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Empezaba a amanecer. Clareaba el horizonte y soplaba un viento húmedo y caliente, propio de primavera y de tiempo achubascado. El carruaje rodaba por la carretera, haciendo saltar nubes de lodo. Era una carretela vieja que en otro tiempo debió de pertenecer a un particular. Obdulia se colocó en la trasera y el P. Gil en la delantera, lo más lejos posible. Siguió mostrándose serio y taciturno, más aún que antes. La joven le observaba con el rabillo del ojo, y adivinando lo que pasaba en su espíritu, permanecía silenciosa también, en un estado de recogimiento que diera buena muestra de sus místicos pensamientos. Para ayudar a ella, dijo al cabo de media hora de silencio:

– Padre, no hemos pedido a San José que nos proteja en nuestro viaje.

– Es cierto— respondió el clérigo, cuyos ojos claros, azules, vagaban perdidos por el paisaje, que empezaba a desembozarse del manto oscuro de la noche y salía fresco y hermoso y goteando todavía de su baño prolongado.

– ¿Quiere usted que le recemos cinco padrenuestros?

El sacerdote se despojó del sombrero en silencio y comenzó en voz baja a decir el padrenuestro. Obdulia le respondió con verdadera emoción, también en voz baja. Formaban la del uno y la del otro un murmullo suave, discreto, que sin saber por qué llenaba de emoción el alma de la joven. Sentíase poseída de una languidez extraña, de una felicidad íntima, que aniquilaba o adormecía su pensamiento. El ruido sordo de las ruedas del coche y el cascabeleo de las mulas contribuían a sumergirla en este arrobamiento. Cuando terminaron, quedó largo rato ensimismada. Por su gusto aquella oración no se hubiera terminado nunca.

Pero el joven presbítero se había puesto el sombrero y miraba otra vez por la ventanilla. El paisaje se animaba bajo la claridad rosada de la aurora. El viento había barrido los nubarrones hacia el poniente y dejaba en la parte de levante una claraboya por donde surgía esplendoroso el disco del sol. Aquella visión le apartó del mísero cuidado que ocupaba su mente. Sintió un estremecimiento y cayó de nuevo en la idea fija, terrible, que desde hacía algunos días le roía el corazón. Volvió a sentir aquella angustia opresora que hinchaba poco a poco su pecho y que amenazaba ahogarle. Dejó de existir Obdulia y cuanto tenía a su alrededor. No quedó en el Universo más que su pensamiento frente al gran problema del conocer.

Aquélla, que le observaba atentamente, no se atrevió en mucho tiempo a turbar su éxtasis. Pensaba que lo que le ponía taciturno era lo que le había leído antes en los ojos, el pesar de haberse colocado en una falsa situación. Sin embargo, concluyó por hablar y adoptó el tono jocoso. Quería distraerle a todo trance.

– Padre, está usted muy pensativo. Usted tiene hambre.

El sacerdote hizo un esfuerzo para sonreír.

– No tal.

– Sí, la tiene; no me lo niegue usted. ¡Y el hambre nos hace pensar unas cosas tan tristes!… Verá usted cómo yo le quito en un momentito esa cara de vinagre y se la pongo de jerez amontillado… Aquí lo traigo en este frasco…

Al mismo tiempo abrió un saquito de piel que traía en la mano y comenzó a sacar vitualla y dos o tres frascos con vino y leche.

– Yo necesito verle a usted con cara de pascua, padre— prosiguió mientras desenvolvía los papeles blancos en que traía envueltas las rajas de carne, de pescado, los pastelitos, etc.– En cuanto le veo a usted esa arruguita ahí… ahí— y le tocó con su dedo en la frente: el sacerdote la retiró con viveza,– ya me tiene usted más triste que la noche… ¿Por qué será?… ¿Por qué no será?… Usted, que sabe tanto, me lo dirá.

Las últimas palabras las dijo canturreando y afectando distracción.

– ¡Ea! Voy a poner la mesa… Tenga usted quietecitas las piernas, que necesito de ellas en este momento.

