelo de las sillas.

 

Este Club de los Salvajes es más bien un arreglo que una traducción del inglés (Savage Club). Por mejor decir, se ha traducido con una graciosa libertad que mantiene vivo dentro de él el genio español en estrecha alianza con el británico. A más del título, pertenece al inglés todo el aparato o exterior de la sociedad. Los miembros se ponen indefectiblemente el frac por las noches si es invierno, el smoking si es verano; los criados gastan calzón corto y peluca. Hay un elegante y espacioso comedor, sala de armas, gabinete de toilette, cuartos de baño y dos o tres habitaciones para dormir. Tiene el club, asimismo, servicio particular de coches y caballos de silla. El genio español se manifiesta en multitud de pormenores internos. El que más lo caracteriza es el de la ausencia de metal acuñado. Esto da origen a muchas y extrañas relaciones de los socios entre sí y de los socios con el mundo exterior, que constituyen una complicada y hermosa variedad que no se hallará en ningún otro pueblo de la tierra. Da lugar, sobre todo, a un desarrollo inmenso, inconcebible, de esa palanca poderosa con que el siglo XIX ha llevado a término las más grandiosas y estupendas de sus empresas, el Crédito. Realízanse dentro del Club de los Salvajes tantas operaciones de crédito como en el Banco de Londres. No sólo se prestan los socios entre sí dinero y juegan sobre su palabra, sino que también realizan la misma operación con el club, considerado como persona jurídica, y hasta con el conserje en calidad de funcionario y como particular. Fuera del círculo, los salvajes, arrastrados de su entusiasmo y veneración por el crédito, lo hacen jugar en casi todas sus relaciones con el sastre, el casero, el constructor de coches, el importador de caballos, el joyero, etc., sin mencionar aquí otras grandes operaciones de la misma clase que de vez en cuando realizan con algún banquero o propietario. Gracias, pues, a este inapreciable elemento económico, se había hecho casi innecesario, entre los socios del club, el numerario, reemplazándolo dichosamente por otro medio enteramente abstracto y espiritual, la palabra; la palabra oral o escrita. Vivían, gastaban lo mismo que sus colegas y modelos de Londres, sin libras esterlinas, ni chelines, ni pesetas, ni nada.

Es evidente, pues, la superioridad del club español sobre el inglés en este respecto. También lo es en cuanto a la franqueza y cordialidad con que los socios se tratan entre sí. Poco a poco se habían ido alejando de las formas correctas, ceremoniosas, que caracterizan a los graves gentlemen de la Gran Bretaña, dando a su trato cada vez más color local, acercándolo en lo posible al de nuestros pintorescos barrios de Lavapiés y Maravillas. El medio, la raza y el momento son elementos de los cuales no se puede prescindir, lo mismo en la política que en las sociedades de recreo.

El club empieza a animarse siempre después de las doce de la noche, llega a su período álgido a las tres de la madrugada, y desde esta hora comienza a descender. A las cinco o seis de la mañana se retiran todos santamente en busca de reposo. Durante el día suele verse poco concurrido. Sólo dos o tres docenas de socios van por las tardes, antes del paseo, a culotear sus boquillas. Embotados aún por el sueño, hablan poco. Les hace falta la excitación de la noche para que muestren en todo su esplendor sus facultades nativas. Estas parecen concentradas en la nobilísima tarea de poner la boquilla de un hermoso color de caramelo. Si los objetos de arte han sido en otro tiempo objetos útiles, si el Arte arrastra consigo la idea de inutilidad como algunos afirman, hay que confesar que los socios del Club de los Salvajes, en materia de boquillas obran como verdaderos artistas. Hácenlas venir de París y de Londres; traen grabadas las iniciales de sus dueños y encima la correspondiente corona de conde o marqués si el fumador lo es; guárdanlas en preciosos estuches, y cuando llega el caso de sacarlas para fumar lo realizan con tales cuidados y precauciones, que en realidad se convierten en objetos molestos más que útiles. Hay salvaje que se estraga fumando sin gana cigarro sobre cigarro, sólo por el gusto de ahumar la boquilla antes que alguno de sus colegas. Y si no es así, por lo menos, nadie se cuida de saborear el tabaco. Lo importante es soplar el humo sobre la espuma de mar y que vaya tomando color por igual. De vez en cuando sacan el fino pañuelo de batista, y con una delicadeza que les honra se dedican largo rato a frotarla mientras su espíritu reposa dulcemente abstraído de todo pensamiento terrenal. Graves, solemnes, armoniosos en sus movimientos, los socios más distinguidos del Club de los Salvajes chupan y soplan el humo del tabaco de dos a cuatro de la tarde. Hay en esta tarea algo de íntimo y contemplativo, como en toda concepción artística, que les obliga a bajar los párpados y a subir las pupilas para mejor recrearse en la pura visión de la Idea.

