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¡Oh! ¡Más fácil es descifrar el misterio de los rumores del Océano y los secretos de la brisa, que los vagos pensamientos que oculta la frente de una niña!

El mar quería entregarse otra vez al sueño. Las crestas de sus olas ya no blanqueaban a lo lejos con su corona de espumas. El horizonte replegaba su línea indecisa que se borraba en la sombra de la tarde. Las serenas y abultadas ondas bajaban y subían, semejando la respiración perezosa y dormida de un seno gigantesco. Una por una, con amable sosiego y confianza, las iban dejando atrás las falúas, avecinándose al puerto. La costa festoneaba con línea negra y ondulante la gran llanura resplandeciente. Allá a lo lejos, en lo interior, columbrábanse las cimas de las montañas, bañadas de un transparente vapor violáceo.

El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban sobre los monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo que hacía asomar a sus labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada donde no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida playa de la isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario, ¡Tanto calor dentro y tanto frío fuera!

El Océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos los rumores que sonaban en lo profundo.

El sol se sumergió enteramente. El Océano dejó escapar un sollozo inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento que Marta creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovían hasta lo íntimo, infundían en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules.

La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas…

–¡Jesús!… ¿Qué ha sido eso?

–¿Quién se ha caído al agua?

–¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!… ¡Marta!… ¡Dejadme… dejadme salvar a mi hija!

–Ya está salvada, D. Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al agua.

–¡Cía! ¡cía firme!—dijo la bronca voz del patrón.—Echa esa beta al agua, Manuel… No asustarse, señores, que no es nada… ¡Ciar más!… Basta… Agárrense ustedes a la beta… Ya no hay cuidado.

La confusión fué muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. D. Mariano, en los pocos momentos que esto duró, forcejeaba con D. Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vió a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.

Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter que D. Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella sonrió dulcemente, y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:

–Gracias, señor marqués… ¡No se estaba tan mal allá abajo!

Así que llegaron a El Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora de noche, cuando ya las respectivas familias empezaban a inquietarse por su tardanza.

JOSÉ

EL pueblecito costero que sirve de escenario a esta novela fué para mí un paraíso en los años juveniles. Allí gocé como en ninguna otra parte de los encantos de la mar que era mi pasión en aquella época. Nunca me sentí más feliz que entonces. Aquellos bravos y sencillos pescadores me acogieron con tanta cordialidad que despertaron en mí el deseo de compartir su vida y sus trabajos.

Durante un verano no fuí más que un pescador. Me levantaba del lecho antes de la aurora como ellos, me vestía con la clásica blusa y la boina y me lanzaba a la mar en uno de sus barquichuelos cuyos nombres y propiedades conocía como si fuesen seres vivientes.

Horas de dicha aquéllas que viví surcando la mar con los aparejos tendidos para anzolar el bonito y la caballa o soltando la red para aprisionar la sardina. Cuando el viento encalmaba nos recostábamos sobre los bancos y yo escuchaba con deleite su inocente plática. Allí conocí a José, a Gaspar, a Bernardo: todos fueron mis amigos y nunca los he tenido después en la vida más afectuosos. Al apretarme la mano cuando me separé de ellos vi sus ojos entristecidos. Uno me dijo: “¡Qué lástima, D. Armando, hubiera usted sido un buen marinero!”

Tenía razón. Yo hubiera sido un buen marinero y también un buen aldeano. Todo menos un buen diplomático.

Al publicarse esta novela no sé quién la hizo llegar a sus manos. Viéndose retratados se sintieron contentos y orgullosos. Llevaban mi libro a la mar y allí tendidos sobre los paneles en las horas de calma uno leía en voz alta y los otros escuchaban.

