Feminismos y antifeminismos

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La humanidad, renovada

del fanatismo a despecho,

dejaría eternizada

la razón y cimentada

sobre el pavés del derecho!

Y el hombre sería al par,

cumpliendo así su misión

de la ley ante el altar,

buen deudo en su santo hogar,

y buen hijo en su nación.

Mujer, ya te digo aquí

en la presencia de Pi,

la santa misión que tienes:

ya lo sabes; con que así,

no me vengas con belenes.

Con un tono mucho más radical, Cristóbal Litrán, federal y librepensador, publicó en 1892 La mujer en el cristianismo. El libro reproducía abundantes citas de los Padres de la Iglesia a lo largo de su historia que presentaban a la mujer como ser inferior al hombre y encarnación de perversión para éste. Pretendía así desmentir la idea de que el cristianismo hubiera enaltecido a la mujer al atribuirle un alma similar a la del hombre. Esta tesis era tan ampliamente aceptada por entonces que hasta algunos masones alu­dían a Jesús y al primer cristianismo como liberadores de la mujer, frente al catolicismo jesuítico posterior que la habría sojuzgado.[31]

Había, pues, diversidad de posiciones entre los republicanos a la hora de valorar la relación mujer/religión, si bien predominaba claramente la visión anticlerical crítica sobre la influencia del clero en las mujeres. A pesar de ello, la vinculación femenina a la religión se afirmó de forma paralela al proceso de feminización de la religión, proceso plenamente consolidado en España en el último tercio del siglo XIX. En 1890 Pardo Bazán constataba de forma crítica las adscripciones identitarias en torno a la religión:

la mujer española es creyente por instinto, no lo niego, pero ayuda mucho al desa­rrollo de ese instinto la ley, promulgada por los hombres, de que, sean ellos lo que gusten –deístas, ateos, escépticos o racionalistas–, sus hijas, hermanas, esposas y madres no pueden ser ni son más que acendradas católicas.[32]

Si la religión en la mujer podía ser considerada socialmente una prueba de piedad y una garantía de virtud, desde el positivismo se reforzó esa vinculación con argumentos explicativos sobre la mayor religiosidad de las mujeres. Según Urbano González Serrano ello no se debía a la educación sino a la propia naturaleza femenina, en concreto, a la natural pasividad que se le atribuía. En consecuencia, era en vano intentar secularizar la personalidad femenina, pues la mujer «luego que desaloja del pensamiento el misticis­mo (a no ser que sea una aberración de su sexo), lo halla persistente y perdurable en su vida afectiva». Como señala Nerea Aresti, desde esta perspectiva resultaba imposible que las mujeres pudieran emanciparse del pensamiento religioso, algo esencial para la formación del sujeto moderno que quedaba como privilegio exclusivamente masculino.[33]

El positivismo fortaleció así la dicotomía característica del pensamiento liberal que enfrentaba progreso y tradición. Del lado del primero quedaban la ciencia, la razón, la educación, la modernidad, todo ello asociado a la masculinidad; enfrente se situaba la religión, la naturaleza, el espíritu, el sentimiento, la ignorancia, la oscuridad, todo ello vinculado con la feminidad. La supuesta inferioridad intelectual de la mujer la hacía menos apta para la educación intelectual, pero no así para el pensamiento y la práctica religiosos, a los que su naturaleza pasiva la inclinaban. Según el discurso anticlerical republicano, el poder y ascendencia del clero sobre las mujeres era causa del someti­miento femenino. Pero, a su vez, esta subordinación se correspondía con la inferioridad atribuida a la mujer por su naturaleza, que la convertía en un ser necesitado de guía y sujeción. Entonces, ¿cómo podía liberarse la mujer de su sojuzgamiento?

