Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi

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V

–Aunque es un poco indiscreto, tiene tanta gracia que ardo en deseos de relatarlo –dijo Vronsky, mirándola con ojos sonrientes–. Pero no daré nombres.

–Yo los adivinaré, y será aún mejor.

–Escuche, pues: en un coche iban dos jóvenes caballeros muy alegres.

–Naturalmente, oficiales de su regimiento.

–No hablo de dos oficiales, sino de dos jóvenes que han comido bien.

–Traduzcamos que han bebido bien.

–Quizá. Van a casa de un amigo con el ánimo más optimista. Y ven que una mujer muy bonita les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y –o así se lo parece al menos– les sonríe y saluda. Como es de suponer, la siguen. Los caballos van a todo correr. Con gran sorpresa suya la joven se apea ante la misma puerta de la casa adonde ellos van. La bella sube corriendo al piso alto. Sólo han visto de ella sus rojos labios bajo el velillo y los piececitos admirables.

–Me lo cuenta usted con tanto entusiasmo que no parece sino que era usted uno de los dos jóvenes.

–¿Olvida usted lo que me ha prometido? Los jóvenes entran en casa de su amigo y asisten a una comida de despedida de soltero. Entonces es seguro que beben, y probablemente demasiado, como siempre sucede en comidas semejantes. En la mesa preguntan por las personas que viven en la misma casa. Pero nadie lo sabe y únicamente el criado del anfitrión, interrogado sobre si habitan arriba madeimoiselles, contesta que en la casa hay muchas. Después de comer, los dos jóvenes se dirigen al despacho del anfitrión y escriben allí una carta a la desconocida. Es una carta pasional, una declaración amorosa. Una vez escrita, ellos mismos la llevan arriba a fin de explicar en persona lo que pudiera quedar confuso en el escrito.

–¿Cómo se atreve usted a contarme tales horrores? ¿Y qué pasó?

–Llaman. Sale una muchacha, le entregan la carta y le afirman que están tan enamorados que van a morir allí mismo, ante la puerta. Mientras la chica, que no comprende nada, parlamenta con ellos, sale un señor con patillas en forma de salchichones y rojo como un cangrejo, quien les declara que en la casa no vive nadie más que su mujer y les echa de allí.

–¿Cómo sabe usted que tiene las patillas en forma de salchichones?

–Escúcheme y lo sabrá. Hoy he ido para reconciliarles.

–¿Y qué ha pasado?

–Aquí viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos excelentes esposos: un consejero titular y la señora consejera titular. El consejero presenta una denuncia y yo me convierto en conciliador. ¡Y qué conciliador! Le aseguro que el propio Talleyrand quedaba pequeñito a mi lado.

–¿Surgieron dificultades?

–Escuche, escuche... Se pide perdón en toda regia: «Estamos desesperados; le rogamos que perdone la enojosa equivocación...». El consejero titular empieza a ablandarse, trata de expresar sus sentimientos y, apenas comienza a hacerlo, se irrita y empieza a decir groserías. Tengo, pues, que volver a poner en juego mi talento diplomático. « Reconozco que la conducta de esos dos señores no fue correcta, pero le ruego que tenga en cuenta su error, su juventud. No olvide, además, que ambos salían de una opípara comida, y... Ya me comprende usted. Ellos se arrepienten con toda su alma y yo le ruego que les perdone.» El consejero vuelve a ablandarse: «Conforme; estoy dispuesto a perdonarles, pero comprenda que mi mujer, una mujer honrada, ha soportado las persecuciones, groserías y audacias de dos estúpidos mozalbetes... ¿Comprende usted? Aquellos mozalbetes estaban allí mismo y yo tenía que reconciliarles. Otra vez empleo mi diplomacia y otra vez, al ir a terminar el asunto, mi consejero titular se irrita, se pone rojo, se le erizan las patillas... y una vez más me veo obligado a recurrir a las sutilezas diplomáticas ...» .

–¡Tengo que contarle esto! –dice Betsy a una señora que entró en aquel instante en su palco–. Me ha hecho reír mucho. Bonne chance! –le dijo a Vronsky, tendiéndole el único dedo que le dejaba libre el abanico y bajándose el corsé, que se le había subido al sentarse, con un movimiento de hombros, a fin de que éstos quedasen completamente desnudos al acercarse a la barandilla del palco, bajo la luz del gas, a la vista de todos.

Vronsky se fue al teatro Francés, donde estaba citado, en efecto, con el coronel de su regimiento, que jamás dejaba de asistir a las funciones de aquel teatro, y al que debía informar del estado de la reconciliación, que le ocupaba y divertía desde hacía tres días.

En aquel asunto andaban mezclados Petrizky, por quien sentía gran afecto, y otro, un nuevo oficial, buen mozo y buen camarada, el joven príncipe Kedrov; pero, sobre todo, andaba con él comprometido el buen nombre del regimiento. Los dos muchachos pertenecían al escuadrón de Vronsky. Un funcionario llamado Venden, consejero titular, acudió al comandante quejándose de dos oficiales que ofendieron a su mujer. Venden contó que llevaba medio año casado. Su joven esposa se hallaba en la iglesia con su madre y, sintiéndose mal a causa de su estado, no pudo permanecer en pie por más tiempo y se fue a casa en el primer coche de alquiler de lujo que encontró.