En este elevadísimo estado de alma se hallaba nuestro amigo Pepe Castro ahumando una que figuraba la pata de un caballo, cuando le sacó de su éxtasis la voz de Rafael Alcántara que desde lejos le gritó:

–¿Conque es verdad que has vendido la jaca, Pepe?

–Hace ya unos días.

–¿La inglesa?

–¿La inglesa?—exclamó levantando los ojos hacia su amigo con asombro y reconvención—. No, hombre, no; la cruzada.

–Chico, como no hace dos meses siquiera que la has comprado, no creía que te deshicieses de ella.

–Ahí verás tú—replicó el bello calavera adoptando un continente misterioso.

–¿Algún defecto oculto?

–A mí no se me oculta ningún defecto—dijo con orgullo.

Y todos lo creyeron; porque en este ramo del saber humano no tenía rival en Madrid, si no era el duque de Saites, reputado como el primer mayoral de España.

–Ah, vamos, falta de luz.

–Tampoco.

Rafael Alcántara se encogió de hombros y se puso a hablar con los que tenía cerca. Era un joven rubio, de fisonomía gastada, ojos pequeños y verdosos, malignos y duros. Como otros tres o cuatro de los que asistían a diario al club, entraba en él y alternaba con toda la alta aristocracia, sin derecho alguno. Alcántara era de familia humilde, hijo de un tapicero de la calle Mayor. En muy poco tiempo se había gastado la pequeña hacienda que le dejó su padre y después vivió del juego y a préstamo. A todo Madrid debía y hacía gala de ello. La condición que le mantenía abiertas las puertas de la alta sociedad era su valor y su cinismo. Alcántara era hombre bravo de veras, se había batido tres o cuatro veces y estaba apercibido a hacerlo por el más mínimo pretexto. Además, era un desvergonzado, hablaba siempre en tono despreciativo, aunque fuese a la persona más respetable, dispuesto a burlarse de todo el mundo. Estas cualidades le habían hecho adquirir gran prestigio entre los jóvenes salvajes. Se le trataba como a un igual, se contaba con él en todas las francachelas; pero nadie preguntaba por su dinero.

–Mi general, le habrá a usted gustado ayer la Tosti, ¿eh?—dijo Ramoncito Maldonado dirigiéndose a Patiño.

–En la romanza solamente,—repuso el guerrero sensible después de dirigir con destreza una larga bocanada de humo a su boquilla que representaba un obús montado sobre su cureña.

–No diga usted que el dúo ha estado mal.

–¡Vaya si lo digo!

–Pues, señor, entonces declaro que no entiendo una palabra porque me ha parecido sublime—replicó el joven con señales de hallarse picado.

–Esa declaración te honra, Ramón. Sabes hacerte justicia—dijo Cobo Ramírez, que no perdía ocasión de vejar a su amigo y rival.

–¡Ya lo creo, como que sólo tú eres el inteligente!—exclamó vivamente el concejal—. Mira, Cobo, aquí el general puede hablar porque tiene motivo, ¿estamos?… pero tú debes callarte porque me gastas una oreja como la de una cocinera.

–Pero hombre, ¿por qué se picará tanto Ramoncito, en cuanto usted le dice algo?—preguntó el general riendo.

–No sé—repuso Cobo dando un chupetón al cigarro mientras sus facciones se contraían con una leve sonrisa burlona—. Si le contradigo se enfada, y si repito lo que él dice, lo mismo.

–¡Se entiende, chico, se entiende! Si ya sabemos que eres un guasón de primera fuerza. No necesitas esforzarte más delante de estos señores…. Pero lo que es ahora, has dado una buena pifia.

–Yo sostengo lo mismo que el general. El dúo estuvo muy mal cantado—dijo con calma provocativa Cobo.

–¡Qué importa que tú sostengas uno u otro!—exclamó ya fuera de sí Maldonado—. ¡Si no conoces una nota de música!

–¡Alto! Tengo más derecho a hablar de música, puesto que no cencerreo como tú el piano. Por lo menos soy un ser inofensivo.