Y después venían los interminables comentarios. Todo lo querían descifrar:—“Este es Fulano, esta doña Zutana.—Yo fuí quien puse la piedra en el anzuelo para engañarte.—A ti fué a quien tiró el golpe de mar cuando fuíste a desarbolar del medio…”

Muchos años han transcurrido desde entonces. En medio de las miserias y resquemores de la vida cortesana mi pensamiento ha volado más de cien veces hacia aquellos nobles y valerosos amigos y he comprendido por qué nuestro buen Jesús ha buscado sus discípulos más amados entre humildes pescadores.

LA DESESPERACIÓN DE UN HIDALGO

Don Fernando, segundón de la casa de Meira, nunca fué rico. Ultimamente había llegado a la indigencia. Sus ínfulas aristocráticas no por eso disminuían. Cuanto más pobre más orgulloso se hallaba de su prosapia. Era una manía, casi una locura. En el pueblecillo de Rodillero se le miraba por los pescadores con una mezcla de respeto, de compasión y de burla. Uno de estos pescadores, José, tenía relaciones amorosas con Elisa hija de la señá Isabel, fabricante de escabeche. José era pobre. La señá Isabel se oponía furiosamente a estos amores. Don Fernando, con orgullo quijotesco, los protegía. Acosado por el hambre, el desgraciado hidalgo se había visto precisado a vender lo último que le quedaba, su viejo y desmantelado palaciote. Con generosidad caballeresca ofreció una parte de la exigua cantidad que por él le habían dado a José para que comprando una lancha pudiera casarse.

POCOS días después, don Fernando de Meira se personó en casa de José, muy temprano, cuando éste aún no había salido a la mar.

–José, necesito hablar contigo a solas. Ven a dar una vuelta conmigo.

 

El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque hasta entonces jamás se lo había pedido directamente. Cuando el hambre más le apuraba, solía llegarse a él, diciendo:

–José, a Sinforosa se le ha concluído el pan, y no quisiera tomárselo a la otra panadera… Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza…

Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviese muy apurado. De otra suerte, ni directa ni indirectamente se humillaba a pedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensar otra cosa. Y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en el bolsillo, se echó a la calle en compañía del anciano.

Guióle don Fernando fuera del pueblo. Cuando estuvieron a alguna distancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silencio diciendo:

–Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero, ¿verdad?

José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le sorprendió un poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquella pregunta.

–Ps…, así, así, don Fernando. No estoy muy sobrado…; pero, en fin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazo de pan.

–Un pedazo de pan es poco… No sólo de pan vive el hombre—manifestó el señor de Meira sentenciosamente. Y después de caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, y encarándose con el marinero le preguntó:

–Tú te casarías de buena gana con Elisa, ¿verdad?

José quedó sorprendido y confuso.

–¿Yo?… Con Elisa no tengo nada ya… Todo el mundo lo sabe…

–Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con Elisa; me consta—afirmó el caballero resueltamente.

José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación cuando don Fernando le atajó diciendo:

–No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te casarías gustoso.

–¡Ya lo creo!—murmuró entonces el marinero bajando la cabeza.

–Pues te casarás—dijo el señor de Meira ahuecando la voz todo lo posible y extendiendo las manos hacia adelante.

José levantó la cabeza vivamente y le miró, pensando que se había vuelto loco. Después, bajándola de nuevo, dijo:

–Eso es imposible, don Fernando… No pensemos en ello.

–Para la casa de Meira no hay nada imposible—respondió el caballero con mucha mayor solemnidad.

José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquella ilustre casa.

–Nada hay imposible—volvió a decir don Fernando lanzándole una mirada altiva, propia de un guerrero de la reconquista.

José sonrió con disimulo.

–Atiende un poco—siguió el caballero.—En el siglo pasado, un abuelo mío, don Alvaro de Meira, era corregidor de Oviedo. Había allí una casa perteneciente al clero que estorbaba mucho en la vía pública, y el corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con la oposición del obispo y cabildo catedral, los cuales le manifestaron que de ningún modo lo intentase, so pena de excomunión. Pero el corregidor, sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla de albañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al obispo, alborótase su ilustrísima, convoca al cabildo y deciden ir revestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella. Mi bisabuelo lo supo, y ¿qué hace entonces? Va y manda a allá al verdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todo albañil que se baje del tejado… ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!… Y la casa vino al suelo.