Para los republicanos, el único camino posible pasaba por la educación. Sólo una educación libre de influencias clericales permitiría la emancipación de la mujer. Pero, a diferencia de las feministas librepensadoras, la mayoría de hombres republicanos parecían más interesados en acabar con el supuesto dominio clerical sobre las concien­cias femeninas que en lograr el reconocimiento de los derechos de las mujeres.[34]Como afirma Javier de Diego Romero, según el discurso republicano la educación laica de la mujer acabaría con su sometimiento, pero ello no parecía implicar que la condición natural femenina se asimilara íntegramente a la del varón. En la misma dirección apunta el estudio de Luz Sanfeliu cuando señala que las representaciones que manejaban los republicanos blasquistas finiseculares mostraban una concepción de la feminidad carente de «atribuciones relacionadas con lo que podríamos denominar una subjetividad propia». Ello se reflejaba, por ejemplo, en la manera como representaban la presencia femenina en la protesta callejera, o en las atribuciones políticas que el blasquismo asignó a las mujeres republicanas. Aquéllas quedarían básicamente circunscritas al ámbito familiar, «comprometiéndolas indirectamente con la política a través de los hombres», «a través de las relaciones que como madres, esposas o hijas ellas mantenían con los hombres del partido».[35]

Años antes, en los ochenta, la mayor parte de masonas, críticas con el oscurantismo clerical, manifestaban implícita o explícitamente su dependencia del varón y su función social como madres y esposas dentro de la familia.[36]Para la gran mayoría de republicanos, excepto para las feministas librepensadoras –muchas de ellas vinculadas también a la masonería–, la emancipación del yugo clerical por medio de la educación no implicaba necesariamente asumir la independencia espiritual de la mujer. La construcción de gé­nero predominante entre los hombres republicanos representaba a las mujeres como el sexo débil, subordinado y dependiente del varón. Dado que vinculaba a las mujeres con la tradición y el conservadurismo, planteaba la necesidad de que fueran educadas en el progreso, progreso que sólo ellos, los hombres, encarnaban.[37]Resultan significativas al respecto unas observaciones que hizo Pardo Bazán en la memoria que presentó en el Congreso Pedagógico de 1892. En ellas reconocía con actitud detractora que, a pesar de que la educación religiosa partía del supuesto de la igualdad de las almas ante Dios, tanto el sacerdote como la pedagogía femenina inculcaban a las mujeres la docilidad, la obediencia, la pasividad y la sumisión. No obstante, tampoco consideraba que los laicos afirmaran la independencia espiritual de la mujer, según expresaba de forma provocadora:

Si algún día la enseñanza religiosa cae en poder de laicos, y éstos no han modifi­cado para entonces el sentido general de la enseñanza en sus aplicaciones a cada sexo, me temo que pasarán definitivamente el Rubicón, y enseñarán que hay dos Dioses, dos decálogos, dos cielos, dos infiernos y nada más que un limbo, para señoras solas: a no ser que prefieran cortar por lo sano, como Rousseau, y decir que la mujer no tiene más religión que la de su marido, y gracias; según lo cual las solteronas nacerían predestinadas al ateísmo.[38]

Como hemos visto, la identificación de la mujer con la religión era algo asumido en el pensamiento liberal. También aparecía implícita o explícitamente en el discurso republicano, sobre todo en forma de comentarios anticlericales que cargaban contra la excesiva influencia que el clero tenía sobre las mujeres y contra el dominio que ejercía sobre sus conciencias. Cuando las denuncias anticlericales apuntaban no tanto al clero, sino a la mujer, dirigían sus dardos contra las beatas, devotas caracterizadas por sus desmedidas inclinaciones religiosas.[39]Las representaciones que construyó el discurso anticlerical republicano sobre ellas se pueden seguir en la prensa de ese signo, pero también en la literatura. Las novelas del último tercio del siglo XIX solían caracterizar la figura de la beata de forma desfavorable. Personificaba los aspectos negativos y estériles de una religión excesiva, hipócrita y artificial, fijada en las apariencias, en los formalis­mos y en las devociones exageradas. En las novelas de Pérez Galdós, por ejemplo, las beatas encarnaban «algunos de sus personajes más diabólicos» que, bajo la apariencia de «“santas” cometen atrocidades inhumanas». Eran personajes que en nombre de la religión mal entendida podían llegar a ser muy crueles, a comportarse despiadadamente con sus allegados y dependientes. La mayoría eran tan estériles como la religión o el culto artificioso que practicaban. En algunas, su beatería nacía como forma de sublimar desdichas vitales (matrimonios desgraciados, v. g.). En otras, proyectaba sensualismos insatisfechos o reprimidos, y en algún caso desaparecía al conocer el amor-pasión por un hombre.[40]