Siguió una disputa larga entre ambos, viva y descompuesta por parte de Ramoncito, tranquila y sarcástica por la de Cobo, que se gozaba en sacar a aquél de sus casillas. No poco se divertían también los presentes, poniéndose unos de parte del concejal y otros de su competidor para más prolongar el recreo.

–¿Sabéis que esta tarde se bate Alvaro Luna?—dijo uno cuando ya iban hastiados de los dimes y diretes del concejal y Cobo.

–Eso me han dicho—respondió Pepe Castro cerrando los ojos con voluptuosidad, mientras chupaba el cigarro—. En el jardín de Escalona, ¿verdad?

–Creo que sí.

–¿A sable?

–A sable.

–Vamos, un chirlo más—manifestó León Guzmán desde su asiento.

–Con punta.

–¡Oh! ya es otra cosa.

Y los salvajes presentes mostraron entonces interés en el duelo.

–Alvaro tira poco. El coronel debe llevarle ventaja. Es más hombre, y además tira con energía.

–Con demasiada—dijo Pepe Castro sacando el pañuelo después de haber arrojado la punta del cigarro y poniéndose a frotar con esmero la boquilla.

Todos volvieron los ojos hacia él porque tenía fama de habilísimo tirador.

–¿Crees tú?

–Desde luego. La energía es conveniente hasta cierto límite. Pasando de él, muy expuesta, sobre todo cuando los sables tienen punta. Si se las cortasen, todavía redoblando los ataques sin descanso se puede hacer algo. Por lo menos, es posible aturdir al contrario. Pero cuando la llevan hay que andarse con ojo. Alvaro no tira mucho; pero es frío, tiene un juego cerrado y estira el pico que es un primor. Que no se descuide el coronel.

–¿La cuestión ha sido por la cuñada de Alvaro?

–Al parecer.

–¿Y a él qué diablos le importa?

–¡Ps … ahí verás!

–Como no esté enamorado, no comprendo….

–Todo podría ser.

–¡La niña es de oro! Este verano, en Biarritz, ella y el chico de Fonseca se ponían de un modo por las noches en la terraza del casino, que era cosa de sacar fotografías iluminadas.

–Allá Cobo, antes de irse, hizo también algunos cuadros disolventes en los jardinillos.

–¡Sí, sí; bien me ha comprometido esa chica!—manifestó Cobo en tono cómicamente desesperado.

–Ya no tenías mucho que perder. Desde el negocio de Teresa estás deshonrado—dijo Alcántara.

–Siempre va la desgracia con la hermosura—apuntó con tonillo irónico Ramoncito.

–¿También tú, Ramón?—exclamó con afectado asombro Cobo—. Vamos, llegó el momento de que los pájaros tiren a las escopetas.

–Pues, señores, confieso mi debilidad. No puedo estar al lado de esa chica sin ponerme malo—dijo León Guzmán.

–Ni esa niña puede tampoco estar al lado de un chico tan guapo y tan risueño como tú sin ponerse enferma también—dijo Rafael Alcántara.

–¿Me quieres seducir, Rafael?

–Sí, chico, para que me dejes mañana la llave de tu cuarto y no parezcas en toda la tarde por allá. Lo necesito.

–Es que tengo una colcha preciosa de raso.

–Se cuidará de la colcha.

–Y hay además un criado que se dedica, con gran afición, al dibujo por las tardes.

–Se le darán dos duros al criado para que vaya a dibujar a otro lado.

–Y una vecinita que pasa la vida acechando desde su ventana lo que hay y lo que no hay en mi habitación.

–Se la convidará … digo, se bajarán las persianas…. Oye, Manolito, ¿te vas a pasar toda la juventud tirado en ese diván sin decir palabra?

Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría y melancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza los dichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor.

–Si tú te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías de bromear, Rafael!—dijo exhalando un suspiro.

Hay que advertir que el joven marqués de Dávalos, que nunca había poseído una inteligencia muy clara, teníala de algún tiempo a esta parte bastante perturbada. Según la expresión vulgar estaba un poco chiflado o tocado. Sus amigos sabían todos que este trastorno procedía de la ruptura con la Amparo, que le había comido en poco tiempo su fortuna y de quien estaba aún profundamente enamorado. Tratábanle con cierta protección entre burlona y benévola; pero se abstenían, si no es muy embozadamente y con precauciones, de bromearle con su ex-querida, porque alguna vez que se propasaron, Manolito fué víctima de ataques de cólera muy semejantes a la locura. Tenía poco más de treinta años; estaba calvo, la tez y los labios marchitos, los ojos apagados. Sus cuatro hijos habíalos recogido la suegra. Vivía en una fonda con la pensión que le pasaba una tía vieja de quien era presunto heredero. Sobre la esperanza de esta herencia algunos usureros le prestaban dinero.

