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VII

Después de desahogar su ira la hija de Osuna, siguió por la calle del Cuadrante abajo, riendo todavía nerviosamente algún tiempo. Pero aquella risita se apagó al cabo. Sintió un desasosiego extraño, cierto abatimiento que hizo flaquear sus piernas. Detúvose un instante: le acometieron deseos de volverse y espiar de nuevo a la pareja que dejaba allá en el Campo de los Desmayos. El temor de ser notada la contuvo. Aunque vagamente, se daba también cuenta de lo singular y censurable de su conducta. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Quién era ella para espiar los pasos de su confesor, ni menos reprenderle? Su despecho era tan vivo, sin embargo, que no le permitía arrepentirse. Tenía la boca seca; le ardían las mejillas. Siguió caminando apresuradamente, y se dirigió al muelle. Estaba ya solitario. La brisa del mar le refrescó un poco. Se sintió, no obstante, tan agitada que no quiso volver a casa: necesitaba charlar, distraerse. Iría a casa de D.ª Eloisa y cenaría allí como otras veces.

Justamente iban a ponerse a la mesa los esposos cuando llegó ella. Les acompañaba el P. Norberto, lo cual significaba que había callos.

– ¡Qué sofocada vienes, hija!– exclamó doña Eloisa.

– ¿No sabe usted?… Vengo sola desde casa de D.ª Trinidad… Vengo a cenar con ustedes… Pero háganme el favor de mandar un recado a papá.

Se esforzaba en aparecer serena y risueña.

– Conque solita, ¿eh? Solita a las ocho de la noche— dijo D. Martín en tono de broma.

– ¡Ay, si supieran ustedes qué agitada venía!… Anda tan poca gente por la calle. En un momento en que me vi sola, eché a correr hasta que hallé a unas mujeres.

– ¿Qué? ¿Tenía usted miedo que la tomasen por una de esas palomas que aquí el P. Norberto caza con lazo?– tornó a decir D. Martín con ático humorismo de cuartel.

La joven se ruborizó hasta las orejas. Doña Eloisa dirigió una mirada severa a su marido.

– Vamos, no empieces a barbarizar, Martín.

– ¡Señor, yo no hablo más que de la posibilidad de una equivocación!– replicó el inválido riendo.– Y si no, que me diga el P. Norberto si hay mucha diferencia en la figura entre una señorita y esas amiguitas suyas.

– No son amigas mías, D. Martín— replicó riendo benévolamente el buen sacerdote;– son ovejas descarriadas…

– Pero usted no les tira piedras para que vuelvan al redil, sino besos…

– ¡Oh! ¡oh! ¡D. Martín!

El bueno de D. Norberto, capellán y organista de la parroquia, demasiado modesto para aspirar a sacar triunfante la virtud y la fe entre las clases elevadas, se dedicaba con entusiasmo hacía ya tiempo a arrancar del vicio a esas pobres mujeres que caen en él la mayor parte de las veces por miseria. Se introducía en las asquerosas moradas que ocupaban, las catequizaba haciendo esfuerzos titánicos de oratoria que le ponían rojo como un tomate y le obligaban a toser y escupir de un modo imponente. Y cuando el arte de Bossuet no producía efecto, apelaba al dinero. Era un soborno piadoso en el que había gastado el corto caudal que heredara de sus padres y que se llevaba también la mayor parte de su paga. Había logrado el arrepentimiento de varias pecadoras, a las cuales solía llevar a cierto asilo o convento establecido para ellas en Valladolid, sufragando él, por supuesto, los gastos de viaje, instalación, etc. Pero a cambio de estos triunfos experimentó el buen capellán horribles desengaños. Muchas veces las bellas pecadoras se mostraban arrepentidas, le sacaban todos los cuartos que podían y concluían riéndose de él y contando el chasco por la villa. Pero no desmayaba en su obra. Estaba a prueba de risas y fracasos. Algunas que comenzaron engañándole, habían terminado arrepintiéndose sinceramente. El sueño de D. Norberto era fundar en Peñascosa un convento de arrepentidas. Para lograrlo sería capaz de andar pidiendo limosna por toda la provincia, de trabajar él mismo como bracero en el edificio, hasta de renunciar a comer callos por el resto de su vida.