En cuanto a la prensa republicana, hay que advertir en primer lugar que dichas imágenes sobre las beatas no aparecían ni cuantitativa ni cualitativamente en todos los medios por igual. El Globo, órgano del posibilismo castelarista desde 1875, no parece utilizar el término en un sentido crítico hasta entrados los años ochenta.[41]En El País se pueden encontrar folletones en los años noventa –como Los Miserables o Los Misterios de París– en los que aparecía alguna beata, siempre caracterizada con rasgos negati­vos. Estos serían básicamente los de una mujer en exceso religiosa, mentirosa, fingida, mojigata. En un principio, era más frecuente que se utilizara la palabra para atacar a la prensa católica del momento, como La Unión o La Unión Católica, atribuyéndole comportamientos típicos de la beata. A la primera, por ejemplo, El Globo la acusaba de revolverse con «ira de beata ofendida» al ver desautorizadas sus informaciones. Las críticas despectivas a la prensa católica personificándola como beata aparecían más asiduamente en El Motín. De forma satírica, la trataba de estúpida y la acusaba de ser «beata cursi» o de actuar con «malicia de beata» cuando aquella arremetía contra los medios republicanos.[42]El Motín sería así mismo la publicación republicana que atacaría con más asiduidad y saña burlesca a las beatas. Podríamos decir que el espíritu clerófobo que manifestaba el periódico de José Nakens hacia el clero se extendía también hacia dicha figura femenina. Contrastaba claramente en este sentido con Las Dominicales del Librepensamiento. Si este daba cabida a artículos de Rosario de Acuña que denun­ciaban la influencia clerical sobre las mujeres y alentaban su educación laica, aquel se regodeaba en las imágenes que construía de las beatas como objetos sexuales del clero o como mujeres cargadas de defectos morales (mojigatas, crédulas, hipócritas, fanáticas, manipuladoras, cotillas, deslenguadas, etc.).

 

En segundo lugar, la frecuencia con que se difundieron estas imágenes en la prensa republicana parece incrementarse conforme avanza el último tercio del siglo. Desde fina­les de los ochenta arreciarían los dardos contra las beatas. Que durante esos últimos años del siglo tuviera una mayor difusión en la esfera pública el debate sobre los derechos de la mujer, que se fueran abriendo nuevas posibilidades educativas y profesionales para las féminas, o que llegara un mayor número de noticias sobre las actividades del feminismo internacional y sobre los logros profesionales de algunas mujeres en el extranjero, creemos que no fue baladí. Este contexto parece influir en algunos argumentos que se manejaron por entonces para criticar a las beatas, en la medida en que interpretaban sus actividades fuera de casa como una forma de cuestionar el modelo de la domesticidad y como una amenaza para las identidades políticas y de género construidas por los republicanos.

La sátira burlona de El Motín se ensañó habitualmente con las beatas. Los rasgos o defectos morales que las caracterizaban en las novelas de Pérez Galdós aparecían acrecentados y ridiculizados en los reproches que aquel lanzaba contra ellas. En ningún otro medio republicano se difundieron esas imágenes tan caricaturizadas y denigrantes. Su carácter de prensa satírica así se lo permitía. A veces dirigió sus ataques contra las monjas, por ser mujeres inútiles y abandonar el camino natural de la mujer, la maternidad, o por estar a disposición de los deseos sexuales del clero. Como mujeres contra-natura, no era extraño que se comportaran con crueldad con los niños que educaban o con los hospicianos que atendían. Las amas también fueron objeto de burlas casi siempre para mostrar la hipocresía de su relación con el cura, dada la activa vida sexual que se le atribuía a éste.[43]Pero las críticas nunca fueron tan feroces y abundantes como cuando afectaban a las mujeres seglares beatas, a las que El Motín ridiculizaba física y, sobre todo, moralmente de forma sistemática. Entre los calificativos más habituales que les atribuía aparecen los siguientes: «tierna beata», «hipócrita beata», «piadosa mojigata», «beata pecadora acecinada», «lenguaraz y atrevida»; «malicia de beata»; «beata libidi­nosa»; «infeliz beata» de la que el cura recoge el dinero; «beata embaucadora», «beata amancebada», «concertadora de voluntades» o manipuladora; «beata deteriorada por el uso»; «beata de voz chillona y malhumorada». El periódico insertaba también el término en expresiones diversas que remitían a una imagen despectiva marcada por la decrepitud física o moral que se atribuía a dicha figura. Entre ellas podemos citar como ejemplo «supercherías religiosas de la beata», «que lo roa diente de beata», «llevar chismes de una casa a otra como beata de desecho», «fingir ser humilde y timorata como una beata», «negro como la conciencia de una beata inservible ya para el pecado», etc.