Don Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó de golpe el edificio clerical. José pareció enteramente insensible a esta proeza de los Meiras. Seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que era lástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos los señores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unos cuantos para la seña Isabel.

–Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja—siguió el hidalgo,—¡hay que temblar!… Toma—añadió sacando del bolsillo un paquetito y ofreciéndoselo.—Ahí tienes, diez mil reales. Cómprate una lancha, y deja lo demás de mi cuenta.

El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano pensando que aquello era una locura del señor de Meira, a quien ya muchos no suponían en su cabal juicio.

–Toma, te digo. Cómprate una lancha… y a trabajar.

José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto al ver que eran monedas de oro. Don Fernando, sonriendo orgullosamente, continuó:

–Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?

–Veinte.

–¿Los ha cumplido ya?

–No señor; me parece que los cumple el mes que viene.

–Perfectamente. El mes que viene te diré lo que has de hacer. Mientras tanto, procura que nadie se entere de tus amores… Mucho sigilo y mucha prudencia.

Don Fernando hablaba con tal autoridad y arqueaba las cejas tan extremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y torcida, consiguió infundir respeto al marinero. Casi llegó a creer en el misterioso poder de la casa de Meira.

–A otra cosa… ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?

–¿Qué lancha?, ¿la de mi patrón?

–Sí.

–¿Para ir adónde?

–Para dar un paseo.

–Si no es más que para eso…

–Pues a las doce de la noche pásate por mi casa dispuesto a salir a la mar. Necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás.... Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar la compra de la lancha. Vé a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.

Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador del señor de Meira. Todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de su casa de qué modo habría llegado aquel dinero a manos del arruinado hidalgo. Se propuso no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase.

Los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo. No se pasaron dos horas sin que supiese que don Fernando había vendido su casa el día anterior a don Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía hipotecada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. Don Anacleto pagó esta cantidad y le dió además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese. Le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.

Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la hora para ver lo que era. Un poco antes de dar las doce por el reloj de las Consistoriales enderezó los pasos hacia el palacio de Meira. Llamó con un golpe a la carcomida puerta, y no tardó mucho el propio don Fernando en abrirle.

–Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?

–Debe de estar, sí señor.

–Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.

Don Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba en el zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado con cordeles.

–Es muy pesado, te lo advierto.

Efectivamente, al tratar de moverlo se vió que era casi imposible llevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.

–En hombros no podemos llevarlo, don Fernando. ¿No será mejor que lo arrastremos poco a poco hasta la ribera?

–Como a ti te parezca.

Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa. Apagó don Fernando el candil, cerró la puerta, y dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaron lentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira iba taciturno y melancólico, sin despegar los labios. José le seguía el humor; pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar lo que aquella pesadísima caja contenía.

Fué necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha, y gracias a ellos hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo. Entraron después, y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otras embarcaciones.

La noche era de luna, clara y hermosa. El mar, tranquilo y dormido como un lago. El ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contra la voluntad del hidalgo, que pretendía tomar uno, y apoyándolos suavemente en el agua, se alejó de la tierra.

El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.

–Basta, José.

El marinero soltó los remos.

–Ayúdame a echar este bulto al agua.

José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más de descubrir aquel extraño misterio, se atrevió a preguntar sonriendo:

–¿Supongo que no será dinero lo que usted eche al agua, don Fernando?

Este, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto, suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:

–No; no es dinero… Es algo que vale más que el dinero… Me olvidaba de que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho el favor de acompañarme.

–No se lo decía por eso, don Fernando. A mí no me importa nada lo que hay ahí dentro.

–Desátalo.

–De ningún modo, don Fernando. Yo no quiero que usted piense…

–¡Desátalo, te digo!—repitió el señor de Meira en un tono que no daba lugar a réplica.

