Tasuta

La Fe

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Cuando D.ª Teodora volvió la cabeza para ver quién la apretaba tanto y se encontró con Osuna, cambió de color. Aquel maldito jorobado no la dejaba jamás en paz. En la tertulia, en el paseo, en el teatro, en la iglesia, en todas partes donde tuviera ocasión de aproximarse, era sabido que se veía necesitada a sufrir el contacto asqueroso de sus piernas y a veces de sus manos también. Osuna conocía bien el terreno que pisaba. La bella y pudorosa jamona se hubiera caído antes muerta de vergüenza que confesar a alguno los atentados de que era objeto. Pero si no los confesaba, cualquiera podría cerciorarse de ellos, observando el estado de agitación en que se hallaba. En esta ocasión el jorobado anduvo audaz en demasía. D.ª Teodora comenzó a dar muestras tales de inquietud que para cualquiera serían visibles. D. Juan no las vio, sin embargo. Era un varón puro y magnánimo, incapaz de sospechar las grandes suciedades que puede haber sobre la tierra. Pero D. Peregrín, como hombre de mundo, concluyó por advertir algo de lo que pasaba. Espió a Osuna con el rabillo del ojo, y cuando penetró en su espíritu gubernamental el convencimiento de la trasgresión que se estaba cometiendo, comenzó a roncar y silbar por la nariz como un vapor en peligro, lanzando al mismo tiempo centelleantes miradas de indignación al audaz jorobado. Éste prescindió en absoluto de aquellos silbidos temerosos, y no vio siquiera la expresión fatídica de los ojos del ex-gobernador interino de Tarragona. ¿Qué había de suceder? La caldera del remolcador, no teniendo más desahogo que el de la nariz, estalló con horrible estruendo.

– ¡Oiga usted, grosero, sucio, cínico, desorejado!– rugió D. Peregrín cogiendo por el cuello al contrahecho y sacudiéndole con rabia.– Si usted continúa en modo alguno molestando a esta señora, con esta mano (alzando la derecha) le doy una bofetada en esta mejilla, y con la otra (alzando la izquierda) le doy otra bofetada en la opuesta. Acto continuo le vuelvo a usted, y con estas botas gordas que usted ve aquí le doy a usted dos puntapiés en el trasero.

El físico de D. Peregrín no era a propósito para infundir terror pánico en el corazón de sus enemigos. Sin embargo, su continente severo y administrativo como pocos y el torrente de voz grandioso con que la naturaleza le dotara suplían bastante bien la deficiencia de otros órganos. Además, Osuna era un ser más débil y más ruin que él. Por esto y por el tumulto que se armó en seguida, en vez de hacerle frente, se escurrió entre la muchedumbre y desapareció en un momento. D.ª Teodora, al verse objeto de la curiosidad pública, se desmayó. D. Juan y la doncella la sostuvieron. D. Peregrín siguió increpando a su enemigo ausente. La muchedumbre rió, gritó, se agitó tumultuosamente. Al fin todo quedó en paz, y la pudibunda jamona tornó a su domicilio, donde la dejaremos esparciendo un torrente de lágrimas.

Obdulia, agitada todo el día por un vivo dolor y por un deseo rabioso de reparar la injusticia que se había cometido con su amado director espiritual, no salió de casa ni de la cama. Estaba realmente enferma. Tenía fiebre, la fiebre que produce en los temperamentos como el de ella un pensamiento único que se va exacerbando por grados. Al llegar la noche se levantó y se vistió apresuradamente. Sus grandes ojeras azuladas se marcaban ahora de un modo chocante. Una arruga profunda, signo de resolución inquebrantable, le surcaba la frente. Llamó a la doncella y le manifestó que quería salir a ver los fuegos. Todo lo que ésta hizo por disuadirla, representándole el grave daño que podía ocasionarle el frío y la humedad de la noche, fue inútil. Cogió la mantilla, se la echó encima de la cabeza con mano convulsa, obligó a la doméstica a ponerse la suya y se lanzaron a la calle. El Campo de los Desmayos hervía ya de gente. Les costó mucho trabajo avanzar hasta colocarse en el medio. Obdulia quería a todo trance acercarse a la casa del párroco, donde se alojaba el prelado. Había visto brillar las gafas de éste y ocultarse en seguida en una de las ventanas. Debajo, a la puerta misma de la rectoral, un grupo numeroso de muchachas bailaba la giraldilla, cantando a grito pelado coplas de circunstancias improvisadas en el momento. Aludían en ellas a la nueva iglesia, piropeaban al obispo, al gobernador, a los próceres de Peñascosa, sin que faltase tampoco, por supuesto, la consabida puntadita a Sarrió.

