Las fotografías y sus relatos

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Capítulo 1

Precisiones conceptuales

En verdad, el dolor es íntimo, pero también está impregnado de materia social, cultural, relacional, y es fruto de una educación. No escapa al vínculo social.

David Le Breton (1999, p. 10)

Modalidades e interpretaciones de la violencia como causas del sufrimiento

El sufrimiento se relaciona con un sentimiento de ausencia o de vacío, que se experimenta de forma muy personal, al tiempo que trasciende a la persona: “Ninguna fórmula definitiva podría abarcar la relación íntima del hombre con su dolor, puesto que de hecho todo dolor remite a un sufrimiento y, por tanto, a un significado y a una intensidad propia del individuo en su singularidad” (Le Breton, 1999, p. 21). Remite a sentir física o moralmente un daño. Es un rasgo compartido entre todos los seres humanos, con independencia de sus condiciones materiales de existencia o la edad: todas las personas sufren en algún momento de su vida o son susceptibles de sufrir. El sufrimiento, como lo explica Le Breton (1999), está asociado con el sentido que cada uno da a sus experiencias de vida o a las expectativas que tenga frente a sus vivencias. Pero esto no quiere decir que sea independiente de las lógicas sociales; al contrario, las estructuras sociales pueden convertirse en generadoras de sufrimiento.

Es decir, el sufrimiento es, al mismo tiempo, una experiencia personal y social; un sentimiento íntimo que puede estar asociado a factores sociales que lo alivian o lo incrementan. La experiencia del sufrimiento invita a analizarlo desde las distintas condiciones sociales, económicas y culturales, o desde las estructuras sociales que lo producen, porque estas intensifican o disminuyen el daño, así como la percepción de este (Abad Miguélez, 2016; Le Breton, 1999; Renault, 2010; Schillagi, 2011).

Por eso, hablar de un “sufrimiento socialmente producido” implica reflexionar sobre aquellos factores sociales que lo producen. En esta investigación, me pregunté cómo el género, el origen social y la edad de las personas moldean de diversas maneras las experiencias del sufrimiento.

De acuerdo con Galtung (2016), la violencia, en general, tiene distintas dimensiones que pueden sintetizarse en la idea de que una situación es violenta cuando las condiciones de realización actuales de los seres humanos están por debajo de sus condiciones potenciales. Esta definición, gracias a su amplitud, sirve para analizar situaciones sociales que obstaculizan la realización de las personas y generan sufrimiento; sin embargo, por su misma amplitud puede resultar ambigua (todo podría considerarse violencia) y con un fuerte componente subjetivo (pues depende de lo que cada persona considere condiciones de realización). Para sortear estas dificultades, es necesario desglosar el concepto y distinguir los registros de experiencia asociados a esta idea general, pues no pretendo trabajar con una única definición que pueda aplicarse por igual a todas las circunstancias de violencia, por cumplir con una lista de condiciones individualmente necesarias y conjuntamente suficientes. Al contrario, opto por trabajar con “semejanzas parciales” que pueden darse entre las situaciones de violencia que analizo, lo cual me permite reconocer la singularidad de cada caso y evitar enfrascarlas en una única definición. En otras palabras, le apuesto al modelo de “parecidos de familia” propuesto por Wittgenstein y desarrollado por Bosa (2015) para su aplicación en ciencias sociales.

Mi propósito en este trabajo es reflexionar sobre los múltiples registros de experiencias asociados a los conceptos de violencia y de sufrimiento, pues en cada caso un mismo término puede remitir a vivencias muy variadas (y tener implicaciones o consecuencias diversas). En ese sentido, es esencial exponer los diferentes usos posibles (académicos o no) de un mismo concepto. No para establecer el verdadero o el único sentido de una categoría dada, sino para explicitar las tensiones y preguntas relevantes para la investigación específica que se va a desarrollar.