 

–Si yo me encontrara en tu caso, ¿sabes lo que haría, Manolo?… Casarme con mi tía.

Los amigos rieron, porque la tía de Dávalos tenía cerca de ochenta años.

–Bueno, bueno—exclamó éste con acento doloroso. Bien se conoce que no has tenido que luchar con indecentes usureros toda la mañana para concluir por dejarles algo … que es una infamia empeñar—añadió por lo bajo.

–¡A mí con ingleses!… ¿Tú no sabes, Manolito, que todos los meses tengo que renovar el timbre de la puerta de mi casa porque lo gastan ellos de tanto tirar?… Pero yo lo tomo con más filosofía. Lejos de disgustarme, experimento una gran satisfacción cada vez que viene a visitarme un acreedor, porque es la prueba de que soy un buen hijo, de que cumplo la última voluntad de mi padre.

Los salvajes de los dos grupos le miraron con curiosidad, sonriendo.

–¿Cómo es eso, Rafael?—preguntó Pepe Castro.

–Habéis de saber que mi padre se murió diciéndome: "¡El deber, hijo! ¡el deber! ¡Ante todo el deber!"… Fueron sus últimas palabras. Yo, cumpliendo con este sagrado consejo, procuro deber todo lo posible.

Hizo gracia a sus compañeros este rasgo cínico; lo celebraron con algazara. Rafael, sustrayéndose modestamente a sus aplausos, se acercó a Dávalos, y pasándole una mano por encima del hombro le dijo, bajando la voz aunque no tanto que no pudiesen oirle los amigos:

–Pues sí, Manolito, no es broma. Yo me casaría con mi tía. ¿Qué se pierde con ello? Es una vieja…. ¡Mejor! Así se morirá más pronto. Pero en cuanto te cases entras a manejar su fortuna y no tienes necesidad de aguardar los años que a ella se le antoje vivir. A ti lo que te hace falta como a mí es guita. Desengáñate; si la tuviéramos nos pondríamos más gordos que Cobo Ramírez…. Además, en cuanto seas rico, le birlas la Amparo a Salabert, ¿no comprendes?

El marquesito levantó la vista hacia su amigo abriendo mucho los ojos, donde se reflejaba la duda de si hablaba en serio o en broma. No advirtiendo en el rostro imperturbable de Alcántara señal de burla, comenzó a enternecerse. Habló de su antigua querida con tal entusiasmo y veneración que haría reir a cualquiera. El proyecto ya no le pareció tan insensato. Se entretuvo en pensarlo largamente y estudiarlo por todas sus fases. Mientras tanto Rafael le escuchaba con afectada atención, animándole a proseguir con signos y frases de afirmación. Nadie pensaría que se estaba mofando de él, a no ser porque de vez en cuando, aprovechando los instantes en que el tocado marqués miraba a la punta de sus botas buscando alguna frase bastante expresiva para ponderar su amor, hacía guiños maliciosos a los amigos que los contemplaban con curiosidad burlona.

Abrióse la mampara del salón. Apareció Alvaro Luna. Los salvajes le acogieron con exclamaciones de afecto y burla.

–¡Bravo, bravo! Aquí está el reo en capilla.

–Mirad qué cara trae.

–¡Como que está al borde de la tumba!

El recién llegado sonrió vagamente y tendió una mirada escrutadora por el salón. Alvaro Luna, conde de Soto, era hombre de treinta y ocho a cuarenta años, delgado, de mediana estatura, ojos vivos y duros y rostro bilioso.

–¿Habéis visto a Juanito Escalona?—preguntó.

–Sí—dijo uno—. Aquí ha estado hace una media hora. Me ha dicho que le aguardases, que a las cuatro menos cuarto en punto vendría.

–Bueno, esperaremos—repuso avanzando con calma y sentándose al lado de ellos.

La broma continuó.

–Veamos, veamos cómo está ese pulso—dijo Rafael cogiéndole por la muñeca y sacando al mismo tiempo el reloj.

El conde entregó su mano sonriendo.

–¡Jesús, qué atrocidad! ¡Ciento treinta pulsaciones por minuto! Ningún condenado a muerte las ha tenido.