Juntó las suyas con las del clérigo, extendió una servilleta por encima y fue colocando los víveres. Los frascos con el vino los puso en el suelo.

– Me parece que no habrá necesidad de que saque los tenedores, ¿verdad?… Seamos humildes. Comamos con los dedos.

– ¿Es humildad, o es que le sabe mejor así?– preguntó sonriendo el P. Gil.

Obdulia soltó la carcajada.

– Es usted mi confesor y no puedo decirle mentira. Me gusta así mucho más… Es de las pocas cosas sucias que me gustan.

– Eso último tampoco es humildad— dijo el confesor sin dejar de sonreír.

– Vaya, vaya, no se me ponga regañón y coma con garbo… si es que sabe… que estoy viendo que no… Pero ¡criatura! ¿Qué hace usted ahí echando bocados a ese trozo de mero sin quitarle las espinas?… ¿No ve usted que se le puede clavar una en la garganta?… Deme usted acá— y se la arrebató al mismo tiempo de las manos.– Verá usted cómo yo se las quito sin dejar una… Digo… si es que usted no tiene asco a mis dedos…

El P. Gil se apresuró a hacer signos negativos.

– Salen ahora mismo de los guantes… Además— exclamó riendo,– usted me tiene mucho cariño y lo come más a gusto pasando por mis manos… ¡Qué tonta soy! ¿Verdad, padre?– añadió bajando la voz.

– Tonta, no. Un tanto ligera, sí— repuso el sacerdote, acompañando estas palabras con una sonrisa para desvirtuar su aspereza.

La joven se puso encarnada. La conversación se hizo más seria.

Cerca de las nueve divisaron las torres de Lancia y la gran cortina negra de montañas que cierra su horizonte. El cielo estaba despejado. El viento soplaba tibio del Sur. La mañana ofrecía esa dulzura exquisita que se observa en algunos días de primavera.

El P. Gil advirtió al cochero que pasase cerca de la capital sin entrar y se dirigiese a la primera estación del ferrocarril, distante una legua de ella. Había resuelto tomar el tren allí para mayor recato. La estación, se llamaba la Reguera. Cuando llegaron eran las once. Debían esperar dos horas y media, porque el tren no pasaba por allí hasta la una y cuarenta.

La Reguera estaba situada al extremo de un pintoresco y risueño valle. Desde la estación, asentada en un alto terraplén, se divisaba todo perfectamente. Circundábalo un cinturón de colinas suaves vestidas de árboles y praderas y después de éste otro de altas y escuetas montañas, cuyos tonos rojizos formaban hermoso contraste con el verde del primero. En el llano había un mosaico caprichoso de prados con lindes de avellanos, tierras de maíz y arboledas. Por el medio atravesaba majestuoso un río ancho, cristalino, que, herido por el sol, parecía una gran faja brillante de plata. Así que despidieron el coche, Obdulia propuso a su confesor el bajar a este llano y aguardar allí la llegada del tren. Aceptó gustoso, por librarse de las miradas de la gente de la estación. Bajaron por un sendero estrecho y empinado y entraron en un bosque de castaños que se prolongaba hasta la orilla del río. El sacerdote advirtió que estaba muy húmedo, pero la joven marchaba delante dando gritos de alegría, metiéndose hasta la rodilla en la yerba, batiendo las palmas como una niña a quien perdonasen la escuela. Las grandes copas de los castaños aún no estaban vestidas del follaje que ostentan en el verano. Los rayos del sol, pasando al través de sus ramas descarnadas, bebían el agua fresca que formaba charcos entre el césped.

Obdulia no paró hasta llegar al talud guijarroso que servía de margen al río. Allí se detuvo y volvió la vista atrás y contempló con semblante risueño a su confesor, que venía tomando precauciones, apoyando con cuidado el pie en los sitios más secos. Tenía el rostro encendido por la carrera, los cabellos revueltos y sus grandes ojos negros brillaban con expresión de vivo placer.

– ¡Ande usted, cobarde! ¿Tiene miedo a morirse por los pies?

– Y si pilla usted un catarro, ¿cómo podrá resistir la vida dura del año de noviciado?– repuso el clérigo aproximándose.