El concepto de violencia, que puede aparentar ser claro y evidente, en realidad, remite a registros de experiencias distintas unas de otras. Desde las ciencias sociales, a través de casos singulares, es posible hacer un acercamiento a este concepto para analizar las tensiones que remiten a las distintas modalidades de ejercicios e interpretaciones de las violencias y, por ende, del sufrimiento. Estas modalidades las explicaré apoyándome en un esquema de tensiones que me permite analizar cómo en cada caso un mismo término puede referirse a prácticas muy distintas o tener múltiples interpretaciones.

Modalidades de ejercicio de la violencia

En este trabajo, pretendo interesarme en las especificidades asociadas a estas diferentes modalidades de violencias, pero quisiera, al mismo tiempo, explorar las constantes relaciones que existen entre ellas. Como lo han mostrado Scheper-Hughes y Bourgois (2003), las distintas formas de violencia tienden a alimentarse unas con otras (en particular en los casos en los cuales una forma de violencia trae otras y generan espirales de violencia). Sin embargo, más que asumir esta situación como una evidencia transhistórica, propongo realizar una investigación empírica para explorar casos en los cuales múltiples formas de violencia se entrecruzan y se superponen de maneras diversas y complejas y, en algunos casos, contradictorias (como en las situaciones en las cuales se utiliza una forma de violencia para parar o frenar otra).

La primera tensión remite a las relaciones entre de violencias física y moral. La violencia física suele ser considerada la forma paradigmática de violencia. De hecho, algunos autores restringen el uso del concepto violencia a situaciones que tienen una dimensión explícitamente “física” por ser la más perceptible, por el daño corporal que sufre la víctima, como golpes, heridas o daños a los bienes materiales. Mientras que otros autores resaltan la necesidad de considerar las situaciones en las cuales la violencia tiene una dimensión principalmente “moral” (es decir, situaciones en las cuales es la honra o la estima que se ven afectadas). No obstante, aunque distintas, las dimensiones físicas y emocionales de la violencia suelen funcionar de manera interrelacionada y alimentarse mutuamente, como cuando el maltrato físico viene acompañado de insultos, desestimación u otros tipos de violencia moral.

En este estudio, es interesante diferenciar las violencias físicas de las morales en atención a que la raíz de una manifestación de violencia física puede ser moral, como el menosprecio a una persona por su condición social, de género o edad. Por eso, distinguirlas sirve para comprender la dimensión del sufrimiento de los miembros de las familias en relación con su pertenencia a estos colectivos.

La segunda tensión que me interesa destacar es la relación entre violencia directa e indirecta (o interpersonal/interaccional vs. impersonal/estructural). Del mismo modo que en el caso anterior, algunos autores solo hablan de violencia para referirse a situaciones en las cuales existen interacciones directas entre unos victimarios y sus víctimas (lo que podríamos llamar situaciones de violencia “interpersonal”); mientras que otros incluyen en sus análisis situaciones de violencia “impersonal” (es decir, situaciones en las cuales se identifica el sufrimiento mas no quien lo infringe).

A las violencias indirectas, Galtung (2016) las categoriza como estructurales, porque en algunos casos se caracterizan por la ausencia de un actor que infrinja la agresión y por ser intrínsecas a los sistemas políticos y económicos. Para el autor en mención, este tipo de violencia se origina en los procesos de estructuración social y no necesita una fuerza directa para generar daño (citado en La Parra-Casado y Tortosa Blasco, 2003). Scheper-Hughes y Bourgois (2003) se apoyan en el concepto violencia estructural para sus estudios y la describen como la violencia de la pobreza, del hambre, de la marginación y de la humillación. Ellos explican que forzosamente desciende a lo más micro, hasta permear las relaciones familiares, sociales y laborales; la economía personal y familiar; entre otras, hasta convertirse en violencia íntima y doméstica. Paralelo a esto, hay que considerar que las violencias interpersonales y las estructurales pueden ser tanto físicas como morales. Así, hay violencias físicas directas, como un golpe, y hay violencias físicas indirectas, como la mortalidad infantil. También hay violencias morales directas, como un insulto, y hay violencias morales indirectas, como la discriminación sistémica.