La imaginación de la hija de Osuna trabajaba sin descanso, aumentando la calentura que la consumía. Mas por encima de los mil pensamientos y fantasmas que daban vueltas en ella, asomaba una idea fija, tenaz, que la impulsaba inconscientemente a abrirse paso con los codos por la muchedumbre, seguida de la doncella, que no comprendía el afán de su señorita. Cuando estuvieron próximas a la rectoral, la joven se detuvo unos minutos. Observó con el rabillo del ojo a su doncella, y cuando la vio más absorta en la contemplación de los fuegos que se estaban quemando, maniobró hábilmente y se alejó de ella ocultándose entre la gente. Una vez sola, se detuvo otra vez. Después de dirigir infinitas miradas de ansiedad y temor a la casa del párroco, después de resolverse más de veinte veces y de arrepentirse otras tantas, al fin se deslizó como una sombra por detrás de las muchachas que bailaban y del círculo de espectadores que tenían en torno, y se introdujo en el portal de la casa. Dentro de él había unos cuantos criados que charlaban contemplando desde allí lo que podían. Tenían la puerta abierta, y Obdulia, sin decirles palabra, se introdujo por ella y subió unas cuantas escaleras. Pero deteniéndose de repente y permaneciendo un instante indecisa, tornó a bajarlas y se dirigió al grupo de los domésticos.

– ¿El secretario del señor obispo está arriba?– preguntó al más próximo.

– ¿D. Cayetano?… Sí, señora, arriba está— respondió uno de los más lejanos.

– ¿Podría hablar unas palabras con él?

– ¿Por qué no?… Le avisaré… Suba usted conmigo.

Ascendieron ambos por la sucia escalera de D. Miguel, pues ni por la llegada del prelado se había limpiado.

– Tenga usted la bondad de aguardar un momento.

Poco después se presentaba el secretario, un clérigo de media edad, feo, desgarbado, pero de mirada inteligente y franca. La miró con gran curiosidad y preguntó, esforzándose en mostrarse amable:

– ¿Preguntaba usted por mí, señora?

– Sí, señor.

– Usted me dirá…

– Deseo hablar con el señor obispo.

Volvió a mirarla el secretario con mayor curiosidad aún, y después de un instante de vacilación, apareciendo en su rostro un esbozo de sonrisa, respondió:

– Usted comprenderá que la hora no es oportuna… Su Ilustrísima se va a retirar en seguida a descansar…

– Es urgente y de mucha importancia lo que tengo que comunicarle…– dijo precipitadamente.

Otra vez la contempló el clérigo con penetrante mirada, advirtiendo su agitación.

– Bueno… Lo que puedo hacer en su obsequio es avisar a Su Ilustrísima… No respondo de que la reciba a usted a estas horas… Puede usted pasar a esta sala y aguardar un momento. No tardaré en traerle la respuesta.

Abrió la puerta del saloncito de recibo, hizo traer un quinqué y la dejó sola. En aquel instante la joven sintió que le abandonaban todas sus fuerzas. El corazón comenzó a darle fuertes golpes en el pecho. La habitación se movía suavemente como la cámara de un buque. Se vio obligada a sujetarse con las dos manos al respaldo de una butaca para no venir al suelo. El secretario apareció a los pocos minutos, y sin traspasar el marco de la puerta, dijo con afectada solemnidad:

– Su Ilustrísima va a llegar en este momento.