Al verla en el coche, dos oficiales jóvenes comenzaron a seguirla. Ella se asustó y, sintiéndose peor aún, subió corriendo la escalera. El mismo Venden, que volvía de su oficina, sintió el timbre y voces; salió y halló a los dos oficiales con una carta en la mano.

Él los echó de su casa y ahora pedía al coronel que les impusiera un castigo ejemplar.

–Diga usted lo que quiera, este Petrizky se está poniendo imposible –había manifestado el coronel a Vronsky–. No pasa una semana sin armarla. Y este empleado no va a dejar las cosas así. Quiere llevar el asunto hasta el fin.

Vronsky comprendía la gravedad del asunto, reconocía que en aquel caso no había lugar a duelo y se daba cuenta de que era preciso poner todo lo posible por su parte para calmar al consejero y liquidar el asunto.

El coronel había llamado a Vronsky precisamente por considerarle hombre inteligente y caballeroso y constarle que estimaba en mucho el honor del regimiento. Después de haber discutido sobre lo que se podía hacer, ambos habían resuelto que Petrizky y Kedrov, acompañados por Vronsky, fueran a presentar sus excusas al consejero titular.

Tanto Vronsky como el coronel habían pensado en que el nombre de Vronsky y su categoría de ayudante de campo, habían de influir mucho en apaciguar al funcionario ofendido. Y, en efecto, aquellos títulos tuvieron su eficacia, pero el resultado de la conciliación había quedado dudoso.

Ya en el teatro Francés, Vronsky salió con el coronel al fumadero y le dio cuenta del resultado de su gestión.

El coronel, después de haber reflexionado, resolvió dejar el asunto sin consecuencias. Luego, para divertirse, comenzó a interrogar a Vronsky sobre los detalles de su entrevista.

Durante largo rato el coronel no pudo contener la risa; pero lo que le hizo reír más fue oír cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronsky, aprovechando la última palabra de semirreconciliación, emprendió la retirada empujando a Petrizky delante de él.

–Es una historia muy desagradable, pero muy divertida. Kedrov no puede batirse con ese señor. ¿De modo que se enfurecía mucho? –preguntó una vez más.

Y agregó, refiriéndose a la nueva bailarina francesa:

–¿Qué me dice usted de Claire? ¡Es una maravilla! Cada vez que se la ve parece distinta. Sólo los franceses son capaces de eso.

––––––––


VI

La princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.

Apenas hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal, comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.

Los invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso franco a los que llegaban.

Casi a la vez entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya arreglado y el peinado compuesto, y por otra sus invitados, en el gran salón de oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la transparente porcelana del servicio de té.

La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras cejas muy señaladas.

Como siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.

–Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach –decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer––. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?

–¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! –exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.

 

Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l'enfant terrible.

La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.

–Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.

Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.

–Cuéntanos algo gracioso... pero no inmoral –dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small–talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

–Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido –empezó él, con una sonrisa–. Pero probaré... Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían embarazados ahora para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.

–Eso ya se ha dicho hace tiempo –interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.

La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.

Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.

–¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? –preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.

–¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.

Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.

Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.

–¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva –no la hija, sino la madre– se hace un traje diable rose?

–¿Es posible ...? ¡Sería muy divertido!

–Me extraña que con su inteligencia –porque no tiene nada de tonta– no se dé cuenta del ridículo que hace.

Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva, y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.

Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.

Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.

–¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? –le preguntó.

–¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! ––contestó ella–. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda... yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?

–¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!

–Enséñemelas, sí. He aprendido con esos... ¿cómo les llaman?... esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos

–¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? –preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.

–Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos –comentó en alta voz la Miágkaya–. Y por cierto que la salsa –un líquido verduzco– no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks, y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!

–¡Es única en su estilo! –exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.

–Incomparable –convino alguien.

El enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.

En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.

Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.

–¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.

–No. Estamos muy bien aquí –repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.

Y continuó la conversación iniciada.

Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.

–Ana ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella –decía su amiga.

–El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky –dijo la esposa del embajador.

No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.

–Las mujeres con sombra terminan mal generalmente –contestó una amiga de Ana.

–Calle usted la boca –dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Ana–. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.

–¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable –dijo la embajadora– Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.

–Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo –repuso la princesa Miágkaya–. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexey Alejandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontraba, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto –y lo dijo en voz baja–, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?

–¡Qué cruel está usted hoy!

–Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.

–Nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia –dijo el diplomático recordando un verso francés.

–Sí, sí, eso es –dijo la princesa Miágkaya, con precipitación–. Pero lo que importa es que no les entrego a Ana para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como sombras?

–Yo no me proponía atacarla –se defendió la amiga de Ana.

–Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los demás.

Y tras esta lección a la amiga de Ana, la princesa Miágkaya se levantó y se dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.

La conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.

–¿A quién estaban criticando? –preguntó Betsy.

–A los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexey Alejandrovich muy característica –dijo la embajadora sonriendo.