Por los ojos de la joven pasó una nube sombría y quedó repentinamente seria. Luego, haciendo un esfuerzo para animarse, dijo:

– ¿A que no se atreve usted a desenganchar esa lancha para que demos un paseito por el río?

– ¡Ya lo creo que no!

– Pues yo sí… Ahora va usted a ver.

Una gran barca vieja y deteriorada, que servía para trasportar a los paisanos de una orilla a otra en los días de mercado, yacía amarrada por una cadena a la orilla, debajo de unos juncales que la sombreaban.

– ¡Ay, qué lástima!– exclamó la joven devota cogiendo entre sus manos la cadena.– ¡Tiene candado!

– Me alegro. Eso evita que usted hiciera una locura.

– Pues yo no renuncio a flotar un poco. Me meto dentro. Soy de puerto de mar y el agua es mi elemento.

Y diciendo y haciendo, saltó con decisión en la barca, que se inclinó de un lado para recibirla; se fue por encima de los bancos hasta la popa, y allí se sentó.

– ¡Oh! ¡Qué bien se está aquí a la sombra! Y hay su cachito de balanceo… Véngase, padre. En ninguna parte se puede esperar mejor…

El clérigo saltó también por encima de los bancos, y se fue a sentar no lejos de ella. La sombra, en efecto, era grata en aquella hora del mediodía. La corriente balanceaba suavemente la lancha y producía al chocar un glu glu suave y cristalino que convidaba al sueño. Después de alegrarse de su buena fortuna por hallar asiento tan agradable y de cambiar algunas frases, ambos guardaron silencio. Obdulia inclinó su cuerpo sobre el agua y clavó los ojos en ella con expresión melancólica. El P. Gil dejó los suyos vagar por el horizonte, recorriendo sin verlas las altas montañas que aislaban el valle del resto del mundo. Y como siempre que quedaba un momento abstraído, la fatal duda volvió a flotar en su mente. ¿Qué era todo aquello que tenía a su alrededor? Una pura representación de su pensamiento, un producto de él, un sueño quizá… ¡Un sueño!… Mientras dormimos también vemos, también palpamos, lo sentimos todo al igual que despiertos. ¿Por qué no ha de ser la vida un largo sueño? La diferencia que establece Kant entre la vigilia y el sueño le parecía deleznable. Porque el encadenamiento de las representaciones lo mismo existe en la una que en el otro. Lo único que rompe este encadenamiento es el acto de despertar. Pero muchas veces al despertar confundimos los acontecimientos del sueño con los de la realidad. ¿No indica esto bastante claramente que todo tiene el mismo origen y fundamento? ¿Por qué razón decimos que los unos son reales y los otros no?…

 

Sacole de su intensa meditación la voz de Obdulia, que desde hacía algunos minutos le observaba.

– Vamos, padre, no piense usted más en eso, y dígame de verdad si no está a gusto aquí.

– ¿En qué no he de pensar, hija mía?– respondió el sacerdote poniéndose levemente colorado, como si ya se lo hubiese adivinado.

– ¡En eso!… No sé lo que es, pero debe de ser algo malo cuando le hace a usted arrugar la frente y abrir unos ojazos pasmados como si viera delante un alma del otro mundo… Vamos, piense usted un poco en mí, ya que me he confiado a sus cuidados.

– Ya pienso. ¿No acabo de advertir a usted que no debía mojarse los pies? Pero usted no hace caso— replicó sonriendo con benevolencia.

– ¡Eso es! Se acuerda usted de mí para regañarme… ¡Se ha vuelto usted muy regañón, padre!… En otro tiempo era usted más cobarde, más suavecito; todo lo decía dando rodeos, de miedo de ofender a una… ¡Pero ahora! ¡Anda, anda, buenos rodeos te dé Dios!… Ya ha aprendido bien a regañar… Por supuesto— añadió cambiando de tono y acercándose más a él— que a mí me gusta más de esta manera. Yo quiero que mi confesor tenga firme por las riendas, que sea severo y hasta duro conmigo… Usted me riñe poco todavía, padre. Quisiera que usted fuese más severo… que me castigara fuerte… y hasta me pegara, para demostrarle bien mi sumisión.

