Sherlock Holmes: La colección completa

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

2. La flor de Utah

No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.

Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de tantos peligros.

Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y compañera de infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre, conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva vida trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber.

En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de troncos, ampliada y recompuesta infinitas veces en los años subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era hombre con los pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y posesiones desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados, a los nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos los demás.

Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus correligionarios. Nadie fue parte a convencerle para que fundara un harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación, porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en la práctica de la religión recientemente adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en las costas del Atlántico. El caso es que, por la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta conducta.

Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las veces de madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.

No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena todavía al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después tendría en su propio destino y en el de los demás.

Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su caballo, con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.

Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera obstruida por un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido en ella, sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la corriente movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e intentó por todos los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la situación más peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos circundantes, y éstos inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse sujeta a la silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas, encontrando así una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse su cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y tostada por el sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.

—Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura —dijo respetuosamente a la joven su providencial salvador.

Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y riendo con franqueza repuso:

—¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener tanto miedo de un montón de vacas?

—Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura —contestó el hombre con gesto grave.

Se trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.

 

—Debe ser usted la hija de John Ferrier —añadió—; la he visto salir a caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.

—¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —apuntó ella con recato.

El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros refulgió una chispa de contento.

—Lo haré —dijo—, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza no es a propósito para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como estoy.

—Es su deudor, igual que yo —replicó la joven—. Me tiene un cariño extraordinario; si esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte, creo que habría muerto él también.

—Y yo —añadió el jinete.

—¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera somos amigos!

La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.

—No me entienda mal, ¡ea! —dijo—. Ahora sí que somos amigos. No le queda más remedio que venir a vernos... En fin, he de seguir camino, porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi padre recado alguno. ¡Adiós!

—¡Adiós —repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre la mano de la damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.

El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno. Habían recorrido las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para la exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que los del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e indómito corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un amor fugaz de adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del hombre de férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta, mientras de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.

Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la siguiente y a la otra también, hasta convertirse en visitante asiduo y conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo diario, había tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo en torno durante los últimos doce años. De él le daba noticias Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región de rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido explorador, trampero, ranchero, buscador de plata... No existía aventura emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol de las mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su recóndita causa.

Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima de la cerca y tomó el camino de la casa.

—He de marcharme, Lucy —dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que la miraba tiernamente a los ojos—. No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?

—¿Vas a tardar mucho? —repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.

—No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá interponerse entre nosotros dos.

—¿Qué dice mi padre?

—Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner en marcha esas minas. Sobre esto último no debes preocuparte.

—Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que añadir —susurró ella, la mejilla apoyada en el poderoso pecho del aventurero.

—¡Dios sea alabado! —exclamó éste con ronca voz, e inclinando la cabeza, besó a la chica—. El trato puede considerarse zanjado. Cuanto más me demore, más difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me verás de nuevo.

Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto encima del caballo, picó espuelas a toda prisa sin volver siquiera la cabeza, en el temor, quizá, de que una sola mirada a la prenda de su corazón le hiciera desistir de su recién concebido proyecto. Permaneció Lucy junto al cancel, fija la vista en el jinete hasta desvanecerse éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En todo Utah no podría hallarse chica más feliz.

3. John Ferrier habla con el profeta

Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y sus compañeros. Se entristecía el corazón de John Ferrier al pensar que pronto volvería el joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin embargo, la expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces más eficazmente con el pacto contraído que el mejor de los argumentos. Desde antiguo había determinado en lo hondo de su resuelta voluntad que a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión se le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una desgracia. Con independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le inspiraba en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible, amén de mudo, ya que por aquellos tiempos las actitudes heterodoxas hallaban mal acomodo en la Tierra de los Santos.

Mal acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos entre los santos contenían el aliento antes de dar voz a su íntimo parecer en materia de religión, no fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían constituido a su vez en porfiados y crudelísimos perseguidores. Ni la Inquisición sevillana, ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades secretas de Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan formidable como la que tenía atenazado al Estado de Utah.

La organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de invisibilidad y misterio. Todo lo veía y podía, y sin embargo escapaba al ojo y al oído humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía sin dejar rastro ni razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente el retorno del proscrito, cuya voz no volvería a dejarse oír de nuevo, ni siquiera en anuncio de la triste sentencia que los sigilosos jueces habían pronunciado. Una palabra brusca, un gesto duro, eran castigados con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba sobre todas las existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en terror perpetuo, sellada la boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en la más rigurosa de las soledades.