Los términos mencionados dan cuenta de que las imágenes que construyó El Motín sobre las beatas incidían fundamentalmente en los defectos morales que el perió­dico les atribuía. En primer lugar, se las presentaba como mujeres simples, fácilmente escandalizables, que se santiguaban al ver una caricatura de El Motín y que acudían inmediatamente al confesionario para librarse del peso del pecado por haberla visto. También aparecían como personas bobas, de quienes se aprovechaba el clero sacándoles el dinero. En todos estos casos, solían ser devotas viejas y ricas, explotadas económica­mente por el cura, o piadosas viejas, feas e impertinentes. La hipocresía y la tacañería eran otros atributos habituales en las beatas de El Motín. Engañaban tanto al marido, a quien acababan robando para huir finalmente con algún eclesiástico, como al cura, al que podían llegar a timar en asuntos monetarios. Su ruindad no tenía límites, y, si eran visitadoras de juntas benéfico-católicas, podían quedarse los cuartos que las cofradías donaban para los pobres.[44]

Otra imagen de la beata era la de mala madre, caracterización que permitía al periódico mostrar las dramáticas consecuencias que tenían para la familia los excesos religiosos que conducían al fanatismo. Tal era el caso de aquella madre que, para lograr que su hija la dejara tranquila durante la función religiosa, era capaz de darle dos copas –«Baco al servicio del fanatismo» concluía El Motín–; o la de aquella otra, ferozmente beata, que tenía un hijo de ideas opuestas a las suyas, a quien no lograba convencer de que estudiara para sacerdote. Acabó obligándole a ayunar, de acuerdo con el cura, para ver si le entraba la vocación; pero lo único que logró fue que muriera. La imagen de la «beata de profesión» en el hogar correspondía a la de una mujer extremadamente piadosa, roñosa y rigurosa, que, por ejemplo, hacía rezar todos los días a su sobrino y alimentaba mucho su espíritu, aunque le hacía pasar hambre y lo castigaba por la mínima. No era raro que estuviera liada con el cura, a quien acababa dejando sus posesiones al morir, con lo que privaba de ellas a los hijos y demás familiares.[45]

La beata como símbolo del fanatismo no sólo era contraproducente para la familia; también perjudicaba a la sociedad. Colaboraba con el clero en fanatizar las conciencias, por ejemplo, reprimiendo obras de teatro que en su opinión no se ajustaban a la moralidad católica, u obligando a entonar cantos místicos a las costureras que tenía a su cuidado. Su rigurosidad y fanatismo se reflejaban en las cualidades físicas y morales que a veces se le atribuían en estas situaciones: alta y delgada, chismosa y soplonzuela, roñosa, de comunión diaria –para ahorrarse el desayuno en casa–, con probabilidades de ser madre desnaturalizada porque algunas que tenían hijos los abandonaban.[46]Frente a esas re­presentantes del fanatismo, El Motín mencionaba en alguna ocasión a la maestra, como aquélla que en un pueblo se había enfrentado a las beatas del lugar a causa del símbolo que éstas colocaban a San José en la iglesia para favorecer la pesca. Tales supersticiones –como la desaparición de la imagen de una iglesia atribuida hipotéticamente a una beata «de las que exigen a los santos la bolsa o la vida»– le servían a El Motín para denunciar las costumbres groseras y salvajes existentes en España. Ante estas y otras supercherías similares sólo cabía fumigarse cuando a uno le pasara cerca un cura, un fraile o una beata.[47]Como veremos, no fue el único caso de animalización de esta figura femenina.