Dijo las últimas palabras con voz temblorosa y el rostro avergonzado, fijando en su confesor una mirada de tímida adoración. El rostro de éste expresó turbación y disgusto. Volvió la vista al otro lado y guardó silencio.

Al cabo de unos instantes, la joven devota, que miraba melancólicamente al agua, dijo con ímpetu reprimido:

– Cuánto daría porque se rompiese la cadena que sujeta esta barca y la corriente me llevase muy lejos… ¡muy lejos!… donde no viese nada de lo que he visto hasta ahora, donde todo lo que imaginara se realizase al instante… ¡Ah! Yo quisiera ir a parar a un valle más pequeño que éste, pero más risueño todavía: el cielo siempre azul, la tierra llena de flores y animales hermosos que viniesen a comer a mi mano. Y vivir allí sola con Dios y las personas que eligiese para acompañarme. Vivir enmedio de los campos y entender lo que dicen los árboles cuando el viento agita sus copas y lo que murmuran las fuentes y lo que gorjean las aves y lo que silban los insectos. Marchar siempre acompañados de una escolta de pajaritos de Dios que nos enseñaran el camino y nos deleitaran con su canto, embriagados por los aromas de las flores, inundados de luz, envueltos en la caricia de una primavera eterna. Esto es lo que soñaba cuando tenía catorce años. Y hoy, sin saber por qué, vuelvo a soñarlo otra vez… Pero no— añadió con voz profunda al cabo de una pausa, frunciendo fuertemente su frente pálida,– mejor sería que la barca me llevase a alguna gruta oscura entre peñascos inaccesibles y me volcase allí y me sepultase en sus aguas negras, para que nunca más se volviese a saber de mí… Así concluiría de una vez de padecer…

Al pronunciar las últimas palabras se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar.

El P. Gil la contempló un momento con ojos severos.

– Lo que acaba de decir es una gran impiedad, tanto más grande y abominable, cuanto que sale de una boca que va a pronunciar muy pronto votos sagrados.

– Perdón, padre… Son sueños nada más.

– Pida usted perdón a Dios y prepárese de un modo más respetuoso para ser su esposa.

El P. Gil se levantó al decir esto gravemente y salió de la barca. Obdulia le siguió con el pañuelo en los ojos.

Subieron de nuevo a la estación. En una cantina próxima tomaron caldo y aguardaron la llegada del tren, que no se hizo esperar. No había ningún coche vacío, pero en uno estaba solamente una persona, y a él subieron. Partió el tren al instante. El viajero les miró distraídamente, con poca curiosidad, figurándose tal vez que eran hermanos. Sin embargo, al cabo de unos momentos la joven pidió a su confesor que le bajase la maleta de la rejilla para sacar un pañuelo. El viajero percibió que se trataban de usted, y entonces los examinó con viva atención. El padre Gil se turbó bajo su mirada fija, inquisidora. Por fortuna, a la tercera estación se bajó. Pero todavía, en pie sobre el andén, los seguía saetando con los ojos hasta que el tren se puso en marcha.

Ambos guardaron silencio obstinado. El padre Gil ya no se sentía arrastrado por la metafísica; empezaba a atormentarle una sorda inquietud que llenaba su espíritu de temores, de vagos presentimientos. Sentía vergüenza singular desde que el viajero que se había apeado les observara con atención tan sostenida. Aquella muchacha le inspiraba miedo. Un tropel de pensamientos feos, insensatos, acudió a su cerebro y lo llenó de confusión. Tenía las mejillas encendidas y los ojos asustados. Procuraba evitar el encuentro con los de su penitenta, que sentía posados constantemente sobre él.

Por atracción irresistible o por casualidad llegó un momento en que se cruzaron sus miradas. La joven dejó escapar una risita maliciosa. El sacerdote apartó prontamente la vista y permaneció grave, como si no la hubiera advertido. Al cabo de un rato volvieron, sin saber cómo, a encontrarse sus ojos, y otra vez soltó a reír la devota, mirándole con semblante alegre. El padre Gil no hizo aprecio de ello y volvió el suyo hacia la ventanilla. Pero Obdulia exclamó:

– ¿A que no sabe, padre, de qué me estoy riendo?