En la villa todos conocían esta su manía. La mayor parte se mofaba de ella. No había quien no se creyese con derecho para darle acerca del particular su bromita más o menos pesada, según la educación del individuo. Mas, por mucho que lo fuesen, jamás se le vio enfadarse ni dar siquiera señales de impaciencia. Reía bondadosamente o se alejaba tapándose los oídos. Nadie dudaba tampoco, aunque algunos lo aparentasen, de su recta intención y del completo desinterés con que trabajaba en este asunto. Las mismas mujerzuelas, que le engañaban, no osaban calumniarle, y si alguna lo había hecho, pronto fue categóricamente desmentida por sus compañeras.

– ¡Martín, te pido por Dios que no desbarres!– exclamó llena de angustia D.ª Eloisa.

– Mujer, hablo de besos místicos.

– Sí, D.ª Eloisa— se apresuró a decir D. Norberto,– su esposo quiere referirse a los medios suaves que necesito emplear para convencer a esas desgraciadas.

D. Martín, comprendiendo que había ido demasiado lejos, asintió, no sin dirigir un guiño expresivo al capellán.

Sentáronse a la mesa. Obdulia hacía esfuerzos atroces por comer, pero su estómago se negaba a recibir alimento alguno. Seguía en un estado de agitación bien visible. D. Martín la embromó acerca de su falta de apetito. ¿Estaría por ventura enamorada? A pesar de su inclinación a la iglesia, él apostaba a que había de concluir apasionándose violentamente. De una sola ojeada conocía él los temperamentos destinados al amor. Había ciertas señales: la ojera, que ella tenía muy pronunciada, los ojitos un poco entornados, los labios secos… y otras, y otras. El jefe de inválidos volvió a deslizarse. D.ª Eloisa estaba en brasas, y otra vez le llamó al orden con voz angustiosa. Sucedía esto muy a menudo. D. Martín gozaba lo indecible colóreando las mejillas de las damas con sus frases atrevidas. Le parecía que era el adecuado complemento de aquella otra tendencia que sentía a enrojecer las de los caballeros con sus proverbiales bofetadas. Ambas inclinaciones acusaban su temperamento heroico y daban testimonio innegable de su procedencia del arma de caballería. Obdulia solía responderle con oportunidad y con gracia, dejándole no pocas veces amoscado; pero la preocupación que ahora la embargaba le impidió tomar nota de sus palabras y darles su merecido. Antes de terminar la cena sintiose indispuesta y tuvo que salir a otra habitación y arrojó cuanto había comido.

A los postres llegó D.ª Serafina Barrado con su capellán y mayordomo. Ambos venían encarnados, risueños y extraordinariamente locuaces. Los ojos les brillaban con fuego alegre y malicioso, que llamó la atención de sus amigos.

– Ahí va un cigarro, D. Martín— dijo el joven presbítero, ofreciéndole uno de acreditada vitola, igual al que él estaba chupando voluptuosamente.

– ¡Buen tabaco!– exclamó el amo de la casa dándole vueltas entre los dedos.– ¡Qué latigazos se pega usted, amigo!

– Regulares, regulares— respondió el clérigo con sonrisa de satisfacción, dirigiendo al mismo tiempo una mirada expresiva a su antigua ama, que le pagó con otra brillante y cariñosa.

– ¿Dónde los compra usted?

– No los compro: me los regalan.

Otro cambio de miraditas risueñas y apasionadas.

– ¡Ah! Entonces le salen a usted por una friolera. ¿Se puede saber quién es el señor tan generoso…

– No es señor; es señora.

Otra miradita.

– ¡Ah, pícaro! Ya sabía yo que gozaba usted de gran favor entre las damas.

Por la fisonomía alegrísima de D.ª Serafina corrió una nube que la oscureció momentáneamente.