Con todo, el tema en el que más se regodeó El Motín fue la actitud y la actividad sexual que atribuía a las beatas, hasta el punto de que era muy frecuente su representa­ción sexualizada. Si eran viejas, o bien se ruborizaban y cubrían los «pergaminos del rostro» ante cualquier visión que las pudiera escandalizar, o bien se las calificaba de «beata inservible ya para el pecado». Si eran más jóvenes, ya no tenían «la inocencia primitiva de la madre Eva».[48]Otra imagen sexualizada de la beata oscilaba entre dos extremos: o era el objeto sexual pasivo del cura o era una mujer que se tornaba fogosa y ardientemente libidinosa sólo en presencia de figuras clericales. La primera consti­tuía motivo de burla por su candidez ante los clérigos, que –cómo no podía ser de otro modo, según el discurso anticlerical–, la utilizaban para saciar sus apetitos sexuales. De los abundantes ejemplos que podríamos citar al respecto, mencionaremos dos textos que consideramos relevantes tanto del tono burlón de la crítica como de la imagen que creaban de la beata.[49]El primero trata de una devota de Elche que recaudó dinero para una función con objeto de festejar a un santo. Como, cuando esta se suspendió, acabó entregando los fondos al cura, El Motín concluyó con sarcasmo: «No me parece mal la resolución: un presbítero es lo que más se asemeja a un santo. Aparte de que también los curas hacen milagros... muy voluminosos, como tendrá ocasión de apreciar la devota si continúa cultivando su amistad».

El segundo ejemplo nos remite muy gráficamente a dos de las típicas imágenes sexualizadas de la beata piadosa –la vieja y la mujer de buen ver–, relacionadas ambas por medio de la figura del clérigo lujurioso en el momento de la confesión:

Cuando alguna beata derrengada se acerque al confesionario, que a él le parecerá garita de escucha, y con voz gangosa se acuse de pecados con arrugas y caricias desdentadas, será de ver el gesto que pone al recordar la fresca y coloradota patrona que encendió una vela a Santa Rita la noche que en su casa se alojó, creyendo ¡inocente! que los presbíteros necesitan celestial ayuda para realizar imposibles.

Las ridiculizaciones adquieren otras connotaciones mucho más ricas cuando se refieren a beatas a las que se atribuía una actitud menos ingenua y más activa desde el punto de vista sexual. De algunas El Motín decía que experimentaban «los consabidos éxtasis» en presencia de algún clérigo, especialmente si este era un joven párroco. Pero nada parecía divertir más a Nakens que presentar a dos beatas compitiendo sexualmente por los favores del joven cura o rivalizando por acercarse al obispo. En estos casos, la postura del periódico oscilaba entre el desprecio, la envidia o el rechazo burlón. Desprecio cargado de misoginia se aprecia, por ejemplo, en la reflexión final del artículo sobre una fogosa devota que seguía a todas partes a su eminencia el obispo para besarle el anillo y que pujaba con otra por acercarse a él:

que cuando los eclesiásticos de mayor o menor categoría vayan a los pueblos donde abunden beatas de ese temple, imiten a los naturales de Malaca, que se ponen un delantal de cuero para defenderse de los ataques de las hembras.

Eso, suponiendo que no se sientan con vocación de sementales.

Envidia al clero por su accesibilidad a las mujeres destila la siguiente situación sobre un cura a quien

una beata ardientemente libidinosa intentó en el confesionario arrebatarle su pu­reza, y él le encargó que tomase tila y leche para atemperar sus nervios [...] dile que si necesita un ayudante seglar para confesar beatas de ese jaez, que me avise.

Ya verá él y veréis todos, como no doy lugar a que las despechadas devotas hagan revelaciones imprudentes del plan curativo de las alteraciones nerviosas que recomiendan algunos presbíteros de poca caridad.