– Usted dirá— repuso gravemente el clérigo sin volver la cabeza.

– Pues de usted.

– ¿Por qué motivo?– preguntó con naturalidad y modestia.

– Porque adivino perfectamente lo que está pensando. Usted teme que llegue la noche, como los niños… Empieza usted a estar violento con una mujer que todavía no es vieja, y se arrepiente ya de haber cedido a acompañarme…

– No anda usted muy distante de la verdad— replicó el sacerdote con firmeza.

Obdulia se turbó un poco; pero reponiéndose inmediatamente:

– Eso prueba su gran modestia, padre. Un santo como usted no debe temer nada en ninguna situación. Yo, sin ser santa, estoy perfectamente tranquila.

Estas palabras gustaron al P. Gil. Le respondió con benevolencia, y un poco más sereno y confiado, volvió a entablar conversación con ella, procurando mostrarse familiar y jocoso, tanto más cuanto que deseaba alejar el malestar y la inquietud que se cernía sobre ellos.

Rezaron el rosario. Luego cenaron con la vitualla que traían. Mientras duró la cena, Obdulia estuvo oportuna y alegre. El clérigo le seguía el humor con cierta afectación para ocultar el embarazo que a su pesar le dominaba.

Había cerrado la noche, una noche soberbia de Castilla, fría y azul, alumbrada por los rayos de la luna, que trasformaba la llanura en un vasto lago dormido. El tren corría a toda velocidad por el medio rompiendo con sus silbos estridentes, con el fragor de su marcha, el encanto de aquella claridad suave y tranquila. Los altos chopos parecían flotar sobre ella como fantasmas envueltos en el blanco cendal de la neblina.

Los cristales del coche se empañaron al fin. Obdulia se apartó de su confesor y fue a arrebujarse en un rincón, tiritando de frío. Luego se puso a hacer dibujos sobre el cristal con un dedo. Escribió su nombre: Obdulia Osuna; después el de su confesor, Gil Lastra. Y volviéndose al rincón, se rebujó de nuevo. El P. Gil, que había leído bien desde su sitio los dos nombres, se acercó a la ventanilla, con pretexto de estirar las piernas, y escribió debajo del suyo con letra clara: presbítero.

Trascurrió un rato en silencio. Ambos parecían soñolientos. Obdulia dijo al cabo:

– Con permiso de usted, voy a acostarme un poquito, padre. Tengo sueño.

Y se estiró sobre los almohadones, echándose una manta encima de las piernas.

– ¡Ay! ¡ay!– exclamó a los pocos instantes.– ¡Cómo me lastiman las botas!… ¡Claro, como las he humedecido primero y luego puse los pies sobre el calorífero, se han contraído!… Vamos, padre— añadió sonriendo graciosamente,– sírvame de doncella una vez siquiera… Quítemelas usted, que yo no puedo.

Una ola de rubor subió a las mejillas del sacerdote. Tuvo un momento de vacilación.

– Vamos, padre— insistió ella,– sea usted humilde como todos los santos. El Papa lava los pies a los pobres: bien puede usted quitarme a mí las botas.

El P. Gil se levantó y empezó con mano temblorosa, rojo como una amapola, a soltar los botones del calzado a su hija de confesión. Ella le contemplaba con sonrisa maliciosa.

– Muchas gracias, padre. Ahora hágame el favor de envolverme las piernas en la manta… Así; perfectamente. Ahora acuéstese un poco también y no haga ruido.

El sacerdote, que a todo esto sonreía forzadamente, se acomodó en el rincón opuesto y quedó de repente serio, con el entrecejo violentamente fruncido. Una viva terrible inquietud se apoderó de su espíritu. La escapatoria le iba pareciendo una ligereza cada vez más imperdonable. Aquella muchacha, ni tenía verdadera vocación de monja, ni llevaba trazas de tenerla jamás. Era un temperamento frívolo, malicioso, arrebatado, capaz de cualquier atrocidad. ¡Qué necedad la de haber cedido a sus instancias! Se confesaba que merecía un poco lo que le estaba pasando por su afán de desembarazarse de ella a todo trance. Pero como ya no era tiempo de volverse atrás, lo importante era dejarla cuanto más antes en el convento, y a eso debían tender todos sus esfuerzos.

