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– Deseo que manifieste la querellante— preguntó el abogado defensor— cómo es que, habiendo sucedido todo lo que acaba de declarar, se confesó después única autora de aquella fuga y nada dijo hasta trascurrido mucho tiempo de la violencia de que fue objeto.

– No he dicho nada por vergüenza. Creo que cualquiera mujer haría lo mismo en mi caso. ¿Qué ganaba con revelar estas cosas tan sucias? Sólo cuando vi mi honra por los suelos, sólo cuando llegó a mis oídos lo que se decía en Peñascosa, me aventuré a confesarlo a mi padre. Por mandato de éste me encuentro aquí, que de otro modo tampoco hubiera venido.

A todas las preguntas que le hicieron, tanto el presidente como los letrados, respondió con admirable serenidad y viveza. Ni un momento le faltó su imaginación.

El defensor del P. Gil propuso al fin el careo con D.ª Josefa. Entró ésta de nuevo y clavó una mirada iracunda en Obdulia, la cual le pagó con otra de afectado desprecio. A instancia de la presidencia relató de nuevo la escena en que el P. Gil arrojó de casa a su penitenta. A las pocas palabras ésta dio señales de agitación y se puso horriblemente pálida.

– ¡Falso, falso!– gritó sin poder contenerse.

– ¿Es falso que entró usted en la habitación de mi amo diciendo: «¡Padre, aquí me tiene usted!», y que mi amo, sin contestar palabra, se levantó de la silla, la cogió a usted por un brazo y la puso de patitas fuera del gabinete?

– ¡Mentira!… Esa mujer está loca… Por salvar a su amo inventa una calumnia.

– No estoy loca, no, ni calumnio a nadie… La que calumnia a un sacerdote es usted, pícara, que tiene que dar cuenta a Dios de su maldad…

– Repórtese la testigo— dijo el presidente.– Repórtese también la querellante, o me veré obligado a expulsarlas de la sala.

Pero ni una ni otra hicieron caso de la amenaza. Obdulia siguió gritando:

– ¡Falso! ¡Miente usted!

– La que miente es usted, que quiere por orgullo perder a un sacerdote… ¡a un santo!

– ¡Silencio!– gritaba el presidente golpeando con la campanilla.

– ¡Buen santo te dé Dios!– exclamaba la joven con sonrisa sarcástica.– No calumnie usted a los demás por salvarle a él.

– ¡Basta! Expulsad del local a estas mujeres— profirió el presidente, dirigiéndose a los hujieres.

– ¡La calumniadora eres tú!… ¡Tú, bribona! ¡Bribona!… ¿Porque te ha despreciado le acusas, infame? ¿No temes que se abra la tierra y te trague?…

En aquel momento un hujier la cogió por un brazo y la empujó brutalmente hacia la puerta. Pero D.ª Josefa, hasta que llegó a ella, siguió gritando:

– ¡No hay justicia que azote a esa mala mujer, que la emplume!… ¡Bribona, que has andado siempre detrás de los curas, como una perra salida!… ¡Meterla en un baño de agua fría para que se refresque!…

Otro hujier fue a expulsar a la otra; pero en el momento de acercarse, Obdulia se desplomó, acometida de un síncope. Su abogado y las personas que estaban cerca acudieron a socorrerla. Se la trasladó al despacho del secretario. Dos médicos del concurso fueron espontáneamente a visitarla.

Terminada la prueba, y después de descansar unos minutos, el presidente concedió la palabra al acusador privado.

Su discurso fue, como se esperaba, elocuente y sañudo. Tenía la voz velada a causa de una bronquitis crónica: cuando quería elevarla resultaba chillona, estridente. La palabra era fluida, aunque abundaba en los lugares comunes del periodismo. En Lancia nadie sabía hablar con esta tersura. Pintó al P. Gil como un ser hipócrita, rastrero, alimentando en secreto pasiones vergonzosas, ocultándolas con cuidado por el temor de perder su posición. Estas pasiones son frecuentes en los clérigos, en quienes un régimen de holganza y una vida muelle y sedentaria las excitan…

Como insistiera demasiado en esto, el presidente le llamó al orden.

Describió el delito con una crudeza pintoresca a propósito para impresionar al tribunal. Un plan odioso trazado de antemano y llevado a cabo con firmeza y habilidad implacables. Abuso de confianza primero, ataque al pudor después; por último, una cobarde y sacrílega violación. Las pruebas eran concluyentes. Con vigor y sutileza al mismo tiempo las fue acumulando todas sobre la cabeza del presbítero para concluir con este párrafo:

– Y por si todos estos datos irrecusables no fuesen bastante a demostrar palmariamente la premeditación del crimen, voy a aducir otro. Se dice, y todos están conformes en ello, que el padre Gil llevaba a su hija de confesión a un convento de Carmelitas en Astudillo. Pues bien, excelentísimo señor… en Astudillo no hay convento de Carmelitas. ¿Quiere más el tribunal?