– Es regalo de D.ª Serafina, con motivo de ser hoy mi cumpleaños— se apresuró a decir el presbítero.

– ¡Ya me parecía a mí que venían ustedes hoy demasiado contentos!… Con tan fausto motivo hubo juerga, ¿verdad?

– ¿Cómo juerga?– preguntó D. Joaquín con cierta inquietud, temiendo la franqueza militar de su amigo.

– Sí, una comidita íntima con algunos platos extraordinarios y un par de botellas de burdeos.

– No fue burdeos— replicó D. Joaquín riendo,– Fue borgoña.

– Mejor que mejor.

– ¡Ya lo creo!– exclamó D.ª Serafina, comiéndose con los ojos a su capellán.

Y volvió a comenzar entre ellos el tiroteo de miraditas y guiños, prodigándose mil atenciones tiernas que denotaban un estado de felicidad perfecta.

La llegada de D.ª Rita no turbó poco ni mucho su éxtasis delicioso. Esta señora, pequeña y regordeta, con grandes ojos negros sin expresión y dientes grandes también, sanos y amarillos, entraba siempre con un cesto donde guardaba la labor. Sacábala con lentitud, trabajaba media hora en silencio escuchando atentamente todo lo que se decía, y al cabo recogía de nuevo los bártulos y se iba a hacer lo mismo a otra parte. De este modo recorría en la noche tres o cuatro casas. Era su manía la de saber; saberlo todo, hasta lo más trivial e insignificante. Se la toleraba bien en todas partes, porque a pesar de su desmedida febril curiosidad nunca hubo disgusto alguno por su causa. Gozaba con saber tan solamente: era un placer desinteresado, intenso, como el de los hombres de ciencia que no miran el resultado que sus conocimientos les puede dar. Como el avaro amontona en su caja monedas de oro sin pensar en utilizarlas jamás, así D.ª Rita atesoraba en su cerebro cuantas noticias privadas podía recoger en sus peregrinaciones por la villa, sin molestar a nadie con ellas. Pocos se guardaban, pues, de hablar secretos en su presencia; pero si alguno lo hacía y llegaba a notarlo, le acometían tales ansias y congojas por conocer lo que le ocultaban, que no dormía, ni descansaba un momento; andaba pálida, ojerosa, se hacía grosera, intratable. Una vez que descubría el ansiado secreto, aunque fuese la cosa más baladí, recobraba la calma y serenidad, volvía a su ser dulce, pacífico, inofensivo. Algunos sujetos maleantes, como don Martín, el P. Narciso, D. Joaquín y otros, solían embromarla fingiendo algún misterio entre ellos, la atormentaban, le hacían perder el juicio de pura curiosidad.

 

Pero cuando entró el P. Narciso, D. Joaquín se puso más grave, ocultando a su compañero aquella dicha inefable, que le retozaba dentro del alma, evitando encontrarse con los ojos alegres, chispeantes de su antigua ama. Aquél sintió en seguida en la nariz el tufillo aromático del cigarro, dirigió una mirada escrutadora a su colega, otra a D.ª Serafina y se puso al tanto.

– Hubo gaudeamus, ¿verdad?– preguntó por lo bajo.