Otros autores explican la violencia estructural como los efectos de la privación de las necesidades humanas o el equivalente a la injusticia u otras situaciones sociales (en las que no se identifica un actor que lleve a cabo el acto violento), como la desigualdad, la injusticia, la inequidad, la pobreza o la exclusión. Todos estos conceptos conllevan intrínsecamente una disparidad: mientras una de las partes se beneficia, la otra es perjudicada (La Parra-Casado y Tortosa Blasco, 2003). Farmer (2007) condensa gráficamente esa asimetría social explicando que hay quienes “se quiebran el espinazo en la tarea imposible de vivir con casi nada, mientras otros nadan en la opulencia” (p. 72).

Lo interesante de considerar la violencia estructural como trasfondo (si bien no el único) de los moldeamientos sociales en relación con las condiciones materiales de existencia es que posibilita analizar cómo esta favorece la posición de unos grupos sociales sobre otros y perpetúa los procesos de dominación a favor de unos y en desventaja de los más vulnerables. Por tanto, es necesario en esta investigación distinguir las modalidades interaccionales y estructurales de las violencias, porque en las vidas de las personas a quienes entrevisté (mujeres de clase popular) estas dos modalidades se entrecruzan estrecha y continuamente y dejan huellas en sus vidas. Las formas de violencia directa están entrelazadas con aquellas estructurales. Estas últimas han favorecido un entorno que fomenta la asimetría social a distintos niveles: ellas han vivido en escasez y su misma situación de pobreza las ha expuesto a sufrir daños o abusos en su entorno social y familiar. Al tiempo, por la precariedad de sus condiciones laborales, se han visto obligadas a enfrentar dificultades para alcanzar un mínimo de bienestar.

 

La última tensión en cuanto a las modalidades de ejercicio de la violencia (física o moral, directa o indirecta) se relaciona con sus distintas intensidades. Se tiende a pensar que las situaciones violentas son extremas, devastadoras y muy explícitas (eliminación física de personas, tortura, etc.). No obstante, existen violencias de “baja intensidad” que minan paulatinamente las vidas de las personas (por ejemplo, ciertas formas de intimidación o de dominación de un grupo social sobre otro) (Hernández Ruiz, 2017).1

Un ejemplo de violencia física de alta intensidad puede ser un asesinato, un homicidio o una guerra, con el consecuente exterminio que esta puede conllevar. Pero, también, puede darse una violencia física de menor intensidad, como la privación de la libertad. Un ejemplo de violencia moral de alta intensidad puede ser el bullying entre estudiantes de colegio, cuando es solo emocional, pero tan intenso que genere traumas en niños o adolescentes, hasta el punto de, en algunos casos, llevarlos a intentar suicidarse. Pero también puede darse una violencia moral de baja intensidad como negarse a compartir la silla del bus con una persona de raza o etnia diferente. Como vemos, esta tensión, al igual que las otras, permite analizar cómo, en los casos empíricos, los distintos niveles de intensidad y las diferentes formas de violencias se entrecruzan.

Para esta investigación, es decisivo distinguir los niveles de intensidad, pues, tratándose de un trabajo hecho sobre la cotidianidad de unas familias, que viven en un contexto que no está en guerra, las situaciones analizadas serán, en su mayoría, de violencias de baja intensidad, pero persistentes en el tiempo.

Además de estas tres, la variedad de experiencias asociadas al concepto de violencia permite plantear otras tensiones relacionadas, por ejemplo, con la temporalidad, la intencionalidad o la publicidad con la que se ejerce la violencia. Desde la visión del tiempo, es posible introducir una tensión entre formas de violencia ejercidas de manera cotidiana-rutinizada y formas de violencia llevadas a cabo de manera excepcional, pues se tiende a pensar que los hechos violentos son excepcionales o inusuales, como un atentado o una guerra, y así desconocer algunas manifestaciones de violencia que pueden darse en la cotidianidad. A partir de esta idea, Scheper-Hughes (1996) desarrolló el concepto violencia cotidiana para llamar la atención sobre los “crímenes en tiempos de paz” o “genocidios invisibles”, especialmente frecuentes entre personas de precarias condiciones materiales y educativas. Se manifiesta, explica la autora, en violencia intrafamiliar, como la pelea sexual y doméstica, o también en la delincuencia, los crímenes y la drogadicción; violencias que son manifiestas, pero tienden a ser imperceptibles en la medida en que se vuelven habituales o rutinizadas en ciertos sectores sociales por su frecuencia en el tiempo.