Obdulia cerró los ojos y se agarró con más fuerza a la butaca. Cuando los abrió tenía delante de sí la figura imponente del prelado.

La estancia se hallaba a media luz a causa de la pantalla que cubría el quinqué. Los contornos de aquella figura se esfumaban en la sombra. Pero los diamantes del pectoral lanzaban destellos y los cristales de las gafas brillaban también con los débiles rayos de luz que sobre ellos caían. Avanzó algunos pasos por la sala. Obdulia se dejó caer de rodillas.

– ¿Es para algún asunto de conciencia, hija mía?– preguntole el prelado dulcemente, dándole al mismo tiempo su anillo a besar.

– Sí, señor— respondió la joven con voz alterada por la emoción.– Es para un asunto de la conciencia de Su Ilustrísima.

– ¿De mi conciencia?– exclamó el obispo, irguiéndose lentamente y dejando caer sobre ella una mirada de sorpresa y curiosidad.

– La conciencia más pura, Su Ilustrísima lo sabe mejor que yo, está sujeta a error. Cuando pensamos estar haciendo el bien hacemos el mal. El alma de Su Ilustrísima es noble y es santa, según dicen todos los que la conocen. Por algo Dios le ha elegido para apacentar su rebaño. Pero los ojos de Su Ilustrísima no llegan a todas partes como los de Dios. Su brazo se extiende en vano para bendecir. La bendición no alcanza a todos. Entre los pastores que Su Ilustrísima tiene colocados para ayudarle los hay que guardan con fidelidad y amor el rebaño, los hay también que tienen la vista y el amor fijos en sí mismos…

– Levántese usted, hija mía… ¿Qué quiere decir con estas palabras?

– Lo que quiero decirle, señor— profirió la hija de Osuna con audacia, serenándose de pronto bajo el impulso de la exaltación,– es que teníamos en esta villa un coadjutor celoso, modelo de abnegación, de mansedumbre, de actividad, que había logrado a fuerza de inmensos sacrificios inspirar devoción y piedad a muchos que jamás las habían sentido, que sin violencia ninguna había puesto en orden la parroquia y devuelto a Dios lo que le pertenecía… Pues bien, he sabido… hemos sabido con dolor los feligreses todos, que en vez de dejarle en el cargo que desempeñaba interinamente, Su Ilustrísima se lo ha dado a otra persona…

El obispo la contempló en silencio un buen espacio. La joven, bajo aquella mirada, que pasaba por los cristales de las gafas penetrante, indagadora, volvió a perder la serenidad.

 

– ¿Es el coadjutor interino quien la envía a usted para dirigirme una representación?– preguntó con extremado sosiego, recalcando cada sílaba de un modo que resultaba epigramático.

– ¡Oh! ¡No, señor!– exclamó toda turbada la joven, poniéndose roja.– El señor coadjutor no tiene aspiración ninguna. Está tan contento con el cargo como sin él. Nada sabe ni nada quiero que sepa… He sido yo quien por el odio que me inspira la injusticia me atreví a dar este paso… acaso imprudentemente…

– ¡Sin acaso! ¡Sin acaso!– murmuró el prelado, sacudiendo la cabeza.

Quedósela otra vez mirando fijamente sin pestañear, absorto en intensa contemplación. Obdulia bajó la cabeza.

– Hija mía— siguió diciendo gravemente,– la juventud tiene sus derechos. Puede ser aturdida, imprevisora, gozar sin medida de los dones con que Dios nos ha favorecido, vivir ofuscada sin el pensamiento del pecado… Pero la juventud no tiene derecho a jugar con nuestra salvación eterna, con la vida y con la muerte. La Santa Iglesia Católica tiene sus ministros encargados de velar por la fe. Yo, aunque indigno, soy uno de ellos y soy responsable ante Dios y ante el Sumo Pontífice de mis actos. No he aprendido en ningún Santo Padre ni en ninguna decretal que los prelados tuviéramos que dar cuenta de ellos a las niñas como usted…

– ¡Oh, señor obispo… yo no quería!…

– Escuche usted, escuche usted con paciencia, hija mía, escuche usted de rodillas a su prelado.