D. Joaquín negó descaradamente.

Unos tras otros fueron llegando Consejero, Cándida, D.ª Filomena, el P. Melchor, Marcelina y, en suma, casi todos los tertulianos habituales. Formáronse pronto los grupos de siempre, se disgregaron los elementos de aquella sociedad, operándose en ella el fenómeno químico de las afinidades electivas. Mas esta operación no se efectuaba sin las violentas conmociones y sacudidas que se observan en el seno de la naturaleza, sin las acciones y reacciones a que da origen toda fermentación. Aquella noche Cándida, la huesuda señorita que ya conocemos, en vez de ir a besar la mano al P. Melchor y sentarse a su lado y cuchichear toda la velada, fue a hacer lo mismo con el P. Norberto. ¿Por qué esta deserción? En la tertulia nadie lo sabía más que los interesados y D.ª Rita. El P. Melchor había tenido la imprevisión de decir en una casa que los roquetes que le hacía la citada joven eran escasos de manga, y que le costaba trabajo con ellos doblar el brazo. En cambio, había elogiado calurosamente un alzacuello que le había regalado D.ª Marciala. El caso era grave, como cualquiera comprenderá, y debía producir este triste resultado. D.ª Marciala, viendo al padre Narciso cada vez más inclinado a admitir y agradecer la fervorosa admiración de D.ª Filomena, mostraba su sentimiento y despecho, acercándose a D. Melchor y hablándole con afectado cariño. D.ª Filomena, después de algunos años de adoración resignada, silenciosa, había llegado, cuando ya no lo esperaba, a la meta de sus aspiraciones. Tanta atención, tanto cariño habían logrado al fin cautivar el espíritu del elocuente capellán de Sarrió, quien daba claras muestras a la viuda de su afecto. Después de haberlo intentado en vano muchas veces, aquélla había recabado de él que fuese preceptor de su hijo, y que tomase el cargo con afición. Su temperamento dominante y fogoso se manifestó en seguida. El pobre niño tuvo que experimentar no sólo un trabajo excesivo, superior a su edad, sino una serie de castigos crueles, malévolos, refinados. Y D.ª Filomena, que era la dulzura personificada, que jamás había levantado la mano sobre su hijo, consentía impasible que aquel hombre lo azotase despiadadamente. Acallaba su conciencia diciéndose que era para su bien.

Marcelina, que había soñado con suplantar a D.ª Serafina en el corazón de D. Joaquín (y en realidad había cierto fundamento para este sueño, pues el joven presbítero no cesaba de distinguirla entre todas), andaba ya bastante desengañada. Adquirió el convencimiento de que aquél la tomaba como instrumento para hacer padecer un poco a su ama y tenerla más atenta y sumisa. Tal convicción la empujó de nuevo hacia D. Narciso, a quien hacía tiempo había abandonado; pero éste, que nunca le había profesado gran afición, como a Obdulia, la rechazó sin miramientos. Si embargo, la ex-joven seguía luchando bravamente con D.ª Filomena. Hacía pocos días había regalado al capellán una colcha de crochet que era una verdadera maravilla de trabajo pacienzudo y habilidoso. Por cierto que la viuda, al verla sobre la cama del clérigo, experimentó un vivo disgusto y lloró muchas lágrimas en secreto.

Estas agitaciones espirituales, estas luchas de sensibilidad y abnegación entre las piadosas damas que allí asistían, eran precisamente las que daban algún interés dramático a aquel mundo sereno, inocente. No eran ciertamente las competencias groseras que se establecen en las sociedades profanas, donde las intrigas afectan un carácter violento, donde las relaciones del varón y la hembra tienen su fundamento siempre en la explosión de los sentidos, llevan el sello abominable de la animalidad. Aquí todo se efectuaba de un modo suave, inocente, espiritual: los pequeños sacudimientos de que hemos hecho mención semejaban el leve rizado de un lago trasparente y hermoso. Era aquella tertulia como una antesala del cielo, donde las relaciones de los ángeles, de los santos y las santas alcanzan el supremo grado de la pureza inmortal.