El discurso fue corto y contundente. Al terminar se sintió un murmullo aprobador, de mal agüero para el procesado.

El defensor de éste era un abogado de experiencia e inteligente, pero que carecía en absoluto de las dotes oratorias de su contrincante. Tenía palabra abundante, pero era monótona, pesada, más a propósito para dilucidar algún punto oscuro en un expediente civil que para arrastrar el espíritu del tribunal y del público. Se entretuvo con suma prolijidad a reconstituir el sumario buscando informalidades, llamando la atención del tribunal acerca de pormenores, algunos de ellos insignificantes. Nada de entrar, como debiera, en el carácter de la querellante, de hacer resaltar el trastorno crónico de su sistema nervioso, la violencia sorprendente de sus sentimientos, lo mismo el amor que el odio, la susceptibilidad enfermiza de su amor propio que parecía desprovisto de piel y en carne viva siempre; nada de buscar, en fin, el origen, el verdadero génesis de aquella acusación extraña.

Habló cerca de hora y media. Al terminar, lo mismo el tribunal que el público, estaban visiblemente fatigados. Rectificó brevemente el acusador privado algunos errores de hecho. Sostúvolos el defensor, según era su condición, larga y prolijamente. De tal modo, que el fastidio engendrado por su primer discurso se multiplicó notablemente en el segundo.

Por último, el presidente hizo sonar la campanilla y, encarándose con el acusado, dijo:

– En vista de las pruebas que acaban de practicarse y de los informes de los señores letrados, ¿tiene el procesado algo que manifestar al tribunal?

El P. Gil se levantó de su banco y paseó una mirada tan suave como vaga por la sala. Parecía que le despertaban de un sueño. Tardó algunos instantes en hablar. Reinó en el auditorio silencio profundo y ansioso. A pesar de la atmósfera desfavorable que habían formado en torno suyo, su figura delicada, poética, donde resplandecía la humildad, no podía menos de causar impresión favorable.

– Soy inocente del crimen que se me imputa. En las manos de Dios, en quien he dejado hace tiempo todos mis pensamientos y cuidados, dejo ahora también mi sentencia. Cúmplase su voluntad.

Estas sencillas palabras, pronunciadas con lentitud, causaron una conmoción eléctrica en el concurso. Por un instante se entrevió la verdad como a la luz de un relámpago. Pero las tinieblas cayeron de nuevo en la sala y se espesaron dentro de las más perspicuas inteligencias. No faltó quien murmurase que los curas, por malvados que fuesen, tenían siempre en los labios estas palabras. El presidente le respondió con su acritud acostumbrada:

– Bueno; más adelante le juzgará Dios. Por lo pronto van a juzgarle a usted los hombres.

XV

El tribunal de los hombres le condenó a catorce años, ocho meses y un día de reclusión.

El oficial de sala de la Audiencia que fue a leerle la sentencia a la cárcel se creyó en el deber de prodigarle consuelos. El caso no era desesperado. El Tribunal Supremo podía aún casar la sentencia. Si esto no sucediese, él era todavía joven y volvería seguramente del presidio, sobre todo teniendo en cuenta las rebajas de tiempo que el gobierno otorga de vez en cuando, etc., etc.

– Gracias, gracias, señor— dijo el presbítero, cuya fisonomía expresaba una calma profunda, una serenidad íntima que llamaba la atención.– Usted me cree muy desgraciado, ¿verdad?

– Mucho… Me inspira usted una gran compasión— respondió con cara compungida el curial.

– ¿De modo que no se cambiaría usted por mí en este momento?

El empleado hizo una mueca de susto.

– Por desgracia… Ya comprenderá usted… ¡El caso es terrible!…

El P. Gil permaneció un instante mirándole fijamente con una dulzura no exenta de lástima, y dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro:

– Pues haría usted mal, señor, haría usted mal. Podía usted muy bien dar su libertad, su honor, su posición y su familia por hallarse como yo… y todavía saldría usted enormemente ganancioso.

El curial le miró con estupor. Por sus ojos pasó después un relámpago de inquietud, temiendo hallarse frente a un loco, y se apresuró a despedirse y salir.

Quedó solo el sacerdote. La celda en que se hallaba era lóbrega y sucia. Un catre de hierro, una mesilla de pino, una cómoda tosca y algunas sillas de paja componían todo el mobiliario. Por la única ventana enrejada que la esclarecía, abierta a bastante altura, entraba en aquel momento un haz de rayos de sol. El P. Gil, después de permanecer un momento inmóvil en actitud reflexiva, fue a colocarse debajo de aquellos rayos. Su cabeza rubia, iluminada repentinamente, brilló con reflejos de oro, su tez blanca adquirió una trasparencia singular. Su cuerpo fino, delgado, vestido con negra sotana, parecía una columna de ébano destinada a sostener aquella cabeza.