No era verdad. El pulso estaba normal. Así lo manifestó el mismo Alcántara a los amigos haciendo una seña negativa. Alvaro no se alteró por la mentira. Poseído de su valor y convencido de que no dudaban de él, siguió con la misma vaga sonrisa en los labios.

–Vaya, mañana a las cuatro de la tarde el entierro. Lo siento, porque tenía que ir de caza con Briones—dijo uno.

–¡Y que no es pequeña la carrera desde la casa mortuoria a San Isidro!—respondió otro.

–No, hombre, no—apuntó un tercero—; lo llevarán a la estación del Norte para conducirlo a Soto, al panteón de familia.

Las bromas no eran de buen gusto. Sin embargo, el conde no se impacientaba, quizá temiendo que el más pequeño signo de impaciencia, en aquella ocasión, hiciese dudar de su serenidad. Alentados con esta paciencia, los jóvenes salvajes cada vez le apretaban más con su vaya, repitiendo con variantes la misma idea del entierro. La verdad es que se iban haciendo pesados; pero no lograron ahuyentar su fría y vaga sonrisa. Respondíales pocas veces. Cuando lo hacía era con breves palabras displicentes. Al fin, sacando el reloj, dijo:

–Son las tres. Quedan tres cuartos de hora. ¿Quién quiere echar un tresillo?

Era un pretexto para librarse de aquellas moscas y al mismo tiempo un acto que confirmaba su sangre fría. Tres de los amigos se fueron con él a la sala de juego. No tardaron en rodearles los demás. La broma siguió lo mismo que en el salón.

–¡Miradle, cómo le tiembla la mano!

–Dentro de una hora ese hombre habrá dejado de existir.

–Oyes, Alvaro, debías de legarme la Conchilla.

–No hay inconveniente—repuso aquél arreglando sus cartas.

–Ya lo oyen ustedes, señores; la Conchilla es mía por testamento….

¿Cómo se llama este testamento, León?

–Testamento nuncupativo—dijo éste, que sabía algo de leyes por andar en pleito hacía tiempo con unos primos.

–La Conchilla me pertenece por testamento nuncupativo. Gracias, Alvaro. Haré que vista luto y respetaremos tu memoria hasta donde se pueda. ¿Tienes algo que encargarme?

–Sí, que la sacudas el polvo cada ocho o diez días. Si no suelta algunas lágrimas todas las semanas se pone enferma.

–Corriente. Así se hará.

–¡Ah! y que sea con el bastón. Se ha acostumbrado a ello y no lo tolera con la mano.

–Perfectamente.

Cada vez era mayor la algazara. La imperturbabilidad del conde hacía muy buen efecto. Detrás de aquellas bromas se adivinaba que sus amigos le querían y respetaban su valor. En esto apareció un criado y le presentó una carta en bandeja de plata. La tomó y la abrió con curiosidad. Al recorrerla volvió a sonreír y la pasó a los que tenía al lado. Era del dueño de la Funeraria ofreciéndole sus servicios y remitiéndole un prospecto con los precios. Alguno de aquellos chicos se había divertido en pasarle aviso. Tampoco se ofendió: parecía interesado en el juego.

Al fin entró en la sala Juanito Escalona en su busca. Después de ajustar cuentas se levantó de la silla. Todos le rodearon.

–¡Buena suerte, Alvaro!

–Me da el corazón que lo ensartas.

–No seas tonto; nada de ensartar. A concluir pronto, aunque sea con un rasguño.

En aquel momento terminaban las bromas y estallaba el compañerismo. El conde encendió un cigarro puro con toda calma y dijo con la mayor naturalidad:

–Hasta luego, señores.

Había una parte efectiva de valor en aquella actitud serena, imperturbable del conde; pero había también buena porción de esfuerzo y estudio. Los jóvenes salvajes, aunque poco dados en general a la literatura, recibían no obstante su influencia. Lo que entre ellos priva son los folletines y las novelas de salón. Estas, novelas trazan la figura de un hombre ideal lo mismo que los libros de caballería. Solamente que en las antiguas novelas, el hombre dechado era el que por amor a las nobles ideas de justicia y caridad acometía empresas superiores a sus fuerzas. En las modernas es el que por temor al ridículo se abstiene de todo entusiasmo y de toda acción generosa. Al hombre que arriesgaba su vida en todos los momentos por una causa útil a sus semejantes, ha sustituído el que la arriesga por las nonadas de la vanidad o la soberbia. Al caballero ha sucedido el espadachín.