Lo que estaba pasando por el alma de la hija de Osuna confirma bien la idea que acabamos de formular. Después de experimentar aquel trastorno gástrico, hijo de la excitación en que se hallaba, cayó en profundo desfallecimiento físico y moral. Sentía la impresión de si hubieran cometido con ella una gran perfidia, y aunque su pensamiento le decía vagamente lo absurdo de tal sensación, no podía minorar su intensidad, ni menos desecharla. Odiaba al P. Gil, le odiaba con toda su alma. Daría algo por vengarse. ¿De qué? No se lo decía; pero allá en el fondo del alma estaba persuadida de que tenía razón para ello. Formó resolución inquebrantable de no confesar más con él. ¡Con él! ¡Un sacerdote que entra de noche en los portales a cuchichear con mujeres hermosas y elegantes! ¡Puf! Sería vergüenza el hacerlo. Obdulia estaba bien segura de que la mujer que hablaba con su confesor era linda. Esta seguridad la torturaba. Por supuesto que, si tenía el atrevimiento de venir a hablarle, le daría un desaire de los gordos, le volvería la espalda. Y confesaría otra vez con D. Narciso. Y diría a sus amigas en qué situación le había visto con una señora desconocida y elegante. Porque no cabía duda de que vestía con elegancia, bien lo había reparado. Aquel abrigo largo no estaba hecho en Peñascosa. ¿Quién sería? Alguna de Lancia, seguro, que vendría a hacerle una visita. Y ¿por qué se viene de lejos a visitar a un sacerdote no siendo su madre, o su hermana o su deuda? ¿No sabe esa señora que la fama de los sacerdotes es muy delicada y cualquier cosa la quiebra? El cerebro de la joven no cesaba de dar vueltas y más vueltas a estas ideas y a otras análogas, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, abatido, clavando los ojos obstinadamente en las manos de D.ª Marciala, que no dejaba un momento su calceta. Sentíase enferma, deseaba irse; pero una vaga esperanza, que no podía definir, la retenía a su pesar.

Mientras tanto el P. Norberto estaba sorprendido y confuso por las inusitadas atenciones de que era objeto por parte de Cándida. El pobre no estaba acostumbrado a que se las prodigasen. El bello sexo de Peñascosa le profesaba cierto desdén compasivo. Teníasele por un sacerdote virtuoso, pero de muy cortos alcances. Sus mismos compañeros, cuando hablaban de él, lo hacían sin dejar de los labios una sonrisa medio protectora, medio burlona. Para las damas, la virtud del P. Norberto no tenía poesía, carecía de ese encanto especial que en otros sacerdotes la hace contagiosa, era una virtud pedestre, que no se traducía en conceptos delicados y sublimes como en el P. Narciso, el P. Gil y otros. Así que rara era la joven que se confesaba con él, ni menos la que apeteciese su conversación o tuviese gusto en envolverle entre nubes de incienso, como hacía Cándida en aquel momento. Su misma inclinación a rescatar las mujerzuelas perdidas, por más que se respetase, no le hacía simpático a las señoritas. Verdad que él se pasaba admirablemente sin esta simpatía y no le quitaba de engordar cada día más y pasar la vida riendo. Las lisonjas que le estaba vertiendo al oído con voz insinuante su nueva hija de confesión, en vez de agradarle, le turbaban, le molestaban visiblemente. Fue una de las pocas veces en que pudo vérsele serio. Hacía rechinar la silla, cambiando de postura a cada instante, y restallaba los nudillos de las manos de un modo formidable, tosía, se ponía colorado, y de vez en cuando dejaba escapar de la garganta un leve bufido con que su modestia alarmada protestaba. Por último, solicitado vivamente por la dulce perspectiva del tresillo, aprovechó una pausa de la doncella para levantarse y decir torciendo un poco las caderas a guisa de saludo:

– Con permiso de usted, señorita.

En cuanto salió de aquella situación angustiosa, su faz sanguínea se dilató y volvió a aparecer en ella la sonrisa de benevolencia universal que le servía de principal ornamento. Su llegada al grupo donde estaban Consejero, D. Martín, Osuna y otro caballero militar de Lancia fue acogida con alegría.

– Te presento— dijo D. Martín a su amigo forastero, bajando la voz y echando una mirada recelosa alrededor para cerciorarse de que no le oía su mujer,– al padre Norberto, un cura que te podrá informar de todos los chamizos de la población, si deseas conocer alguno.

– ¡Oh, oh! ¡D. Martín, por Dios!

– ¡Atrévase usted a decir que no los conoce!

– Hombre, sí… de algunos sé… Por desgracia, necesito entrar en ellos alguna vez…

– Este señor se dedica a las jóvenes extraviadas— continuó D. Martín, dirigiéndose a su compañero, que sonreía lleno de asombro.

– ¡Jesús! Considere, D. Martín, que este señor no me conoce…

– Pues para que le conozca a usted hablo.