Obdulia se arrodilló de nuevo llena de confusión, roja como una amapola. La figura corpulenta del obispo se agrandó desmesuradamente delante de sus ojos; su blanca cabeza coronada por el morado solideo resplandecía de majestad.

– Los cargos de la Iglesia católica no deben ser empleos codiciados: no se buscan, se aceptan con humildad y resignación. Cuanto más alto, más duro y espinoso es para el que quiere servir a Dios. Usted, al hablar de injusticia, los ha considerado por lo visto como una granjería, y ha pecado gravemente. Si no he dado el cargo de coadjutor a la persona por quien usted se interesa, esa persona debe agradecérmelo, pues la he librado de muchas terribles responsabilidades que dificultarían su salvación eterna.

Obdulia, viendo el rayo marchar otra vez hacia su confesor, halló palabras para desviarlo.

– Vuelvo a decirle, señor obispo, que el padre Gil nada sabe de este paso… que se morirá de pena y de vergüenza si llega a conocerlo, porque es la modestia y la humildad personificadas. La estimación y el respeto que le profeso, como todos los vecinos de este pueblo, y mi deseo de ver la parroquia en orden y bien servida, me impulsaron en un momento de ligereza a acudir a Su Ilustrísima…

– Pero ¿no comprende usted, hija, que al dar este paso, extraño en una joven sensata y piadosa, se compromete usted, y lo que es peor, compromete usted a un sacerdote gravemente?

– ¡Oh Virgen Santa! ¿Qué he hecho?– exclamó la joven tapándose la cara con las manos.– Sí, sí, comprendo ahora que he sido una loca, que tratando de hacer un bien he causado un terrible mal… Su Ilustrísima me desprecia y tiene razón, porque no soy más que una pobre tonta… Pero no es eso lo malo… Lo horrible es que de aquí en adelante estará prevenido contra un pobre inocente… ¡Jesús de mi corazón, qué tentación ha sido la mía!…

Y rompió a sollozar perdidamente murmurando frases ininteligibles. El prelado se inclinó hacia ella y le habló con dulzura.

– Sosiéguese usted, hija mía. Sosiéguese usted y aprenda que un sucesor de los Apóstoles no puede sentir prevención ni odio. Si usted ha pecado, pida la absolución a su confesor. Serénese usted, que ningún mal ha causado más que a sí misma… Ni el inocente ni el culpable tienen nada que temer de mí. Que lo teman todo de Dios…

Después de pedir muchas veces perdón y derramar infinitas lágrimas, Obdulia besó otra vez con devoción el anillo del prelado, y se levantó. Sin alzar los ojos del suelo murmuró débilmente:

– Adiós, señor obispo. Perdone Su Ilustrísima el disgusto que le he causado, y olvídelo.

– Que la Virgen Santísima la proteja, hija mía. Rece una salve por mí, que bien la necesito— respondió el prelado, dejándola pasar y mirándola con expresión de lástima hasta que traspasó la puerta.

Salió aturdida, loca de vergüenza, con las manos trémulas y las mejillas encendidas. En cuanto llegó a casa se metió en la cama, con una fiebre altísima.

XI

Ya está descifrado el enigma, padre Gil— dijo D. Álvaro desde su butaca viéndole entrar. La sonrisa con que acompañó estas palabras era tan contraída y extraña que daba frío.

– ¿Qué enigma?– preguntó el P. Gil, un poco agitado por el presentimiento de alguna desgracia.

– No se asuste usted; no es el de la Creación: un enigma más modesto, el de la venida de mi mujer a Peñascosa hace unos meses… Entérese usted de esa carta.