Obdulia parecía dormida. Sus ojos, no obstante, se entreabrían de vez en cuando para mirarle, y dejaban escapar una llamarada burlona y maliciosa.

A las nueve llegaron a Palencia. Se hicieron guiar a una posada modesta. Antes de retirarse cada cual a su habitación, el P. Gil quiso prevenir todo lo necesario para emprender el viaje a Astudillo al día siguiente. Mandó buscar caballos, se enteró del camino que habían de seguir, del tiempo que iban a tardar, etc. Quiso dejarlo todo listo, a pesar de que Obdulia le indicaba que no corría tanta prisa. Puesto que se trataba de un viaje corto, por la mañana era fácil arreglarlo todo. Pero el excusador no podía disimular el ansia que tenía de dejar zanjado aquel asunto.

Se levantó muy temprano, pero no se atrevió a avisar a la joven. Entretuvo su impaciencia rezando, paseando por la habitación, yendo a casa del alquilador de los caballos para cerciorarse de que los tenía dispuestos. Al fin, cerca ya de las diez, se atrevió a pasar un recado por la criada, preguntándole si estaba ya preparada a partir. La respuesta que aquélla trajo fue que la señorita aún no se había levantado, por hallarse un poco constipada, que en cuanto se levantase le avisaría para ponerse en camino.

Sin saber por qué, aquella novedad produjo en el P. Gil un gran desconsuelo; sintió profundo disgusto, presintiendo una catástrofe. Una hora después recibió otro recado de ella aconsejándole que almorzase solo y pasase después por su habitación, que para entonces ya estaría vestida y preparada. Así lo hizo, cada vez más inquieto y receloso; pero al entrar en el cuarto de la joven, encontró que estaba, en efecto, levantada, pero de ningún modo dispuesta para partir. Vestía una bata elegante y tenía los cabellos recogidos en una cofia blanca con lazos de seda encarnados. Estaba bastante pálida y tenía los ojos con señales de haber llorado.

El P. Gil se detuvo a la puerta y frunció el entrecejo.

– Entre usted, padre, y siéntese aquí en esta butaca— dijo ella desde una sillita, mirándole con dulzura.– Ya estoy bien. He pasado una noche muy mala.

– ¿Ha tosido usted?– preguntó el excusador, sentándose.

– No… la he pasado toda llorando.

El clérigo la miró estupefacto.

– ¿Cómo es eso, hija mía?

Obdulia se llevó el pañuelo a los ojos y no contestó. Al cabo de un largo silencio dejó caer el pañuelo, se apoderó de una mano de su confesor y la besó con efusión repetidas veces y la llenó de lágrimas, exclamando:

– ¡Soy muy desgraciada!

El P. Gil quiso retirar la mano suavemente, pero la devota se la apretó con más fuerza.

– No… no me retire usted esta mano, padre… esta mano que tantas veces me ha absuelto de mis pecados, y que ahora ¡ay! no podrá absolverme ni sacarme del abismo en que he caído…

– Cálmese usted, hija— repuso el clérigo, impresionado.– ¿Acaso se arrepiente usted de su decisión?… Por eso no ha caído usted en el abismo. Todo se puede arreglar sin escándalo. Tiene usted un año de noviciado, en que puede salir del convento cuando lo desee…

 

Obdulia volvió a taparse el rostro con las manos y dijo entre sollozos:

– No es eso… Es otra cosa peor… Yo tengo un secreto, padre; un secreto que me pesa en el corazón hace tiempo y que me ahoga…

El P. Gil quedó unos instantes suspenso, y dijo al fin:

– Si usted lo desea, iremos a la iglesia y la escucharé en confesión.