En relación con la cuestión de la intencionalidad, se pueden diferenciar formas de violencia que se ejercen de manera “voluntaria” y otras que tienen una dimensión “involuntaria”. Se tiende a pensar que la violencia se ejerce siempre de manera intencional; pero, no siempre es así. Es el caso, por ejemplo, de una madre que, para evitar a sus hijos el peligro de la calle, los encierra en una habitación de la casa, todos los días, sin posibilidad de salir. Para preservar la seguridad de sus hijos, la madre decide privarlos de libertad y ejerce de este modo una violencia, de la cual podemos decir que es involuntaria.

Conforme a la publicidad con la que se ejerza la violencia, es posible introducir otra tensión entre las formas de violencia que se llevan a cabo en la esfera pública y las que se dan en un ámbito íntimo o doméstico. Es más patente y reconocible la violencia que sucede en las calles, en los frentes de batalla o en las protestas ciudadanas, pero, más persistente e igual de nociva, puede ser la violencia íntima.

Hasta el momento, he presentado algunas de las tensiones relacionadas con las modalidades de ejercicio de la violencia. Para complejizar nuestro entendimiento de las experiencias de violencia, sin embargo, me parece esencial problematizar no solo las distintas maneras, sino también las distintas formas que existen de entenderla (siguiendo la idea según la cual las interpretaciones de las experiencias constituyen una parte fundamental de las mismas experiencias). Es decir, ¿cómo evalúan la violencia quienes la ejercen, la sufren o la presencian?

Modalidades de interpretación de la violencia

Al analizar experiencias de las violencias, resulta interesante detenerse no solo en las formas en que se ejerce, sino también en las distintas maneras en que las personas las interpretan. No se puede presuponer que un mismo acto violento será interpretado igual, siempre y por todos. Por eso, he procurado preguntarme sobre las diversas formas de interpretar la experiencia de la violencia2 por los victimarios, por las víctimas o por quienes la presencian.

Para reflexionar sobre las interpretaciones de la violencia, la cuestión del consentimiento —introducida en el concepto de violencia simbólica3 propuesto por Bourdieu (2000a)— es fundamental. Él ha mostrado que, de manera sorprendente, muchas situaciones de violencia implican cierto consentimiento por parte de quienes las reciben. Es, entonces, aquella “violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento” (Bourdieu, 2000b, p. 12). El concepto de violencia simbólica nos invita a reflexionar sobre el ejercicio de la violencia con consentimiento, sobre la ejecución de la dominación a través de estructuras de poder que funcionan como instrumentos de inferiorización, muchas veces imperceptibles, o no interpretadas como tales, por las víctimas o los victimarios (Bourdieu, 2000a).

A través de sistemas simbólicos, como la cultura, el arte, la ciencia o el lenguaje (que funcionan como instrumentos de conocimiento, comunicación y diferenciación social), se legitima la dominación de ciertos grupos sociales sobre otros (Bourdieu, 2000a). Estos sistemas de símbolos poseen una estructura inmanente que define la construcción del mundo social de manera jerárquica, lo cual se da porque las estructuras sociales (la organización de una sociedad y sus sistemas de relaciones) y las estructuras cognitivas (cómo las personas entienden la organización de la sociedad y en qué lugar se ubican dentro de ella) están íntimamente relacionadas (Bourdieu, 2000b). Así es como las personas que viven en determinado entorno tienden a asimilar, comprender el mundo y a ubicarse dentro de este según el sistema de símbolos de la posición dominante, el cual es el que conocen y manejan. De esta forma, la violencia simbólica se ejerce cuando los dominados se conciben a sí mismos utilizando las categorías de los dominantes, cuando aceptan o asumen su supuesta inferioridad y se comportan conforme a esta: “El poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o que lo ejercen” (Bourdieu, 2000a, p. 65).