El joven presbítero tomó de las manos del mayorazgo la que le presentaba y se puso a leer:

«Mi querido Álvaro: Acabo de saber que Joaquina dio a luz hace seis días un niño, el cual se ha inscrito en la parroquia y en el registro civil con tu apellido. He procurado informarme, y me han dicho que era perfectamente legítimo, puesto que tu esposa ha estado en Peñascosa hace unos meses y ha dormido en tu misma casa. Te escribo apresuradamente para preguntarte si es cierto. Lo dudo mucho, porque no me has dicho jamás una palabra del asunto. Contéstame inmediatamente.

Julio.»

El P. Gil dejó caer los brazos, dobló la cabeza y murmuró sordamente:

– ¡Qué infamia!

El mayorazgo soltó una carcajada.

– Pero ¿aún cree usted que hay infamias en el mundo? ¿De qué le sirve a usted tanto como ha leído? Quisiera que me explicase cómo es posible hacer porquerías dentro de una letrina. Por lo visto, todavía se encuentra usted asistiendo a la primera representación de la comedia. Yo estoy en la segunda, y puedo decir anticipadamente lo que ha de suceder.

– De todos modos, D. Álvaro, me duele en el alma esta indignidad que con usted se ha cometido sin merecerla.

– ¿Indignidad? ¿Llama usted indigna a la araña que ahoga a la pobre mosca en su tela, o al milano que cae sobre el inocente polluelo y lo arrebata por el aire? Pues la misma fuerza infame (¡ésa sí que es la infame!), la misma fuerza que mueve a la araña y al milano es la que habita dentro de mi mujer. La mosca, el pollo y yo merecemos la misma suerte por haber nacido. Porque el delito mayor— del hombre es haber nacido, ya lo ha dicho Calderón, que era sacerdote como usted.

El P. Gil meditó unos momentos, y dijo al cabo, como si se hablase a sí mismo:

– No puedo acabar de persuadirme a que en nosotros no exista más que la fuerza ciega; que esta luz que de vez en cuando brilla en el corazón de los hombres, y que se llama unas veces justicia, otras amor y abnegación, dependa exclusivamente de combinaciones químicas. La infamia es infamia siempre, y despierta en nuestro espíritu un sentimiento de repugnancia. La araña y el milano no saben que hacen el mal, pero su esposa lo sabe.

– ¿Y qué importa? Dote usted a la bestia con la conciencia de sus actos y habrá usted formado al hombre. La conciencia no es más que una antorcha. Los crímenes lo mismo pueden ejecutarse en las tinieblas que a la luz. Si yo pensase, como usted, que hay un Dios creador consciente de todos los seres, le mandaría un «besa la mano» felicitándole por haber formado una criatura tan amable y encantadora como mi mujer y dándole las gracias por haberla reservado para mi uso particular. Desgraciadamente no puedo representarme a ese Dios recibiendo en bata y zapatillas mis tarjetas de felicitación. Creo más bien que ella y yo somos víctimas de la lógica. La vida tiene por objeto inmediato el dolor… Saque usted la consecuencia. Mi mujer nació con uñas para desgarrar. Yo nací con un corazón blando a propósito para ser desgarrado. Sería una contradicción que ella no arañara y que yo no fuese arañado.

– ¡Y sin embargo, usted ha amado a esa mujer con toda su alma!

– ¡Ah, sí!– exclamó el hidalgo, cerrando los ojos y pasando su mano descarnada por la frente.– ¡La he amado!… Por un momento fui comparable a los inmortales del Olimpo. La felicidad cantó dentro de mi alma el himno más hermoso que acompañó jamás a sus divinos juegos. El sol se levantaba y se acostaba tan sólo para dorar mis ilusiones. El mar estaba murmurando ahí únicamente para reflejar las imágenes de oro que cruzaban por mi mente… Ningún hombre fue cazado por la especie con más precauciones, con más exquisito cuidado… Todos los lazos que nos tiende la Naturaleza para realizar su plan misterioso se pueden evitar; hasta la misma voluntad de vivir se puede vencer; yo la he vencido, pues que apetezco con ansia la muerte. Pero esta voluntad de perpetuarse que se manifiesta en toda la especie, esta fuerza soberana que empuja a un individuo hacia otro de sexo diferente, crea usted, padre, que es insuperable… ¡Qué brazo tan bien torneado! ¡Qué espaldas de alabastro! ¡Qué modo tan fascinador de quitarse los guantes y agitar su dedo meñique, que tenía lindísimo!