Y rechazo burlón adoptaba el propio Nakens en una ocasión al preguntarse qué le faltaba, pues, siendo relativamente joven e ilustrado y gozando de buena salud, ya le habían excomulgado casi todos los obispos y maldecido casi todos los presbíteros. Le faltaba, concluía, un cuadro de un santo milagroso «para regalárselo a una beata que me hace guiños y está empeñada en seducirme, a fin de ver si consigo que la haga desistir de su criminal propósito, atentatorio a mi honra y a mi decoro».[50]

 

Estas tres citas resultan especialmente jugosas porque reflejan presupuestos sobre las identidades masculina y femenina que fueron utilizados a finales del siglo XIX para elaborar argumentos misóginos y antifeministas.[51]Desde mediados de esa centuria, la idea de que el pudor constituía un atributo natural de las mujeres estaba tan asentada, incluso en la ciencia y en la medicina, como la que atribuía a los varones un apetito sexual más marcado. Aquellos y aquellas que se salían de la norma corrían el serio riesgo de ser catalogados como una patología o una degeneración. Así ocurría, por ejemplo, con la mujer impúdica, percibida como un ser contra-natura. En el primer texto citado, la velada animalización de las dos beatas como hembras en celo sugeriría que ambas eran seres anti-naturales porque adoptaban un comportamiento impúdico con individuos del sexo masculino, en este caso clérigos. La animalización misógina de las beatas encontraba su correlato en la representación animalizada del clero, con la que se resaltaba el carácter antinatural de la peculiar relación que este mantenía con el sexo como consecuencia del voto de castidad.[52]El término «sementales» aludía a los excesivos apetitos sexuales que habitualmente atribuía a los clérigos el discurso anticlerical y abundaría asimismo en la representación de las beatas como mujeres contra-natura.

Además de envidia al clero, la segunda cita alude a uno de los motivos que se adu­cían en la época para explicar los excesos religiosos de las mujeres. Estas sublimarían por medio de la beatería y el misticismo deseos sexuales insatisfechos o reprimidos, los mismos que desde el punto de vista médico se consideraba que podían derivar en episodios de alteraciones nerviosas e histeria. Además de alguna expresión peyorativa al referirse a esas beatas –«de ese jaez»–, se las trataba de enfermas. La forma como el artículo abordaba la beatería y los ardores libidinosos de la devota remitían a la histeria femenina, como si ambos fueran manifestaciones de dicha patología. Si el cura proponía como remedio la leche y la tila, el articulista sugería un plan curativo alternativo que sexualizaba claramente a la beata y que guardaba relación con los remedios que la medi­cina de la época proponía para la histeria. La solución apuntada sería además el trasunto de la que indicaba Pérez Galdós en alguna de sus novelas: el amor-pasión.[53]Sólo el amor carnal con un hombre liberaría a la beata de sus excesivas inclinaciones religiosas así como de sus consecuencias malsanas. De paso el articulista no dejaba de ensalzar la calidad y superioridad de sus dotes amatorias como hombre ni la inmoralidad del clero en caso de recomendar semejante solución tan alejada de la moral católica del momento.

Si el segundo texto conjuga sin problemas la identidad masculina activamente sexual del articulista con la imagen de las beatas libidinosas porque ofrece una imagen patologizada del activismo sexual de estas últimas, en el tercer artículo citado el propio Nakens transmite una sensación de amenaza para su identidad masculina camuflada bajo el tono burlón del texto. En este caso juega con la inversión de géneros: la beata empeñada en seducirlo adopta una actitud masculinizada, dominante, mientras él asume un papel femenino, preocupado por hacerla desistir de su propósito nada más y nada menos que regalándole un cuadro de un santo milagroso. No sólo adopta el papel de la mujer sino también los valores del género femenino como la honra, el decoro e incluso la religiosidad. No podemos extraer más de esas pocas líneas y faltan estudios más pro­fundos sobre el antifeminismo y la modernidad cultural en España. Pero resulta difícil no percibir en esa cita alguna conexión con lo que afirma Christine Bard a propósito de los fantasmas que alimentaron el antifeminismo en Francia durante los decadentes años 1880-1890. Según dicha historiadora, a través de las imágenes de varones feminizados, pasivos, y de mujeres masculinizadas, dominantes, se transmitía un antifeminismo original. A través de los equívocos escenificados mediante perversiones sexuales como la inversión de géneros, se percibía «el eco de los miedos de los contemporáneos, que atribuyen al progreso de la igualdad entre los sexos las premisas de una inversión de los papeles de ambos».[54]