En este sentido, para construir las tensiones ligadas a las diversas interpretaciones de la violencia, también me he apoyado en la propuesta analítica de Bourdieu (2000b) sobre la dominación masculina, plasmada en su libro homónimo. Uno de sus principales hallazgos ha sido mostrar que la dominación masculina constituía un tipo paradigmático de “violencia simbólica”. Este concepto, que tiene un lugar central en su modelo teórico, ha sido objeto de reapropiaciones múltiples que permiten indudablemente complejizar nuestro entendimiento del funcionamiento de la dominación. Empero, ha sido, en ocasiones, objeto de ciertos malentendidos debido a la ambigüedad de su nombre. En efecto, el término simbólico parece sugerir que remite principalmente a las modalidades de ejercicio de la violencia: una más moral que física. No obstante, se puede argumentar que el principal aporte del concepto se relaciona más con las interpretaciones de la violencia que con sus condiciones de efectuación: así, la violencia simbólica constituye, en la sociología bourdieusiana, una violencia “consentida”. Sin embargo, esta primera aclaración (el concepto de violencia simbólica remite más a las interpretaciones de las violencias que a sus modalidades de efectuación) no me parece suficiente. Efectivamente, la noción de violencia consentida remite ella misma a situaciones y experiencias muy distintas las unas de las otras.

Una dimensión esencial de la dominación masculina sobre la cual quiero indagar se relaciona con el consentimiento a la existencia de una “jerarquía sexual” en la que los hombres tienden a ocupar posiciones superiores. Cuando la dominación masculina funciona plenamente, los pensamientos tienden a estar estructurados conforme a las estructuras de relación de dominación y llevan al reconocimiento de la sumisión de las mujeres ante los hombres como algo debido y natural.4 De este modo, a pesar de tratarse de una dominación arbitraria e impuesta, la dominación masculina se ve legitimada por su inscripción aparente en la “naturaleza biológica”. Podemos hablar, en este sentido, de una construcción social naturalizada, la cual, a pesar de tener todas las apariencias de la espontaneidad, es en realidad el producto de un trabajo continuo de reproducción de las estructuras de poder.5 De este modo, el orden social masculino, como orden construido, se caracteriza por exaltar lo masculino, subestimar lo femenino y acentuar la diferenciación sexual, a través de la definición de prácticas históricamente aceptadas como apropiadas para cada sexo.6 Se caracteriza también por promover una visión dicotómica de la sociedad medida en oposiciones, como masculino/femenino, activo/pasivo, lleno/vacío, dominante/dominado, fuerte/débil.

Podemos hablar, en estos casos, de violencias no leídas como violencias, invisibilizadas, desconocidas o mal reconocidas, porque las víctimas utilizan las categorías de los dominantes para pensar su condición dominada. Entonces legitima la imposición del “principio masculino como punto de referencia de todo” (Bourdieu, 2000b, pp. 27 y 28), como el estándar para evaluar la realidad social en la cual lo femenino tiende a ocupar sistemáticamente una posición subordinada.

Conforme a esto, la cuestión del consentimiento a la violencia se complejiza a partir de tres preguntas (o tres tensiones): ¿hasta qué punto la violencia experimentada es visible como tal?, ¿hasta qué punto la violencia experimentada es considerada injusta e ilegítima?, y ¿hasta qué punto las personas se sienten impotentes ante la violencia experimentada?

La primera tensión se relaciona con la “visibilidad” de la violencia, es decir, se consiente la violencia porque es invisible para la víctima, el perpetrador o espectador. Mientras que algunas situaciones “violentas” son identificadas como tales por sus protagonistas (o por quienes la presencian), otras permanecen invisibles. Podríamos, de hecho, hablar de violencias “visibilizadas” e “invisibilizadas”, dado que, lejos de ser “espontáneas”, tanto la “visibilización” como la “invisibilización” de la violencia son el resultado de un trabajo específico.