En un principio sufrieron persecución tan sólo los elementos recalcitrantes, aquellos que, habiendo abrazado la fe de los mormones, deseaban abandonarla o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la multitud de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres adultas, grave inconveniente para una doctrina que proponía la poligamia. Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y salvajes saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a nutrir los serrallos de los Ancianos, mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban impresas en el rostro las señales de un espanto inextinguible. Algunos caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban haberse cruzado con pandillas de hombres armados y enmascarados, en sigilosa y rápida peregrinación al amparo de las sombras. Tales historias y rumores fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los ranchos aislados del Oeste, el nombre de «La Banda de los Danitas», o «Los Ángeles Vengadores», conserva resonancias siniestras.

El mayor conocimiento de la organización que tan terribles efectos obraba, tendió antes a magnificar que a disimular el espanto de las gentes. Imposible resultaba saber si una persona determinada pertenecía a Los Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban parte en las orgías de sangre y violencia perpetradas bajo la bandera de la religión eran mantenidos en riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y su misión se contaba por la noche entre los asaltantes que acudían para dar cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más íntimos sentimientos.

Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de trigo, oyó John Ferrier el golpe seco del pestillo al ser abierto, tras de lo cual pudo ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba. Le dio un vuelco el corazón, ya que el visitante no era otro que el mismísimo Brigham Young. Lleno de inquietud —pues nada bueno presagiaba semejante encuentro— Ferrier acudió presuroso a la puerta para recibir al jefe mormón. Este último, sin embargo, correspondió fríamente a sus solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió hasta el salón.

—Hermano Ferrier —dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la mirada a través de las pestañas rubias—, los auténticos creyentes te han demostrado siempre bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando agonizabas de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los Elegidos, recibiste allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra protección, te hiciste rico. ¿Es esto que digo cierto?

—Lo es —repuso John Ferrier.

—A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras la fe verdadera, conformándote a ella en todos sus detalles. Tal prometiste hacer, y tal, según se dice, desdeñas hacer.

—¿Es ello posible? —preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán de protesta—. ¿No he contribuido al fondo común? ¿No he asistido al Templo? ¿No he...?

—¿Dónde están tus mujeres? —preguntó Young, lanzando una ojeada en derredor—. Hazlas pasar para que pueda yo presentarles mis respetos.

—Cierto es que no he contraído matrimonio —repuso Ferrier—. Pero las mujeres eran pocas, y muchos aquellos con más títulos que yo para pretenderlas. Además, no he estado solo: he tenido una hija para cuidar de mí.

—De ella, precisamente, quería hablarte —dijo el jefe de los mormones—. Se ha convertido, con los años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza del favor de muchos hombres con preeminencia en esta tierra.

John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.

—Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué compromiso con un gentil. Maledicencias, supongo, de gente ociosa. ¿Cuál es la decimotercera regla del código legado a nosotros por Joseph Smith, el santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe verdadera contraiga matrimonio con uno de los elegidos: pues si se uniera a un gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello así, no es posible que tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo vulnere.

Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su fusta.

—Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de tu fe. Tal ha convenido el Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es joven: no pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea privada de toda elección. Nosotros los Ancianos poseemos varias novillas11, mas es fuerza que las posean también nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu hija en su casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y ricos, y profesan la fe verdadera. ¿Qué contestas?

 

Ferrier permaneció silencioso un instante, arrugado el entrecejo.

—Concédeme un poco de tiempo —dijo al fin—. Mi hija es muy joven, quizá demasiado para tomar marido.

—Cuentas con un plazo de un mes —dijo Young, enderezándose de su asiento—. Transcurrido éste, habrá de dar la chica una respuesta.

Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro encendido y centelleantes los ojos:

—¡Guárdate bien, John Ferrier —dijo con voz tonante—, de oponer tu débil voluntad a las órdenes de los Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no yacer, reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!

Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava del sendero.

Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e incierto sobre cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue bastante para revelarle que había escuchado la conversación.

—No lo pude evitar —dijo ella, en respuesta a su mirada—. Su voz atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?

—No te asustes —contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano grande y fuerte por el cabello castaño de la joven—. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?

A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del padre, se redujo la respuesta de Lucy.

—No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen chico y de un cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones. Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que le hagan saber el trance en que nos hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía no ha alcanzado el moderno telégrafo.

Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le producían.

—Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que me inquieta. Una oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al Profeta: siempre sufren percances espantosos.

—Aún no nos hemos opuesto a nadie —repuso el padre—. Tiempo tenemos de mirar por nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero que nos hallemos lejos de Utah.

—¡Lejos de Utah!

—Qué remedio...

—¿Y la granja?

—Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no es ésta la primera vez que semejante idea se me cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie, menos aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas avanzando en sentido contrario.

—Pero no nos dejarán marchar —objetó la joven.

—Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para hacerlo. Entre tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro ninguno.

John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada confianza, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual las puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces había colgado de la pared de su dormitorio.