– No conozco el amor, pero sé que hay dos clases: uno el que tiene por objeto exclusivamente el goce sensual que nos equipara a los brutos, y otro el amor puro de dos almas que se completan, de dos corazones que se unen para gozar y padecer al mismo tiempo, para formar uno solo hasta la muerte. Éste es el amor que nos ennoblece, el único digno del ser humano y que merezca tal nombre.

– En efecto, eso creen todos los poetas cursis y todas las niñas opiladas… Pero usted es una persona formal y no puede pensar semejante disparate. Todo amor, por tierno y sublime que sea, tiene su raíz en el instinto natural de los sexos: no es más que ese instinto individualizado. ¿Ha visto usted alguna vez unirse un corazón de diez y ocho años con otro de ochenta para formar uno solo? Y sin embargo, el de ochenta puede ser tanto y más noble y bondadoso que el de diez y ocho. Suprima usted la voluptuosidad, y ¿cuántos serían los hombres que se unieran a una mujer y soportaran la carga de los hijos y las innumerables molestias del matrimonio por el solo gusto de completar su espíritu? El amor no es más que una treta de la Naturaleza, padre. Para vencer nuestro egoísmo, que es muy grande, nos engaña con una ilusión, haciéndonos creer que lo que deseamos es nuestra felicidad, cuando sólo es el bien de la especie. El individuo es el esclavo inconsciente de…

Un violento golpe de tos le cortó la palabra. Pidió por señas al P. Gil el pañuelo que tenía sobre la mesa y se lo llevó a la boca. Cuando lo separó, estaba manchado de sangre. Una sonrisa de tristeza mortal contrajo sus labios al contemplar aquella sangre.

– Ésta es la única amante que no engaña jamás, padre— dijo mostrando el pañuelo al joven presbítero, que había empalidecido.– Vea usted el beso que acaba de darme. Mañana me dará otro más prolongado; después otro y otro, hasta que me coja entre sus brazos fríos y me estreche eternamente.

Y lo terrible del caso era que tenía razón. La salud de D. Álvaro, que jamás había sido completa, se arruinaba sensiblemente desde hacía una temporada: tal vez desde la visita inopinada de su esposa. Habíase demacrado mucho más, con estarlo siempre bastante. El color, de pálido daba ya en terroso; los ojos habían perdido en movilidad y ganado en brillo; las manos parecían las de un esqueleto.

Desde que supo la cobarde y traidora intriga urdida para que sus bienes fueran a parar al fruto de los adúlteros, no levantó cabeza. Bebió el cáliz del dolor hasta las heces. Lo bebió con la sonrisa en los labios para no desmentir sus teorías, pero el veneno produce siempre su efecto; le abrasó las entrañas. La tos fue en aumento, los esputos sanguinolentos también. Pasaba las noches enteras sin poder conciliar el sueño. Comenzaron a darle algunos ataques de disnea. Todo hacía presagiar un próximo y funesto desenlace.