Para explicar este fenómeno, Bourdieu (2000a) utiliza los términos reconocimiento y desconocimiento. En algunos casos, las víctimas no interpretan como “violenta” la situación que viven; y cuando la asumen como tal, es a través de un proceso de “reconocimiento” de los abusos recibidos. El “desconocimiento” constituye, en este contexto, el principal aliado de la dominación y de los dominadores, pues estos últimos pueden ejercer o mantener una relación de dominación sin que las víctimas la perciban como tal.

 

Según Bourgois (2009a, 2009b), la violencia es “reconocida” en la medida en que es visible, o “desconocida” en la medida en que es invisible para los infractores, las víctimas y los agentes externos. Para ilustrar este punto, Bourgois reflexiona sobre la construcción de su propio punto de vista: explica que, como etnógrafo, inicialmente no identificó algunos tipos de violencias (por su carácter moral, indirecto o normalizado), las cuales desempeñan hoy un papel central en su análisis. En este sentido, se pueden encontrar ciertas relaciones entre la cuestión de la “visibilidad” de la violencia y la de sus modalidades. Así, ciertas formas de violencia son tan abrumadoras y brutales que impiden percibir otras violencias menos evidentes (pero no por esto dejan de tener una gran capacidad de destrucción). No es de sorprendernos, por ejemplo, que las situaciones de violencia física tienden a ser más inmediatamente reconocidas como “violentas” que las situaciones de “violencia moral”. Del mismo modo, las formas de violencia que hemos llamado “estructurales” (en oposición a las formas “interpersonales”) tienden a ser “invisibilizadas”, ya que no permiten identificar un “victimario” claro. Tendemos también a encontrar entre estas violencias “invisibles” las violencias que podríamos llamar “normalizadas”7 o “rutinizadas”, que, por su carácter repetitivo y cotidiano, pasan desapercibidas. Sin embargo, se trata solo de tendencias, ya que, bajo ciertas condiciones, tanto las formas de violencia “morales”, “estructurales”, “rutinizadas” o de “baja intensidad” pueden ser visibilizadas y denunciadas. Asimismo, de manera recíproca, las formas más explícitas pueden volverse invisibles como violencia, por ejemplo, en situaciones de guerra, en las que ciertos comportamientos violentos dirigidos al contrincante pueden considerarse normales por ser contra el enemigo.

Podemos reflexionar sobre esta cuestión de la “visibilidad” o “invisibilidad” de la violencia a través del ejemplo del conflicto armado. En un contexto de guerra interna, la violencia física parecería la protagonista, pues se hace patente a través de la destrucción, los ataques, los heridos y las muertes. Pero eso no quiere decir que sea el único tipo de violencia. Aunque menos perceptibles, existen también múltiples formas de violencia moral (Hernández Ruiz, 2017).8 Por citar un ejemplo entre varios posibles, la distribución inequitativa de la riqueza a lo largo del tiempo puede ser interpretada como una forma de violencia. Si bien las injusticias sociales tienden a permanecer “invisibles” como formas de violencia, pueden también pasar por un proceso de “reconocimiento”. Y tal proceso puede desembocar en nuevas formas de violencia: las personas que han empezado a reconocerse como “víctimas” enfrentan la violencia con más violencia, con intención de acabar con la injusticia a la que han sido sometidas. Algunos autores han explicado esta interrelación de violencias como un continuo en el que se alimentan mutuamente (Bourgois, 2009a; Scheper-Hughes y Bourgois, 2003) y se entremezclan unas con otras como mecanismos de dominación que reproducen las estructuras de desigualdad que las fomentan.