Dejose anegar por la onda tibia, bebiendo lentamente su dulzura, palpitando bajo su caricia como un pájaro prisionero. Alzó los ojos a la ventana. Por entre las rejas percibió el azul del firmamento, trasparente, infinito, convidando a volar por él.

El cielo reía. Pero más alegremente que el cielo reía su alma, inundada de gozo embriagador. En el fondo de su ser también brillaba el infinito azul. Desde que la Gracia le había visitado vivía en perpetua fiesta. Sus ojos, iluminados bruscamente, contemplaban el Universo en su naturaleza ideal. Todos los velos tendidos por la razón habían caído al suelo: el gran secreto de la existencia se le revelaba directamente con admirable claridad y pureza.

 

Detrás de esta vida aparente que nos rodea vio la vida real, la vida infinita, y entró en ella con el corazón henchido de alegría. En esta vida infinita todo es amor, o lo que es igual, todo es felicidad. Entrar en ella es poner el pie en el imperio de la Eternidad. Es la vida del espíritu. El mundo no puede cambiarla ni el tiempo destruirla, porque es ella el principio mismo del tiempo y del mundo. Gustó la vida en Dios; vivió más allá del tiempo en la fuente misma ideal y perenne del mundo imaginativo que nos envuelve. Sus días ya no se deslizaban tristes y ansiosos como una porción del tiempo. Ya no sufría el torcedor de la voluntad; no exhalaba quejas lastimeras sobre sus pecados, sobre sus resoluciones vencidas, porque no amaba ya sus propias obras, por buenas que fuesen, como antes, sino únicamente lo Eterno. Porque las obras tienen su origen en la persona, y él se había despojado de la suya; la había negado con firmeza. En medio de una santa y dulce indiferencia dejaba que Dios obrase dentro de su espíritu. Exento para siempre de duda y de incertidumbre, sabía que no debía querer más que una cosa, y que todo lo demás se le daría por añadidura. Estaba seguro de que la fuente de amor divino que había brotado en él no se agotaría jamás, y que este amor le guiaría eternamente. El temor de la destrucción por la muerte ya no le turbaba. La muerte, desde que había entrado en la vida de la eternidad, era para él incomprensible. No necesitaba bajar a la tumba para obtener esta vida eterna. Bastábale unirse de corazón a Dios para poseerla y para gozarla.

Averiguó, en fin, de una vez para siempre, que el hombre no puede salvarse del dolor y de la muerte por la razón, sino por la Fe, esto es, por un conocimiento distinto y superior del que aquélla puede darnos. Desde que este conocimiento iluminó su espíritu, alcanzó la felicidad absoluta. Sin inquietud por lo porvenir, sin sentimiento por lo pasado, no apeteciendo nada, no rechazando nada tampoco, su vida se deslizaba tiempo hacía como un sueño feliz, como una dulce embriaguez. Dejó caer el plomo de los deseos y las tristezas que le ligaban a la tierra. Desprendido de toda ilusión y de todo esfuerzo, sin temores de aniquilamiento ni esperanzas egoístas de resurrección, por la virtud de la Fe y del amor supo reproducir en su alma el verdadero reinando de Dios.

Sólo breves instantes permaneció así inmóvil, recibiendo el beso cálido del astro del día. No tardó en representársele que aquél era un goce de los sentidos, y haciendo un gesto de desdén, fue a sentarse en el ángulo más oscuro de la estancia. Sólo renunciando a los placeres, sólo buscando el sufrimiento y señoreando sus sentidos había llegado a aquel estado de beatitud, de sublime indiferencia.

– ¿Para qué necesito los rayos de ese sol— se dijo,– si el fuego que arde dentro de mi alma me calienta y me conforta mejor? ¿Qué vale esa luz efímera, comparada con esta otra que no se oscurecerá jamás? Vivir en la vida de los sentidos es ser un esclavo del tiempo y la necesidad. Todo lo que no pertenezca al ser interior y libre que dentro de mí he conseguido hallar me es extraño e indiferente. ¡Oh, no! No temblaré ya como un esclavo. Tengo la conciencia de mi libertad. No necesito morir para recobrarla. Este sentimiento de mi libertad me llena de gozo, soy un emancipado y llevo impreso en el alma el sello de mi Dios. Nada de lo que sucede, nada de lo que sucederá puede alterar la paz de mi corazón. El pulso de mi vida interior batirá con la misma fuerza hasta que suene la hora de dejar este mundo. He comido de la carne y he bebido de la sangre del Redentor, y según sus promesas, yo habito en Él y Él habita en mí. Soy un hijo de la Eternidad. He recogido la herencia de mi Padre, y nadie, ¡nadie me la podrá arrancar!…

El cerrojo de la puerta sonó con estrépito. Apareció el llavero, un hombre grueso, con la faz colorada, los ojos llenos de carne, el traje sucio y grasiento, y alrededor del abultado abdomen un cinturón ancho de cuero guarnecido de llaves. Sin dar los buenos días ni hacer una mínima señal de cortesía, volvió el rostro hacia el pasillo, diciendo:

– Pasen ustedes, señores, pasen ustedes.