D.ª Eloisa, de lejos, echaba miradas de terror a su marido, observando la confusión de D. Norberto y la risa de los otros.

– Bueno— prosiguió el señor de las Casas, haciéndose prudente y conciliador,– yo no diré, D. Norberto, que usted vaya con mala idea a esas casas de perdición; pero lo que sostendré siempre es que les está usted prestando un gran servicio: está usted haciendo su agosto.

– ¿Cómo, cómo?– preguntó asustado el clérigo.

– Pues muy sencillo; ayudando a que se eleve el precio de la mercancía. Recuerde el ejemplo de Carmen la zapatillera…

Ésta era una muchacha a quien el P. Norberto había conseguido sacar de una casa de prostitución y llevar a un convento. Al cabo de algún tiempo se salió y volvió a la mala vida. Tornó D. Norberto a persuadirla al arrepentimiento, y otra vez ella se vino del asilo y se entregó al vicio.

– ¿Y qué tiene que ver?…

– Voy a explicárselo, padre, voy a explicárselo… Atiendan ustedes… Cuando usted catequizó a Carmen, no me negará que la mercancía estaba bastante depreciada ya…

– ¡Yo no sé! ¡Qué cosas tiene usted, D. Martín!– exclamó el clérigo azorado.

– Me consta, padre, me consta. Pues bien, después que estuvo un año por allá y engordó un poco en el convento y volvió rodeada de cierta aureola de honradez, el precio se elevó notablemente. Vuelve usted a llevársela cuando ya estaba un poco estropeadilla y la demanda había mermado hasta un punto que hacía temer por la bucólica, y ahora que viene otra vez gordita y santificada, se cotiza de nuevo como en sus mejores tiempos.

– ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Vaya todo por Dios!– exclamó el clérigo tapándose los oídos, pero sin enfadarse.– No sea usted tan malo, D. Martín.

D.ª Eloisa, que bien advertía lo que estaba pasando, se levantó al fin de la silla y vino hacia ellos, preguntando con mal humor:

– ¿No juegan hoy al tresillo?

– Vamos allá, vamos allá— respondió su marido, sofocando la risa que le fluía del cuerpo, como a los demás.

Sentáronse Consejero, D. Norberto y él a la mesa, y no tardaron en abstraerse de todos los ruidos mundanales bajo la influencia fascinadora de la espada, la mala y el basto. Poco después Consejero rechinaba los dientes y se tiraba cruelmente del bigote, encontrándose dos veces seguidas con el tres de bastos, su enemigo personal. Hacía ya muchos años que se tenían declarada una guerra a muerte. Cada vez que le venía a las manos, Consejero se crispaba, juraba sordamente como un carretero. El tres de bastos, malintencionado y socarrón como ningún otro naipe, gozaba al parecer con verle irritado, y se colaba bonitamente siempre que podía en el montoncillo que le repartían. No sólo en la tertulia, sino en toda la villa era conocida esta antipatía. Algunos, con ciertas precauciones por supuesto, porque D. Romualdo se disparaba fácilmente, le embromaban con ella. En cierta ocasión, pescando con caña detrás de la iglesia, sacó en el anzuelo un naipe que resultó ser el tres de bastos. No le cupo duda de que lo habían tirado allí con intención, pero no dijo palabra para que no se rieran.