Obedeció José, y después de separar la múltiple envoltura de lona que le cubría, descubrió, al cabo, el objeto no era otra cosa que un trozo de piedra toscamente labrado.

–¿Qué es esto?—preguntó con asombro.

Don Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, respondió:

–El escudo de la casa de Meira.

Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro y miraba de hito en hito al caballero, esperando alguna explicación; pero éste no se apresuraba a dársela. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia adelante, contemplaba sin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto. Al fin dijo en voz baja y temblorosa:

–He vendido mi casa a don Anacleto…, porque un día u otro yo moriré, y ¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?… Pero se la vendí bajo condición de arrancar de ella el escudo.., Hace unos cuantos días que trabajo por las noches en separar la piedra de la pared… Al fin lo he conseguido…

Como don Fernando se callase después de pronunciar estas palabras, José se creyó en el caso de preguntarle:

–¿Y por qué lo echa usted al agua?

El anciano caballero le miró con ojos de indignación.

–¡Zambombo! ¿Quieres que el escudo de la gran casa de Meira esté sobre una fábrica de escabeche?

Y aplacándose de pronto, añadió:

–Mira esas armas… Repáralas bien… Desde el siglo XV están colocadas sobre la puerta de la casa de Meira… (no esta misma piedra, porque según se ha ido enlazando con otras casas fué necesario mudarla y poner en el escudo nuevos cuarteles, pero otra parecida). En el siglo pasado quedó definitivamente fijada con la alianza de los Meiras y los Mirandas… Son cinco cuarteles. El del centro es el de los Meiras: está colocado en lo que se llama en heráldica punto de honor… Sus armas son: azur y banda de plata, con dragones de oro; bordura de plata y ocho arminios de sable… Tú dirás—añadió don Fernando con sonrisa protectora—: ¿dónde están esos colores?… Es muy natural que lo preguntes, no teniendo nociones de heráldica… Los colores en la piedra se representan por medio de signos convencionales. El oro, míralo aquí en este cuartel, se representa por medio de puntitos trazados con buril; la plata, por un fondo liso y unido; el azur, por rayitas horizontales; los gules, por rayas perpendiculares, etc., etc…; es muy largo de explicar… Los Meiras se unieron primeramente a los Viedmas. Aquí está su escudo en este primer cuartel de gules y una puente de plata de tres arcos, por los cuales corre un caudaloso río; y una torre de oro levantada en medio de la puente; bordadura de plata y ocho cruces llanas de azur… Después se unieron a los Carrascos. Y aquí tienes a la izquierda su cuartel, partido en dos partes iguales: la primera de plata y un león rampante de sable; la segunda de oro y un árbol terrazado y copado, con un pájaro puesto encima de la copa y un perro ladrante al pie del tronco… Ni el pájaro ni el perro se notan bien, porque los ha destruido la intemperie…; pero aquí están… Más tarde se unieron a los Angulos: su cuartel es de plata y cinco cuervos de sable puestos en sautor… Tampoco se notan bien los cuervos… Por último, se unieron a los Mirandas, cuyo cuartel es de oro y un castillo de gules en abismo, sumado de un guerrero armado con alabarda, naciente de las almenas, acompañado de seis roeles de sinople y plata, puestos dos de cada lado y uno en la punta… Todo el escudo, como ves, está coronado por un casco de acero bruñido de cinco rejas.

 

Nada entendió el marinero del discurso del señor de Meira. Mirábale de hito en hito con asombro. El mar balanceaba suavemente la barca.

–De la casa de Meira—siguió don Fernando con voz enfática—han salido en todas las épocas hijos muy esclarecidos, hombres muy calificados… Demasiado sabrás tú que en el siglo XV don Pedro de Meira fué comendador de Villaplana, en la orden de Santiago, y que don Francisco fué jurado en Sevilla y procurador en las Cortes de Toro. También sabrás que otro hijo de la misma familia fué presidente del Consejo de Italia: se llamaba don Rodrigo. Otro, llamado don Diego, fué oidor de la real Audiencia de la ciudad de Méjico y después presidente de la de Guadalajara. En el siglo pasado, don Alvaro de Meira fué regidor de Oviedo y fundó en Sarrió una colegiata y un colegio de primeras letras y latinidad; bien lo sabrás.