Las violencias “invisibles” son prototípicas de contextos de paz, en el sentido de ausencia de guerras, conflictos o amenazas, como el contexto en el que se desarrolla la vida de las protagonistas de los relatos que se presentan en esta investigación. Es útil considerar esto para cuestionar la supuesta ausencia de violencia o también para preguntarse por otro tipo de circunstancias que afectan la existencia cotidiana de las personas y las hacen sufrir. Por ejemplo, el cubrimiento noticioso estereotipado (Van Dijk, 1997) de algunos medios de comunicación sobre la migración de ciudadanos sirios a Europa. En algunos países, los presentan a todos como delincuentes y, por tanto, como una amenaza para la estabilidad nacional. Esta forma estereotipada de mostrarlos es una forma de violencia simbólica que fomenta la xenofobia,9 que puede ser menos perceptible en la medida en que se ampara en una “buena causa”: la protección de la estabilidad nacional.

Entonces, para esta investigación, es necesario detenerse en el reconocimiento o desconocimiento de las violencias que enfrentan las personas entrevistadas, quienes viven en un contexto en “apariencia” pacífico, en el que igual confluyen violencias; eso sí, menos perceptibles o difíciles de identificar, pero igual de presentes y dañinas. Siendo así, surgen preguntas relacionadas con su entorno: ¿hasta qué punto estas mujeres se consideran víctimas de algún tipo de violencia? y ¿hasta qué punto reconocen las violencias a las que están expuestas por su género y por su clase?

Una segunda tensión, ligada a las interpretaciones de la violencia, se relaciona con su legitimidad. En este caso, se puede consentir la violencia, porque, a pesar de percibirla como tal, se la considera justa o merecida. Las situaciones, vividas o presenciadas, identificadas como violentas son, por lo general, objeto de una valoración moral: algunas son consideradas como justas o legítimas, mientras otras como injustas o ilegítimas.

La valoración sobre la legitimidad de la violencia depende de “aquellos aspectos de la cultura, en el ámbito simbólico de nuestra experiencia (materializado en la religión e ideología, lengua y arte, ciencias empíricas y ciencias formales […]), que pueden utilizarse para justificar o legitimar la violencia directa o estructural” (Galtung, 2016, p. 149). Cabe aclarar que una cultura no es en sí violenta, sino que algunos factores culturales dan fuerza o poder a las violencias, al tiempo que las refrenda o valida. Lo más propio de la violencia moral es avalar el ejercicio de otros tipos de violencia. Así es como la cuestión cultural y simbólica influye en la interpretación de la violencia de quienes la viven y le conceden la calificación de justa o injusta. Por eso, la violencia no puede ser entendida solo en términos físicos, pues la dimensión “moral”, “simbólica” o “emocional” hace parte de la violencia, porque le da poder y sentido (Scheper-Hughes y Bourgois, 2003).

El maltrato puede llegar a ser aceptado como natural o merecido, es decir, legítimo o justo por quienes lo viven, pues a fuerza de humillaciones, golpes o heridas, las víctimas pueden llegar a pensar que son inferiores o que su comportamiento amerita recibir castigos; entonces los aceptan. En palabras de Bourdieu (2000b), consienten ese maltrato. Es interesante analizar la relación entre el “reconocimiento” y el “desconocimiento” para problematizarlo: una misma persona puede “reconocer” la violencia cuando percibe el golpe o es ofendida; pero puede aceptarla como justa y, entonces, “desconoce” la violencia. Por ejemplo, cuando se lincha a un ladrón, puede considerarse merecido el castigo. Se legitima la violencia. En este sentido, Scheper-Hughes y Bourgois (2003) llaman la atención sobre algunas ambigüedades en las interpretaciones de la violencia. Como en el caso citado, el ladrón es considerado violento, ofensivo, la sociedad es la parte ofendida y su reacción, a pesar de ser violenta, es justificada y considerada legítima o necesaria porque está al servicio del bien común, según las normas políticas o económicas vigentes.

También se pueden “consentir” las violencias cuando estas se ajustan a normas comunes a víctimas, victimarios o espectadores, quienes se acostumbran a ellas, hasta el punto de tolerarlas o asumirlas con indiferencia. Esta tolerancia constituye una forma de legitimación de la violencia, porque se vuelve común y lo común con el tiempo tiende a asumirse como correcto, permitido o aceptado; o, igualmente, pueden acostumbrarse a la situación hasta mirarla como algo normal.

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