Mientras tanto Osuna había ido a frotarse un poco contra D.ª Eloisa. Entre todas las damas que asistían a aquella tertulia no había más que dos gordas, D.ª Teodora y D.ª Eloisa. Estaba también en buenas carnes D.ª Rita, pero era blanda, amarilla. Las demás «escocia pura,» como él llamaba a las flacas, aludiendo al bacalao. Así que no tenía fin el desprecio que nuestro jorobado profesaba a aquella sociedad degenerada y exhausta de tejido adiposo. Sólo iba por allí a buscar a su hija, o cuando materialmente no sabía dónde refugiarse. D.ª Eloisa miraba con benevolencia (como lo miraba todo la buena señora) aquella pasión que el monstruo parecía sentir hacia ella. Cuando se le acercaba demasiado, separábase dulcemente, sin extinguirse por eso su sonrisa bondadosa. En cambio D.ª Teodora le tenía un gran miedo, verdadero terror. Lo mismo era aproximarse Osuna, que ya estaba la casta jamona sofocada, inquieta, un color se le iba y otro se le venía. Pero era tal la vergüenza que sentía, que no hubiera declarado a su mismo padre las insinuaciones del sucio contrahecho. ¡Qué diferencia entre este indecente y el sereno, majestuoso y romántico D. Juan Casanova! Ni con D. Peregrín podía comparársele, con ser éste, en concepto de la madura doncella, un sujeto mucho más voluptuoso y terrestre.

 

D. Peregrín había llegado, según costumbre, de los últimos. Y si la tertulia no advirtió en la mayor estridencia de sus bufidos nasales, en su parpadear infinitamente más solemne y en la grave manera de poner una pierna sobre otra y echarse hacia atrás que algo importante, importantísimo, tenía que comunicar, fue que no quiso advertirlo. Aguardó pacientemente, como todos los hombres seguros del éxito, a que hubiese una pausa, y cuando llegó, profirió con su voz gangosa, penetrante, encarándose con el ama de la casa:

– ¿A que no sabe usted a quién acabo de ver entrar en casa de su hermano, en compañía del excusador?

A Obdulia le dio un salto tan recio el corazón, que pensó caer al suelo. Los demás, incluso D.ª Eloisa, alzaron la cabeza con curiosidad.

– ¿Quién era?

– Su cuñada Joaquina— gritó más que dijo el ex-gobernador interino de Tarragona, como si anunciara el juicio final.

Profundo estupor en toda la tertulia.

– ¡Mi cuñada!– exclamó.

– Su misma cuñada— confirmó D. Peregrín con trompeteo horrísono.

– ¡No puede ser!– dijo D.ª Eloisa.

– ¡No puede ser!– exclamó su marido, suspendiendo el juego.

– ¡No puede ser!– repitió D.ª Serafina Barrado.

El ex-gobernador de Tarragona dejó escapar por la nariz algunos resoplidos fragorosos, como una locomotora que desaloja el vapor sobrante, y repuso:

– ¿Creen ustedes, señores, que no tengo ojos en la cara?

Esta pregunta trascendental, acompañada del adecuado fruncimiento de cejas, produjo bastante impresión entre los interruptores.

– Bien pudo usted haberse equivocado— dijo el inválido.

– ¡Es tan fácil!– exclamó D.ª Eloisa.

– La he visto como les veo a ustedes ahora, a tres pasos de distancia. Venía yo de hablar con el sacristán para la cuestión del aniversario de mi señor padre, cuando al embocar la calle del Cuadrante veo al P. Gil con una señora que me pareció forastera. Quise saber quién era, y me detuve un poco cerca del farol, ocultándome detrás del quicio de una puerta. Era Joaquinita, sin duda alguna. Esperé un poco y los seguí con la vista hasta que entraron en casa de Montesinos.

– Pero ¿usted la conoce bien?– preguntó el P. Narciso.

– Lo mismo que a usted.

– Peregrín, debes tener presente que no le has hecho más que una visita en Madrid, y por la noche, según me has dicho— apuntó tímidamente D. Juan.

El ex-gobernador arrojó a su hermano una mirada de indecible desprecio.

– Juan, no metas la pata.

– Peregrín, no sé por qué…

– ¡Juan!…

– ¡Peregrín!…

– ¡Que no la metas! ¡Que no la metas! A esa señora la he visto después de visitarla otra porción de veces en la calle, y la he saludado. Por lo tanto, me veo en la triste necesidad de manifestarte que lo que acabas de decir es una impertinencia. Cuando he asegurado que conocía a esa señora, es porque la conocía. Yo no hablo nunca a humo de pajas. Si fuera un hombre ligero y sin fundamento, no hubiera podido ocupar las posiciones que he ocupado. Sírvate de gobierno.