José no sabía absolutamente nada de todo aquella; pero asentía con la cabeza para complacer al desgraciado caballero. Este quedó repentinamente silencioso, y así estuvo buen rato, hasta que comenzó a decir, bajando mucho la voz y con acento triste:

–Mi hermano mayor, Pepe, fué un perdido…, bien lo sabrás…

En efecto, era lo único que José sabía de la familia de Meira.

–Le arruinó una bailarina… Los pocos bienes que a mí me habían tocado me los llevó amenazándome con casarse con ella si no se los cedía… Yo, para salvar el honor de la casa, los cedí… ¿No te parece que hice bien?

José asintió otra vez.

–Desde entonces, José, ¡cuánto he sufrido!…, ¡cuánto he sufrido!

El hidalgo se pasó la mano por la frente con abatimiento.

–La gran casa de Meira muere conmigo… Pero no morirá deshonrada, José; ¡te lo juro!

Después de hacer este juramento, quedó de nuevo silencioso en actitud melancólica. El mar seguía meciendo la lancha. La luna rielaba su pálida luz en el agua.

Al cabo de un largo espacio, don Fernando salió de su meditación, y volviendo sus ojos rasados de lágrimas hacia José, que le contemplaba con tristeza, le dijo lanzando un suspiro:

–Vamos allí… Suspende por ese lado la piedra: yo tendré por éste…

Entre uno y otro lograron apoyarla sobre el carel. Después don Fernando la dió un fuerte empujón. El escudo de la casa de Meira rompió el haz del agua con estrépito y se hundió en sus senos obscuros. Las gotas amargas que salpicó bañaron el rostro del anciano, confundiéndose con las lágrimas no menos amargas que en aquel instante vertía.

Quedóse algunos instantes inmóvil, con el cuerpo doblado sobre el carel, mirando al sitio por donde la piedra había desaparecido. Levantándose después, dijo sordamente:

–Boga para tierra, José.

Y fué a sentarse de nuevo a la popa.

El marinero comenzó a mover los remos sin decir palabra. Aunque no comprendía el dolor del hidalgo y andaba cerca de pensar, como los demás vecinos, que no estaba sano de la cabeza, al verle llorar sentía profunda lástima; no osaba turbar su triste enajenamiento. Mas el propósito de devolverle el dinero no se apartaba de su cabeza. Veía claramente que tal favor, en las circunstancias en que se hallaba don Fernando, era una verdadera locura. Le bullía el deseo de acometer el asunto, pero no sabía de qué manera comenzar. Tres o cuatro veces tuvo la palabra en la punta de la lengua, y otras tantas la retiró por no parecerle adecuada. Finalmente, viéndose ya cerca de tierra, no halló traza mejor para salir del aprieto que sacar los diez mil reales del bolsillo y presentárselos al caballero, diciendo algo avergonzado:

–Don Fernando…, usted, por lo que veo, no está muy sobrado de dinero… Yo le agradezco mucho lo que quiere hacer por mí, pero no debo tomar esos cuartos haciéndole falta…

Don Fernando, con ademán descompuesto y soltando chispas de indignación por los ojos, le interrumpió gritando:

–¡Pendejo! ¡Zambombo! ¡Después que te hice el honor de confesarte mi ruina, me insultas! Guarda ese dinero ahora mismo, o lo tiro al agua.

José comprendió que no había más remedio que guardarlo otra vez. Y así lo hizo después de pedirle perdón por el supuesto insulto. Formó intención, no obstante, de vigilar para que nada le faltara y devolvérselo en la primera ocasión favorable.

Saltaron en tierra y se separaron como buenos amigos.

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