Y se sentó a la mesa.

–Siento no haberles oído –repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta–. ¡Vaya: al fin ha venido usted! dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.

Vronsky no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por eso entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.

–¿Qué de dónde vengo? –contestó a la pregunta de la embajadora–––. ¡Qué hacer! No hay más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza, pero en la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a gusto... Hoy...

Mencionó a la artista francesa a iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con cómico espanto.

–¡Por Dios, no nos cuente horrores!

–Bien; me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.

–Y todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la ópera –afirmó la princesa Miágkaya.

––––––––


VII

Se oyeron pasos cerca de la puerta de entrada. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky.

El dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.

Ana entró en el salón muy erguida, como siempre, y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.

Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.

Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.

–Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano, pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante...

–¡Ah, el misionero!

–Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.

La conversación, interrumpida por la llegada de Ana, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.

–¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.

–¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?

–Sí. Dicen que es cosa decidida.

–Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.

–¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? –dijo la embajadora.

–¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda –repuso Vronsky.

–Peor para los que la siguen... Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.

–Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían –replicó Vronsky.

–Nosotros llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella.

–Entonces hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de vacuna...

–Yo, de joven, estuve enamorada del sacristán –dijo la Miágkaya–. No sé si eso me sería útil.

–Bromas aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y corregir después la equivocación ––dijo la princesa Betsy.

–¿Incluso después del matrimonio? –preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de burla.

–Nunca es tarde para arrepentirse –alegó el diplomático recordando el proverbio inglés.

–Precisamente –afirmó Betsy– es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación. ¿Qué opina usted de eso? –preguntó a Ana, que con leve pero serena sonrisa escuchaba la conversación.

–Yo pienso –dijo Ana, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado–, yo pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como corazones.

Vronsky miraba a Ana, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.

Ana, de improviso, se dirigió a él:

–He recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazkv está seriamente enferma.

 

–¿Es posible? –murmuró Vronsky frunciendo las cejas.

Ana le miró con gravedad.

–¿No le interesa la noticia?

–Al contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamemente lo que le dicen? –preguntó él.

Ana, levantándose, se acercó a Betsy.

–Deme una taza de té –dijo, parándose tras su silla.

Mientras Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Ana.

–¿Qué le dicen? –repitió.

–Yo creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando de ello –comentó Ana sin contestarle–. Hace tiempo que quería decirle esto –añadió.

Y, dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un rincón.

–No comprendo bien lo que quieren decir sus palabras –dijo Vronsky, ofreciéndole la taza.

Ella miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.

–Quería decirle –continuó ella sin mirarle– que ha obrado usted mal, muy mal.

–¿Y cree usted que no sé qué he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya obrado de esta manera?

–¿Por qué me dice eso? –repuso Ana mirándole con severidad.

–Usted sabe por qué –contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Ana y sin apartar la suya.

No fue él sino ella la confundida.

–Eso demuestra que usted no tiene corazón –dijo Ana.

Pero la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y que precisamente por ello le temía.

–Eso a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.

–Recuerde que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra –dijo Ana, estremeciéndose imperceptiblemente,

Pero comprendió en seguida que con la palabra «prohibido» daba a entender que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba a hablarle de amor.

Ana continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la animación:

–Hoy he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto debe terminar. Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace sentirme culpable, no sé de qué...

Él la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.

–¿Qué desea usted que haga? –preguntó, con sencillez y gravedad.

–Que se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty –dijo Ana.

–No desea usted eso.

Vronsky comprendía que Ana le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que ella deseaba que hiciera.

Si me ama usted como dice –murmuró ella–, hágalo para mi tranquilidad.

El rostro de Vronsky resplandeció de alegría.

–Ya sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad, porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí... No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí. Sólo posibilidades de desesperación y desgracia... o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? –preguntó él con un simple movimiento de los labios.

Pero ella le entendió.

Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.

«¡Oh! –pensaba él, delirante–. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin... se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa...»

–Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos –murmuró Ana.

Pero su mirada decía lo contrario.

–No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.

Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:

–Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aun eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.

–No deseo que se vaya usted.

–Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está –dijo él, con voz trémula–. ¡Ah, allí viene su marido!

Efectivamente, Alexey Alejandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.

Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:

–Vuestro Rambouillet está completo –dijo mirando a los concurrentes–. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.

La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering, como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.

Alexey Alejandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.

Ana y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.

–Esto empieza ya a pasar de lo conveniente –dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.

–¿Qué decía yo? –repuso la amiga de Ana.

No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.

El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexey Alejandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.

Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexey Alejandrovich y se acercó a Ana.

–Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido –dijo Betsy–. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.

–¡Oh, sí! –dijo Ana con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía.

Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.

Alexey Alejandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.

Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexey Alejandrovich saludó y se fue.

El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.

El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.

Ana Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.

–Supongamos que usted no me ha dicho nada –decía él–. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí en la vida está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.

–El amor –repitió ella lentamente, con voz profunda.

Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:

–Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar –y, mirándole a la cara, concluyó–: ¡Hasta la vista!

Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.

Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Ana había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.

––––––––