– No, no… Usted ya no puede ser mi confesor— y levantando repentinamente la frente, pálidas las mejillas, los ojos secos y brillantes, donde se pintaba una resolución extrema, siguió:– Sé muy bien, padre, que mi vida entera está destinada a llorar… Sé también que después de esta vida me espera quizá una eternidad de tormentos. Pero la desesperación no cuenta los tormentos ni teme nada. No tiene más que un pensamiento. Todo lo demás queda aniquilado… Yo le he engañado a usted, padre. Yo no quiero ni puedo ser esposa de Jesucristo, porque sería infiel a mis juramentos. Tengo dentro del alma, allá en el rincón más oculto y sagrado, un amor al cual seré fiel toda la vida. Este amor es mi delicia y es mi tormento. Hace dos años que vivo muriendo de una muerte dulce, porque adoro mis propios sufrimientos… Hace dos años que lloro en silencio, pero mis lágrimas son dulces y las bebo con placer. Sin saberlo, padre, usted me ha estado envenenando lentamente; pero, lejos de aborrecerle, le quiero, le adoro con toda mí alma… He procurado arrancar de mi alma este amor que me consume, he golpeado mi pecho, he martirizado mis carnes… Usted bien lo sabe, padre… Después me he convencido de que era inútil, y lo he dejado florecer en mi corazón. Cúmplase la voluntad de Dios. Sé que estoy condenada, pero yo le quiero a usted… ¡Te quiero! ¡te quiero más que a mi salvación!… Llévame adonde se te antoje, pero no me separes de ti… Déjame ser tu sierva… Déjame besar el suelo que pisas…

Cayó de rodillas delante de su consejero, con el rostro entre las manos. Al través de sus dedos flacos se notaba el vivo carmín de que estaba cubierto.

El P. Gil se puso en pie vivamente, pálido como un muerto, con el espanto pintado en los ojos. Sus labios temblaron para fulminar sin duda alguna frase durísima, pero no llegó a pronunciarla. Se lanzó rápidamente a la puerta y desapareció por ella.

Salió de casa sin darse cuenta de lo que hacía. Caminó a la ventura largo rato por las calles en un estado de aturdimiento que le impedía razonar sobre lo que acababa de sucederle. Saliose al campo y dio un largo paseo. El cansancio físico produjo su acostumbrado efecto sedante y comenzó a ver con claridad su situación. Nada ganó con ello. Lo que le estaba pasando era gravísimo, una verdadera catástrofe. Sus presentimientos se habían realizado. ¿Cómo volver a Peñascosa con la muchacha? ¿Cómo dejarla allí abandonada? Todas las soluciones que acudían a su mente le parecían igualmente comprometidas. Pensó en telegrafiar al padre, pero no era posible explicar en un telegrama lo ocurrido, ni aun de palabra podía hacerlo dignamente. Además, ¡quién sabe de lo que sería capaz aquella loca si se veía acosada! Una viva irritación se iba apoderando del alma pacífica del presbítero. Hacía ya tiempo que no estimaba a la exaltada beata; ahora la aborrecía.

Cuando regresó a casa era ya noche. Se encerró en su cuarto sin preguntar por su compañera, y continuó meditando con febril impaciencia sobre el mismo tema. La solución que le pareció menos mala, después de haber tomado y desechado muchas, fue presentarse al obispo de la diócesis y confiarle todo el asunto y pedirle consejo y órdenes para salir del paso.

– Señor cura, la señorita que ha venido con usted me manda decirle que haga el favor de pasar por su habitación.

El P. Gil levantó la cabeza, y avergonzado y confuso como si tuviera que arrepentirse de algo, respondió a la huéspeda:

– ¿La señorita?… ¡Ah! Bien… Allá voy en seguida.

Pero no se movió del sitio. Aquella llamada aumentó aún más su irritación. Estaba resuelto a no volver a verla mientras el prelado no interviniese en un asunto que tan gravemente podía comprometerle. Trascurrió cerca de una hora. Al cabo de ese tiempo se presentó de nuevo la patrona, toda azorada.

– La señorita tiene un ataque y está en la cama sin conocimiento. ¡Venga, venga, señor cura!