Junto a la representación sexualizada de las beatas, hay otro aspecto sobre el que El Motín parece especialmente crítico. Se trataba de las beatas que atacaban, solas o en compañía del cura, a los liberales y sus medios de expresión. Si la primera cuestión le permitía regodearse burlonamente, la segunda la abordaba con rabia disfrazada de sarcasmo. La beata «víbora» y la devota «adúltera» eran las dos figuras femeninas que formaban parte de la «chusma nea» que atacaba a la prensa liberal o republicana. De una de las beatas, que junto al cura de la localidad mandaban anónimos groseros a jóvenes liberales del pueblo, decía que se comía a los santos y armaba escándalos a su marido. Sobre otra, se preguntaba:

¿Quién será una beata que a altas horas de la noche recorre los paseos de Ciudad Real? ¡Ah! Ya la conozco. Es la Raimundona, feroz anatemizadora de herejes y librepensadores.

¿Qué se propone con esas excursiones? ¡Quién sabe! Lo mismo puede ir en busca de impíos para convertirles, que de presbíteros que la confirmen en la fe. En caso de duda, pensemos lo último, que es lo más piadoso.[55]

Desde mediados de los años ochenta El Motín incluyó críticas muy duras contra las mujeres católicas que censuraban dicho periódico, a sus periodistas o a sus repar­tidores. La beata formaba junto con el cura y el fraile el trío que más odiaba y atacaba a El Motín según dicha publicación. Cada uno desempeñaba una función. Mientras el cura le excomulgaba, la beata lo maldecía o salía corriendo para dar la voz de alarma cuando llegaba a la localidad. Los siguientes versos incluidos en el poema «La jauría» resultan elocuentes:

No hay hipócrita beata,

Hija de María andante

o piadosa mojigata,

que arisca y amenazante

no le suelte su bravata [a El Motín][56]

La respuesta que proponía el periódico no era la batalla política o el mero enfren­tamiento físico, soluciones que sí podían haber salido a la palestra en caso de encararse con varones. La reacción se planteaba en términos claramente de género: se situaba en el plano moral porque amenazaba con sacar a relucir los líos –sexuales, parecía dar a entender– en que andaban metidas. Así amagaba con hacer un periodista que iba a cubrir una misión en un pueblo cuando unas beatas «empezaron a insultarle con palabrotas del repertorio de la gentuza con quien tratan». Su amenaza resultó efectiva «porque la mejor [tenía] más faltas que un juego de pelota».

Desde finales de los ochenta se sumó una nueva crítica que, aunque menos frecuente que las anteriores, resulta muy significativa. En 1887 El Motín se preguntaba ante la historia de un fantasma, un alma en pena, quién sería. Entre las opciones que manejaba aparecía la siguiente: «¿Si será acaso la Fulana, aquella organizadora de cofradías, solterona y nea hasta la muerte, que vendrá a visitar a alguno de los muchísimos críos que, no por obra de varón, pero sí de clérigo, dejó esparcidos por toda la comarca?».[57]

La cita muestra el desprecio misógino con que trataba El Motín a las beatas con elementos retóricos recurrentes ya vistos: el término inicial aparecía cargado de contenido sexual que aludía a la inmoralidad y degeneración de la beata, aspectos que acentuaba su caracterización como mala madre, contra-natura, que abandonaba a sus hijos. ¿Quién iba a casarse con ella? Del mismo modo, su adscripción partidaria con el enemigo antiliberal también aparecía marcada con desprecio. La novedad aparecía en la cualidad de «organizadora de cofradías» ¿Esa característica resultaba criticable porque la identificaba como nea y, por tanto, fanática? Aparte de ello, esa función que se le atribuía implicaba un nuevo papel de las mujeres fuera del hogar, fuera del ámbito doméstico, que conllevaba no sólo la participación en actividades religiosas o piadosas sino también su organización, una función que no debería corresponder a una mujer. Otros artículos daban pistas sobre el sentido crítico de esa imagen en clave claramente antifeminista. El más elocuente contaba la siguiente historia acerca «De cómo un cura puede venir a menos y tener que abandonar su rebaño, su choza y hasta su ama» por culpa de una beata. El artículo la presentaba de una forma inusual:

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