En aquellos días se operó una crisis interesante en el espíritu atormentado del P. Gil. El materialismo pesaba como una losa sepulcral sobre su corazón. Pero dentro de aquel sepulcro el espíritu idealista del sacerdote se revolvía incesantemente, luchaba con ansia por salir al aire libre y respirar una atmósfera más pura. El afán de sacudir la lepra que le iba royendo poco a poco le impulsó a estudiar los sistemas de metafísica dogmática antiguos y modernos. Fue una felicidad para él que el obispo hubiese nombrado coadjutor al P. Narciso. Tenía mucho más tiempo disponible y el espíritu más libre. Entregose de nuevo a la lectura con ardor febril. Por delante de su vista asombrada desfilaron todas las grandes concepciones del entendimiento humano, los esfuerzos colosales, sublimes, llevados a cabo por el hombre para dar una explicación satisfactoria al gran problema de la existencia. De muchos de ellos tenía noticia, pero era vaga, incompleta y a veces falsa, como que procedía de las citas de los libros que había manejado en el seminario. Al estudiarlos ahora en sus fuentes se sintió poseído de una admiración que semejaba al estupor. La grandeza, la perfección maravillosa de algunos de estos sistemas parecía insuperable y fascinó su alma. Por momentos, cuando acababa de examinar alguno, le parecía haber levantado el velo de la verdad para siempre. Aquel sabio y portentoso engranaje de todas las verdades parciales para obtener la verdad total satisfacía la aspiración de su mente hacia la unidad. Además, aquellos sistemas le devolvían a Dios. No se lo devolvían como él lo quería, personal, providente, atento a las oraciones de los hombres, pero al fin lo alzaban sobre el Universo material como su principio y su razón. Ya no andábamos perdidos como tristes náufragos en el océano turbulento de las fuerzas físicas; ya teníamos algo a donde levantar los ojos y el corazón. El malo volvía a ser malo, y el bueno, bueno. Y como hombre de espíritu lúcido no se fijó en la contradicción superficial de los sistemas, que tanto impresiona y desencanta al vulgo. Fue más allá y vio claramente que, por debajo de esta aparente lucha, los sistemas de la filosofía moderna idealista se besaban fraternalmente. Todos estaban empapados en el mismo idealismo panteista. Penetrando aún más, advirtió que la filosofía alemana se daba la mano con la griega al través del desierto de la Edad Media.

 

Por desgracia, el último filósofo que leyó fue a Kant, debiendo ser el primero. Al recorrer las primeras páginas de la Crítica de la razón pura, sintió la impresión extraña del que va a contemplar un paisaje y le faltan los pies.

Estaba avezado a no pensar en el suelo, y hete aquí que de repente se hunde. Para conocer las cosas es preciso averiguar antes si podemos conocerlas. Y el resultado que iba deduciendo de la lectura es que de las cosas no podemos conocer más que la apariencia. Nuestros conocimientos no son, en último término, más que percepciones; las percepciones, impresiones, modificaciones de nuestro propio ser. Todo es, pues, una pura representación. El instinto le obligó a buscar con anhelo tierra firme; pero cuanto más se esforzaba en levantar los pies, más se hundía, a imagen de los incautos que penetran en un terreno pantanoso. Alzábase repentinamente y quería apoyarse en esas nociones firmísimas que jamás han faltado al entendimiento humano, en las nociones de Tiempo y Espacio. El filósofo de Koenisberg le demostraba poco a poco, con lógica inflexible, que el Espacio y el Tiempo no son seres reales, ni tampoco propiedades de estos seres, sino tan sólo formas de la percepción que tocan a las cualidades de nuestro espíritu y no a la realidad externa. Buscaba después con ansia apoyo en el enlace constante de la causa con el efecto. Kant le hacía ver que este enlace no es más que el encadenamiento no interrumpido de los cambios sucediéndose en el tiempo, que cada efecto es un cambio y cada causa también. Por lo tanto, que es tan absurdo pensar en una causa primera de las cosas como en el sitio en que termina el espacio o el instante en que el tiempo ha comenzado.