– Ahora que me acuerdo— dijo Cándida,– hoy he visto apearse de la diligencia a una señora rubia con un traje muy elegante.

D. Peregrín alzó los hombros con un gesto de profundo desdén, como si quisiera decir: «¿A qué viene usted en mi apoyo para contrarrestar los absurdos de este necio?»

Aquel dato y aquel gesto concluyeron de aniquilar a D. Juan, cuyo rostro expresó el abatimiento. Pero D.ª Teodora, con sus grandes ojos serenos, le clavó una mirada tan afectuosa que las facciones del caballero, contraídas por la pesadumbre, se fueron dilatando gradualmente, y una plácida sonrisa melancólica concluyó por esfumarse en sus labios. La frente de D. Peregrín, en cambio, quedó surcada instantáneamente por una porción de arrugas. La innegable superioridad que tenía sobre su hermano, ¿de qué le servía? Cuanto mejor la demostraba delante de la fresca jamona, tanto más se inclinaba ésta a favor de él. Razón tenía el juez de primera instancia de Tarragona cuando le decía que la mujer era un tejido de contradicciones.

Obdulia sintió que una alegría intensa, infinita, le entraba a chorros dentro del alma. Su cuerpo, enervado, incapaz de movimiento, adquirió súbito la ligereza de un pájaro. Quería salir prontamente de aquella estancia y surcar los aires y cantar su gozo. Cualquiera podría observar el cambio operado en ella. Al mutismo obstinado en que yacía sucedió una locuacidad extrema, una charla animada, insustancial, entreverada de carcajadas extrañas en que se placía, desahogando la emoción que la embargaba, estirando sus nervios encogidos. Ni sabía bien lo que estaba diciendo, ni D.ª Filomena, con quien platicaba, se enteraba tampoco, atenta a contemplar la faz inteligente del P. Narciso y gozar del brillo de sus humoradas. Al poco rato sintió la garganta seca y calor inusitado en las mejillas. El caballero de Lancia, que allí estaba, hizo la observación, que se apresuró a comunicar a Osuna, de que su hija tenía los ojos muy negros y brillantes, y que le sentaban muy bien las rosetas encarnadas que el calor le había sacado en el rostro.

La noticia había producido sensación en todos. Pocos eran los que conocían allí a la esposa de Montesinos, aunque nadie ignoraba los incidentes del drama conyugal que había retraído al mayorazgo a Peñascosa. Pero lo que en los extraños era pura curiosidad, en la buena de doña Eloisa se ofreció, como es lógico, con la apariencia de viva y honda emoción. Quiso desde luego salir a saber lo que pasaba en casa de su hermano, quiso después que fuese su marido, quiso enviar un criado. A todo se opuso D. Martín que, viendo las cosas con más frialdad, comprendía que cualquier paso de éstos en aquel instante era inoportuno. La conversación se animó extremadamente, hasta el punto de que los tresillistas suspendieron el juego y tomaron parte en ella. Los comentarios que se hicieron, infinitos. Se forjaron mil hipótesis sobre el caso. Unos opinaban que la esposa, arrepentida, venía a pedir perdón a su marido, otros que hacía el viaje tan sólo para reclamar de él alimentos, otros que su intento era entablar la demanda para formalizar el divorcio, otros que el marido la había llamado, no pudiendo desterrar de su corazón el amor que la profesaba (la mayoría del elemento femenino se inclinaba a esta suposición), otros que el P. Gil, motu proprio, había escrito a D.ª Joaquinita y había preparado la escena, a fin de que D. Álvaro la perdonase, otros que había persuadido a éste a que la llamase a Peñascosa. Ni faltaba tampoco quien supusiera que D. Álvaro y su esposa hacía tiempo que mantenían correspondencia, y que era ella quien resistía venir a visitarle hasta la hora presente.

– De todos modos, lo que no ofrece duda es que el P. Gil tiene una intervención muy principal en el asunto, y a él le pertenece la gloria de la reconciliación— dijo gravemente D. Narciso.

– Si la hay— repuso Consejero.