– ¡Voy, voy!– exclamó asustado, corriendo en pos de ella.

En efecto, Obdulia yacía en la cama, privada de sentido y extrañamente pálida. Parecía muerta. El P. Gil sintió al verla en tal estado una punzada de remordimiento en el corazón. Se apresuró a prodigarle todos los cuidados que en el momento se le ocurrieron. Entre la patrona y él le bañaron las sienes con agua fría, le hicieron oler algunos pomos de los que ella traía en su saquito de mano. No tardó mucho en abrir los ojos. Estuvo algunos momentos con la mirada seria y fija en el sacerdote. Luego sonrió dulcemente. La huéspeda se apresuró a ofrecerse.

– ¿Quiere usted que llamemos al médico, señorita?

– No, no… Esto no es nada… Hágame una tacita de tila.

– Ahora mismo.

Cuando se quedaron solos, la beata volvió a mirarle larga y fijamente. Al cabo dijo con voz débil:

– Escuche usted, padre.

– ¿Qué desea usted, hija mía?– respondió inclinando la cabeza hacia ella.

– Acérquese usted más… No puedo esforzar la voz.

El P. Gil se inclinó todavía más. Súbito, con movimiento imprevisto, la joven devota sacó los brazos desnudos de la cama y se los echó al cuello, atrajo su rostro hacia el de ella con inusitada fuerza y le dio un beso prolongado, frenético, en los labios, y después otro y otro. El sacerdote forcejeó en vano por desasirse. Aquellos brazos le apretaban como si fuesen de hierro, y una nube de besos ardorosos corría por todo su rostro, sin tregua. No se oía en la estancia más que el suave rumor que producían y el resuello de dos pechos anhelantes.

Al fin, el sacerdote, con un supremo esfuerzo, se desligó. La joven cayó pesadamente en la cama. Aquél se sintió acometido de tal susto, repugnancia y horror que, después de vacilar unos momentos, perdió el sentido y se desplomó sobre el pavimento.

Viéndole caer, la joven se levantó con presteza del lecho y acudió solícita a socorrerle. Pero al poner los pies en el suelo, su flaca naturaleza, hondamente perturbada por lo que acababa de suceder y por la vista de su confesor tendido en el suelo, le faltó también y cayó presa de un síncope.

El del P. Gil era un desmayo pasajero. Tardó pocos segundos en volver en sí. Incorporose en el suelo, y viendo a Obdulia tendida a su lado en camisa y con una parte del cuerpo descubierta, sintió un fuerte estremecimiento de vergüenza y se alzó como movido por un resorte. Y pensando con horror que podía llegar el ama en aquel momento, se apresuró a tomar a la joven entre sus brazos para trasportarla a la cama. Cuando la tenía suspendida a media vara del suelo, sintió ruido en la puerta. Volvió la cabeza aterrado, y un grito ahogado de vergüenza se escapó de su garganta. A la puerta estaban Osuna, D. Martín de las Casas y D. Peregrín Casanova.

– ¡Ya cayeron los tórtolos!– gritó D. Martín con voz estentórea.

El P. Gil dejó caer de nuevo a la joven y retrocedió, mirándoles con ojos de espanto.

– ¿Qué es esto?… ¿Qué es lo que pasa? ¡Mi hija!… ¡Dios mío!– clamó Osuna, apresurándose a reconocerla.

– Oiga usted, ¡sucio, canalla, desorejado!– profirió D. Peregrín, dirigiéndose al excusador.– ¿Qué situación es ésta para un sacerdote? ¿No se le cae la cara de vergüenza?

D. Martín de las Casas le agarró con la mano izquierda por el brazo, y empujándole contra la pared, le vomitó con voz campanuda, blandiendo al mismo tiempo el bastón:

– ¡Granujota, indecente! ¡En buen lugar has dejado a los que te sacaron del polvo! ¡Miserable gusano, debiera aplastarte y arrojarte después como una piltrafa a la calle para que te coman los perros! Debiera clavarte por las orejas a la pared y exponerte a la vergüenza pública… Por lo menos debiera romperte las costillas con este bastón, ¡y me están dando ganas de hacerlo!