El pánico se apoderó de su alma como nunca. El positivismo materialista le dejaba algo: la materia era una realidad; sus relaciones también. Además, nunca se había entregado a él, por más que agitara en su mente dudas violentísimas. Pero ahora quedaba solo, sumido en completa oscuridad, lo mismo acerca del universo que nos envuelve, como de su propia existencia y destino. Luchó, pues, con las ansias del que va a morir, con la desesperación del náufrago que disputa a otro el socorro de una tabla. Discutió las proposiciones del libro una por una. Era el combate de un niño con un atleta. Cada una de aquellas proposiciones había sido meditada en todos sus aspectos largamente por el pensador más profundo de su siglo y también por el más prudente. ¿Qué fuerza habían de hacer sus débiles manos contra baluartes fabricados con tanto esmero? Su espíritu sobrexcitado imaginaba un argumento; lo apuntaba en la margen del libro; lo juzgaba inexpugnable. A la página siguiente se encontraba con que el filósofo ya lo había tenido en cuenta y lo deshacía de un soplo.

¡Lucha triste y cruel! Lanzaba, en el frenesí de su cólera y pavor, una granizada de golpes al pecho del viejo atleta. Éste permanecía inmóvil como una roca. Luego, con burlona calma, dejaba caer su mano de hierro sobre la frente del sacerdote y le hacía rodar por el suelo. Alzábase vivamente y acometía de nuevo con mayor ardimiento, y otra vez volvía a caer aturdido por el golpe. Se aproximaba al término del libro. Sentía ya sus fuerzas agotadas. Quiso, no obstante, tentar un último esfuerzo contra aquella lógica abrumadora y desembarazarse de los lazos que le aprisionaban. Todo fue inútil. El hércules alemán le sujetó entre sus brazos poderosos, le sacudió unas cuantas veces, cual si fuese de paja, y por último lo arrojó con violencia al suelo.

Ya no pudo levantarse. Cuando despertó de su aturdimiento se confesó que estaba vencido. El mundo se le ofreció entonces claramente como su propia representación. Todo lo que existe no existe más que por el pensamiento. El filósofo de Koenisberg no quiso sacar esta consecuencia; pero estaba bien clara; no había otra posible para sus terribles premisas. Ese sol que nos alumbra, ese mar que ruge a nuestros pies, esos mundos que pueblan el espacio son otras tantas representaciones de nuestro pensamiento. Sólo sabemos de ellos que hay un ojo que los ve. El centro de gravedad de la existencia recae en el sujeto y es un fenómeno de su cerebro. Todo este universo tan rico y tan vario, todos los seres grandes y pequeños, los astros como los insectos, tienen suspendida su existencia de un hilo muy delgado, el hilo de la conciencia. El mundo guarda mucha semejanza con un sueño, una quimera… Y de ese Dios creador de las cosas, padre de los hombres, ¿qué sabemos? Jamás sabremos nada. Desde el momento en que el mundo y el orden del mundo son puros fenómenos determinados por nuestra inteligencia, no tiene razón de ser una Inteligencia Suprema. Había llegado la hora de poner a Dios a la puerta y despedirlo con todos los honores de un rey destronado legalmente.

Pálido, anhelante, con el cuerpo rendido a la fatiga y el alma deshecha de dolor, el P. Gil permanecía extendido en su pobre sillón. Tenía el libro abierto sobre las rodillas, los brazos pendientes, los ojos cerrados. Por los intersticios de sus pestañas comenzaron a rezumar algunas lágrimas, que bajaron trémulas y silenciosas por sus mejillas. Era la imagen triste del vencido. Poco después su cuerpo delicado se estremeció, contrajéronse los rasgos de su fisonomía dulce y apacible, y sacudió su pecho un sollozo. Se llevó las manos al rostro y lloró con desconsuelo.

– ¡Nada, nada!… ¡Nunca sabremos nada!

Su ama D.ª Josefa quedó estupefacta al penetrar en la estancia y encontrarle de aquel modo. El excusador levantó la cabeza y se apresuró a volverla en seguida para que la buena mujer no advirtiese su estado; pero ya era tarde.

– ¿Cómo?… ¿Está usted llorando, señor excusador? ¿Qué le ha pasado, criatura? ¡Virgen de la Soledad! Si tuviera padres o hermanos, creería que se le había muerto alguno… Apuesto a que ese narizotas de D. Narciso le ha dado otro disgusto. ¡Desprécielo, D. Gil, desprécielo!