Detrás de él aparecieron dos caballeros con levita y sombrero de copa. El uno alto, rubio, con larga barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, fisonomía abierta y simpática; joven aún. El otro más bajo y más delgado, de color enfermizo, barba rala y gafas. El primero era un médico distinguido de la población. El segundo, un jurista muy aficionado a los estudios penales y que había publicado ya varias monografías referentes a ellos.

Levantose el P. Gil al verlos. Ellos le saludaron cortésmente, aunque sin darle la mano.

– Bueno; ahí les dejo a ustedes con el pater— dijo el llavero con grosería.– Avisen ustedes cuando quieran salir.

Y se fue.

El abogado dio un paso hacia el penado, y le dijo con amable sonrisa:

– Desearíamos, si usted no tiene inconveniente en ello, hacerle algunas preguntas…

– Son ustedes muy dueños— respondió el sacerdote, clavando en él una mirada límpida que consiguió turbarle.

El médico se adelantó también, y sacando la petaca le ofreció un cigarro puro, preguntándole al mismo tiempo:

– ¿Qué tal? ¿Le tratan a usted bien por aquí?

– Muchas gracias, no fumo… Sí, señor, me tratan bien. Hay más caridad en la cárcel de lo que ordinariamente se dice.

Entablose una conversación animada. Procuraron, lo mismo el médico que el jurista, hacerla cada vez más íntima y familiar, enterándose con interés de los pormenores de su vida cotidiana. Pasaron después insensiblemente a interrogarle acerca de su infancia, de las primeras impresiones de su vida, de su educación, y se detuvieron particularmente en la adolescencia. ¿Cuál era su vida en el seminario? ¿Cuál su régimen de alimentación? ¿Era aficionado a la soledad? ¿Qué enfermedades había padecido? Enteráronse también de algunas particularidades referentes a su familia. El suicidio de su madre les llamó sobre todo la atención, y se entretuvieron largo rato a preguntarle lo que sabía acerca de la que le había dado el ser. Por último, después de una hora de conversación, durante la cual le miraban con la insistencia pertinaz de quien va a comprar un animal, el médico le preguntó:

– ¿Nos permitirá usted ahora que tomemos algunos datos acerca de su cráneo y otras medidas?…

El P. Gil, un poco sorprendido, consintió inmediatamente. El médico sacó del bolsillo de atrás de la levita un craniómetro y una cinta.

Tomole la medida del cráneo en redondo, después la de la caja ósea que protege el encéfalo, la del ángulo facial, la del largo de la cara; midió la proyección facial y la parietal, los arcos zigomáticos y la mandíbula…

Al llegar aquí, el médico y el jurista cambiaron una rápida mirada significativa.

– ¿Nos hace usted el favor de abrir los brazos?

El P. Gil se puso en cruz, mientras una mirada dulce y melancólica plegaba sus labios. Midieron el largo de los brazos. Después el de las manos. En este punto, médico y jurista tornaron a cambiar otra mirada de inteligencia.

Finalmente, luego que se hubieron enterado de todo lo que quisieron, despidiéronse de él muy cortésmente, dándole muchas veces las gracias por su amabilidad y procurando animarle con buenas razones.

Al día siguiente aparecía en El Porvenir de Lancia, firmado por el abogado criminalista, un artículo con el título de Una visita al P. Gil. Hacíase en él relación exacta de la entrevista, describíase con minuciosidad la persona del sacerdote penado, y terminaba con una serie de profundas consideraciones científicas acerca de los caracteres anatómicos, patológicos y fisiológicos que el delincuente presentaba.

«Entre los datos antropométricos— decía en uno de sus párrafos— comunes a todos los criminales, sólo hemos podido observar cierto predominio ligero de la proyección parietal comparada con la frontal y bastante desarrollo de los arcos cigomáticos y de la mandíbula. En cambio, el P. Gil ofrece en su figura absolutamente todos los rasgos que la escuela criminal positiva asigna como peculiares a los estupradores y libertinos; es a saber: el pabellón de la oreja saliente e inserto a manera de asa, la mirada brillante, la fisonomía delicada (a excepción de la mandíbula), el cabello liso, el cutis mórbido, las manos muy largas y algo de afeminado en el conjunto.»

FIN